¡DESPRENDIMIENTO DE TIERRA!

Mientras la lluvia de chispas descendía hacia Ricky Hollister y Joey Brill, este último salió huyendo, pero el pequeño dio un traspié y cayó.

—¡Socorro! —gritó Pam, corriendo hacia las llamas—. ¡Mi hermano se va a quemar!

En aquel mismo instante, el jefe de bomberos estaba ordenando a sus hombres que utilizasen las mangueras sobre las llamas. ¡Chisss! Tres gruesos chorros estaban cayendo sobre la chispas.

Las llamas se transformaron en seguida en negro hollín que cayó, inofensivo, sobre Ricky. Pero el agua dejó al chiquillo chorreando. ¡Qué aspecto tenía, el pobre! Sin embargo, Ricky no había soltado el preciado aldabón.

—¡Caramba! ¡Por poco te has salvado! —dijo el jefe de bomberos—. Después de esto, espero que vayáis con cuidadito antes de empezar una pelea.

Ricky no dijo nada, pero la verdad era que no se sentía culpable.

No tardó mucho la casa en quedar quemada hasta los cimientos. Y, después de que los bomberos humedecieron las ascuas, de las ruinas empezaron a levantarse grises pavesas.

—Vamos. Será mejor que volvamos a casa —aconsejó Pam—. Ricky necesita una ducha.

Al llegar a casa Ricky se duchó y cambió de ropa. Luego bajó a hablar con su madre, que estaba en la sala. Con las manos a la espalda y un brillo travieso en los ojos, Ricky dijo a la guapa y esbelta señora Hollister:

—Tres oportunidades para que adivines lo que tengo para ti, mamá.

La señora Hollister podía haberse pasado el día entero haciendo suposiciones y sin adivinar de qué se trataba. De modo que, a los pocos minutos, Ricky dejó de bromear y le enseñó el reluciente y antiguo aldabón.

—¡Oh, es precioso! —aseguró la señora Hollister—. ¿De dónde lo has sacado?

Ricky se lo dijo y después añadió que había pensado colocarlo en la puerta trasera.

—¡Magnífico! —sonrió la madre, dando un beso en la pecosilla nariz de Ricky—. Un timbre en la puerta de la fachada y un aldabón en la parte trasera.

Ricky, encantado con que a su madre le hubiera gustado el aldabón, fue inmediatamente a atornillarlo. Estaba colocando el último tornillo cuando oyó la voz de Pam que llegaba desde la cocina, diciendo, muy nerviosa:

—¡Mamá, mira lo que dice en el periódico!

Ricky entró a toda prisa, para no perderse la noticia, y encontró a la señora Hollister con los otros niños, mirando el periódico de la mañana.

—¡Qué emocionante! —dijo la señora Hollister, mientras Pam leía en voz alta:

—«El ayuntamiento de Shoreham pagará diez mil dólares al propietario de la parcela en la que se encuentre localizado el Fuerte Libertad, y el “Águila” de Shoreham ofrece una recompensa de quinientos dólares a la persona que haga el descubrimiento».

—Me gustaría encontrar ese fuerte debajo de nuestra casa —declaró Ricky—. Pero, por lo menos, podríamos ganar los quinientos dólares…

—¿Por qué no empezamos a buscar ahora mismo? —propuso Holly.

—A lo mejor Spud desentierra el fuerte con su excavadora —se le ocurrió decir a Pete—. Después de comer, podemos ir a verle trabajar.

—Yo tengo otra idea —dijo Pam, mientras ayudaba a su madre a llevar la comida a la mesa—. Si aprendemos algo de historia de Shoreham, a lo mejor encontramos alguna pista de dónde puede estar el fuerte.

—¿Y dónde podemos estudiar? —preguntó Holly.

—En el Museo de Shoreham —repuso Pam—. Allí tienen una biblioteca con libros antiguos y revistas.

La señora Hollister estuvo de acuerdo en que aquélla podía ser una manera sensata de empezar a resolver el misterio.

—Vosotros siempre tenéis suerte en los trabajos detectivescos, hijos —dijo la señora Hollister, sonriendo—. Podría ocurrir que encontraseis el fuerte perdido.

—Pues yo prefiero ir a ver excavar —confesó Ricky, apresurándose a retirar la silla para que su madre se sentase.

Los niños no pudieron hablar de otra cosa más que Pam y Holly irían al museo, mientras Pete y Ricky iban a ver los trabajos de demolición. En cuanto terminaron de comer, los chicos se marcharon.

—Hasta luego —se despidió Pete—. Vendremos después de descubrir el Fuerte Libertad.

Los dos hermanos montaron en sus bicicletas y pronto llegaron al lugar en que se hacían obras. Cuatro grandes camiones estaban alineados cerca de la excavadora de Spud. Pete y Ricky quedaron perplejos al enterarse de que con solo tres paletadas de la excavadora se llenaba cada uno de los camiones, y que en cuanto uno de los camiones marchaba cargado, otro se acercaba a sustituirle.

—¡Canastos, qué rápido se trasladan los escombros! —exclamó Ricky.

¡Catapum! La pala de la excavadora abrió sus grandes fauces y varias toneladas de tierra cayeron en el camión que esperaba.

—¡Mira! ¡Mira! Había un gran pedazo de pared en esta paletada —dijo Pete.

Pero ya había caído una nueva carga de tierra y ladrillos en el camión.

—¡A lo mejor era un trozo del Fuerte Libertad! —se le ocurrió decir a Ricky.

—Voy a averiguarlo —decidió Pete.

Como la excavadora y el camión estaban ahora en el fondo de una gran hondonada, Pete y Ricky bajaron allí. Al llegar abajo saludaron a Spud, quien paró el motor de la excavadora y se asomó para decir:

—¡Hola, Hollister! ¿Queríais hablar conmigo?

Los dos hermanos treparon a la cabina de la excavadora y hablaron a Spud de los diez mil dólares que se ofrecían al propietario del terreno en el que se encontrase el Fuerte Libertad, y de los quinientos dólares de recompensa para quien lo descubriera.

—Usted acaba de echar en el camión una parte de pared de ladrillo —dijo Pete—. Hemos pensado que podrían ser los fundamentos del fuerte.

—Puede ser —dijo Spud, echando hacia atrás su gorra. Luego se asomó, llamando—: Johnny «Cuestas», ven aquí un momento.

Estaban los Hollister sonriendo a causa de aquel apodo, cuando un joven bajó de una apisonadora que se encontraba cerca. Era un muchacho de hombros anchos y amplia sonrisa.

—Johnny «Cuestas», te presento a los hermanos Hollister —dijo Spud, que luego hizo un guiño a los chicos, explicando—: Llamamos a nuestro amigo Johnny «Cuestas» porque se pasa todo el día subiendo y bajando rampas con su excavadora.

Los Hollister rieron de buena gana. Luego Spud habló a Johnny de la recompensa que se ofrecía a quien localizase el Fuerte Libertad, y preguntó, por último:

—¿Te has fijado de dónde han salido estos escombros? Yo no he visto de qué trecho los sacaba la pala.

Johnny «Cuestas» señaló un espacio en el borde de la hondonada.

—Creo que han salido de allí —dijo.

Todos miraron hacia aquel lugar, donde vieron un pequeño espacio de alguna edificación hecha de mampostería.

—Treparemos hasta allí, para ver —decidió Spud—. Si fuese el viejo Fuerte, con el dinero de la recompensa tendríais asegurada la posibilidad de comer cucuruchos de helado durante cien años.

Pete y Ricky contuvieron la risa, mientras seguían a Spud y a Johnny «Cuestas» arrastrándose todos a cuatro pies. Cuando llegaron junto al pequeño trozo de muro, Spud sacó un par de ladrillos.

—Echa un vistazo a esto, Johnny —dijo.

El conductor de la apisonadora hizo girar entre sus manos los viejos ladrillos y luego se dirigió a Pete, diciendo:

—¿Cuántos años hace que fue construido ese fuerte?

—Unos doscientos años, dice el periódico.

—Pues estos ladrillos no tienen tanto tiempo, ni mucho menos. ¿Estás de acuerdo conmigo, Spud?

El encargado de la excavadora movió, afirmativamente, la cabeza.

—Yo diría que tienen unos setenta y cinco años.

—Entonces, ¿no es posible que se trate del Fuerte Libertad? —preguntó Ricky, desencantado.

—Lo siento, pero creo que no —contestó Spud, alborotando cariñosamente el cabello del pelirrojo—. Pero no te preocupes. Podemos encontrarlo todavía, antes de concluir la carretera.

Mientras los cuatro descendían de nuevo, Johnny «Cuestas» levantó la cabeza. Al momento gritó:

—¡Cuidado! ¡Se desmorona la tierra! ¡Un chico acaba de provocarlo!

Un gran montón de piedras y tierra descendió por la pendiente, pero la advertencia de Johnny permitió a todos apartarse a tiempo.

—Creo que el chico lo ha hecho a propósito —dijo Spud—. Por allí va.

Pete y Ricky levantaron la cabeza, a tiempo de ver a Joey Brill que corría hacia su bicicleta. En seguida saltó a ella y desapareció antes de que los hombres hubieran podido darle una reprimenda.

Spud y Johnny «Cuestas» volvieron a su trabajo y los dos hermanos se quedaron a observar, con la esperanza de que, en un momento u otro, quedase desenterrado el Fuerte Libertad.

Mientras tanto, en casa, Pam y Holly se preparaban para ir al museo. Al salir por la puerta trasera, las dos se detuvieron en seco y se echaron a reír. En el centro del patio había un gran barreño lleno de agua y dentro se encontraba «Zip», el perro pastor. Al lado del animal se hallaba la chiquitina Sue, empapada de agua de pies a cabeza. Había puesto su visera de lavarse la cabeza al perro, y le enjabonaba desde la cabeza hasta el rabo. Al darse cuenta de que la miraban, Sue levantó la cabeza y explicó:

—«Zip» necesitaba un lavado de cabeza, igual que yo. ¿Verdad que está guapín con la visera?

Pam. dándose cuenta de que «Zip» se disponía a huir saltando del barreño, lo sujetó y ayudó a Sue a que le aclarase el pelambre.

—¡Buen perrito! ¡Qué paciencia tienes! —dijo Pam, mientras secaba el brillante pelo amarronado de «Zip» con una toalla azul que Sue tenía preparada para el baño perruno.

Holly quitó al animal la visera y «Zip» se sacudió furiosamente, enviando una rociada de agua, mientras las niñas corrían para evitar una ducha con vestidos y todo.

—Hoy, «Zip» y tú estáis igual de limpios —sonrió Pam, hablando con Sue, mientras acompañaban a «Zip» a un trecho de sol—. Pero no le dejes revolcarse o volverá a quedar sucio.

—No le dejaré —prometió Sue, arrodillándose junto a «Zip» para acariciarle amorosamente, mientras Pam y Holly se marchaban.

Las dos hermanas mayores se encaminaron directamente al Museo de Shoreham, que estaba junto a un prado, en el centro de la población. Al llegar al edificio de piedra rojiza, las dos niñas se dirigieron al celador para decirle que les interesaban los libros que hablasen de la historia de Shoreham.

—Venid a la biblioteca —les contestó el celador, un hombre de edad, con el cabello gris—. No es que existan libros precisamente históricos sobre Shoreham, pero podéis leer esto.

El hombre sacó varios volúmenes, coleccionados, de una revista antigua que se titulaba «Noticias de la Región», y aseguró:

—Aquí encontraréis mucha información sobre Shoreham.

Las niñas le dieron las gracias y llevaron las revistas hasta una larga mesa de caoba. En un extremo de esta mesa se hallaba un hombre en quien las niñas tuvieron que fijarse forzosamente, porque las estuvo mirando con ojos amenazadores.

—¿Verdad que tiene una nariz muy largota? —cuchicheó Holly a su hermana.

—¡Chiist! —suplicó Pam—. Puede oírte. Pero ¿no te parece poco simpático?

Sin prestar más atención al desconocido, las dos niñas se enfrascaron en la lectura de los antiguos volúmenes. Encontraron información sobre la primera máquina de coser que existió en el condado y sobre el primer automóvil de Shoreham.

—Y aquí hay un grabado del antiguo Ayuntamiento de Shoreham —dijo Pam.

Pero las revistas, aunque tenían muchos años, no eran tan antiguas como para hablar de la captura del Fuerte Libertad por el enemigo. Ni tampoco se comentaba la recuperación del fuerte por parte de los colonos.

Sin embargo, las niñas continuaron mirando una revista tras otra. De pronto Pam abrió la última y, después de ojearla un momento, musitó, muy emocionada:

—¡Mira esto, Holly! ¡Puede que resuelva el misterio del Fuerte Libertad!