SEÑALES DE HUMO

Tranquilizados al saber que el oso no era de verdad, los Hollister siguieron al hombre, deseando detener al impostor.

—La verdad es que ha huido con rapidez —comentó Mitchell.

Los niños continuaron encontrando discos amarillos. Mientras atravesaban un bosque de abetos gigantes, Pam preguntó a su acompañante en dónde estaban.

—Cerca de la orilla del lago. Justamente debajo del gaznate del zorro.

La explicación hizo reír a Holly, que bromeó, diciendo:

—A lo mejor le estamos haciendo cosquillas al pobrecito.

Pete se inclinó a recoger otro disco dejado por «Espantapájaros». En ese momento Ricky se le adelantó y ascendió por una cuesta. Llegó el primero arriba y en seguida se volvió a los otros, gritando:

—¡Mirad! ¡Señales de humo!

A cierta distancia se elevaban dos blancos penachos de humo.

—¡Eso indica peligro! —observó Pete.

El hombre asintió, diciendo:

—Ya lo creo que es la señal de peligro.

—Confiemos en que el señor Lehigh no esté herido —dijo la señora Hollister, mientras todos echaban a correr hacia las dos hogueras.

Pronto llegaron a un reducido claro.

—¡Canastos! —gritó Ricky, atónito—. ¡Si allí está la tienda de papá y mamá!

Junto a la tienda estaban apiladas las provisiones pertenecientes a los Hollister. El jefe de bomberos corrió a mirar en el interior de la tienda. No había nadie dentro.

Pete buscó en la pila de provisiones y encontró el contador Geiger. También estaba allí la canoa de su padre. Luego el chico se volvió a mirar las dos espirales de humo que ascendían desde el bosque, algo más allá del claro.

—Ya volveremos más tarde por estas cosas. Si hay alguien en peligro hay que salvarle primero —dijo.

Pat Mitchell estuvo de acuerdo con Pete, y dijo que suponía que todo lo robado había sido transportado por el lago y luego arrastrado hasta aquel escondite.

—¡Ahora estamos sobre la pista en ascuas! —dijo, jubiloso.

Ahora el humo de las hogueras les envolvía. Pronto vieron los dos montones de brasas, situados a unos diez metros, sobre un saliente rocoso.

—¡Hola! ¡Hola! —gritó el guarda—. ¿Alguien tiene problemas?

No hubo respuesta. Pero «Zip», que había corrido hasta la roca, estaba ahora olfateando una pequeña abertura en la base de un peñasco. El perro aulló sonoramente.

—¡Hay algo allí! —dedujo Holly—. ¿Qué pasa, «Zip»?

El perro fue al lado de la niña y volvió en seguida a la cavidad.

—Sin duda nos está advirtiendo algo —dijo la señora Hollister.

—A lo mejor hay un oso de verdad ahí dentro —balbució Sue.

Mitchell se acercó a una de las hogueras, cogió una rama a medio quemar y la introdujo en el hueco.

—Si hay algún animal, con el humo le haremos salir.

Durante unos minutos todos aguardaron, en tensión. De pronto, desde el interior de la cueva brotaron unas tosecillas.

—¡Hay un hombre dentro! —exclamó la señora Hollister.

—¡Salga y ríndase! —ordenó Ricky.

En vista de que nadie aparecía y continuaba sonando la tos, Pete dijo:

—Debe ocurrir algo raro, señor Mitchell. Yo entraré a ver.

—Puede ser una trampa —contestó el hombre—. Entraré yo.

Echándose al suelo, el hombre se arrastró sobre manos y rodillas hasta el interior de la cueva. El interior era más amplio que la entrada y allí Mitchell pudo ponerse en pie. Cuando sus ojos se fueron acostumbrando a la escasa claridad, llamó a los otros.

—Hay tres hombres aquí, atados y amordazados. Que venga alguien y me ayude a sacarlos.

Instantáneamente Pete y Ricky se arrastraron al interior de la cueva y quitaron las ligaduras a los prisioneros que encontraron más cerca. Al quitar la mordaza a uno, Pete exclamó:

—¡Jim Blake!

—Y aquí está el señor «Espantapájaros» —informó Ricky, mientras ayudaba al segundo hombre.

El tercero era un desconocido.

—Gracias a Dios que estáis aquí —dijo «Espantapájaros»—. Temía que no encontraseis mi pista.

Mientras él y Jim Blake se incorporaban, el chico dijo:

—Éste es mi padre. Tendremos que ayudarle a salir. Está enfermo.

Con la ayuda de Pete y del guarda, Jim sacó a su padre a la luz del sol. La señora Hollister y las niñas quedaron espantadas ante aquella escena. Roy Blake tenía una espesa barba y su cabello rubio estaba largo, sucio y enmarañado. Sus ropas sucias cubrían un cuerpo flaco y enfermizo.

La madre de los Hollister advirtió, por el color excesivamente rojo de las mejillas del hombre, que estaba febril. El desgraciado quedó tumbado en el suelo, sin poder hacer más que gemir débilmente.

—¿Qué está ocurriendo? —preguntó Pat Mitchell.

Jim contestó:

—Ahora ya puedo decírselo. Hace dos meses, mi padre y yo íbamos en una canoa por el río Remolinos. La canoa se rompió y papá resultó herido. Logramos llegar a la orilla, pero en seguida nos detuvieron unos hombres.

—¿Los cazadores furtivos? —preguntó Pete.

Jim asintió.

—Son cazadores furtivos y, además, están buscando uranio.

—¿Lo han encontrado? —quiso saber Pam.

—Creo que sí.

Jim añadió que los hombres les habían apresado después que su padre y él vieron una gran pila de pieles de animales del bosque.

—¿Cómo pudiste escapar? —preguntó el guarda.

—No me ataron muy bien. Casi llegué al pueblo, pero me alcanzaron. Uno de ellos me dijo que haría daño a mi padre si yo volvía a intentar salir del bosque o informaba de lo que ocurría. Tenían prisionero a papá, pero a mí me dejaban libre para que les hiciese la comida. Por eso pude advertir a los Hollister que debían volver al pueblo. Esta mañana, cuando vine a la cueva, me encontré también al señor Lehigh. Los cazadores furtivos temían que él supiera demasiado, de modo que le secuestraron y le trajeron a la cueva.

—¿Quiénes son esos hombres? —preguntó Mitchell.

—«Llaves» Craven es uno de ellos —contestó Jim.

—¡Huy, «Llaves»! ¡Qué nombre tan gracioso! —dijo Holly.

—Es un apodo, porque ese hombre es herrero y ladrón.

—¡Ladrón! Puede que sea uno de los que robaron en el Centro Comercial —dijo Pete.

—¡Debe de ser! Les he oído pronunciar ese nombre.

—¿Dónde está ahora? —preguntó la señora Hollister.

Jim dijo que «Llaves» se había presentado hacía unos minutos, cuando él estaba encendiendo las hogueras para hacer las señales de humo.

—Me ató, diciendo que yo resultaba demasiado peligroso para andar suelto, mientras él iba a la ciudad. Supongo que no sabe que las dos hogueras sirven para hacer señales. Si no, las habría apagado.

—¿Qué dirección tomó el tal Craven? —preguntó Mitchell.

—Creo que siguió las viejas muescas.

Mitchell se puso en acción inmediatamente.

—Debo capturarle antes de que sepa que estamos aquí. De lo contrario no volverá —dijo.

—Yo le ayudaré —se ofreció Pete—. Vamos, «Zip», muchacho.

Los dos corrieron bosque adelante, acompañados por el perro.

Entre tanto, la señora Hollister y los otros atendieron a Roy Blake. Usando agua de la cantimplora de Jim, le lavaron la cara y le acomodaron lo mejor posible, mientras esperaban a que regresasen el jefe de bomberos y Pete.

—«Llaves» no es un hombre de los bosques —dijo Jim—. Les será fácil cogerle, aunque les lleve mucha distancia.

En la lejanía podían oírse los ladridos de «Zip», cada vez más apagados. De repente, cesaron por completo.

—¿Qué habrá ocurrido? —murmuró Pam, muy nerviosa.

Después de diez minutos de angustiosa espera, vieron aparecer a «Zip». Detrás iban Pete y el guarda, sosteniendo a un hombre de mal aspecto.

Holly se estremeció.

—¡Es el que dijo que se llamaba Sharp! —exclamó.

—Eso es —asintió Pete, mientras el guarda ataba al detenido con la cuerda que antes había sujetado al padre de Jim.

«Llaves» Craven miró furibundo a los Hollister y luego bajó los ojos hasta sus desgarrados pantalones.

—¡Malditos vosotros y vuestro endiablado perro! —masculló—. Me las pagaréis.

—No va a tener oportunidad de vengarse —le advirtió Mitchell.

Pete, riendo, comentó:

—«Zip» le ha hecho pasar un mal rato. —Luego, mirando al detenido, dijo—: Ha tenido usted suerte de que no le haya mordido, después del puntapié que usted le ha dado.

El jefe de bomberos explicó cómo habían perseguido por el bosque a «Llaves». Descubrieron al fugitivo cuando pasó por encima de un tronco caído. La madera podrida se había hundido y el hombre cayó, tambaleándose.

—Y «Zip» sujetó a «Llaves» hasta que nosotros llegamos —añadió Pete.

El prisionero fue convenientemente atado de pies y manos, y el guarda le colocó de espaldas a un árbol.

—¡Ahora, hable! —ordenó Mitchell—. ¿Quiénes son esos dos amigos suyos?

El hombre posó en el guarda una mirada llena de odio.

—¡No diré nada! —masculló con voz sibilante—. Jake y «Francés» se las arreglarán como puedan.

—¡«Francés»! —exclamó Pam.

Una expresión preocupada asomó a los ojos del prisionero que comprendió que había dicho demasiado.

—¡Apuesto algo a que los tres son responsables del robo en nuestra tienda! —dijo la señora Hollister, indignada.

Todos hicieron a «Llaves» varias preguntas más, pero el prisionero se mantuvo huraño y silencioso.

—Vamos —decidió Mitchell—. Tenemos que llevar al señor Blake al pueblo lo antes posible. Pero antes regresaremos al campamento, señora Hollister. «Espantapájaros», Pete, entre los dos podrán vigilar a «Llaves». Yo llevaré al señor Blake.

Con ayuda de la señora Hollister y de Pam, el guarda levantó al enfermo, que se cargó a la espalda, y todos se pusieron en marcha.

De pronto, «Llaves» dijo, despectivo, a sus vigilantes:

—Todos estáis en peligro, por haberme atrapado. Mirad.

—¿A qué se refiere? —preguntó la señora Hollister.

En seguida tuvo la respuesta. Se oyó entre la arboleda un ligero crepitar, que pronto fue haciéndose más sonoro. Luego una columna de humo negro se elevó a los cielos.

—¡El bosque se está incendiando! —gritó Pam estremeciéndose.