EL MISTERIO RESUELTO

El aire arrastraba encendidas pavesas entre nubarrones de humo.

—Ya dije que estabais en peligro. Os está bien empleado —masculló «Llaves», con deleite.

—¡Qué tristeza! —se lamentó Holly—. Los pobrecitos animales del bosque se van a quemar.

—Todos corremos peligro con este incendio —dijo Pat Mitchell—. «Llaves», ¿ha provocado usted este incendio?

—No. Pero puede haberlo provocado algún cigarrillo arrojado sin precaución —dijo el prisionero, prorrumpiendo en una maléfica carcajada.

El guarda dejó al herido en el suelo y llamó a Pete.

—Por favor, trae el «walkie-talkie».

Cuando lo tuvo en sus manos, Mitchell habló por el micrófono.

—Llamando a la central de bomberos. Envueltos en humo. Hay un gran incendio en la cabeza del zorro, en el lago. ¡De prisa! ¡No tenemos ninguna embarcación y podemos quedar atrapados por las llamas!

Un momento después sonaba la respuesta:

—Bomberos en camino, señor Mitchell.

—Bien, Roger —replicó Mitchell, que luego entregó el comunicador a Pete.

En seguida tomó a Roy Blake y, con los demás, corrió a la orilla del lago. Mitchell explicó que tenían patrullas de servicio contra incendios, localizadas en el pequeño aeropuerto inmediato a Glendale.

—En pocos minutos llegarán aquí, por el aire.

De pronto, un hermoso ciervo pasó junto a ellos, a la carrera. Luego se tropezaron con conejos, ardillas, marmotas y otros animales que corrían buscando la salvación en el agua. Mitchell no cesaba de mirar al cielo.

—Confío en que los bomberos lleguen pronto —murmuró.

Estaban llegando al lago, cuando pudieron oír el zumbido de aviones.

—¡Mirad! ¡Mirad! —gritó Sue, señalando hacia arriba.

De los aviones saltaron paracaidistas que fueron a caer muy cerca de la zona incendiada. Los Hollister pudieron ver que llevaban bombonas de productos químicos a la espalda, además de palas.

Media docena de hombres descendieron en el terreno que separaba a los Hollister de las llamas y empezaron a trabajar activamente. Para entonces, el grupo fugitivo ya notaba el calor del fuego.

El jefe de bomberos colocó al señor Blake en un espacio cubierto de hierba y corrió a dar instrucciones a sus hombres para la extinción del incendio. De repente, un minúsculo conejo corrió hacia Sue, que estaba en el borde del lago, y que, en seguida, se agachó a coger al lindo animal.

—No te preocupes, hijo mío —le dijo, mimosa—. Podrás volver a tu casa dentro de un rato.

Pronto el crepitar de las llamas fue disminuyendo y el calor empezó a desaparecer. Media hora más tarde regresó Pat Mitchell con la cara llena de ceniza.

—Hemos sofocado el incendio —dijo—, pero mis hombres se quedarán para cerciorarse de que no vuelve a reproducirse. Ahora podemos ir a su campamento, señora Hollister.

Mientras atravesaban los bosques, Mitchell alabó la ocurrencia de «Espantapájaros» al ir arrojando los discos amarillos.

—De no ser por eso, nunca les habríamos encontrado.

Todo el mundo se sentía feliz, excepto el prisionero. Una vez quiso echarse a reír, despectivo, pero «Zip», ladrándole a sus talones, le hizo apretar el paso y guardar silencio.

Por fin el fatigado grupo llegó al lugar en que los Hollister habían acampado. Inmediatamente la madre de los niños fue a buscar el botiquín y dio al señor Blake una pastilla para que le bajase la fiebre.

—Mientras no sea pneumonía… —murmuró, hablando con Pam.

Pete, que estaba cerca de Pat Mitchell, dijo:

—Me gustaría saber cómo le van las cosas a mi padre y los demás.

—Tal vez yo pueda averiguarlo. —Mitchell se puso en contacto con el cuartelillo de bomberos, gracias al «walkie-talkie». Todos escucharon atentamente la conversación que sostuvo—. ¿Se sabe algo del señor Hollister?

—Está en el pueblo con Sharp y el sargento.

—¿Cómo ha ido todo?

—Bien. Han traído dos prisioneros. Uno es «Francés» y el otro Jake. Les han traído en el coche de los Hollister.

Al oír aquello, los niños prorrumpieron en gritos de alegría.

—¡Hurra! —gritó Ricky, dando grandes saltos—. ¡Han detenido a todos los ladrones!

Mitchell pidió en el cuartelillo que se avisase al doctor Rice, de Glendale.

—Comuníquele que vamos con un enfermo. Llevaré al señor Blake en el camión.

—¿Blake?

—Sí. Roy Blake. Está vivo, pero enfermo. También hemos rescatado a su hijo.

—Magnífico, Mitchell. Haré que la policía se lo comunique a la señora Blake.

—Eso es todo.

A través del «walkie-talkie» llegó una risilla alegre.

—Pues es mucho, Mitchell.

Se colocó al enfermo en la parte trasera del camión y se le abrigó con mantas. A «Llaves» se le hizo sentarse en la cabina, entre Mitchell y «Espantapájaros». Los Hollister se colocaron como pudieron en la parte que quedaba libre detrás, y se inició el regreso a Glendale.

Cuando llegaron, Pam preguntó:

—¿Por qué está aquí toda esa gente?

—Las noticias se divulgan muy de prisa en las poblaciones pequeñas —repuso Mitchell—. Creo que todos están muy contentos de que se haya resuelto el misterio de los Blake.

Desde la acera, las gentes aplaudieron cuando el camión avanzó calle abajo y se detuvo ante el consultorio del médico. La señora Blake, que les esperaba en compañía del médico, se echó a llorar al besar a su marido y a su hijo. El señor Blake fue llevado al interior. Luego Mitchell se marchó.

—Ahora entregaremos el prisionero a la policía —dijo—. Sus compinches le están esperando.

Mitchell condujo hasta el ayuntamiento del pueblo y todos entraron allí. Acudieron a saludarles el señor Hollister, el guardabosques Sharp y el sargento Barrett, además del jefe de policía Brown. Mientras el preso se alejaba, conducido por un policía, el señor Hollister explicó cómo habían cogido a «Francés» y Jake, que ya huían hacia la carretera.

—Lo han confesado todo —dijo el sargento Barrett—. Encontrarán ustedes la canoa en los arbustos, cerca del lago, a la altura del morro del zorro.

El jefe de policía dijo que el trío de malhechores había llevado a cabo sus cacerías furtivas secretamente. Al mismo tiempo Jake, que había estado un tiempo en el Oeste, buscando uranio, descubrió algo que parecía ganga de uranio.

—Y quería apoderarse de todo inmediatamente. —Supuso Pete—. Como necesitaban contadores Geiger, se los robaron a papá.

—Eso es —asintió el jefe de policía—. Acudieron a Shoreham porque iban siguiendo al señor Tucker. Pensaron que secuestrándole evitarían que se acercase por el Bosque de los Abetos. Pero le perdieron la pista el día antes de que visitara el Centro Comercial. Cuando los ladrones vieron anunciados en vuestros escaparates contadores Geiger, decidieron robar uno.

—¿Usaron una llave maestra para abrir la tienda? —preguntó Ricky.

—Sí. Eso usaron —contestó el capitán Brown, que añadió que el hombre llamado «Llaves» tenía una colección de llaves que podían abrir cualquier puerta.

—«Francés» es el cabecilla. A él le encontramos un contador Geiger.

—¿Quién colocó el espantapájaros en el camino? —quiso saber Pam.

—Jake. Él usó un altavoz para gritaros el aviso y haceros volver a casa. —El jefe de policía sonrió—: Pero no contó con que vosotros, los Hollister, sois muy valientes.

—El espantapájaros no nos asustó ni un poquito —aseguró Holly—. Algunos son tan buenos como el señor Lehigh. Él también era un misterio.

La señora Hollister explicó, sonriendo:

—Mis hijos nunca se dan por vencidos hasta que consiguen resolver los misterios que les salen al paso.

—Esta vez han resuelto dos jeroglíficos —dijo, risueño, el capitán Brown—. Estoy orgulloso de vosotros.

Antes de que los Hollister hubieran salido de la oficina policial, llegó la señora Blake a informar de que la enfermedad de su marido no era tan seria como se temiera.

—El doctor dice que estará bien en un par de semanas —dijo, llena de felicidad.

Y luego invitó a la familia Hollister y a «Espantapájaros» a cenar en su casa aquella noche.

—¡Venga, vengan! —suplicó Jim—. Celebraremos el festín de la victoria.

Más tarde, cuando todos estaban sentados alrededor de la mesa, en la modesta casa de los señores Blake, sonó el timbre. Jim salió a abrir. Un señor distinguido preguntó por los Hollister.

—Entre, señor. ¿A quién anuncio? —preguntó el muchacho.

—Al señor Tucker.

Cuando Jim hizo entrar al visitante en el comedor, los niños Hollister le saludaron, emocionados. Una vez que le presentaron a la señora Blake, ella dijo:

—Siéntese a cenar con nosotros.

—Mil gracias. Acepto la invitación.

Cuando el señor Tucker estuvo sentado entre los demás, habló el anciano profesor, diciendo:

—Debo pedirle disculpas por haber estado viviendo en su vedado. No tenía idea de que fuese propiedad privada.

El propietario del Bosque de los Abetos sonrió al responder:

—Al fin y al cabo, ha sido una suerte que estuviera usted allí.

Mientras concluía la alegre cena, el señor Tucker dijo que se había enterado del incendio que se produjo en el bosque y había acudido presuroso en avión. Le había dejado perplejo enterarse de todas las cosas que habían sucedido.

—¡Qué emocionantes aventuras para unas vacaciones! —dijo, riendo—. Tengo entendido que esos cazadores furtivos han encontrado uranio en mis propiedades. —Se volvió al señor Lehigh comentando—: Ha dicho usted que es profesor. ¿Cuál es su especialidad?

—Geología.

—Magnífico. Es usted el hombre que necesito para ayudarme a explotar mis yacimientos de uranio.

Sue empezó a palmotear y todos la imitaron. El señor Tucker levantó una mano, pidiendo silencio y dijo:

—Todo el crédito lo merecen los Hollister. Ellos han ayudado a un buen número de personas en estos últimos días. Y el uranio va a ser de gran ayuda para nuestro gobierno.

A la señora Blake se le llenaron los ojos de lágrimas. Y abrazando a su hijo, que estaba sentado junto a ella, declaró:

—Pero el mayor tesoro que han encontrado ha sido mi hijo y mi marido.

«Espantapájaros» se levantó de la silla con una copa en la mano. Los ojos del anciano caballero estaban llenos de cariño cuando dijo:

—Propongo un brindis, por la más feliz de todas las familias. ¡Por los Felices Hollister!