LA GRAN EXCAVADORA

—Este timbre de la puerta trasera está estropeado —dijo Pete Hollister.

—¡Eso parece, canastos! —concordó su hermano Ricky, en el momento que su padre cruzaba la puerta para ir a trabajar.

—Buena suerte, muchachos —deseó el alto y afable señor Hollister—. Ya veo que para esta mañana tenéis un importante trabajo de reparación.

Los dos chicos, que se encontraban en el porche posterior de su hermosa casa de Shoreham, dijeron adiós a su padre. Pete, un muchachito de doce años, alto y con el pelo bastante corto, sujetaba con una mano el pulsador y el destornillador con la otra. Ricky, el pecosillo de ocho años, sujetaba en el puño cerrado unos cuantos tornillos.

En ese momento se oyó gritar a una niña.

—¡Mirad todos! ¡Se acerca por nuestra calle una excavadora!

—¡No bromees, Holly! —respondió Pete a su hermanita de seis años, que llevaba el pelo recogido y que, en aquel momento, asomaba la cabeza por la esquina de la casa.

—¡Es verdad! —insistió Holly, con los ojos muy abiertos—. ¡Ven a verlo!

Pete dejó el timbre colgando de los cables y corrió hacia Holly. Ricky le imitó. Al cruzar el jardín de delante, pasaron ante su hermana Pam, de diez años.

—¿Qué pasa? ¿Por qué estáis tan alborotados? —preguntó la esbelta y morenita Pam.

Cuando Holly se lo dijo también ella acompañó a sus hermanos. Habían corrido hasta mitad de la calle cuando Holly anunció:

—¡Mirad! ¡Está ahí!

Aproximándose lentamente hacia ellas había un gran camión que arrastraba un remolque. En lo alto del remolque todos pudieron ver una gigantesca pala excavadora. El camión se acercó más a los Hollister y acabó deteniéndose. El hombre joven y de expresión simpática que ocupaba la cabina de la excavadora, gritó:

—¿Sabéis, niños? Creo que nos hemos perdido.

—¿Adónde quiere usted ir? —preguntó Pete.

—A la Avenida Belleville, a la entrada de la nueva construcción. ¿Podéis decirnos cómo llegaremos allí?

—Desde luego —repuso Pete.

El conductor del camión y el encargado de la excavadora bajaron de sus asientos para hablar con los niños. El de la excavadora dijo que él era Spud.

—Y éste es Harry «Prisas» —añadió, señalando al conductor del camión—. Harry tiene siempre tanta prisa que suele perderse. ¿Qué? ¿Vosotros sois todos de la misma familia?

—Somos los Hollister —repuso Pam.

—Pues todos tenéis un aspecto muy risueño —opinó Spud.

—Es que siempre nos divertimos mucho —explicó Holly—. Por eso todo el mundo nos llama los Felices Hollister.

—Y hoy somos de verdad muy felices, porque no tenemos escuela —informó Ricky—. Son las vacaciones de primavera. Durarán una semana a partir del lunes.

—Y hoy estamos sólo a jueves… —comentó Spud, riendo—. ¡Vaya vacaciones largas! Y ahora, ¿qué os parece si nos decís dónde está la edificación de la Avenida Belleville?

—Se lo explicaríamos mejor si fuésemos con ustedes —replicó el travieso Ricky.

Spud miró a Harry «Prisas», preguntando:

—¿Qué te parece?

—Probablemente será el medio más seguro de llegar —sonrió el conductor—. ¡Vamos! ¡Todos arriba!

—¿Por qué no vamos a buscar a Sue? —propuso Holly.

Sue era su hermanita de cuatro años, la más pequeña de la familia.

—No puede salir —repuso Pam—. Mamá le está lavando la cabeza.

¡Cómo le gustaba a la chiquitina que le lavasen la cabeza! Y le gustaba porque le ponían una visera de plástico que encajaba en su cabeza como un aro, impidiendo que el jabón le resbalase a los ojos.

Mientras Pam corría a pedir permiso a la señora Hollister para ir al terreno en construcción, Pete subía a la cabina del camión, junto a Harry «Prisas». Ricky y Holly treparon a la gran excavadora y se colocaron en la cabina con Spud.

El camión volvió a ponerse en marcha. Cuando pasó ante la casa de los Hollister, llegó Pam, corriendo, para decir que podían ir y se instaló al lado de Pete.

—¡Vaya! ¡Bonita casa tenéis! —dijo Harry, contemplando el hermoso edificio que se encontraba a orillas del Lago de los Pinos.

—Nos gusta mucho porque es grande y tiene muchas habitaciones —explicó Pete, con orgullo.

—Y tenemos mucho espacio para nuestros animales —añadió Pam, que a continuación habló a Harry de «Zip», el perro pastor, y de «Morro Blanco» y sus cinco hijitos.

—Además, tenemos un burro —añadió Pete, risueño—. Le llamamos «Domingo» y tiene un pesebre en el garaje.

—No me extraña que seáis felices, con tantos compañeros de juego —dijo Harry—. Bien. Ahora decidme por dónde debo ir.

—A la derecha —repuso Pete, que fue indicando a Harry «Prisas» que subiera por esta calle o bajase por aquella otra, hasta que llegaron a la Avenida Belleville. Por fin Pete dijo—: Gire a la derecha, otra vez. La entrada está allí cerca.

Harry explicó a los dos hermanos que por fin, las autoridades de Shoreham habían decidido que la nueva carretera atravesase la ciudad, sin molestarse más en intentar localizar el viejo Fuerte Libertad, que quedó enterrado y perdido hacía largos años.

—Nadie tiene idea de dónde está el viejo fuerte. Pero, desde luego, si se localiza durante la construcción de la carretera, desviaremos ésta un trecho, para restaurar el fuerte y convertirlo en museo.

—¿Le parece a usted que se encontrará ese fuerte? —preguntó Pam.

—¿Quién sabe?

Harry contó a los niños que en los viejos tiempos del colonialismo, el Fuerte Libertad se encontraba dentro de los límites de Shoreham. Durante la revolución, el enemigo echó a los colonos y se adueñó del fuerte. Más tarde, cuando se recobró el territorio, nadie pudo encontrar las ruinas del fuerte.

—¿Y no le parece que es difícil esconder un fuerte? —comentó Pam.

—Eso es lo que tiene a todo el mundo atónito —contestó Harry—. Además, se querría recobrar el oro.

—¿Qué oro? —preguntó Pete, muy interesado.

Harry contestó que corrían rumores de que los colonos habían escondido su oro en alguna parte del fuerte, antes de marchar.

—¡Zambomba! ¡Un tesoro de verdad! —exclamó Pete.

En aquel momento, Pam exclamó:

—¡Cuidado, Harry!

Por la derecha, desde una calle lateral y quedando fuera de la vista para el conductor, avanzaba hacia ellos un chico en bicicleta. Harry hizo girar el volante, para desviarse, mientras Pete tocaba con fuerza el claxon. ¡Por cuán poco espacio se libró el ciclista de chocar con el guardabarros!

—¡Pero si es Joey Brill! —exclamó Pam.

Joey era un chico camorrista, de la edad de Pete, que siempre estaba molestando a los Hollister.

—¡Ha querido usted herirme! —gritó el ciclista a Harry «Prisas»—. ¡Los Hollister le han dicho que me hiriese!

—¡Nosotros no hemos hecho eso! —replicó Pam, indignada—. Lo que te pasa es que nunca miras por donde vas.

Harry no hizo el menor caso al agresivo Joey, que acabó alejándose, enfurruñado.

—¡Qué molesto es este Joey! —cuchicheó Pam, hablando con Pete.

El conductor del camión, siguiendo las instrucciones de Pete, penetró por un camino polvoriento, y fue a detenerse en un campo abierto, próximo al serpenteante río Muskong.

Ya había llegado al lugar otra excavadora, además de varias bulldozers y muchos volquetes. A un lado se veía una hilera de tuberías de hormigón, que iban a ser utilizados en la instalación de desagües.

Desde una considerable distancia los niños contemplaron cómo se derribaban media docena de casas viejas, para dejar espacio a la nueva carretera. Cerca había una cavidad llena de escombros de otros edificios. Nubarrones de polvo invadían el aire.

La excavadora de Spud fue separada del remolque al cual el hombre llamaba «bajito». Entonces empezaron a girar las cadenas que cubrían las ruedas, llevando a la excavadora al lugar en donde Spud tenía que excavar.

Al ver que Ricky se alejaba hacia los escombros, Pete le llamó, diciendo:

—¡Espera, Ricky! Voy a decirte una cosa.

Inmediatamente explicó a su hermano y a Holly la historia que había contado Harry «Prisas», relativa al oro desaparecido.

—¡Canastos! ¡Voy a empezar a buscarlo ahora mismo! —decidió el pequeño.

Y corriendo hasta los fundamentos de un edificio derruido, empezó a hurgar en los escombros, buscando el tesoro.

Los otros Hollister contemplaron cómo Spud empezaba a sacar, con la excavadora, toneladas de tierra y piedra. ¡Qué estruendo producía la pala excavadora al hundirse en el suelo!

De repente Ricky prorrumpió en un grito de alegría y, saliendo de los restos de un sótano, fue corriendo al encuentro de sus hermanos.

—¡Mirad lo que he encontrado! —anunció, llevando en alto algo brillante.

Y, cuando el pequeño fue aproximándose, todos pudieron ver que se trataba de un viejo aldabón.

—¿Os parece que puede ser una parte del tesoro perdido? —consultó el pequeño, muy emocionado.

—Eso no es oro, sino latón —le contestó Pete—. ¡Además, el tesoro consistía en monedas de oro, no en llamadores de puerta!

—De todos modos, es un importante hallazgo —afirmó el pecoso, sin amilanarse—. Lo voy a colocar en nuestra puerta trasera. Así no tendremos que arreglar el timbre, Pete.

Estaba Ricky dando brillo con su pañuelo al aldabón, cuando se oyeron sirenas y aparecieron a continuación dos coches de bomberos.

—¿Dónde está el fuego? —preguntó Ricky—. No lo veo.

Spud sonrió y dijo que no había fuego. Pero en el camino por donde iba a abrirse la carretera, había una casa tan vieja que nada se había de aprovechar de sus escombros, y, por lo tanto, iba a ser quemada.

—¡Nunca había oído que los bomberos provocasen un incendio! —dijo Holly, con una risilla burlona.

—Pues ahora podréis verlo.

Mientras todos los niños miraban fascinados, los bomberos bajaron de los coches. Varios de ellos se apresuraron a colocar alrededor de la casa, a bastante distancia de las paredes, una cuerda, mientras otros ajustaban mangueras a una boca de riego cercana.

—¡Ahora, atrás todo el mundo! —ordenó el jefe—. ¡Qué nadie cruce esta cuerda!

Luego entró en la casa, de la que volvió a salir a los pocos segundos, anunciando:

—Ya está prendido el fuego.

Al poco rato el edificio estaba completamente envuelto en llamas. ¡Cómo crepitaba y despedía chispazos, mientras la madera carcomida ardía igual que yesca!

—¡Qué divertido! —exclamó Pete—. ¡Esto es mejor que una hoguera de la fiesta del Cuatro de Julio!

Pero la alegría de Pete se nubló de pronto. Con el rabillo del ojo acababa de ver aproximarse a Joey Brill. La huraña expresión del chicazo indicaba que Joey no había acudido allí para nada bueno.

Mientras tanto, Holly se volvió para preguntar a uno de los bomberos que estaban con las mangueras preparadas:

—¿Tal vez piensan echar agua sobre las llamas?

El hombre dijo que estaban allí, preparados, por si se producía alguna emergencia. Era obligación suya evitar que las llamas se propagasen. Cuando desapareciesen las llamas, los otros bomberos y él humedecerían los restos carbonizados hasta que desapareciese todo indicio de fuego.

Chisporroteaban las llamas y se levantaba el humo en penachos ondulantes, cuando Joey Brill se acercó a Ricky, que estaba separado de sus hermanos.

—¡Eh, tú! ¿De dónde has sacado ese llamador? —preguntó.

Cuando Ricky se lo dijo, el camorrista repuso:

—Yo lo había visto ayer. ¡Es mío!

—No puedes quedarte con ello —protestó Ricky—. Yo lo he cogido primero.

—¡Dámelo! —ordenó Joey.

Y alargó la mano para apoderarse del llamador, pero Ricky se apartó a un lado, de un salto. En la pelea que siguió, los dos chicos rodaron por el suelo, pasando por debajo de la cuerda que señalaba el trecho de peligro, acercándose cada vez más a la casa en llamas, mientras Joey se empeñaba en quitarle a Ricky el aldabón.

Al verles, el jefe de bomberos gritó:

—¡Volved aquí! ¡Salid de ahí a toda prisa! ¡No está permitido quedar dentro de la línea de fuego!

Pero no habían tenido tiempo los combatientes de retroceder, cuando una de las paredes se derrumbó con terrorífico estrépito y gran rociada de chispas.

—¡Oh, Ricky y Joey se van a quemar! —gritó Pam.