¿Quiénes encontrarían antes el viejo fuerte? Si el forastero misterioso tenía la carta, no cabía duda de que contaba con todas las ventajas.
—Me imagino —dijo el señor Hollister, a la mañana siguiente— que mis jóvenes detectives querrían salir ahora mismo a trabajar en sus pesquisas. Pero yo necesito a Pete, a primera hora, en la tienda. Indy tiene que ausentarse durante una hora, o acaso más, y a mí me gustaría que tú, hijo, ayudases a atender a los clientes mientras él está fuera.
—Muy bien, papá —dijo Pete, y salió de casa con el señor Hollister—. Ya nos veremos más tarde, Pam.
Después que ellos se fueron, Pam ayudó a su madre a fregar platos, hacer camas y limpiar el polvo. Aún no habían concluido estas tareas cuando sonó el teléfono y Pam acudió a contestar.
—¡Ah! Hola, Mary —dijo—. Parece que estás muy nerviosa. ¿Ha ocurrido algo?
Pam quedó escuchando atentamente durante unos minutos y acabó contestando:
—Yo no puedo ir inmediatamente y Pete está en la tienda. Pero a Ricky y Holly seguro que les gustará ir a ver lo que está ocurriendo.
En ese momento Ricky y Holly entraron en la habitación y oyeron las últimas palabras.
—¿Qué pasa? ¿Qué pasa? —preguntaron los dos a un tiempo, con curiosidad.
—Mary Hancock dice que han llegado los transportistas —explicó Pam—. Ya están trabajando en los fundamentos. Quería que nosotros fuésemos a verlo.
—¡Canastos! ¡Vamos en seguida, Holly!
Antes de marcharse, los dos niños prometieron estar en casa a la hora de comer. Luego montaron en sus bicicletas y salieron del jardín, veloces como centellas. ¡Qué emoción sentían los dos niños mientras pedaleaban camino de casa de los Hancock! Allí, en el patio trasero, había dos grandes camiones. De uno de ellos los obreros estaban sacando grandes maderos. El otro camión iba cargado de crics o gatos que a Ricky le parecieron diez veces más grandes que el que llevaba su padre en el coche.
—¡Oooh! —exclamó el chiquillo, saltando de su bicicleta y corriendo a la casa—. ¡Qué divertido va a ser esto!
Al ver a Ricky y Holly, Ralph y Mary salieron a recibirles.
—Mirad lo que están haciendo con nuestra casa —dijo Ralph, llevando a sus amigos al otro lado.
Varios obreros, con martillos y cinceles, golpeaban los cimientos.
—En cuanto hayan desalojado los cimientos, levantarán la casa con los gatos y pondrán debajo dos vigas de acero grandísimas —explicó Mary.
—Tardarán unos días en hacer eso —añadió Ralph—. Luego pondrán la casa y las vigas de acero en unas plataformas con ocho ruedas. Usarán un cable que remolcará todo de una vez.
—Mirad allí —dijo Ricky—. Están apilando los maderos que usarán cuando levanten la casa.
Los troncos iban quedando entrelazados. Dos hombres se ocupaban de formar la pila que iba creciendo rápidamente y pronto subió muy por encima de las cabezas de los niños.
—¡Ya sé lo que podemos hacer! —exclamó Ricky—. Jugaremos con esto al Fuerte Libertad.
—¡Eso! ¡Eso! —concordó Holly alegremente—. Los troncos pueden ser nuestro fuerte. Mary, tú y yo seremos los colonos. Entraremos en el fuerte y lo defenderemos.
A Ricky le agradó la idea y en seguida resolvió:
—Ralph y yo seremos los indios y os atacaremos.
Holly y Mary treparon por el extraño «fuerte», instalándose dentro. Mientras tanto, Ricky dijo a Ralph:
—Gran Jefe Ralph, atacaremos por los dos costados, como hacen en las películas de televisión.
Los chicos corrieron alrededor del fuerte, exhalando penetrantes gritos guerreros. Luego empezaron a trepar por los troncos. Pero cada vez que lo hacían, las niñas asomaban la cabeza entre los huecos y les empujaban fuera.
Sin embargo, Ricky no estaba dispuesto a darse por vencido. Con un gran salto se colocó sobre el cuarto tronco y desde allí fue trepando como un mono. Bajando la vista hasta las niñas que estaban dentro, gritó triunfante:
—¡Ahora sois mis prisioneras!
—¡No nos arranquéis la cabellera, por favor! —suplicó Mary, poniendo cara de angustia.
Mientras Mary hablaba, uno de los troncos osciló y Ricky perdió el equilibrio.
—¡Aaay! —gritó, mientras caía al interior del fuerte y las niñas se apresuraban a detenerle.
—¡Ajá! ¡Ya te tenemos, piel roja! —exclamó Holly.
Entre ella y Mary forcejearon con Ricky y, cuando le hicieron caer, se sentaron sobre él.
—Dile al Gran Jefe Ralph que se vaya —ordenó Mary al prisionero—. ¡Los defensores han ganado la batalla del Fuerte Libertad!
Ricky obedeció, de mala gana, teniendo que admitir que las niñas le habían vencido. Luego, cuando le dejaron en libertad, los cuatro rieron alegremente.
Mientras tanto, en la tienda de su padre, Pete había despachado ya a varios compradores. Durante una pausa se acercó a la parte de la fachada y, desde detrás del mostrador, contempló a las gentes que pasaban por la calle.
Se disponía a volver al interior del almacén cuando, con el rabillo del ojo vio a alguien que le pareció conocido.
«¡Si es el hombre misterioso de la nariz larga!», pensó el muchachito y se acercó más al escaparate, viendo cómo el hombre se alejaba calle abajo.
No había duda de que aquél era el hombre que habían visto en la foto que les enseñó el señor Kent. Pete echó a correr hacia el fondo de la tienda, donde su padre estaba desembalando un motor fuera borda.
—Papá, me gustaría hacer un importante trabajo de detective —dijo, con gran nerviosismo, explicando luego que acababa de ver al hombre misterioso—. ¿Puedo marcharme un rato? Volveré lo antes posible.
—Muy bien, hijo —contestó, sonriente, el señor Hollister—. De todos modos, ya era hora de que te fueses. Espero que tengas suerte.
Pete salió a toda prisa de la tienda y echó a correr en la misma dirección que llevaba el hombre misterioso, al que pudo ver llegar a la manzana siguiente. De vez en cuando, el hombre se detenía a mirar algún escaparate. En esas ocasiones Pete se apresuraba a meterse en un portal para no dejarse ver.
Después de recorrer el centro de la ciudad, el hombre apresuró el paso. Pete le siguió a bastante distancia, deteniéndose de vez en cuando detrás de algún árbol, para evitar ser visto.
«Se dirige a la orilla del río», pensó Pete. «¿Será que está buscando el fuerte perdido?».
El muchachito siguió al hombre hasta muy cerca del lugar en donde Joey volvía a encontrarse, cavando. El camorrista levantó la cabeza, al oír aproximarse al hombre, y empezó a hablar.
Pete estaba demasiado lejos para poder oír lo que decían. Pero buscando la protección de los arbustos, fue aproximándose. Pronto pudo ver que el hombre ponía un dinero en las manos de Joey, al tiempo que decía:
—Ya no puede faltar mucho. Sigue cavando.
El hombre se volvió tan repentinamente que tomó por sorpresa a Pete. Sin embargo, el muchachito pudo esconderse sin llegar a ser descubierto. El desconocido echó a andar por la orilla del río, en dirección a la casa de los Hancock.
«Le seguiré», se dijo Pete. «Dios quiera que Joey no me vea».
El joven detective echó a andar, pero apenas había recorrido unos pasos, cuando oyó gritar a Joey:
—¡Cuidado, señor Manger! ¡Alguien le va siguiendo!
El hombre giró sobre sus talones y miró agresivamente a Pete. Luego levantó la mano y gritó:
—Está bien. ¡Hazlo!
Aún no había tenido tiempo Pete de volverse a mirar qué era lo que iba a hacerse, cuando sintió un fuerte dolor en la nuca. ¡Luego todo fueron tinieblas!