—¡Qué gente tan «ladronísima»! —exclamó Holly, encendida—. ¿Qué vamos a hacer?
Ricky miró con angustia a su padre y preguntó:
—¿No podríamos viajar sin los neumáticos, papá?
El señor Hollister consideraba que los caminos estaban demasiado llenos de surcos y desniveles para probar tal cosa.
—Si tuviéramos un coche antiguo, podríamos intentarlo. Pero nuestros vehículos modernos tienen la carrocería demasiado cerca del suelo.
—Hay un largo camino hasta Glendale —murmuró Pete, muy hosco—. Lo menos tardaremos cuatro horas.
—A no ser que conozcamos algún atajo del bosque —apuntó Ricky.
Y su padre añadió:
—Cosa que no conocemos.
La chiquitina Sue, que había estado sumida en profundísimas meditaciones, preguntó de pronto:
—¿Qué han «hacido» los hombres malos con nuestros «numáticos», papá?
La pregunta hizo asomar una expresión de esperanza en el rostro del señor Hollister.
—¡Caramba! ¡Has tenido una buena ocurrencia!
El señor Hollister consideraba que los ladrones, si eran pocos, no se habrían llevado todo lo robado a gran distancia a través del bosque. Habrían tenido que transportar un gran peso.
—Y no tienen coche —calculó Pete, mirando al suelo—, porque no se ven huellas de neumáticos.
—Entonces los ladrones se habrán marchado con nuestras cosas por el lago —dedujo Pam.
—Papá, seguramente no se habrán llevado los neumáticos muy lejos, por miedo a que les descubramos con ellos.
—Entonces, ¿qué habrán hecho? —preguntó la madre.
—Tirarlos por la borda al agua —adivinó Holly, levantando orgullosamente la barbilla, ante lo inteligente de su deducción.
—¡Canastos! ¡En tal caso no estarán muy lejos de la orilla! Vamos a zambullimos hasta el fondo para rescatarlos —decidió Ricky.
Los niños corrieron a la orilla del agua. Pete no tardó en descubrir las marcas hechas por dos canoas que habían sido empujadas al agua. A toda prisa fueron los hermanos Hollister a ponerse sus bañadores y en seguida se echaron al agua y nadaron un buen trecho. Luego empezaron a hacer rápidas inmersiones y salidas, intentando localizar los neumáticos. Sue, que les observaba desde la orilla, soltó una risilla y declaró:
—Parecen nutrias «juegando».
—¿Hay suerte? —gritó la señora Hollister, viendo salir del agua la cabeza de Pete.
—No, pero seguimos buscando.
Cuando llevaban unos diez minutos buceando de aquel modo, el señor Hollister les llamó:
—Venid a tierra a descansar un rato.
—Está bien, papá —contestó Pam, que en aquel momento miró a su alrededor, inquieta. Pete y Ricky nadaban cerca de ella, pero a Holly no se le veía por ninguna parte—. ¿Dónde está Holly? —preguntó, aterrada.
—¡La he visto zambullirse por allí, a la derecha! —orientó la señora Hollister, señalando la derecha de Pam.
Los tres nadaron veloces a aquel trecho. En aquel momento asomó la cabecita Holly, tosiendo y escupiendo agua.
—He… he…
La niña no podía ni hablar y Pete la sostuvo en sus brazos y la ayudó a volver a la orilla. La señora Hollister dio repetidos golpecitos en la espalda a su hija, hasta que Holly recobró la respiración normal. Entonces exclamó:
—¡Papá, he encontrado los neumáticos!
Todos los hermanos estallaron en exclamaciones.
—Un momento —pidió el padre, que ya se había puesto los calzones de baño—. Pete y yo iremos a buscarlos.
Padre e hijo nadaron hasta el lugar por donde Holly había emergido y bajaron al fondo. Pete salió primero, seguido por el señor Hollister. Cada uno llevaba un neumático que arrastraron a la orilla.
—¡Hurra! ¡Olé! —exclamó Sue, dando alegres saltitos.
—Vamos, Pete. Hay que recobrar los otros —dijo el padre.
Volvieron a zambullirse. Unos segundos después aparecían, llevando un neumático entre los dos. Nadaron con ello hasta la orilla, pero sus expresiones perplejas indicaron al resto de la familia que algo iba mal.
—Ahí no se encuentran más que tres neumáticos —anunció Pete—. ¿Qué os parece?
La señora Hollister opinó que los ladrones podían haber arrojado los neumáticos restantes algo más lejos.
—Iremos a mirar —dijo Pete.
Esta vez Pam acompañó a su padre y su hermano. Todos se sumergieron repetidamente, pero no lograron localizar los neumáticos que faltaban.
Al regresar a la orilla, los tres se tumbaron en el suelo, respirando fatigosamente, después del esfuerzo realizado.
—Qué lástima —murmuró la señora Hollister—. No podemos ir a Glendale con sólo tres neumáticos.
—No. Creo que, después de todo, tendremos que hacer esa larga excursión —dijo el marido.
De repente, Pete se acordó de lo que J. B. le dijera.
—Papá, vamos a ver la señal que hay a unos doscientos pasos al oeste de nuestro campamento. A lo mejor eso nos ayuda a resolver el problema.
—Vale la pena intentarlo —admitió el señor Hollister—. Echaremos un vistazo.
Iba cayendo la tarde mientras la fatigada familia Hollister avanzaba por el bosque, contando cada paso que daba.
—Ya estamos llegando —dijo Pam—. Ciento noventa y cinco, noventa y seis, noventa y siete…
—Ahí está la señal —anunció Holly, adelantándose, y señaló un árbol en el que había muescas recientes.
—De modo que era ésta la señal de que J. B. habló… —comentó la señora Hollister—. Me gustaría saber si ha hecho esas muescas para nosotros…
—Creo que sí —afirmó Pam—. ¡Mirad!
Señaló un agujero al pie del árbol. Dentro había una bolsa de papel oscuro que Pete abrió.
—¡Bocadillos! —exclamó.
—¡Qué suerte! —gritó Holly que estaba hambrienta.
Mientras repartían los bocadillos, Pam comentó:
—Si J. B. ha dejado estos bocadillos, debe de ser porque sabe que esos hombres nos han saqueado el campamento.
En ese momento Pete se fijó en que había otros árboles con muescas.
—J. B. ha dejado otras marcas.
Pete sacó la brújula para comprobar la dirección de las muescas.
—¡Zambomba! Ésta es la dirección de Glendale.
—¡Un atajo! —afirmó Pam con alegría—. ¿Creéis que J. B. sabía que estábamos en apuros y nos ha marcado el camino para llegar más fácilmente a la ciudad?
—No me sorprendería —declaró el señor Hollister.
Pete sonrió y preguntó luego:
—¿Quién tiene ganas de hacer una excursión?
Se decidió que Pete y Pam acompañarían a su padre.
—Ricky, tú te quedas para proteger a tu madre y tus hermanas —dijo el señor Hollister, que marchó apresuradamente con sus hijos para quitarse los trajes de baño.
—Pero se habrá hecho de noche antes de que lleguéis —dijo Holly, muy preocupada—. ¿Cómo veréis el camino?
Por suerte, Pete y Ricky se habían llevado las linternas ajustadas al cinturón cuando salieron en busca de «Espantapájaros».
—Nos las arreglaremos bien —dijo Pete, confiadamente—. Nos os preocupéis.
Después de decir adiós a todos, el señor Hollister y sus dos hijos mayores se pusieron en marcha, a través de los bosques. Los tres encontraron fácilmente las señales indicadoras del camino a seguir, primero colina arriba, luego colina abajo, a través de los bosques.
—Todos seremos gentes de campo cuando acabemos esta excursión —comentó Pam, mientras pasaba por encima de un tronco podrido.
—¡Muy bien hecho! —aplaudió el padre, que explicó que un buen excursionista o un habitante de los bosques nunca pisa nada, si puede evitarlo pasando por encima—. Los árboles pueden estar podridos y hundirse con nuestro peso.
Al cabo de un rato, Pete dijo que tenía sed. Pero no se veía agua por ninguna parte.
—Ponte unas piedrecillas en la boca —aconsejó el señor Hollister—. Eso evitará que la garganta te quede reseca.
Pete encontró en el suelo unas piedras completamente limpias por la lluvia torrencial de la noche anterior. Se las metió en la boca y, al cabo de un rato, admitió:
—Tenías razón, papá. Esto es mejor que mascar chicle.
—Pero no se te ocurra mascar —bromeó el padre, que luego recordó a los niños que debían seguir buscando muescas en los árboles—. En especial las tres muescas en un mismo árbol, que indican peligro.
—Estas señales silenciosas son una cosa estupenda, ¿verdad? —comentó Pam, mientras avanzaba por una cañada boscosa.
Al llegar arriba el señor Hollister se detuvo y miró en todas direcciones.
—¿Qué estás buscando, papá? —preguntó Pete.
—Humo. La hoguera es también una señal silenciosa.
Y explicó a sus hijos que los leñadores, cuando están en peligro y necesitan ayuda encienden dos hogueras juntas. Las dos columnas de humo son señal de peligro.
Los tres continuaron hablando hasta que anocheció. Después encendieron las linternas y caminaron en fila india, para que no se les pudiera pasar por alto las muescas de los árboles. De pronto, Pete exclamó:
—¡Mirad! ¡Tres muescas en ese árbol!
—¡Peligro! —gritó Pam.
—Exacto —dijo el padre—. Hay que proceder con cautela.
Manteniéndose muy cerca unos de otros, Pete marchaba delante, a buen paso. De pronto resbaló y habría caído hacia delante, de no ser porque Pam le sujetó a tiempo. La linterna del señor Hollister enfocó un gran hoyo dejado por un árbol que se desarraigó durante una tormenta.
Los tres Hollister pasaron con precaución alrededor del hoyo y continuaron la marcha en la oscuridad.
—¿Cuánto trecho crees que habremos recorrido papá? —preguntó Pete.
—Creo que lo sabremos cuando lleguemos al próximo montículo —respondió el señor Hollister—. Confío en llegar pronto a la ciudad, porque me preocupa haber dejado sola a tu madre y los pequeños.
Los tres ascendieron fatigosamente por la pendiente de la nueva colina. Pam fue la primera en llegar a la cima.
—¡Mirad! ¡Luces! —gritó, alegremente.
A lo lejos, en el valle, se veía un grupo de alegres luces amarillentas. El señor Hollister dijo:
—Aquello es Glendale. J. B. nos ha mostrado un atajo, realmente.
Muy reconfortados, el señor Hollister y sus hijos caminaron con nuevo vigor. Por fin llegaron al límite de los bosques y embocaron la carretera. Fatigados y despeinados, corrieron por la calle principal hasta la oficina del jefe de bomberos. Al abrir la puerta, el hombre les miró con asombro. Apresuradamente le explicó el señor Hollister que les habían llevado todas sus pertenencias, que «Espantapájaros» había desaparecido y que necesitaban ayuda.
—Voy a buscar un policía e iremos allí inmediatamente —dijo Pat Mitchell—. Viajaremos en mi camión. Es de bastante tonelaje. Iré a adquirir los neumáticos y algunas provisiones para ustedes y entre tanto, pueden ustedes comer algo. Reúnanse aquí, conmigo, dentro de media hora.
Los Hollister comieron apresuradamente en un restaurante del otro lado de la calle y a Pam se le ocurrió decir:
—Visitemos a la señora Blake para enseñarle la navaja que tiene Pete.
—Buena idea —aplaudió el padre.
Los tres cruzaron la calle. A pesar de lo avanzado de la hora, la casa de la señora Blake tenía aún las luces encendidas. Pete tocó el timbre y la señora salió a abrir. Miró a todos con asombro. Después de hablar unos momentos, Pete sacó la navaja.
—¿Reconoce usted esto, señora Blake? —preguntó el chico.
Mientras daba vuelta en sus manos a la navaja, la señora Blake se mostró llena de esperanzas.
—¡Es de Jim! ¡Es la navaja de Jim! —exclamó, explicando luego que su marido se la había regalado al muchacho el día del cumpleaños.
Pam le dijo dónde había encontrado la navaja y cómo Pete se había encontrado en los bosques con J. B.
—Ahora sé que él es Jim —dijo la señora—. Por favor, devuélvanme a mi hijo.
—¡Lo haremos! —prometió Pam.
Luego todos se despidieron y salieron de la casa. Cuando los Hollister llegaron a la oficina de bomberos, un camión de buen tamaño, con el motor en marcha, esperaba junto al bordillo. La parte posterior estaba cargada de neumáticos, tiendas de campaña y provisiones.
Pat Mitchell, que ocupaba el asiento del conductor, presentó a los Hollister a los dos hombres que en ese momento se unieron al grupo.
—El sargento Barrett, de nuestra policía local, y el guarda Sharp. Vienen con nosotros.
—¡Sharp! —repitió Pete, sorprendido. Y a continuación habló del guarda que habían conocido, que llevaba el mismo nombre: Sharp.
—Es un impostor. Le están buscando —dijo el jefe de bomberos.
Sharp dijo que, últimamente, había estado enfermo unos días. Mientras estuvo en casa de un amigo, reponiéndose, le robaron del dormitorio uno de los uniformes y su tarjeta de identidad.
Pat Mitchell pidió a los Hollister que se sentasen en la parte delantera del camión, con él. Los dos oficiales irían detrás. Pam tuvo que sentarse en las piernas de su padre.
El vehículo avanzó veloz por la ciudad y por la carretera, en dirección a la curva que llevaba al Bosque de los Abetos. Por el camino Pam, que estaba fatigada por la larga caminata, se adormiló. Por fin, Pete anunció:
—La curva está en frente.
El vehículo redujo la marcha y embocó la estrecha y desigual senda que avanzaba entre los árboles. Las luces parpadeaban en la oscuridad, mientras el camión traqueteaba en la senda. De vez en cuando, un ciervo cruzaba velozmente ante ellos.
Pam observó un rato, hasta que el sueño volvió a vencerla. Su cabeza se inclinaba hacia delante cuando la niña oyó, entre sueños, gritar a su padre:
—¡Cuidado con esa curva cerrada!
Casi al momento el camión sufrió una sacudida, se ladeó y las dos ruedas de la derecha quedaron fuera del camino, sobre una hondonada. La portezuela quedó abierta de par en par.
¡De pronto Pam se sintió lanzada al espacio!