La bisabuela Meade invitó a Sue y sus hermanas a que la visitasen a la mañana siguiente.
—¡Estupendo! —exclamó Pam, después que la pequeñita colgó el auricular—. Puede que ella nos dé alguna pista sobre el Fuerte Libertad.
Aquella noche, a la hora de cenar, los niños contaron a su padre las aventuras que habían tenido aquel día. El señor Hollister era un hombre alto, de aspecto atractivo y mirada chispeante. Al oír a sus hijos sonrió ampliamente y dijo:
—Parece que la ciudad entera está buscando el viejo fuerte. Todo el mundo que ha entrado hoy en la tienda hablaba de lo mismo.
El padre de los Hollister era dueño del Centro Comercial, un establecimiento donde se vendían artículos de ferretería, de deporte y juguetes. A sus hijos les gustaba que les mandase ir para ayudarle.
—Ahora habladnos de vuestra visita de mañana a la señora Meade —pidió la señora Hollister.
Pam explicó que tenían planeado hacerle preguntas sobre el señor Winthrop y la madre dijo:
—Creo que sería oportuno que le llevaseis un obsequio.
—Me gusta, me gusta —afirmó Sue—. ¿Le llevamos una pelota de goma?
—¡Eso no es bonito para una señora, boba! —contestó Holly.
—Yo creo que estaría bien un pañuelo de encaje —sugirió Pam.
—Me parece bien —asintió la madre—. Últimamente compré varios en la exposición de la iglesia. Podéis llevarle uno.
A la mañana siguiente, después del desayuno, las tres niñas anunciaron que se iban a visitar a la bisabuelita Meade.
—Yo quiero ir también —dijo Ricky— si es que vais a hablar del misterio.
Pete confesó que también a él le gustaría ir. De modo que los cinco hermanos se pusieron en camino. A los pocos minutos subían los peldaños del porche de la casa de Dave Meade. Pete tocó el timbre. Dave, un muchachito alto, de cabello negro, salió a abrir seguido de su madre.
—Es un placer veros —dijo la señora Meade—. La abuelita Bea os está esperando.
Dave acompañó a los Hollister escaleras arriba, hasta el cuarto de costura, por cuya ventana entraba el brillante sol. Los rayos acariciaban a una señora menuda, de cabello blanco, que estaba haciendo calceta.
—Abuelita Bea, aquí están los Hollister —dijo Dave, que empezó presentando a cada una de las niñas, porque a Pete y a Ricky ya les conocía la ancianita.
—Me alegra mucho veros —dijo la abuelita Bea, estrechando las manos a cada una de las hermanas.
Sue se puso de puntillas ante la anciana y le tendió una caja envuelta en papel de colores y atada con una bonita cinta.
—Muchas gracias, muchas gracias —repitió la señora, mientras desenvolvía el regalo—. Pero ¡qué pañuelo tan bonito! No cabe duda de que los Felices Hollister sabéis cómo hacer felices a los demás.
Dejando el regalo en una mesita lateral, la anciana cogió a Sue y la sentó en su regazo. La pequeña aprovechó la ocasión para preguntar:
—¿Era guapo el hombre de la luna cuando era niño?
—Sí. Sí, lo era —contestó la abuelita Bea, con una chispita risueña en sus ojos—. Pero hacía travesuras. Recuerdo una vez en que el niño de la luna casi se cayó del cielo. Sólo su estrella de la suerte le salvó.
Luego la anciana abrazó a Sue y la pequeñita rió feliz.
—Bien —dijo la abuelita Bea—. Supongo que tenéis algún motivo especial para visitarme.
Entonces Pam le habló del misterio del Fuerte Libertad.
—Y si pudiéramos encontrar a alguien que haya conocido a Hiram Winthrop, quizá nos daría una pista de la carta perdida —concluyó la niña.
La anciana reflexionó unos minutos.
—Hiram Winthrop —repitió—. Sí. Ahora recuerdo. Tenía una hija que se llamaba Jennie, de mi edad, casada con un hombre de nombre Ellis.
La señora Meade siguió explicando que Jennie había sido hija única. Pero no tenía idea de dónde la señora Ellis podía encontrarse ahora.
—Entonces, tenemos que encontrar a alguien que se llame Ellis —dijo Pete—. Muchas gracias por darnos esta pista, abuelita Bea.
Los niños siguieron un rato hablando con la dulce ancianita. Luego se despidieron. Pero la abuelita Bea les pidió que volviesen pronto a visitarla.
—Estoy contenta de haber podido seros de utilidad —dijo—. Y confío en que encontréis el viejo fuerte, porque mi tatarabuelo ayudó a construirlo.
—Por eso también yo quisiera encontrarlo —dijo Dave, mientras bajaba las escaleras con sus amigos—. ¿Verdad que sería emocionante?
Él y los Hollister fueron a buscar el listín telefónico. Al llegar a la «E» Dave dijo:
—Hay tres Ellis en la ciudad.
En seguida marcó el primer número.
—Mercado de pescado de Ellis —dijo una voz de hombre.
Dave le preguntó si tenía algún parentesco con el señor Hiram Winthrop. El hombre contestó que no y colgó el auricular. Pete probó a telefonear al siguiente Ellis, pero no tuvo mejor suerte.
—¡Canastos! Si el último número no resulta, volveremos a estar igual que antes —se lamentó Ricky.
Pete llamó al tercer Ellis. Le contestó una mujer y, cuando Pete repitió la pregunta, ella dijo:
—Sí. Claro que estamos emparentados con el anciano señor Winthrop. Él era el abuelo de mi marido.
—Muchas gracias —contestó Pete—. ¿Cree usted que a su marido no le importará contestar a algunas preguntas sobre su abuelo?
—Yo creo que lo hará con mucho gusto —repuso la señora—. El señor Ellis estará en casa hacia las cuatro de esta tarde. Podéis venir a verle entonces.
Pete dio las gracias a la señora y colgó.
—Seguimos sobre la pista, chicos —dijo a los demás—. Iremos a visitar a los Ellis esta tarde, a las cuatro.
Dave quedó desilusionado porque no podía acompañar a sus amigos, pero les deseó mucha suerte.
Después de comer, los Hollister jugaron un rato por la casa, esperando impacientes que llegase la hora de visitar a los Ellis. Pete pasó un rato concretando cuál sería el camino más rápido para llegar a la casa. Y decidió que lo mejor era atravesar el nuevo bulevar. Por fin llegó la hora de decir:
—¡Todos en marcha! Ya es hora.
Caminaban calle abajo cuando, por casualidad, Holly volvió la cabeza. Al oírla reír, los otros también se volvieron. ¡Desfilando graciosamente, tras los Hollister marchaba la hermosa gatita negra con el morro blanco y sus cinco hijitos!
—No podéis venir más que hasta la esquina, «Morro Blanco» —advirtió Holly a la gata—. Nosotros tenemos que cruzar la ciudad.
Los cinco hermanos apretaron el paso. Antes de llegar a la esquina, Pam exclamó:
—¡Vaya! ¡Ahí llega Joey Brill!
Cuando el camorrista vio a los Hollister caminando con tanta prisa, imaginó que se ocupaban de algo importante, y en seguida preguntó:
—¡Eh, vosotros! ¿Adónde vais?
—A «solver» un misterio —le comunicó Sue, antes de que sus hermanos pudieran impedírselo.
—Ya, ya… Supongo que esperáis encontrar el Fuerte Libertad —masculló el chico, burlón.
—Eso… Quiero decir que sí —asintió Sue.
—¡Chist! ¡No le digas nada! —aconsejó Pam.
—Puede decirme todo lo que quiera —dijo Joey, que en seguida se acercó a «Morro Blanco» y añadió—: Supongo que esta estúpida gata también conoce el secreto… ¡Ja, ja, ja!
Y sin más, el chicazo dio un tirón de los bigotes a «Morro Blanco». Al animal no le gustó aquello y empezó a maullar y a alargar hacia Joey las dos patas delanteras.
—¡Deja tranquila a mi gatita! —ordenó Holly, indignada.
—¡Si no voy a hacerle daño! —dijo Joey, burlón—. ¿Conoces tú el secreto, minino?
El chicazo dio un empujón a la gata que, esta vez no anduvo con rodeos y dio un arañazo en la mano izquierda de Joey.
—¡Uff! —masculló el antipático camorrista—. ¡Ya te enseñaré yo, gatucho!
Joey se lanzó en dirección a «Morro Blanco», pero no fue muy lejos. Pete le cortó el paso.
—¡Haz el favor de dejar a nuestra gata! —ordenó.
—¿Quién va a impedirme que la moleste?
—Yo —contestó Pete, enfrentándose con el camorrista.
—Si no tuviera este arañazo en la mano, te iba a dar un puñetazo… —amenazó el camorrista.
Y acabó alejándose, sin cesar de dirigir miradas furibundas a los Hollister.
Al llegar a la esquina, Holly se encargó de hacer volver a «Morro Blanco» y sus hijos a casa. Luego los cinco hermanos se alejaron a toda prisa. Al poco se oía gritar a Ricky:
—¡Hola, Jeff! ¡Hola, Ann!
No muy lejos, y corriendo hacia ellos, estaban los hermanos Hunter, que vivían en aquella calle, algo más abajo. Ann tenía diez años y el cabello ensortijado en negros bucles. Era la amiga más íntima de Pam. Su hermano Jeff, de ocho años, con ojos azules y cabello negro, se divertía mucho jugando con Ricky.
—¿A que no adivinas una cosa? —preguntó Jeff, al acercarse—. Están empezando a derrumbar la antigua estación del tren.
—¡Canastos! —exclamó Ricky—. ¿Y van a quemarla?
—No podrán quemarla —opinó Jeff—. Casi toda está hecha de ladrillo. La están derribando con un «cascanueces».
—¿Con qué? —inquirió Holly, atónita.
—Lo llaman un «cascanueces» —explicó Ann—. Tenéis que verlo.
—Pero sólo un momento —advirtió Pete—. No os olvidéis de que tenemos que visitar al señor Ellis.
Todos los niños se encaminaron, corriendo, a la vieja estación de ferrocarril, que hacía tiempo que no se utilizaba. Las vías se habían tendido en otra estación que se había construido lejos de la carretera principal.
—¡Ahí está el «cascanueces»! —gritó Jeff, mientras todos corrían hacia el viejo edificio.
—¡Pero si no es más que un pelotón de hierro! —exclamó Ricky, desencantado.
—Pero hará una gran demolición —afirmó Jeff, dándoselas de entendido—. ¡Mirad, mirad!
La bola de hierro iba unida a un cable que pendía del brazo de una enorme grúa. La bola oscilaba de un lado a otro. Luego… ¡Ploom! La bola se estrellaba contra un paredón y derribaba un gran trozo.
—¡Zambomba! ¡Es terrorífico! —declaró Pete, mientras todos se acercaban para ver mejor.
—¡Mirad! ¡Ahí está el oficial Cal! —dijo Pam.
Y la niña sacudió una mano, saludando al policía, que respondió en seguida, sonriendo a los Hollister. Cal era un joven de aspecto agradable a quien los hermanos Hollister conocían muy bien. Le habían ayudado varias veces a resolver misterios.
El oficial Cal se acercó inmediatamente a los niños para decir:
—Será mejor que estéis a buena distancia. Nunca se sabe con seguridad a dónde pueden ir a estrellarse estas bolas.
—Estaremos lejos —prometieron los Hollister.
En ese momento el «cascanueces» dejó de funcionar y se oyó el rugido de un tractor «bulldozer».
—Es Johnny «Cuestas» —exclamó Holly.
Johnny estaba arrastrando la pila de ladrillos y cemento de la pared.
—Está preparando montones de escombros que luego se cargan en los camiones —explicó el oficial Cal.
Volvió a ponerse en movimiento el «cascanueces». Los niños contemplaron sus oscilaciones, volviendo la cabeza ahora a un lado, luego al otro. Y de pronto Holly descubrió a un perrillo foxterrier, acurrucado muy cerca de la pila de escombros. ¡El asustado animal quedaba justamente en el camino del tractor!
—¡Ven aquí, perrito! —llamó Holly a voces.
Pero, en vista de que el animal no se movía, la niña echó a correr hacia el tembloroso perrito. ¡Tenía que evitar que le atropellasen!
De repente, alguien entre la multitud gritó:
—¡Apártate de ahí, niña!
La enorme bola oscilaba en dirección a Holly y el perrito.
—¡Corre, Holly, corre! —apremió el oficial Cal.