UNA EXTRAÑA DESAPARICIÓN

Después de acusar a los Hollister de haber estado jugando con la maquinaria y de prohibir a todos los niños que volvieran por allí, el indignado capataz dio media vuelta y se alejó. Johnny «Cuestas» quedó tan triste como sus pequeños amigos.

Holly le tomó una mano y preguntó:

—Usted sí cree que nosotros no hemos tocado nada, ¿verdad, Johnny?

El joven mecánico movió la cabeza, asintiendo, pero dijo:

—De todos modos os suplico que no volváis por aquí hasta que yo convenza al capataz de que no habéis sido vosotros los culpables.

Pete, Pam, Ricky y Holly prometieron no volver, pero regresaron a casa, acompañados de Dave, con el corazón oprimido. Había sido muy entretenido ver cómo funcionaba la maquinaria.

—Lo que más me molesta es que hayan pintado esas iniciales en la excavadora y que encima le hayan dicho al capataz que nosotros hemos estado haciendo diabluras —dijo Pete—. Me gustaría saber quién ha sido.

—Y a mí también —dijo Ricky—. Le iba a… ¡Le daría un puñetazo…!

Cuando se acercaron a la casa de los Meade, Dave se despidió, pidiendo a los Hollister que le avisasen en cuanto tuvieran alguna pista que pudiera permitirles localizar el Fuerte Libertad. Pete prometió avisarle y los cuatro Hollister siguieron su camino hacia casa.

Durante la cena se volvió a hablar de la carretera en construcción. Los padres quedaron asombrados al enterarse de lo que había sucedido.

—Lamento mucho que se haya producido ese mal entendido —dijo la señora Hollister—. Pero no debéis preocuparos. Ya encontrarán a los verdaderos culpables.

—¿Y qué pasará con la casa de los Hancock? —preguntó Pam a su padre—. ¿Crees que el alcalde querría retrasar un poco las obras de la carretera, cerca de la casa?

—Creo que sí —respondió el señor Hollister—. En cuanto acabemos el postre, telefonearé primero a los Hancock, para saber si realmente compran el terreno de Indy. Luego, si ellos quieren, llamaré al alcalde. Por cierto, ¿qué hay hoy de postre?

—Pastel de limón y merengue —anunció la señora Hollister.

Entre el pastel y el pensamiento de ayudar a los Hancock, los niños se alegraron mucho. En cuanto concluyeron la cena, el señor Hollister telefoneó al señor Hancock y se enteró de que Indy y él habían llegado a un acuerdo con respecto al terreno. Luego el señor Hollister habló de la posibilidad de pedirle al alcalde que retrasasen los trabajos de demolición cerca de la casa.

—Si usted le conoce, le agradeceré mucho que le hable de eso. Yo no he tenido ocasión de conocer al alcalde.

—Le hablaré con mucho gusto —prometió el señor Hollister, que unos minutos después estaba comunicando con el alcalde.

Le explicó el problema que tenían los Hancock y la idea que se les había ocurrido a sus hijos. Después de estar hablando durante varios minutos, el señor Hollister colgó, con una sonrisa en los labios.

—¿Qué ha dicho, papá? —preguntó en seguida Ricky.

—El alcalde interrumpirá la construcción de la carretera hasta que la casa de los Hancock haya sido trasladada.

Los niños prorrumpieron en exclamaciones de alegría que podían oírse a más de una manzana de distancia. Cuando todos se calmaron, Pete llamó a los Hancock para darles la buena noticia.

A la mañana siguiente, después de desayunar, Ralph y Mary Hancock, montados en bicicleta, llegaron a casa de los Hollister. Desmontaron junto a un arce y corrieron al porche.

—¡Pete! ¡Pam! —llamó Mary—. ¡Venid! ¡Por favor, ayudadnos a impedirlo!

Al oír los gritos, los Hollister salieron al encuentro de sus nuevos amigos.

—¿Qué hay que impedir? —preguntó Pete.

—La excavadora que está destrozando nuestro patio —dijo Ralph, con expresión de angustia.

—Y la compañía telefónica ha derribado nuestros postes telefónicos —añadió Mary—. Nosotros creímos que ibais a decir al alcalde que esperasen. Pero no lo han hecho.

—Ayudadnos, por favor —pidió Ralph, con los ojos llenos de lágrimas.

Pete repitió lo que el alcalde había dicho la noche antes.

—Puede ser que las órdenes que dio no hayan llegado todavía a los obreros. Procuraré averiguarlo —dijo el mayor de los Hollister.

En seguida fue al teléfono y llamó a la oficina del alcalde. Después de presentarse como el hijo de John Hollister, explicó lo que sucedía.

—Yo di las órdenes oportunas —contestó el alcalde—, pero averiguaré en seguida lo que ha sucedido.

Después de darle las gracias, Pete fue a contar a los demás niños la conversación que acababa de sostener.

—Vámonos todos a casa de los Hancock, a ver lo que sucede —propuso.

Dejando a Sue con su madre, los demás hermanos montaron en sus bicicletas y se encaminaron a la casa de los Hancock, acompañados de Ralph y Mary. Holly se había estado fijando en la bicicleta de Ralph, recién pintada de rojo. Ahora estaba segura de que el chiquillo nada tenía que ver con las dos letras rojas, pintadas en la excavadora.

Al detenerse junto a la casa de los Hancock, los Hollister vieron que, efectivamente, la pala de la excavadora extraía grandes pilones de tierra del patio trasero. ¡Con cada nueva carga recogida, la excavadora se aproximaba más y más a la casa! El capataz estaba cerca, vigilando.

Saltando a toda prisa de la bicicleta, Pete corrió hacia la excavadora. Era Spud quien la conducía. Al ver al muchachito, levantó la mano, saludándole.

—¡Deténgase! ¡Deténgase, haga el favor! —gritó Pete.

El ruidoso motor «diesel» quedó silencioso por unos momentos y su conductor preguntó:

—¿Qué quieres, Pete?

Apresuradamente, Pete le puso al corriente de la decisión del alcalde.

—Nosotros no tenemos ni idea de tal cosa —dijo Spud.

Pero apenas acababa de decir aquello cuando llegó un coche que se detuvo allí cerca y de él salió un hombre. Éste corrió junto al capataz de las obras y le entregó un sobre. Después de leer la nota que iba dentro, el capataz se acercó a Spud.

—Cesamos de trabajar aquí, por unos días —dijo—. Son órdenes del alcalde.

—Veo que teníais razón, amiguitos —dijo Spud, sonriendo a los niños—. Me voy a trabajar más abajo.

Con un sonoro traqueteo y chirridos hizo que la gran excavadora diera la vuelta y la gran pala fuese a trabajar a otro lugar.

—¿Verdad que los Hollister son maravillosos? —dijo Mary.

—¡Ya lo creo! —afirmó su hermano.

La señora Hancock, que entraba en ese momento, también estuvo de acuerdo con sus hijos. Cuando aquellos hombres llegaron a trabajar junto a su casa ella se sintió desesperada y no supo qué hacer. No pudiendo comunicar con su marido, por estar el teléfono desconectado, sólo se le ocurrió enviar a Ralph y a Mary en busca de los Hollister.

—Quisiera hacer algo para compensaros —dijo la señora.

—Puede usted hacerlo —contestó el traviesillo Ricky—. A nosotros nos gustan mucho los pastelitos.

Ella se echó a reír y dijo que el pequeño le había dado una idea.

—El tarro que uso para los dulces es un recuerdo de familia, antiguo y bastante bonito. ¿Os gustaría que os lo regalase… lleno de dulces?

—Será la mejor recompensa —declaró Ricky, riendo.

Todos los Hollister dieron las gracias a la señora Hancock que prometió enviarles el tarro a su casa, muy pronto. De momento dio a cada uno un pastelillo. Luego, cuando los Hollister se disponían a montar otra vez en sus bicicletas, el capataz, que había estado escuchando desde el principio, se acercó a decirles:

—Lamento haberos hablado como lo hice ayer. Estoy convencido de que no sois vosotros los chicos entrometidos que estuvieron tocando nuestra maquinaria. Además, Johnny «Cuestas» salió en defensa vuestra. Venid a vernos trabajar siempre que lo deseéis. Y podéis ayudarnos desde ahora, si queréis.

Cuando Pete preguntó en qué podrían ayudar, el capataz repuso:

—Algunos chicos estuvieron poniendo en marcha la excavadora de Johnny, anoche.

—¿Esa maquinota grande? —preguntó Ricky, atónito—. ¿Cómo pudieron?

El capataz explicó que la excavadora se ponía en funcionamiento igual que un automóvil. Desgraciadamente, la llave de contacto había quedado puesta.

—Aunque parezca mentira, no encontramos la excavadora. Johnny «Cuestas» está ahora buscándola. ¿Queréis ayudarle?

—¡Claro que sí! —contestó Pete—. Nos dividiremos en dos grupos.

Mary y Ralph condujeron sus bicicletas en dirección sur, mientras los Hollister se alejaban hacia el norte.

—¿Dónde pueden haber escondido esa máquina? —dijo Holly, mientras pedaleaba.

—Puede que en los bosques —opinó Pete.

—Por aquí no hay bosques hasta llegar a las afueras de la ciudad —dijo Pam.

—Pues vamos a mirar allí —propuso Ricky, acelerando la marcha.

Por el camino pasaron junto a Johnny «Cuestas» y le saludaron con la mano. Pronto estuvieron junto a los bosques.

—¡Mirad! Ahí veo huellas de neumáticos —gritó Ricky.

Junto a la carretera se veían las huellas inconfundibles de los grandes neumáticos de la excavadora. El detalle de que aquellas huellas apareciesen de un modo tan inesperado hizo decir a Pam:

—El que se llevó la excavadora debió de borrar las huellas hasta llegar aquí.

—¡Esas huellas se meten entre el arbolado! —observó Pete, siguiendo aquella dirección.

Gran cantidad de hojas machacadas indicaban que por allí había pasado la pesada máquina. Los niños desmontaron de las bicicletas y siguieron a pie.

—¡Veo una cosa amarilla! —exclamó Holly y, seguida de sus hermanos, echó a correr hacia un grupo de árboles—. ¡Allí está! ¡Lo hemos encontrado!

Oculta por una especie de cortina de ramaje estaba la excavadora.

—Hay que avisar a Johnny «Cuestas» —dijo Pam. yendo en busca de su bicicleta.

Holly siguió a su hermana, pero los muchachos decidieron quedarse a vigilar la máquina. Unos minutos después regresaban las niñas con el mecánico a quien habían encontrado en la carretera.

—Debo decir que sois magníficos, niños —dijo Johnny—. ¡Mil gracias! Yo no esperaba encontrar mi máquina tan lejos de la zona de trabajo.

Estaba Johnny sentándose ante el volante y poniendo en marcha el motor, cuando apareció Joey Brill.

—¿De dónde vienes? —le preguntó Ricky.

Sin contestar a la pregunta, el camorrista preguntó a su vez:

—¿Quién ha encontrado la excavadora?

—Nosotros —repuso Ricky, rebosando orgullo.

Una expresión burlona se dibujó en el rostro de Joey.

—¿Cómo pudisteis saber dónde estaba, de no haber sido vosotros mismos quienes la robasteis?

—Y tú ¿cómo sabías que había desaparecido? —replicó Pete.

Joey, dándose cuenta de que Johnny «Cuestas» le miraba, muy serio, dio media vuelta y desapareció en el bosque.

Johnny condujo la excavadora hacia la carretera y los Hollister le siguieron en sus bicicletas.

Llevaban un rato contemplando cómo trabajaba la máquina, cuando vieron regresar a Ralph y Mary. Durante una hora todos los niños siguieron atentamente el trabajo de Johnny. Los Hollister tenían la secreta esperanza de que en cualquier momento el mecánico descubriese bajo los cascotes el viejo fuerte. Pero la realidad fue que no se vio el menor indicio de la desaparecida construcción. Por fin todos empezaron a notar apetito y, comprendiendo que era hora de comer, volvieron a casa.

—¿Por qué esta tarde no buscamos en alguna parte, cerca de la carretera nueva? —propuso Pam, mientras comían.

—¿Qué sitio os parece bueno para buscar? —preguntó Pete.

Y la señora Hollister informó:

—Los viejos fuertes frecuentemente estaban construidos a orillas de algún río. ¿Por qué no seguís la orilla del Muskong por si encontráis alguna pista?

—Es una estupenda idea, mamá. Lo haremos. Empezaremos junto a la casa de los Hancock —decidió Pete—. Telefonearé a Dave, por si quiere acompañarnos.

Provisto de palas que colocaron en los manillares de sus bicicletas, los cuatro Hollister y Dave Meade salieron, hacia las dos de la tarde, en dirección al río. Cuando pasaron ante la casa de los Hancock, Mary y Ralph salieron a su encuentro. Al decir los ciclistas que iban a buscar por la orilla del río, los hermanos Hancock fueron a buscar unas palas y se unieron al grupo.

Al poco rato, los siete niños se encontraban cavando en la arcillosa orilla del río. De vez en cuando, alguno de ellos tropezaba con un gran pedrusco. Entonces los chicos se aunaban y con grandes esfuerzos y soplidos lograban sacarlo. Pero nadie encontró una pista bajo aquellas gigantescas piedras.

Cuando se sintió cansado, Ricky se irguió y se apoyó con ambas manos en la pala, mientras observaba a su alrededor.

—¡Qué gracia! —dijo al poco rato—. Esta orilla del río parece un queso de Gruyère. Está lleno de agujeros.

Los otros suspendieron un momento el trabajo, riendo alegremente con la ocurrencia del pelirrojo. ¡Pero era cierto! Había agujeros grandes, pequeños y medianos por toda la orilla.

Habían empezado a cavar de nuevo, cuando Holly exclamó:

—¡Huy! ¡Mirad qué piedra tan redondita he encontrado!

Los demás se acercaron a mirar.

—Es una gran bala de cañón —dijo Pete—. ¡Debemos estar cerca del fuerte!

El mayor de los chicos se inclinó a coger la bola y entonces se dio cuenta de que pesaba muy poco.

—¡Zambomba! Seguramente pertenecía a la brigada ligera —bromeó—. No pesa mucho.

—Creo que sé lo que es eso —dijo Dave—. Una pelota de madera para jugar a los bolos.

—Sigamos cavando a ver si encontramos más cosas —dijo Ricky, con renovado interés.

Todos continuaron el trabajo y al poco fue Ralph quien anunció:

—¡Yo también he encontrado algo!

Y levantó la mano, mostrando una herrumbrosa hoja metálica.

—Es una bayoneta —afirmó Pete, examinándola.

—Entonces, estamos sobre la pista —exclamó Pam, contentísima—. ¡El viejo fuerte debe de estar cerca de aquí!