UNA AMENAZA

Al volver en sí, Pete se encontró tendido en el suelo, a la orilla del río.

«¿Qué me ha pasado?», se preguntó, mientras se ponía en pie, tambaleándose.

La contestación a su pregunta la encontró en el chichón que notaba en la cabeza.

«Debe de ser que Joey me arrojó algo», se dijo Pete, mirando a su alrededor.

Pero ¿dónde estaba ahora Joey? Y ¿qué había sido del misterioso forastero? Ninguno de los dos estaba ahora a la vista. Extrañado, Pete se acercó al lugar en donde había visto últimamente al hombre y buscó alguna pista que pudiera indicarle a dónde había podido ir. Pero no encontró nada y Pete acabó preguntándose si realmente había sido Joey quien le atacó.

«Pero si él no lo ha hecho, por lo menos sabrá quién ha sido. ¡Y yo tengo que averiguarlo!», decidió Pete.

Pero al pobrecillo le dolía de tal modo la cabeza que acabó decidiendo irse a casa. Al verle, su familia quedó atónita, viéndole y enterándose de lo que había sucedido. Pete no olvidó decir que el hombre misterioso se llamaba Manger.

—¡Nosotros hemos visto a Joey! —recordó Ricky—. Pasó por delante de la casa de Ralph, corriendo como un loco. Ni siquiera se paró a ver cómo trabajaban los transportistas.

—Seguro que fue él quien te dio el golpe —declaró Holly.

Después que la señora Hollister hubo puesto hielo en el chichón de Pete, toda la familia comió. En cuanto acabaron, Ricky y Holly marcharon con Sue a ver cómo trabajaban los transportistas de la casa. Pam y Pete fueron directamente a ver a Joey, pero no encontraron a nadie en la casa.

—Vamos al sitio en donde Joey estaba cavando —propuso Pete.

Pero tampoco allí le encontraron. El lugar donde Joey estuviera aquella mañana estaba vacío.

—Puede que a Joey le asuste volver —dijo Pam, mientras ella y su hermano inspeccionaban por la orilla del río.

—Si es aquí donde estaba el viejo Fuerte Libertad, creo que Joey todavía no ha descubierto nada que lo pruebe —murmuró Pete.

Los dos niños pasaron la tarde cavando en el terreno arenoso, pero no desenterraron nada importante.

—Mañana tendremos más suerte —se consoló Pam, suspirando, mientras regresaban a casa.

Aún no habían tenido tiempo los Hollister de prepararse para sus trabajos detectivescos, al siguiente día, cuando llegó el cartero con un sobre dirigido a «Los Niños Hollister». Pam, que fue quien lo cogió, llamó en seguida a los demás.

—Déjame ver, déjame —pidió Holly, con curiosidad.

La calle y el número de su casa estaban escritos con letras desiguales, a lápiz, y no llevaba remitente.

—Ábrelo «in siguida» —pidió Sue—. A lo mejor es una invitación para alguna fiesta.

Pam rasgó el sobre y sacó un pliego de papel barato.

—¡Oooh! —exclamó al instante.

—¿Qué pasa? —preguntó la señora Hollister, que entró corriendo al oír a Pam.

Cuando su hija le mostró la carta, también ella dejó escapar una exclamación:

—¡Dios mío! ¿Quién ha escrito esto?

Y en voz alta leyó:

«Hermanos Hollister: Si queréis seguir siendo felices, no busquéis el viejo Fuerte Libertad. ¡Es mi primera y última advertencia!».

La nota estaba firmada con una calavera y dos huesos cruzados.

—Debe de tratarse de una broma —se apresuró a decir la señora Hollister, no queriendo dar importancia a la nota, ni asustar a sus hijos.

—Yo creo que es una verdadera amenaza, mamá —opinó Pete, muy serio—. La ha debido de escribir Joey Brill o el hombre para quien Joey está trabajando.

—Si corréis peligro, debéis dejar de jugar a detectives —dijo la madre—. Podríais sufrir algún perjuicio serio.

—¡Pero, mamá! ¡No podemos dejarlo ahora! —dijo Pete.

La señora Hollister quedó unos momentos pensativa. No quería que sus hijos corriesen ningún peligro y, sin embargo, sentía deseos de que saliesen airosos en la búsqueda del fuerte.

—Está bien —accedió al fin—. Pero prometedme que le contaréis al oficial Cal todo lo que ha ocurrido, para que él pueda encontrar a la persona que mandó esta carta.

—¡Qué bien! —se entusiasmó Sue—. ¿Podemos ir todos a la comisaría?

La señora Hollister sonrió, respondiendo que sí. Ricky quería ir en su bicicleta, con Sue delante, pero Pete y Pam pidieron que no lo hiciera porque era poco seguro.

—Vayamos todos andando —propuso Pam—. Hace un día tan bueno…

—Y si quieres, yo te montaré a caballo en mis hombros —ofreció Pete a la chiquitina.

Después que Pete subió a Sue sobre sus hombros, todos se pusieron en marcha para visitar a Cal.

—¡Hola, niños! —saludó afablemente el policía, al verles entrar—. ¿Tenéis alguna pista?

—Varias, muy buenas —dijo Pam.

En seguida enseñó al policía la nota de advertencia, que Cal examinó atentamente. Y acabó diciendo que aquella nota lo mismo podía haberla enviado un chiflado que una persona con malas intenciones de verdad. Cuando Pete habló del forastero y de que le habían atacado, Cal añadió:

—Por lo que decís, ése debe de ser nuestro hombre. Buscaremos a ese señor Manger. Si vosotros le vierais antes que nosotros, telefonead aquí en seguida.

De camino a casa, los niños se detuvieron en el Centro Comercial para visitar a su padre. Como de costumbre, Sue se detuvo junto a la puerta, para coger un vaso de cartulina y tomar tres veces agua fresca. Estaba apurando la última gota cuando se le ocurrió una idea.

—Podemos hacer limonada esta tarde para llevársela a Spud y a Johnny «Cuestas». Hace un día tan caluroso…

—Sí, sí —concordó Ricky—. Y así se refrescarán también Harry «Prisas» y el otro hombre. Hace mucho que no les vemos.

Cuando los cinco hermanos llegaron y Sue habló a su madre de sus planes, la señora Hollister dijo:

—Los obreros de la carretera han sido muy amables con vosotros y creo que estará muy bien que vosotros les obsequiéis con limonada hecha en casa.

Aquella tarde, a primera hora, Pam, Holly y Sue hicieron la limonada, mientras Pete y Ricky veían un partido de béisbol en la televisión.

Cuando estuvo preparada una gran jarra de la deliciosa bebida, Pam echó el contenido en un gran termo con un asa, mientras Sue iba a la despensa a buscar vasos de papel.

—¿Por qué no lleváis unas galletas, también? —sugirió la señora Hollister.

—Estupendo —dijo Pam que, en seguida, echó unas cuantas en una bolsa.

Cuando las niñas estuvieron preparadas para marchar, sus hermanos estaban tan interesados en el partido de béisbol, donde participaba su equipo favorito, que no tuvieron ganas de acompañarlas. Por lo tanto, las niñas se marcharon solas.

—Iré a buscar la carretilla para llevarlo todo —decidió Holly, marchando al garaje.

Salía de allí con la carretilla cuando vio a «Zip», jugando en el patio y se le ocurrió una idea.

—Ven, «Zip» —llamó. Y cuando el perro llegó a su lado, ella dijo—: Puedes ser nuestro caballo y tirar de la carretilla con la limonada.

La niña enganchó a «Zip» a la carretilla, con unos arneses que ya habían sido utilizados otras veces.

—¡Vamos, chico! —ordenó.

«Zip» se lanzó al trote hasta donde Pam y Sue esperaban, arrastrando tras sí la vacía carretilla. Sue subió a la carretilla y colocó el termo de refresco entre sus tobillos, sujetándolo. Pam y Holly se colocaron cada una a un lado de «Zip» y el grupo se puso en marcha hacia la carretera nueva. Cuando se desviaron de la carretera principal, el camino resultó polvoriento y abrasador.

—También yo podré tomarme un limonada —dijo Holly, riendo, mientras guiaba a «Zip» hacia el gran vehículo cargado de tierra.

—Mirad. Es Harry «Prisas» el que conduce —dijo Pam, saludando con la mano al obrero.

Él se detuvo y dijo:

—¿Qué tal están estas lindas damitas?

—Tenemos una sorpresa para usted —gritó Holly.

—Y también para Spud y Johnny «Cuestas» —añadió Pam.

El conductor del camión dijo que debía llevarse aquella carga, pero que volvería en seguida.

—Hoy, Johnny «Cuestas» está conduciendo el «gato» —explicó, señalando la ruidosa excavadora que se encontraba algo más abajo—, y Spud la pala.

Dicho esto, Harry se alejó, regresando cuando las niñas se acercaban a Johnny y Spud. Los tres bajaron de sus vehículos, sonriendo.

—Me gustan las sorpresas —dijo Harry «Prisas»—. ¿Cuál es la de hoy?

—Limonada y galletas —anunció a grititos Sue.

—Nada podría gustarme más —dijo Johnny, mientras se enjugaba el sudor de la frente con un pañuelo encarnado—. Hoy hace un calor propio de pleno verano.

—Traemos limonada para varias personas —explicó Pam, mientras servía tres vasos—. A lo mejor sus amigos también quieren un trago.

Johnny «Cuestas» se llevó dos dedos a los labios y lanzó un estridente silbido. El conductor de una excavadora y el de un camión bajaron a tierra y se acercaron al grupo. Las niñas sirvieron refresco a todos.

—¿Es el cumpleaños de alguien? —preguntó uno de los hombres.

Johnny «Cuestas» sonrió al responder:

—Pues… La verdad es que hoy es mi aniversario.

Al oír aquello, Sue se apresuró a dar un abrazo al hombre. Luego, mientras bebían limonada y comían galletas, todos cantaron a Johnny «Feliz Cumpleaños». Hasta «Zip» tomó parte en la diversión. Cuando Pam lo desenganchó de la carretilla y le dio una galleta, el animal ladró con entusiasmo. Después que los hombres acabaron el refresco, Pam preguntó:

—¿Todo va bien ahora en la carretera nueva, Johnny?

—No —contestó Johnny, moviendo de un lado a otro la cabeza—. No va bien. Hay algunos chicos que siguen molestándonos. Anoche rompieron los faros del tractor.

—Y algún mequetrefe echó agua en mi asiento —se quejó otro.

—Es una lástima —contestó Pam—. Nosotros también estamos pasando apuros.

Y a continuación contó cómo habían atacado a Pete.

Mientras, Pete y Ricky, que ya habían visto todo el partido de béisbol, fueron a la cocina donde la señora Hollister estaba ocupada en rellenar unos pollos para asar.

—¿No han vuelto las niñas todavía, mamá? —preguntó el pecoso.

—No —repuso la señora Hollister—. Pero llegarán de un momento a otro.

Pero, media hora más tarde, las hermanas Hollister aún no habían aparecido.

«¿Dónde pueden estar?», se preguntaba la madre, viendo aproximarse la hora de la cena.

De repente oyó al perro pastor arañar la puerta trasera. Al abrirle, preguntó:

—¿Dónde están las niñas, «Zip»?

El animal levantó la cabeza y dejó escapar unos tristes aullidos.

«¿Pasará algo malo?», se preguntó la señora Hollister.

«Zip» dio una vuelta por la cocina y volvió a la puerta, como si quisiera volver a salir. Pero cuando la señora Hollister abrió, el perro la miró y volvió a aullar.

—No sé qué quieres decirme, «Zip» —dijo su ama, acariciándole el lomo—. ¿Es algo de las niñas?

Como respuesta, el perro dio una serie de aullidos. Luego se sentó y quedó mirando a la señora Hollister con ojos suplicantes.

En ese momento llegó el señor Hollister en la furgoneta. Cuando él entraba en la casa, su mujer le dijo:

—John, las niñas aún no han vuelto de la carretera en construcción. Estoy preocupadísima. Creo que «Zip» sabe dónde están y quiere llevarnos.

—Iremos en seguida —decidió el señor Hollister.

Después de llamar a los dos chicos, el señor y la señora Hollister y los muchachos siguieron a «Zip».

—¡Busca a nuestras niñas, «Zip»! —apremió la señora Hollister.