¡TRACTOR AL AGUA!

Los Hollister se quedaron mirando al señor Hancock con ojos redondos por el asombro.

—¿He oído bien? —preguntó el padre—. ¿De modo que, por fin, no va usted a trasladar la casa?

—Eso he dicho.

—¡Pero si los obreros ya han levantado los fundamentos! —recordó Ricky que estaba estupefacto—. ¡Tendrá que trasladarla!

Pete se apresuró a preguntar:

—¿No ha comprado usted la parcela de Indy?

—Eso puede zanjarse —repuso el señor Hancock, añadiendo que comprendía que era un momento inadecuado para cambiar de idea, pero que tenía buenas razones para hacerlo—. Un famoso abogado me ha aconsejado que actúe así. ¡El estado no me pagó el precio debido por mi terreno y esto tiene que arreglarse! Mi abogado se ocupará de todo.

—¿Cómo se llama ese abogado? —preguntó el señor Hollister.

Sin prestar atención a la pregunta, el señor Hancock continuó diciendo que todo saldría bien y que, desde luego, agradecía mucho la ayuda que le habían prestado los Hollister. Luego les dijo adiós y los Hollister se marcharon.

Mientras se dirigían a su casa, el señor Hollister comentó que encontraba muy extraña la decisión del señor Hancock.

—El estado pagó a todo el mundo un precio justo por esos terrenos.

—Papá, ¿crees que tendrá algo que ver con esto, el hombre que hemos visto en la propiedad? ¿Ese que desapareció tan de prisa? —preguntó Pam.

El padre se encogió de hombros, replicando:

—El señor Hancock parece una persona honrada y, desde luego, tiene una encantadora familia. Por lo tanto, no hay que pensar más en este asunto.

Pero los niños no pudieron olvidarlo.

—Hemos encontrado el sobre robado precisamente en la propiedad de los Hancock —recordó Pete a los demás.

Una vez en casa y después de haber cenado, Pete telefoneó al oficial Cal para ponerle al corriente de todo lo ocurrido, referente al misterio. El policía dio las gracias a Pete y prometió redoblar sus esfuerzos en la búsqueda del señor Manger.

—Ésta ha sido una noche muy atareada para nosotros, Pete —explicó Cal—. Hemos tenido más problemas en la carretera nueva.

—¿Qué ha pasado?

—Hace una media hora, alguien puso en marcha un tractor. El vigilante vio a la persona, pero no le dio tiempo de detenerle.

—¿Y consiguieron llevarse el tractor?

—Han hecho algo peor. El entrometido no supo detenerlo y decidió saltar al suelo. El tractor descendió por un barranco y ha ido a parar al río Muskong.

—¡Zambomba! —exclamó Pete—. Y, al final, ¿pudo el guarda detener a esa persona?

El policía contestó que no. El hombre había desaparecido. Aunque el guarda opinaba que el rufián no era más que un chiquillo.

—Nuestros hombres están buscándole y otros se ocuparán de sacar el tractor del río. Cuando tú has llamado, yo me disponía a salir con la brigada de salvamento.

Después de despedirse, Pete fue a contar lo ocurrido a su familia. Cuando hubo acabado, Ricky prorrumpió en un sonoro silbido y dijo:

—¿No tendrá algo que ver con esto Joey Brill? Siempre anda olfateando alrededor de la maquinaria.

—Por su bien, confío en que no haya sido él —comentó la señora Hollister.

A la mañana siguiente, temprano, Pete y Ricky se encaminaron a la orilla del río, para ver de dónde había sido sacado el tractor. ¡Con sorpresa vieron que el gran artefacto aún continuaba en el agua! Los dos chicos se acercaron al grupo que estaba trabajando. Pete, reconociendo al capataz de la carretera en construcción, preguntó:

—¿Acaso la grúa no ha podido levantar el tractor?

—No. Pero se han ido a buscar dos coches de arrastre que lo solucionarán todo.

Muy pronto aparecieron los dos grandes vehículos. Uno lo conducía Johnny «Cuestas»; el otro, Spud.

Los conductores llevaron las máquinas hasta el borde del barranco. Luego bajaron a pie hasta el agua y ataron cables al tractor volcado.

Cuando estuvo bien sujeto, los dos hombres volvieron a sus vehículos y el capataz les dio la señal para que los pusieran en marcha. ¡Qué estrépito hacían!

Con grandes chirridos, fueron retrocediendo hasta que el volcado tractor quedó apoyado sobre las ruedas. Luego, mientras Spud y Johnny lo izaban lentamente para acabar llevándoselo a la carretera, los espectadores aplaudieron.

—¡Canastos! ¡Qué bien ha estado esto! —dijo Ricky con entusiasmo. Y un momento después anunciaba—: Mira, Pete. Ahí viene Pam.

Su hermana, que llegó sin aliento, dijo muy nerviosa:

—Venid en seguida a casa. Es algo sobre Joey…

Mientras los tres regresaban, corriendo, Pam explicó que Joey había llegado a casa con un mensaje urgente.

—Pero no quiere decirlo mientras vosotros, los chicos, no lleguéis.

Cuando los tres niños llegaron, Joey estaba en la salita, con el rostro muy pálido.

—Necesito que me ayudéis —dijo atropelladamente.

—¿Cómo? —preguntó Pete, con curiosidad.

—He hecho algo terrible y la policía me persigue.

Los Hollister se miraron unos a otros, muy asombrados. Pero Ricky no tardó en preguntar:

—¿Te llevaste el tractor anoche, Joey?

El camorrista inclinó la cabeza, avergonzado.

—Como vosotros sois tan amigos del oficial Cal, he pensado que podíais hablarle en favor mío. Si lo hacéis, os diré un secreto.

En ese momento entró en la habitación la señora Hollister, que dijo:

—No he podido evitar el oír lo que has dicho, Joey. Cree que haremos todo cuanto sea posible para ayudarte.

Al oír aquello, Joey se puso más encarnado que una cereza.

—Se lo diré de todos modos —murmuró arrepentido—. Es sobre la carta… Yo… Yo no la perdí. Se la vendí al señor Manger por un dólar —confesó Joey.

El chico explicó que, cuando estaban en la vieja estación, el señor Manger le había llevado aparte y le prometió que, si le proporcionaba la vieja carta, le daría a Joey la mitad del oro de Fuerte Libertad, si conseguía encontrarlo.

—¿Tú viste el mapa? —preguntó Pete.

—No. Pero el señor Manger rae indicó dónde debía cavar. Me paga cincuenta centavos al día.

Los Hollister alabaron el comportamiento de Joey al decidirse a decir la verdad sobre la carta desaparecida. Y Pete se ofreció para ponerse en contacto con el oficial Cal y explicárselo todo.

El camorrista dio las gracias, disponiéndose a marchar.

—¡Ah, Pete! —musitó antes de irse—. Hay otras dos cosas que no os he dicho. Yo puse aquellas letras y la arena del radiador en la excavadora. Y yo fui quien dijo al capataz que habíais sido vosotros. Luego te golpeé a ti con una bola de tierra seca, aunque no quise hacerte tanto daño. De verdad.

—Te creo, Joey. Fue el señor Manger quien te dijo que lo hicieras, ¿verdad?

—Sí.

—¿Sabes dónde vive?

Joey aseguró que no lo sabía, aunque tenía la impresión de que el señor Manger no era de la ciudad.

—Yo siempre me he encontrado con él cerca de la colina donde viven los Hancock.

De repente a Pete se le ocurrió un pensamiento.

—¡Seguramente era ése el hombre que vimos desaparecer anoche!

Después que se marchó Joey, Pete telefoneó al oficial Cal. Le explicó lo que había hecho Joey y el policía contestó que no sería muy duro con el chico, aunque el padre del muchacho tendría que pagar los gastos de reparación de la máquina.

—De todos modos, tengo entendido que los desperfectos no son muchos —añadió.

Pete siguió hablando con Cal sobre el señor Manger y la carta perdida que aquel hombre misterioso había comprado a Joey.

—Ésta es una gran noticia, Pete —afirmó el oficial, muy interesado—. Ahora no tardaremos en atraparle. ¿Dices que él y Joey se encontraban cerca de la casa de los Hancock?

—Eso es lo que ha dicho Joey —repuso Pete.

Después de colgar, Pete quedó varios minutos sumido en pensamientos. Por fin dijo a Pam:

—¿Tú crees que los Hancock conocen al señor Manger? Me gustaría preguntárselo al señor Hancock.

Pete consultó con sus padres, quienes dijeron que no veían ningún problema en que los Hancock se enterasen de los tratos que habían tenido el señor Manger y Joey. De modo que, después de cenar, los cuatro hermanos mayores salieron, acompañados de «Zip». Pete y Ricky llevaban linternas porque al regresar a casa ya sería de noche. Al acercarse a la casa de la colina, quedaron desencantados porque no encontraron a nadie.

—¿Por qué no nos quedamos un rato? —propuso Holly—. A lo mejor conseguimos ver al señor Manger.

—Nos esconderemos entre aquel grupo de árboles de la ladera —decidió el hermano mayor.

Él abrió la marcha y los demás le siguieron. Desde la arboleda podían ver la parte posterior y los laterales de la casa. Apenas habían tenido tiempo de ocultarse cuando «Zip» gruñó quedamente, al tiempo que ponía las orejas muy tiesas.

—¡Cuidado! ¡Ha visto a alguien! —cuchicheó Ricky.

El animal dio un aullido y echó a correr hacia la casa.

—¡Vuelve, «Zip»! —ordenó Pete, y el perro obedeció.

—Yo no veo a nadie —declaró Holly.

—Creo que «Zip» ha oído algún ruido en la parte delantera de la casa —opinó Pam.

Pete sujetó a «Zip» por el collar y todos se encaminaron de puntillas a la casa de los Hancock. Ya había empezado a oscurecer y los cuatro niños quedaron asombrados a ver a un hombre que corría arrimado a una pared lateral de la casa. Se dirigía al viejo pozo.

—¡Es el señor Manger! Seguro —afirmó Pam.

Y Pete añadió:

—¡Alcánzale, «Zip»!

El animal se abalanzó hacia el hombre, seguido por los niños. El hombre, al llegar al pozo, se detuvo. Y cuando «Zip» y sus amos llegaron allí…, ¡el hombre había desaparecido!

—¿Adónde habrá ido? —murmuró Pete, desolado.

El perro olfateó alrededor del pozo, sin cesar de ladrar.

—¡Si no está ahí, tontín! —le dijo Holly.

Los niños recorrieron todo el patio, buscando huellas de pies que se alejasen del pozo. Pero no encontraron ni una sola.

—No hay ni siquiera una trampilla para entrar a un sótano o a cualquier otro sitio donde haya podido esconderse —observó Pete.

—Entonces, ¿adónde ha ido ese hombre? —preguntó Pam—. No ha podido evaporarse. Es la segunda vez que le vemos desaparecer junto a este pozo.

—Puede que sólo sea un fantasma —suspiró Ricky.

—Estoy segura de que le he visto puesto encima de la tapa del pozo —afirmó Holly.

—¿Cómo quieres decir? ¿Así? —preguntó Ricky, mientras saltaba sobre la vieja tapa de madera.

Cuando Ricky dio el salto se oyó un extraño crujido. De repente, la podrida madera de la tapa se resquebrajó.

Y mientras sus hermanos gritaban, aterrados… ¡Ricky cayó al fondo del pozo!