—Hemos encontrado la carta desaparecida —exclamó Pam, mientras Pete daba vueltas una y otra vez al sobre entre sus manos.
—¡Hurra! ¡Hurra! —gritó el pelirrojo.
—Seguro que el mapa está dentro. Por eso el sobre abulta tanto —razonó Pete.
—Pero ¿cómo se quedaría la carta encajada entre la pared? —dijo, con tono de extrañeza, Holly.
Pete, después de pensar unos momentos, replicó:
—Puede que fuese demasiado grande para entrar en el buzón, y la enfermera del viejo señor Winthrop tuviese que dejarla encima. Luego iría resbalando, y se cayó detrás del buzón.
Joey Brill, que les estaba mirando, se sentía cada vez más inquieto con aquella conversación.
—¿Por qué armáis tanto jaleo por una vieja cartucha? —preguntó.
—Sí. ¿Qué tiene de especial esta carta? —quiso saber el fotógrafo, que también se había acercado.
Pete y Pam contestaron que no podían hablar con nadie de su hallazgo, pero aún no habían tenido tiempo de poner sobre aviso a los pequeños, cuando Ricky, Holly y Sue empezaron a hablar de lo importante que era la carta desaparecida.
—Léela —suplicó Holly.
Sin embargo, Pam movió negativamente la cabeza. Sabía que era ilegal y prohibido abrir la correspondencia dirigida a otra persona.
—¡De modo que vosotros sois los niños Hollister, que ya habéis resuelto otro misterio! —exclamó el fotógrafo, añadiendo—: El señor Kent, nuestro director de la sección Vida Animal me habló de vosotros. ¿No fuisteis vosotros quienes encontrasteis a Bobby Reed, cuando se perdió?
Los Hollister contestaron que aquélla había sido una de sus aventuras. Tiempo atrás, haciendo una excursión por el río, habían resuelto el misterio.
—Veo que voy a tener entonces una gran noticia en exclusiva —dijo el fotógrafo—. Me gustaría que posaseis para mí con esa carta. Publicaremos la noticia con la foto, en el periódico de mañana.
Pete y Pam, muy orgullosos, sostuvieron la carta en alto, mientras Holly, Sue y Ricky se colocaban a su lado. Brilló el flash.
—Muchas gracias —dijo el fotógrafo, que empezó a anotar, uno por uno, los nombres de los cinco hermanos.
—¡Uff! —rezongó Joey—. Seguro que ahora os creeréis muy importantes, sólo porque vuestra fotografía va a salir en el periódico.
Se volvió de espaldas, mostrando desagrado, y desapareció entre las personas que se habían acercado a mirar.
—¡Qué chico tan latoso! —se quejó Holly—. A ver si no vuelve a molestarnos más por hoy.
Pero aún no había acabado la niña de hablar cuando Joey reapareció, caminando en línea recta hacia los Hollister y diciendo:
—¿Por qué no abrís la carta y veis lo que dice?
Pam contestó que estaba castigado por la ley abrir las cartas dirigidas a otra persona.
—Será mejor que se la llevemos al alcalde en seguida —dijo Pam a Pete.
—¡Bah! Todos sois niñas miedosas —declaró Joey, con gesto hosco—. Si es un secreto tan maravilloso como decís, ¿por qué no nos leéis la carta a todos ahora mismo?
Los Hollister no se dejaron convencer, sino que Pete preguntó al fotógrafo dónde vivía el alcalde. Y cuando el hombre se lo dijo, los cinco hermanos se encaminaron hacia aquella dirección. Joey les siguió.
—Oye, Pete —llamó el chico, cuando todos habían recorrido unos cuantos pasos—. ¿Me dejas ver el sello de esa carta?
Pete no vio nada malo en aquella petición, de modo que levantó la mano sosteniendo la carta para que el otro pudiera verla. En un abrir y cerrar de ojos, Joey arrancó la carta de la mano de Pete.
—¡Eh! ¡No te vayas! —gritó Pete, viendo que Joey echaba a correr.
Todos los Hollister corrieron tras el camorrista, gritando:
—Devuélvenos la carta, Joey. ¡La encontramos nosotros! No tienes derecho a quitárnosla.
Pero el chicazo siguió corriendo y cruzó velozmente delante de los coches. Los Hollister quisieron seguirle; sin embargo, tuvieron que detenerse porque una avalancha de automóviles les cerró el paso durante varios minutos.
Cuando llegaron los hermanos a la otra acera, no se veía a Joey por ninguna parte.
—Tiene que haberse ido por una de estas calles. Nos dividiremos en abanico y el primero que le vea gritará —indicó Pete.
Pero aún no habían empezado a cumplir lo planeado cuando Pete vio una motocicleta que marchaba calle abajo. La montaba el oficial Cal. Pete corrió hacia él, sacudiendo los brazos. En cuanto el oficial se detuvo, Pete le contó en pocas palabras lo sucedido.
—Yo recuperaré esa carta —se ofreció el policía—. ¿Dónde vive Joey?
—Yo se lo indicaré —dijo Pete, subiendo al sidecar de la moto.
Pam decidió que ella y los pequeños volverían a casa, mientras Pete se marchaba con el policía. Cuando él y Cal llegaron ante la casa de Joey, el oficial detuvo la moto junto al bordillo.
—¿Puedo entrar con usted? —preguntó Pete.
—¡Claro! Vamos.
Juntos subieron los escalones y el oficial llamó a la puerta. Salió a abrir la señora Brill.
—¡Ay, Dios mío! ¿Ocurre algo, oficial?
Cal se presentó a la mujer y luego añadió:
—Pete Hollister me ha dicho que Joey les ha quitado una carta. Pete se disponía a entregar esa carta al alcalde. ¿Está Joey aquí?
La señora Brill quedó un momento como paralizada. Luego repuso:
—Joey ha llegado a casa hace unos minutos, diciendo que no se encontraba bien. Ha subido en seguida a su cuarto. —La madre de Joey se volvió hacia las escaleras para llamar—: ¡Joey! ¡Joey, baja! El oficial Cal desea hablar contigo.
Los tres aguardaron unos momentos, pero no obtuvieron contestación. La señora Brill, después de llamar de nuevo a su hijo, murmuró:
—Debe de estar enfermo de verdad.
—Me gustaría verle, de todos modos —dijo el oficial.
Preguntó si podía subir a la habitación de Joey y la madre contestó que sí.
—¿Puedo ir, también? —inquirió Pete.
La mujer titubeó un momento, pero acabó asintiendo. Así que los tres subieron y el oficial abrió la puerta de la habitación de Joey. El chico estaba metido en la cama, con las ropas de ésta subidas hasta la barbilla. Estaba muy pálido.
—¡Estás enfermo, Joey! —dijo la madre, preocupada—. Te has quedado tan blanco como las sábanas.
Pero el oficial Cal y Pete pensaban de otro modo. Lo que podía ocurrirle a Joey era que se hubiese asustado al ver al policía en su casa. El oficial dijo al chico los motivos de su visita.
—Devuelve la carta a Pete —ordenó.
Inesperadamente, las mejillas de Joey se pusieron muy encarnadas.
—No la tengo —dijo, bajando la vista.
—¿Puedo revisar tus ropas? —preguntó el policía, buscando con la vista la camisa y los pantalones del chico, por toda la habitación.
Pero tales prendas no se veían por parte alguna. Por fin el policía, sorprendiendo a Joey, levantó de un tirón las ropas de la cama. ¡Joey se había metido en la cama completamente vestido!
—¿Siempre te acuestas sin desvestirte? —preguntó el oficial, provocando una risilla de Pete y una tremenda palidez en Joey.
—N… no. Pero ahora tenía tantas ganas de meterme en la cama, que no me desvestí.
—Pero ¿qué es esto? —se lamentó la madre—. Si te has metido en la cama hasta con los zapatos puestos, Joey.
Obedeciendo al oficial, Joey tuvo que ponerse en pie y, muy ceñudo, se dejó registrar los bolsillos. En ellos no estaba la carta, pero el policía sacó un billete de un dólar.
—¿De dónde has sacado todo ese dinero, Joey? —preguntó la señora Brill a su hijo.
—Lo he ganado —repuso Joey, mirando ceñudo a Pete.
—¿Dónde está la carta? —preguntó el oficial Cal, que empezaba a sentirse enfadado.
Al comprender que el policía no estaba de humor para admitir rodeos, Joey contestó:
—La he perdido mientras venía a casa corriendo.
—¿Recuerdas dónde? —inquirió el oficial.
Joey repuso que no tenía la menor idea de dónde se le había caído.
—Entonces, convendría que nos mostrases por qué camino has venido —insistió el policía— y nosotros la buscaremos.
La señora Brill convenció a su hijo para que dejase de fingirse enfermo y saliera con los visitantes. Antes de marchar, Pete pidió permiso para utilizar el teléfono. Se estaba haciendo de noche y tenía que decir a sus padres por qué tardaba en volver a casa.
La madre de Joey asintió, comprendiendo, y acompañó al chico hasta el teléfono. Cuando Pete dijo a la señora Hollister que deseaba ayudar a buscar la carta, ella accedió a que lo hiciera.
—Pero no vengas demasiado tarde, Pete —pidió.
La verdad era que se había hecho completamente de noche y el oficial Cal fue a buscar una linterna a su motocicleta. Luego él y los dos chicos tomaron el camino que Joey dijo haber seguido mientras corría a su casa. Joey les condujo por varios callejones laterales hasta una carretera, luego a otra…
—Ya veo que te interesaba que los Hollister te perdieran la pista —comentó el oficial, sin conseguir que Joey le contestase.
El haz de la linterna del policía iluminaba todos los rincones. Por fin, en un prado, descubrieron un papel.
—¡Allí hay algo! —exclamó Pete; y corrió a recoger un gran sobre.
Pero no era la carta perdida.
—¡Caramba! —murmuró Pete, con desencanto, tirando el sobre.
Después de haber recorrido hasta el último palmo de terreno por donde Joey aseguraba haber pasado, mientras huía de los Hollister, el oficial Cal dijo:
—Bueno. Es de suponer que alguien habrá recogido la carta.
—Y la habrá enviado por correo —añadió Joey, esperanzado.
—Tal vez —asintió el oficial—. Confío en que la persona que la haya encontrado se haga cargo del valor que tiene.
Pete no acababa de creerse la historia del camorrista, respecto a la pérdida de la carta. Le parecía ridículo que Joey hubiera seguido un camino tan tortuoso para ir a su casa. ¿Y dónde había ganado el dólar que Cal encontró en su bolsillo?
«Joey sabe dónde está la carta», pensó Pete. «Pero no quiere decirlo. Seguro que sabe más de lo que dice».
Los tres volvieron a casa de Joey y el oficial dijo:
—Si te enteras de que alguien ha encontrado la carta, no dejes de decírmelo. Es un asunto de mucha importancia. —Se volvió luego a Pete para ofrecer—: Ven, que te acompañaré a casa.
Por el camino, el policía sugirió a Pete que telefonease a la oficina del alcalde al día siguiente. Si alguien había encontrado la carta y la echó en un buzón, ya habría llegado para entonces. El oficial se detuvo delante de la casa de los Hollister y dio las buenas noches al muchachito.
Pete atravesó lentamente el césped y subió los escalones del porche de su casa. Pam, que le estaba esperando, adivinó por su modo de andar lento y pesado, que Pete no había encontrado la carta, y en seguida intentó animarle. Su hermano acabó por decir:
—Todavía existe la posibilidad de que alguien la haya encontrado y la haya echado al buzón.
—¡Dios quiera! ¡Pero hay que ver qué mala suerte, Pete! Cuando teníamos el secreto en nuestras manos, ha tenido que aparecer Joey para estropearlo todo… ¡Joey es el chico más malo que he conocido!
A la mañana siguiente, tanto Pete como Pam se levantaron antes de lo acostumbrado, y esperaron con impaciencia a que sonasen las nueve de la mañana. Entonces Pete preguntó a su hermana si quería telefonear a la oficina del alcalde, en el Ayuntamiento. Cuando contestó el secretario del alcalde, Pam dio su nombre y preguntó:
—¿Por casualidad ha llegado esta mañana una carta de Hiram Winthrop dirigida al Ayuntamiento?
—No. Aquí no ha llegado nada de eso.
—Muchas gracias —dijo Pam, con tristeza, antes de colgar.
Luego se volvió hacia su hermano, con los ojos llenos de lágrimas, para murmurar:
—Creo que el secreto se ha perdido para siempre, Pete.