UN CUCHILLO REVELADOR

Asombrados por la aparición de los dos hombres, los hermanos Hollister se detuvieron, con los ojos abiertos de par en par. El más alto de los dos hombres fue el primero en hablar, para ordenar:

—Si este perro es vuestro, lleváoslo.

Pam llamó al animal que fue a colocarse junto a su dueña, con las orejas gachas. Pete preguntó:

—¿Quiénes son ustedes?

—Agrimensores —dijo el más bajo—. A ver si tenéis a vuestro chucho atado. No queremos verle por aquí.

Entonces habló el otro hombre.

—Estos bosques son peligrosos para los niños. Os aconsejo que salgáis de aquí.

De pronto, los ojos de Pete se desorbitaron por la sorpresa, al fijarse en el hombre alto. Sin embargo, el muchacho no dijo nada.

—Está bien —contestó, cortésmente Pam—. Les diremos a nuestros padres lo que ustedes dicen. Pero ¿qué peligros son ésos?

—Si no os marcháis, muy pronto vais a averiguarlo —replicó el más bajo.

Y sin más, los dos hombres se alejaron. «Zip» quiso salir en su persecución, pero Pam le obligó a estarse quieto, sujetándole por el collar.

Cuando los dos hombres hubieron desaparecido, Pete cogió por el brazo a su hermana mayor, diciendo:

—¿Has visto lo que el hombre alto llevaba sujeto al cinturón?

—No. ¿Qué era?

—¡Un contador Geiger! De la misma clase que los que robaron en nuestra tienda.

—¿Quieres decir que es uno de los ladrones? —balbució Pam.

—Creo que lo mejor será comprobarlo. Vamos a decírselo en seguida a papá y mamá.

Los cuatro niños retrocedieron por donde habían llegado, hasta el lugar en que les esperaban sus padres. El señor Hollister, al verles llegar, se puso en camino a paso ligero.

—Esperadnos —pidió Pete a voces—. Tenemos que deciros una cosa.

Trepando colina arriba, los cuatro alcanzaron a sus padres y les contaron lo ocurrido.

—Esto puede ser muy serio —afirmó el padre, frunciendo el ceño—. Esos hombres buscan uranio en propiedad privada, sin permiso del señor Tucker.

—¡Oh, Dios mío! —murmuró la señora Hollister—. Puede que sean los cazadores furtivos que Pat Mitchell está buscando. Debemos informarle.

—Y también preguntaremos al señor Mitchell si conoce al guardabosques Sharp —apuntó Pete.

—Pero primero debemos ver si «Espantapájaros» está bien —dijo la señora Hollister.

—Sí. Eso debemos hacer —concordó el marido.

Corrieron camino adelante y pronto pudieron distinguir el viejo aserradero. Pete y Pam se adelantaron. Cuando llegaron ante la vieja y desvencijada casucha, Pam se detuvo en seco.

—¡Mira, Pete! —dijo, señalando al suelo.

Las altas hierbas estaban pisoteadas y varias matas aparecían partidas. Pete corrió a la puerta.

—¡«Espantapájaros»! ¿Dónde está usted, «Espantapájaros»?

¡La casa estaba vacía!

Los Hollister buscaron por todas partes, sin encontrar la menor huella del profesor. Pam dijo:

—Yo creo que le han secuestrado.

Los signos de violencia que se veían ante la casita indujeron a los padres a pensar que la niña podía tener razón.

—Puede que esos dos agrimensores hayan estado aquí —se le ocurrió pensar a Pete.

—Informaré de esto inmediatamente a la policía —replicó el padre.

—Y pregunta qué saben de Sharp, el guardabosques —aconsejó Pam.

Ricky, con la ayuda de «Zip», había encontrado tres pares de pisadas y los Hollister siguieron aquella pista, que desgraciadamente llegaba a la orilla del lago y allí desaparecía. Pam, preocupada, dijo:

—El pobre «Espantapájaros» seguramente ha sido transportado en una canoa.

Ella y su familia atisbaron la lejanía del lago, por si se veía alguna embarcación. Pero todo lo que pudieron ver fue una garza azul en la superficie de las tranquilas aguas.

—Podemos comer y en seguida regresaremos al campamento —propuso el señor Hollister.

Sacaron los bocadillos y después de haberlos comido los Hollister emprendieron el regreso. Aunque observaban a todas partes, según caminaban, ninguno de ellos vio nada sospechoso. Sin embargo, a cosa de un kilómetro antes del campamento, un penetrante silbido llamó su atención.

—Parece un pájaro cardenal —opinó la señora Hollister.

Pete escuchó atentamente y movió la cabeza de uno a otro lado.

—Yo creo que es una persona quien silba, mamá. Y no está lejos.

—Vamos a investigar —propuso el aventurero Ricky.

—Muy bien —accedió su padre—, pero en compañía de «Zip».

Los dos muchachitos y el perro tomaron la dirección de donde llegaban los silbidos. Parecían salir de un bosquecillo de abedules que crecían en una hondonada. Al llegar allí, buscaron por todas partes. Habían dejado de sonar los silbidos.

—Creo que el señor Pájaro ha volado —bromeó el pecoso.

«Zip» husmeó la hierba, sin conseguir otra cosa más que asustar a un guaco, que huyó aterrado. El perro corrió en persecución del ave, seguido por Ricky. Pete quedó quieto. Un momento después volvía a oírse el silbido, esta vez saliendo por detrás de un tronco de roble, caído en el suelo. Cuando Pete se aproximó, de detrás del tronco salió un chico de cabello negro.

—¡J. B.! —exclamó Pete.

—No alborotes tanto —pidió el otro, hablando en roncos susurros—. ¡Pueden oírnos!

—¿Quiénes pueden oírnos?

—No puedo decírtelo. —J. B. miró a todas partes furtivamente—. Pero están siguiendo todos los movimientos que hacéis en el bosque.

Pete avanzó un paso e hizo señas al otro chico para que se acercase.

—Por favor, dinos qué es todo esto. Si tienes problemas, nosotros podremos ayudarte. Confía en mí.

J. B. miró al suelo y movió negativamente la cabeza.

—No podéis ayudarme —dijo, con angustia—. Gracias, de todos modos.

—¿Tú eres Jim Blake? Si lo eres, tengo que decirte que tu madre está muy preocupada. ¿Y dónde está tu padre?

Sorprendido, el chico levantó la cabeza.

—He prometido no… Marchaos del Bosque de los Abetos —suplicó—. Pero, si os encontráis en dificultades, encontraréis una señal a doscientos pasos al oeste de vuestro campamento.

Pete quedó un momento muy sorprendido, sin saber qué hacer. Luego, apresuradamente, propuso:

—Si le dices a mi padre lo que te ocurre, estoy seguro de que él podrá ayudarte —insistió—. Ahora ven conmigo.

—No puedo. ¡No debo ir!

De repente a Pete se le ocurrió un plan arriesgado. Si pudiera coger al chico, retenerle, y llamar a los otros Hollister… Si aquel muchacho era Jim Blake, el deber de Pete era llevarle a su casa, con su madre. ¡Debía hacerlo a toda costa! Saltando por encima del tronco, Pete se abalanzó sobre J. B., arrastrándole al suelo, al tiempo que gritaba:

—¡Papá! ¡Ya lo tengo! ¡Ayudadme!

—¡Suéltame! —vociferó J. B., rodando por tierra.

El misterioso chico era bastante más fuerte que Pete y logró soltarse de los brazos de éste. Mientras se ponía en pie con dificultad, J. B. pudo oír que los otros Hollister atravesaban el bosque, en dirección a él. Desesperado, oprimió con ambas manos el cuello de Pete. Luego, con un fuerte empujón, le envió al otro lado del tronco.

—¡Pete! ¿Dónde estás? —preguntó a voces el señor Hollister, que corría delante de todos.

—¡Estoy aquí! —repuso Pete—. ¡Ven de prisa!

J. B. dio media vuelta, mostrándose muy asustado, y echó a correr.

—¿Qué ha sucedido? —preguntó el señor Hollister, al llegar junto a su hijo, que se estaba levantando del suelo.

En ese mismo momento, Ricky y «Zip» volvían de una inútil persecución del ave.

—¡Casi tenía a J. B.! —murmuró Pete, con desencanto—. Pero se ha ido.

Cuando Pete hubo contado todo lo ocurrido, Pam comentó:

—Alguien debe haber amenazado al pobre Jim Blake. Si es Jim Blake…

Sue se inclinó a recoger una navajita.

—¿Es tuya, Pete? —preguntó.

—No. Apuesto a que le ha caído a J. B.

Todos los demás rodearon al hermano mayor, que examinó con interés la navaja. Al mover el muelle que hacía salir la delgada hoja de acero, Pete vio algo que le hizo exclamar:

—¡Mirad esto! Aquí dice: «A J. B. de papá».

—Ahora podremos averiguar si este muchacho es, realmente, Jim Blake. Llevaremos la navaja al pueblo y se la mostraremos a la señora Blake —decidió el señor Hollister.

—¡Eso es! Vamos en seguida —apremió Ricky.

Pete corrió al lado de su hermano y juntos se encaminaron, a toda prisa, a su campamento. De repente, los dos muchachitos se detuvieron en seco.

—¡Canastos! ¡Mira qué ha pasado! —gritó Ricky—. ¡No están nuestras tiendas! ¡Papá, mamá! Venid de prisa.

«Zip» se adelantó, ladrando furiosamente y olfateando el suelo. Llegó el señor Hollister y él y sus hijos penetraron a la carrera en el claro, seguidos por el resto de la familia.

—¡Han saqueado nuestro campamento! —exclamó, alarmado, el señor Hollister.

No sólo faltaban las tiendas, sino también las provisiones, que los Hollister habían colocado ordenadamente bajo una lona, entre unos abetos. Lo único que quedaba era los trajes de baño de toda la familia, tendidos en una cuerda colocada entre dos árboles.

—¡Papá, también han robado la canoa! —gimoteó Holly.

La señora Hollister miró al otro extremo del claro, al lugar en que dejaran la furgoneta.

—¡Gracias a Dios que todavía sigue ahí nuestro coche! —dijo.

La expresión del señor Hollister era muy grave, cuando afirmó:

—Vamos todos a dentro, que hay que denunciar lo ocurrido.

Mientras corrían hacia la furgoneta, toda la familia volvió a prorrumpir en exclamaciones de desaliento.

¡Habían desaparecido los cuatro neumáticos de la furgoneta! ¡Faltaba, incluso, el de la rueda de repuesto!