La espera estuvo llena de tensión, mientras se iba aproximando la canoa. Al fin, la señora Hollister dijo con alivio:
—Vienen papá y los chicos.
Ella y Sue movieron los brazos para llamar la atención de los remeros.
—¡Nos han visto! —exclamó la señora Hollister, cuando la canoa viró hacia ellos.
La embarcación se acercó rápidamente, saltando sobre las aguas espumosas. Cuando creyó que podían oírle, el señor Hollister gritó:
—¡Sujetaos con fuerza! ¡Nosotros os recogeremos ahora!
Mientras la canoa pasaba junto a la balsa, Ricky tendió los brazos para sujetarla.
—¿Estáis bien? —preguntó el señor Hollister, que ya estaba ayudando a su esposa y su hija a pasar a la canoa.
Las dos aseguraron que estaban perfectamente. Los chicos observaron con admiración la balsa y no quisieron dejarla, de modo que la ataron a la popa de la canoa. Luego, los remeros reanudaron la marcha hacia el campamento. Sue, que se había sentado delante de su padre, dijo:
—Nos hemos divertido un montón hoy. ¿Vosotros también?
—Todo ha sido muy emocionante —le dijo su padre, que luego contó las aventuras que habían tenido.
—No cabe duda de que J. B. es un chico valiente —declaró Ricky—. Me gustaría encontrarle y llevarle con su madre.
—Lo procuraremos —replicó el padre.
Cuando llegaron al borde del lago, Pam, Holly y «Espantapájaros» les ayudaron a desembarcar. El viento les azotaba la cara y el señor Hollister comentó:
—¡Da buenas bofetadas!
—Es posible que tengamos una fuerte tormenta esta noche —dijo «Espantapájaros».
—Entonces, convendrá que cenemos pronto —opinó la señora Hollister.
Y su hija mayor anunció:
—Hemos hecho judías al hoyo. ¿Estarán preparadas ya, «Espantapájaros»?
El profesor dijo que sí y Holly fue a buscar su pala. Con cuidado, la niña fue levantando la tierra de encima. Con la ayuda de unas tenazas, «Espantapájaros» sacó de las brasas la cazuela ardiendo. Cuando el anciano levantó la tapa, a todo el mundo se le hizo la boca agua, al aspirar el rico olorcillo de las judías con tocino.
—¡Vaya festín, chicos! —exclamó Pete.
Se llenaron del delicioso guiso los platos que Pam fue entregando a cada comensal. Al poco se acercó «Zip» que empezó a restregar su cabeza contra Holly. Ella le puso un trozo de carne en un plato de papel. Allí agregó unas cuantas galletas para perro y echó un poco de caldo. «Zip» acabó su comida antes de que los Hollister hubieran tenido tiempo de tomar la mitad de la suya.
Al acabar de cenar, «Espantapájaros» dijo:
—Ahora debo volver a mi choza. Gracias por todo lo que han hecho por mí. Son ustedes unas buenas personas.
—¡No puede marcharse ahora! —protestó la señora Hollister—. Todavía cojea usted un poco y la tormenta puede empeorar antes de que usted haya llegado a su refugio.
El anciano movió una mano curtida por la vida al aire libre.
—No se preocupen por mí —dijo—. Estoy acostumbrado a vivir en los bosques. Además, ya he sido su huésped durante bastante tiempo. Ahora debo irme.
En vista de que no podían persuadirle para que se quedase, el señor Hollister entregó al anciano un puñado de discos para que señalase su camino.
—Lléveselos por si le hicieran falta —dijo.
El profesor cogió los discos y se los metió en el bolsillo de los pantalones.
—Adiós y gracias de nuevo.
A los Hollister les dio pena ver marchar al anciano. Les preocupaba ver marchar al hombre, cojeando, con los bigotes sacudidos por el fuerte viento.
—¡Dios quiera que llegue bien! —murmuró, compasiva, Pam, cuando el viejecito desapareció de la vista.
Antes de acostarse, Pete y su padre se encargaron de plegar la canoa y colocarla con otros objetos de su equipo, bajo un árbol. Cuando todos se hubieron retirado a descansar, el viento soplaba cada vez con más fuerza.
Los Hollister se durmieron, preocupados por «Espantapájaros» y Ricky soñó que el viejecito se encontraba arrastrado por los rápidos. El ruido de las aguas embravecidas había alcanzado una altura ensordecedora cuando el pequeño se despertó de improviso. Los ruidos que oyera en su sueño eran los de la tormenta, que ahora era fortísima.
También Pete se había despertado y encendió la linterna. Las paredes de su tienda se bamboleaban, primero hacia un lado, luego hacia otro.
—¡Pete! Va a llevarnos volando —gritó el pecoso, asustado.
—Creo que se están soltando las estacas del suelo —dijo Pete—. Habrá que hundirlas más en la tierra.
Poniéndose a toda prisa las gabardinas, los dos chicos cogieron sus machetes y salieron. Ante la tienda de sus padres vieron la luz de una linterna.
—Papá, ¿eres tú? —preguntó Ricky.
—Sí. Las estacas se están aflojando.
—Las de nuestra tienda también —repuso Pete, y ambos hermanos empezaron a golpetear con fuerza para adentrar las espigas en el suelo. Luego fueron a hacer lo mismo a la tienda de sus hermanas.
De repente, un ramalazo de luz iluminó el bosque como si fuera pleno día. A aquello siguió el estallido del trueno. Casi instantáneamente empezó a llover a torrentes.
—¡Canastos! ¡Qué cerca ha sonado! —observó Ricky.
Los tres Hollister volvieron a sus tiendas.
La lluvia golpeteaba con mil dedos la lona impermeable de las tiendas, soplaba el viento y los dos chicos se durmieron arrullados por los ruidos de la tormenta.
Algo más tarde cesó la lluvia y cuando la familia despertó, a la mañana siguiente, asomaba el sol entre las montañas. «Zip» sacó el morro desde la tienda de las niñas y finalmente salió a entretenerse buscando ranas, mientras los Hollister preparaban el desayuno.
—Confío en que el señor Lehigh habrá llegado a su refugio sin percances —comentó la señora Hollister, mientras servía un huevo en el plato de aluminio de Holly.
—Y yo también —concordó Pam—. «Espantapájaros» es un señor muy amable.
Estaba la familia acabando su desayuno de huevos con tocino entreverado cuando «Zip» empezó a ladrar sonoramente. Pam se echó a reír y dijo:
—Debe haber encontrado algún sapo colorado.
Pero Ricky repuso:
—No es eso. Es que ha llegado alguien a nuestro campamento.
Todos se volvieron a mirar al hombre uniformado, que se aproximaba a través de los árboles. Llevaba pantalones y guerrera gris, con mangas que resultaban demasiado largas para sus brazos cortos. El desconocido no llevaba sombrero y, cuando estuvo cerca, Pam pudo ver que tenía las cejas muy espesas y la boca de labios muy finos.
—Soy Henry Sharp, uno de los guardabosques —dijo, presentándose.
—Nosotros somos la familia Hollister —contestó el padre de los niños—. Mi nombre es John.
—Sí. Ya lo sé —dijo el señor Sharp—. Y por eso estoy aquí.
La señora Hollister se inquietó.
—¿Ocurre algo? —quiso saber.
—Sí. Algo ocurre —dijo, rezongón, el guardabosques—. Esta mañana temprano he encontrado un aviso diciendo que ustedes, los Hollister, maltratan a los animales del bosque.
—¡Eso no es verdad! —protestó Pam.
El guardabosques miró a la niña de reojo y masculló:
—Entonces, ¿qué hacéis, andando entre los animales?
Fue la señora Hollister quien respondió, explicando cómo habían salvado a un cervatillo herido.
—Luego se lo devolvimos a su madre y mis niños le trataron con todo cariño.
—Un momento —terció el señor Hollister—. ¿Quién es la persona que ha dado esa queja sobre nosotros?
El guardabosques se entretuvo manoseando los puños de sus larguísimas mangas antes de decir:
—El mensaje lo firmaba «Espantapájaros». Él merodea continuamente por los bosques y sabe todo lo que ocurre.
—¡«Espantapájaros»! —se dijeron los niños, al unísono.
—Él es nuestro amigo —declaró Pete, desafiante—. Él no ha podido dar quejas de nosotros.
El señor Hollister se aproximó al hombre y dijo:
—No es que dudemos de su palabra, pero ¿puedo ver su documentación?
El hombre sacó del bolsillo una cartera y de la cartera una tarjeta que decía que Harry Sharp era guardabosques. Entonces, con una sonrisa que más bien era una mueca, dijo:
—Lamentándolo, tengo que ordenarles que salgan de estos bosques.
—No puede usted ordenar eso —dijo, con firmeza, el señor Hollister—. Somos invitados del señor Tucker, el propietario de este vedado.
—Eso nada tiene que ver.
—¿Y si podemos demostrar que nosotros no hemos hecho nada malo? —dijo Pam—. Estoy segura de que «Espantapájaros» no ha escrito ese mensaje.
El señor Sharp se encogió de hombros.
—Bien. Si lo prueban, quizá les permita quedarse.
—Por cierto —dijo el señor Hollister—. Ayer alguien nos hizo pasar un mal rato en los rápidos. ¿Sabe usted que han tendido un cable, atravesando el río Remolinos?
El guardabosques pareció sorprendido y, cuando el señor Hollister le dijo dónde se encontraba el cable, el señor Sharp prometió ocuparse de arreglar el problema.
—Volveré mañana a buscar contestación —dijo—. Confío en que encuentren ustedes a «Espantapájaros» para que apoye lo que ustedes dicen.
Sin más, el hombre dio media vuelta y se alejó por los bosques.
Sue se echó a llorar, diciendo:
—¡Yo que «criía» que el señor «Espantapájaros» era tan buenísimo!
—Yo sigo creyendo que lo es —dijo el señor Hollister—, y él no ha dado ninguna queja de nosotros. Puede que otra persona haya usado su nombre, al firmar el mensaje.
Toda la familia fue de la misma opinión, y Pete tuvo una idea luminosa que comunicó a los demás:
—Puede incluso que esa historia de la nota no sea verdad.
La señora Hollister advirtió que no se debía acusar ni pensar mal de nadie sin tener pruebas de culpabilidad, y decidió lo siguiente:
—Lo que hay que hacer es ir ahora mismo a pedir una explicación a «Espantapájaros».
Pam ayudó a su madre a preparar bocadillos para la comida y muy pronto toda la familia estuvo preparada para emprender la marcha. «Zip» había desaparecido por el bosque y aunque toda la familia estuvo llamándole y silbando, el perro no se presentó. A Pete le pareció oír un ladrido apagado.
—Yo iré a buscar a «Zip» —decidió—. Adelantaos, os alcanzaré luego.
Pero los demás niños también querían buscar al fiel perro y la señora Hollister acabó dando permiso para que todos los hermanos, menos Sue, acompañasen a Pete.
—No os vayáis muy lejos —aconsejó—. Os esperamos aquí.
Ricky y Pete siguieron silbando, para llamar la atención de su perro. Pronto oyeron ladridos que parecían pertenecer a «Zip», pero al repetir las llamadas no volvieron a oír los ladridos.
—Algo malo ocurre, Pete —declaró, muy preocupada, Pam—. Estoy segura de que «Zip» nos está oyendo.
Siguiendo la dirección de los ladridos que antes oyeran, los niños fueron internándose en el bosque.
—Debemos ir clavando discos de señal —advirtió Pam.
—¡No hay tiempo para eso! —contestó Holly con impaciencia—. «Zip» puede estar en peligro.
Ella y Ricky se adelantaron, corriendo.
—¡Volved! No os separéis demasiado de nosotros —aconsejó Pam.
Un momento después, ella y Pete habían alcanzado a los pequeños.
—¡Escuchad! —dijo Holly—. Los ladridos de «Zip» suenan más fuertes.
Corriendo a través del espeso bosque, Pete descubrió de pronto una extraña marca en un árbol.
—¡Una muesca nueva! —dijo Pam—. Alguien ha estado muy cerca de nuestro campamento y…
De repente, dos hombres de aspecto rudo salieron corriendo por detrás de un gran abeto, seguidos de «Zip», que les ladraba desesperadamente.