Mientras el señor Manger recogía las monedas desparramadas y las volvía a meter en la bolsa, Pete, Pam y Ricky comprendieron que los rumores que habían corrido sobre el tesoro escondido en el Fuerte Libertad eran ciertos. Aunque, de todos modos, era difícil de creer que aquella caverna oscura fuese el Fuerte perdido y que el oro escondido fuese tan poco.
—¿Cómo sabe que éste es el fuerte? —preguntó Pete al hombre.
—Porque soy chófer-mecánico y sé muchas cosas.
Esta explicación interesó a Ricky, que dijo:
—¿Conoce usted a Spud y a Johnny «Cuestas»?
—Claro. Los dos son viejos amigos míos —aseguró el señor Manger.
Pero Pete y Pam se miraron, incrédulos. Les extrañaba que aquel hombre fuese lo que decía.
—¿Dónde está su reloj de bolsillo? —preguntó, de pronto, Pam.
—¿Mi qué?
—El reloj de bolsillo. Todos los chóferes mecánicos lo llevan —dijo Pete.
—Pues… Hoy… he olvidado cogerlo.
Convencido ya de que el señor Manger estaba mintiendo, Pete buscó en su cerebro una idea para tender una trampa al hombre y poder llevarle a que la policía le interrogase. Pero no se le ocurría nada.
—Bien… Adiós, niños —dijo el señor Manger que, echándose a reír, añadió—: Puede que, si seguís excavando, encontréis más tesoros para vosotros.
Mientras el hombre se alejaba por el túnel, los tres Hollister se miraron unos a otros y Pete dijo:
—¿Creéis que puede haber más tesoros ahí?
Pam y Ricky no contestaron. A toda prisa empezaron a levantar tierra con los tacones, apartándola luego con las manos. Pete usó una pala que debió dejarse el señor Manger. Poco a poco los agujeros abiertos por cada niño fueron aproximándose entre sí y pronto hubo un solo orificio de buen tamaño.
Seguía sin verse ningún indicio del tesoro y Ricky ya estaba a punto de coger las linternas y proponer que buscasen en otro lugar, cuando la pala de Pete produjo una especie de tintineo. Un momento después el chico cogía una moneda.
—¡Canastos! —gritó el pecoso—. ¡Más oro!
Los niños trabajaron furiosamente, excavando, y a los pocos momentos descubrían una gran saca de cuero, cerrada con una resistente tira. Sin atreverse a creer en su buena suerte, Pete abrió la saqueta.
—¡Oro! ¡Monedas de oro! —gritó—. ¡Cientos de monedas!
Los niños, acurrucados en el suelo, miraron incrédulos. ¡Habían encontrado el tesoro del fuerte, que; tanto tiempo llevaba enterrado!
—¿Todo esto nos pertenece? —preguntó Ricky, con emoción.
—No. No os pertenece —dijo una voz, a sus espaldas.
Y antes de que comprendieran exactamente lo que estaba ocurriendo, el señor Manger cogió la saca y corrió hacia el túnel. Los pocos segundos que necesitaron los niños para recobrar el aliento y coger las linternas sirvió para que el hombre les llevase una buena delantera. Los tres Hollister corrieron tras el hombre, gritando:
—¡Ese oro es nuestro!
El hombre corrió aún con más rapidez, pero los niños eran más veloces. Y un momento después se oía a un perro, ladrando apagadamente.
—¡Es «Zip»! —gritó Ricky al hombre que huía—. ¡Y viene papá! ¡Van a atraparle a usted!
Un momento después el señor Manger llegaba a la salida del túnel, en cuyo borde había un gran pedrusco. El hombre lo empujó y el pedrusco cayó al suelo, casi justamente en frente de Pete, con una gran avalancha de piedrecillas y tierra.
—¡Oh! —gritó Pam con angustia.
—Esto lo solucionará todo —oyeron decir al señor Manger, a través de la barrera que se había formado entre ellos.
—¿Qué haremos? —preguntó Pam, tosiendo y limpiándose la tierra de los ojos.
—No os preocupéis —dijo Pete—. Treparemos por encima de todo esto.
Pero cuando empezaron a intentarlo, el túnel estaba atestado de cascotes.
—¡Cuidado! —gritó Pete, retrocediendo de un salto.
¡Toda la techumbre acababa de desplomarse, dejando encerrados a los niños en aquel pasadizo subterráneo!
El hundimiento que acababa de ocurrir en el túnel no produjo más que un leve sonido en las proximidades del viejo pozo, donde se encontraba el señor Hollister con Holly, Dave y «Zip». Sin embargo, la niña comentó:
—¿Qué ha sido ese ruido tan raro?
—No lo sé —repuso el padre—. Pero lo averiguaré. Vosotros, niños, quedaos haciendo guardia.
Iluminándose el camino con su linterna de bolsillo, el señor Hollister localizó los peldaños de piedra y descendió al pozo. A los pocos momentos estuvo en el fondo y llegó al túnel. Cerca de la bifurcación oyó pasos de alguien que corría.
—¡Pete, Pam, Ricky! ¿Sois vosotros? —pregunto.
No obtuvo respuesta, pero en aquel momento un hombre pasó corriendo ante el señor Hollister y tomó la bifurcación de la izquierda.
—¡Deténgase! ¿Quién es usted? ¿Ha visto a mis hijos? —le gritó el señor Hollister.
Pero el fugitivo siguió corriendo, con la cabeza cada ver más inclinada, a medida que el túnel resultaba más pequeño.
—¡Aguarde un momento! —insistió el señor Hollister—. ¡Vuelva!
En vista de que el hombre no se detenía, el padre de los Hollister pensó que algo iba mal y corrió tras el desconocido. Muy pronto los dos hombres tuvieron que arrastrarse con manos y rodillas hacia la estrecha salida del túnel.
El señor Manger corrió entre los arbustos hasta el río. En la orilla había una barquita de remos que el hombre empujó hasta el agua para luego saltar a su interior. En seguida empezó a remar y se perdió en las sombras.
No teniendo posibilidad de seguirle, el señor Hollister volvió al túnel, dispuesto a encontrar a sus hijos. Cuando llegó a la curva del pasadizo, siguió la bifurcación de la derecha. Pero sólo consiguió llegar hasta un muro de tierra y piedras.
«Es sólo un callejón sin salida», pensó el señor Hollister. «Ése debía de ser un pobre hombre que vivía aquí dentro y yo le he asustado».
Volviendo por donde llegara, el señor Hollister alcanzó el fondo del pozo y trepó arriba.
—¿No les has encontrado, papá? —preguntó Holly.
—No —repuso el padre—, pero deben de estar por aquí cerca.
Y explicó cómo había salido a la orilla del río. Mientras él hablaba, «Zip» empezó a aullar.
—¿Qué te ocurre? —le preguntó el señor Hollister, acariciándole la cabeza.
«Zip» miró al interior del pozo y sacudió el rabo con nerviosismo.
—Puede que advierta que sus hijos corren algún peligro —dijo Dave—. Vamos a mirar a la orilla del río.
Mientras «Zip» seguía sacudiendo el rabo y moviéndose en círculos, el señor Hollister y los dos niños buscaron por todo el camino hacia el río, llamando a cada momento:
—¡Pam! ¡Ricky! ¡Pete!
Nadie contestaba.
Dave pensó que tal vez habían vuelto a casa, de modo que los tres echaron a andar hacia la carretera. Estaban llegando allí cuando se presentó la señora Hollister en la furgoneta. Detuvo allí el vehículo y salió, llevando a Sue de la mano.
—John, ¿no has encontrado a los niños todavía? —preguntó, muy nerviosa.
Esta pregunta demostraba que Pete, Pam y Ricky no habían vuelto a casa. Al saber que los niños aún no habían aparecido, la señora Hollister se puso muy pálida y dijo:
—Será mejor que informemos al oficial Cal en seguida.
Viendo que había luces encendidas en casa de los Hancock, Holly opinó que sus hermanos podían estar allí. Esperanzados, todos corrieron a la puerta. A su llamada acudió el señor Hancock.
—Estamos buscando a nuestros hijos —explicó la señora Hollister—. ¿Por casualidad están aquí?
—No, no están.
El señor Hollister explicó en pocas palabras que Pete, Pam y Ricky habían entrado a explorar el túnel del fondo del pozo.
—¿Túnel? Es la primera vez que oigo hablar de eso —dijo Hancock, asombrado.
—He estado buscando allí, pero sólo he encontrado a un pobre hombre —explicó el señor Hollister—. Una de las bifurcaciones del túnel está bloqueada con tierra y piedras.
—¡Oh, Dios mío! ¡Puede que los niños estén bloqueados allí! —exclamó la señora Hollister con angustia.
Una expresión de extrañeza se dibujó en el rostro del señor Hancock, que con gran nerviosismo, dijo:
—Ahora que me acuerdo, Ralph ha oído ruidos extraños en nuestro sótano, hace unos minutos. Parecían voces. Yo he bajado a mirar, pero no había nadie.
—Puede que el túnel bloqueado quede directamente debajo de la casa —opinó el señor Hollister—. Si nuestros hijos están ahí…
—¡De prisa! ¡Hay que encontrarles! —gritó, angustiada, la esposa, y todos salieron corriendo de la casa.