—¿Y no podéis trasladar vuestra casa a otra parte? —preguntó Pam a los niños, que ya habían dicho que su apellido era Hancock y que el niño se llamaba Ralph.
Mary replicó que sus padres habían buscado por todas partes un solar adecuado para trasladar su casa de madera, pero no quedaba ninguno en venta en Shoreham.
—Y no podemos pagar los gastos para llevarnos la casa fuera de la ciudad —explicó Ralph.
De repente Holly empezó a palmotear y a dar zapatetas.
—¡Ya sé! ¡Ya sé! —exclamó—. Podéis trasladar vuestra casa junto a la nuestra. Tenemos mucho terreno libre.
Johnny «Cuestas», que había estado escuchando la conversación de los niños, dijo que no creía que en la ciudad se permitiera situar dos casas tan cerca una de otra.
—¡Oooh! ¡Y yo que había pensado que podíamos ser vecinos!… —dijo Holly con tristeza—. Podríais haber ido a nuestra escuela.
—De todos modos, podemos ser buenos amigos —dijo Mary—. ¿No os parece?
—Claro que sí —contestó Holly—. Y nosotros procuraremos encontrar un solar para vosotros.
—¿Lo haréis? Si pudierais encontrarlo, mis padres estarían muy contentos.
Johnny «Cuestas» se despidió de los niños y condujo la excavadora a un lugar en donde se había dejado el resto del equipo de trabajo hasta el lunes. También los Hollister dijeron adiós a Ralph y a Mary y se marcharon a casa.
Mientras cenaban, los niños hablaron al señor y la señora Hollister de la lastimosa situación de los Hancock.
—¡Canastos! ¡Qué contento estoy de que no tengan que derribar nuestra casa! —dijo Ricky.
—¿No conoces algún solar que esté en venta, papaíto? —preguntó Holly.
Pero su padre movió negativamente la cabeza.
—Ricky y yo buscaremos uno el lunes —decidió Holly.
Al día siguiente, como era domingo, los Hollister fueron a la iglesia por la mañana. Luego la señora Hollister preparó una comida campestre y marcharon en la furgoneta al parque municipal, varias millas al norte de la población, para comer allí. Estuvieron hasta el anochecer jugando al escondite entre la arboleda del parque.
—Ricky —dijo Holly, mientras regresaban a casa—, a ver si mañana nos levantamos temprano y empezamos a buscar un solar para la casa de Ralph y Mary.
—Muy bien. Podemos pasear en bicicleta por toda la ciudad. A lo mejor hay alguna parte en donde los Hancock no han buscado.
Cuando llegaron a casa, Holly dio cuerda al despertador y, por la mañana, se levantó antes que los demás. En seguida fue a llamar a Ricky y juntos bajaron de puntillas a la cocina. Tomaron leche, un plato de papilla de avena y tostadas y salieron de casa antes de que se despertase el resto de la familia. Montaron en sus bicicletas y pedalearon primero hacia el lugar en que se construía la nueva carretera. Eran las siete y media cuando llegaron. Los obreros se disponían a empezar el trabajo.
—¡Mira! —dijo Ricky—. Johnny «Cuestas» y Spud están trabajando en el motor de la excavadora.
—¿Crees que se habrá roto?
—Vamos a verlo —propuso Ricky.
Los niños se acercaron a los mecánicos que estaban manipulando bajo el capó de la excavadora.
—¿Se ha estropeado algo? —preguntó Holly.
—Creo que sí —respondió Spud—. Durante el fin de semana deben de haber estado por aquí algunos chiquillos, tocándolo todo. El motor se recalienta.
De repente Johnny «Cuestas» exclamó:
—¡Ya sé de qué se trata! Alguien ha quitado el tapón del radiador y echado arena dentro.
Spud movió de un lado a otro la cabeza, mostrándose enfadado.
—El guarda de noche tuvo buen trabajo, teniendo que echar de aquí a los chicos.
Mientras estaban hablando, llegó Harry «Prisas» desde el otro lado de la apisonadora.
—¡Eh, Johnny! —llamó—. Alguien ha puesto sus iniciales en la excavadora.
Y señaló el otro lado del vehículo donde se había pintado, en rojo, una H y una P de gran tamaño. Al ver aquello, Johnny y Spud se miraron el uno al otro y luego miraron a Ricky.
—La hache es la inicial de vuestro apellido —insinuó Spud.
Ricky asintió con la cabeza.
—Sí, pero yo no lo he hecho. ¡Lo prometo!
—Es verdad —concordó Holly, saliendo en defensa de su hermano—. Anoche estuvo en casa. Ninguno de nosotros hemos venido por aquí, Johnny.
—¡Bien! Me alegro de saberlo —dijo el amable joven—. Me disgustaba pensar que pudo ser uno de los Hollister quien echó arena en el radiador.
De pronto arqueó las cejas y miró a los niños de reojo.
—¿Se llamaba Ralph el chico que estuvo aquí el sábado?
—Sí.
—Y su apellido era Hancock, si no recuerdo mal —añadió Johnny—. También la H podría haberla puesto él. ¿Creéis que él habrá hecho esto?
—Él tenía motivos para desear que se interrumpiese nuestro trabajo —añadió Spud—. Aunque ni él ni su hermana parecían chicos mal intencionados.
—Yo creo que Ralph es un buen chico —afirmó Holly—. Estoy seguro de que él no lo ha hecho.
—Bueno… Quienquiera que haya sido nos está dando mucho trabajo —se lamentó Johnny, mientras se ocupaba de desmontar el radiador para limpiarlo de arena—. Pediremos al guarda que tenga doble cuidado esta noche.
Ricky y Holly dijeron que sentían mucho lo que había pasado, y se despidieron explicando que tenían un trabajo que hacer.
—Ya nos veremos más tarde —dijo Holly, saludando con la mano.
De nuevo montados en sus bicicletas, los dos niños recorrieron calle tras calle, subiendo por una, bajando por otra. Había casas, muchas casas, pero ningún solar vacío en venta. Llevaban buscando toda una hora, cuando descubrieron un gran prado y un jardín lleno de flores junto a una bonita casa.
—Si los dueños de la casa vendieran ese prado, sería un sitio estupendo para los Hancock —dijo Holly—. Vamos a preguntar.
Bajaron de sus bicicletas y se acercaron a la puerta de la fachada. El señor que les abrió contestó que sí, que la propiedad era suya, pero que no deseaba venderla.
Mientras se alejaban de allí, Holly suspiró, diciendo:
—Creo que no queda ningún terreno libre en Shoreham.
—Un momento, pequeña —dijo el señor al oírla—. Yo sé dónde hay uno.
—¿Dónde?
—En la calle Cedro.
—Gracias —dijo Ricky—. Iremos en seguida.
—La calle Cedro… Allí vive Indy Roades —recordó Holly, que ya montaba en su bicicleta.
Los niños habían conocido a Indy Roades, un verdadero indio, cuando encontraron al perro de Indy con un bote atado al rabo. Al devolverle a «Blackie», el perro, los Hollister se hicieron amigos de Indy, que poco después empezó a trabajar con el señor Hollister en el Centro Comercial.
—¡Vamos! ¡De prisa! —apremió Ricky a su hermana.
Holly prorrumpió en una risilla y dijo:
—No tengas miedo, que el solar no se escapará, bobo.
—Ya lo sé. Pero puede llegar alguien antes que nosotros y comprarlo —respondió Ricky, muy serio.
Ricky puso en marcha su bicicleta tan rápidamente que en un momento se alejó de su hermana. Ella hacía todo lo posible por alcanzar al pelirrojo; y, como era tan arriesgada como un chiquillo, decidió que no sería él quien primero llegase. Pedaleando con toda la rapidez de sus piernas, ganó velocidad y a mitad de aquella misma manzana ya se había situado delante de Ricky.
—¿Acaso quieres hacer un concurso? —preguntó sin aliento.
—No. Será mejor no hacerlo —replicó el niño.
La calle Cedro estaba en el otro extremo de la ciudad. Ya con más lentitud, pedalearon por infinidad de calles. Cuando al fin llegaron a la calle Cedro, Holly, que iba algo adelantada, gritó:
—¡Mira, Ricky!
¡A poca distancia de ellos y en plena calzada había una casa!
Los dos niños frenaron sus bicicletas con tal prisa que las ruedas posteriores chirriaban de manera penetrante. Era seguro que aquella casa era transportada al solar que ellos buscaban.
—¡Carambola! Hemos debido de llegar demasiado tarde, Ricky —se lamentó Holly—. ¿Crees que llevan la casa al solar que nos ha indicado aquel señor?
Los dos hermanos aparcaron sus bicicletas junto al bordillo y corrieron a preguntárselo al hombre que trasladaba la casa.