—¡Tomad la canoa! —gritó el señor Hollister, mientras sus hijos, él y la embarcación se veían lanzados corriente abajo.
Pete alargó una mano entre la blanca espuma del agua y cogió la proa de la embarcación al pasar.
Entre tanto el padre nadaba, buscando a Ricky, que había desaparecido por completo. Un momento después, Pete consiguió verle.
—¡Ricky va corriente abajo! —gritó.
El pequeño había subido a la superficie, pero iba flotando boca abajo y movía los brazos débilmente.
—Está medio inconsciente —observó, con desespero, el señor Hollister, aproximándose al pequeño con poderosas brazadas.
Pero la corriente era tan fuerte que Ricky era arrastrado mucho más de prisa de lo que su padre era capaz de nadar. En ese momento, Pete vio a un chico de cabello negro en la orilla, algo más abajo. El chico se quitó los mocasines, se metió en el agua y nadó hacia Ricky. Antes de que el señor Hollister hubiera llegado allí, el muchacho tomó a Ricky por la espalda y le arrastró a la orilla. Después de calzarse apresuradamente, desapareció en los bosques.
—Me pregunto si sería J. B. —dijo el señor Hollister, mientras chapoteaba en dirección a la orilla.
Inmediatamente hizo la respiración artificial a su hijo, en tanto Pete arrastraba la canoa y los remos hacia tierra.
—¿Está bien Ricky, papá? —preguntó Pete, preocupado.
El señor Hollister asintió, mientras Ricky dejaba escapar un gruñido y parpadeaba. A los pocos minutos volvía a respirar con normalidad y se sentaba.
—Gracias por salvarme, papá.
—No he sido yo el héroe —contestó el señor Hollister.
—No. Ha sido J. B. —dijo Pete—. Le reconocí mientras corría. ¿Creéis que habrá tenido él algo que ver con ese cable?
—Lo dudo —contestó el padre—. Creo que esos hombre, que merodean por el bosque sin ningún derecho, se esfuerzan en hacer este lugar lo más peligroso posible, con objeto de que nadie acampe aquí.
Todos estuvieron de acuerdo en que Jim Blake era lo más misterioso de todo cuanto ocurría allí. ¿Por qué les había advertido de que debían marcharse y ahora salvó a Ricky? ¿Qué intentaba ocultar? ¿Dónde estaba su padre?
Los Hollister permanecieron sentados al sol, para secarse y dejar secar sus pertenencias. Luego plegaron la canoa, escondieron toda su impedimenta entre unos arbustos y registraron los alrededores, buscando a Jim Blake. Durante un rato, el padre y los dos chicos siguieron las huellas de pisadas que el muchacho había ido dejando desde el río. Pero una vez en terreno pedregoso, perdieron completamente la pista.
—Creo que hemos puesto verdaderamente a prueba nuestra canoa. Ahora lo mejor será tratar de tomar esa embarcación transportadora y regresar a nuestro campamento lo antes posible, para informar sobre ese cable —opinó el señor Hollister.
—Primero vayamos a examinarlo —propuso Pete.
Él mismo descubrió que el grueso cable estaba sujeto con un perno clavado en una roca.
—Lo cortaría ahora mismo si pudiera —dijo el señor Hollister—. Pero no tenemos herramientas adecuadas.
Los Hollister se cargaron a la espalda la impedimenta. El señor Hollister se encargó de la canoa, plegada ya, y los tres marcharon camino de su campamento.
El mapa que tuviera Ricky en las manos se había caído al agua, pero el señor Hollister recordaba que el camino era paralelo al río. Caminando cautelosamente entre el espeso follaje, los tres fueron atravesando con lentitud el bosque. Todos los árboles eran examinados con cuidado para buscar en ellos posibles muescas, indicadoras de un camino.
—Hemos debido de equivocarnos de camino —dijo Ricky, al cabo de un rato—. Creo que nos hemos perdido.
El señor Hollister miró la brújula que llevaba en el bolsillo. Se dirigían al oeste, en la dirección adecuada.
—Vamos un poco más lejos —insistió Pete.
Después de ajustarse bien la carga de sus espaldas, los tres excursionistas siguieron adelante, acelerando el paso. Pete examinó con atención un gran abeto.
—¡Mirad! He encontrado una muesca desgastada —anunció.
El señor Hollister y Ricky se acercaron corriendo a mirar.
—Es una de las que marcan nuestro camino —dijo el padre—. No cabe duda.
Ricky se adelantó en dirección norte, guiándose con su brújula.
—¡Y aquí hay otra! Seguimos el camino bueno.
Antes de ir más lejos, el padre ordenó que se dejase la carga en el suelo.
—Un poco de «pasto» no nos irá mal —bromeó.
Pete abrió una lata de ternera en conserva, mientras Ricky sacaba de la envoltura impermeable, una hogaza de pan. Los chicos prepararon bocadillos, mientras su padre servía unos vasos del chocolate caliente que llevaban en un termo.
—¡Haam! Está todo riquísimo —afirmó el tragoncillo de Ricky, saboreando el último bocado de pan.
Muy reconfortados por la comida, los Hollister volvieron a coger su cargamento y reanudaron el camino, siguiendo las viejas muescas. Media hora más tarde, llegaban ante un gran peñasco.
—¡Zambomba! Es tan alto como una casa —observó Pete.
Estaban los tres contemplando aquella enorme masa pétrea, cuando oyeron crujir una rama.
—¿Qué ha sido eso? —cuchicheó Ricky.
—Creo que hay alguien al otro lado de esta roca —contestó el padre.
—¿Los cazadores furtivos? —inquirió Pete.
—Tal vez.
—Entonces, vamos a ver si los capturamos, papá —dijo valerosamente Ricky, apretando los puños—. ¡Después de lo que nos han hecho…!
El señor Hollister aconsejó que se obrara con cautela.
—Primero habrá que observarles y ver qué intentan hacer.
—Yo iré a investigar —se ofreció Pete.
—De acuerdo. Pero ve con mucho sigilo y cuidado —contestó el señor Hollister.
Pete se libró de la mochila y avanzó, silencioso, alrededor del peñasco, caminando de puntillas para no hacer crujir ninguna rama.
Cinco minutos más tarde regresaba con paso tan silencioso como el de un indio durante una misión explorativa.
—¡Papá! No hay más que un hombre. Está revisando una pila de pieles de animales.
—¿Has podido verle bien? —preguntó el padre.
—No. Sólo de espaldas. Lleva una camisa de franela.
El señor Hollister decidió que convenía actuar inmediatamente.
—Pete y Ricky, vosotros os deslizaréis por el lado izquierdo de la roca. Yo iré en la otra dirección. Nos encontraremos ante ese hombre y le cogeremos por sorpresa.
Dejando las mochilas junto a la roca, el trío se puso en marcha silenciosamente. Al poco, Pete y Ricky estaban cerca del hombre, que seguía inclinado, revisando las pieles. Un momento después el señor Hollister se presentaba por el otro flanco. Irguiéndose, hizo una seña a sus hijos y luego gritó:
—¡Al ataque!
Los tres corrieron y, antes de que el desconocido hubiera podido recobrarse de su sorpresa, los Hollister le tuvieron acorralado. Rodando con él por tierra, el señor Hollister acabó por hacerle una llave, mientras sus hijos le cogían por los pies. De pronto el hombre gritó:
—¡Suélteme, señor Hollister!
El aludido miró a la cara al hombre a quien sujetaba con fuerza.
—¡Vaya resbalón! ¡Si es Pat Mitchell!
Todos se levantaron del suelo y los Hollister pidieron mil perdones. El jefe de bomberos sonrió, comprendiendo, y dijo:
—Creí que estaba siendo atacado por un batallón de indios salvajes. ¿Quién pensaron que era yo?
—Un cazador furtivo —contestó Ricky.
—Pues aquí ha habido uno. Pero he llegado demasiado tarde para detenerle —dijo el guarda, señalando las pieles—. Han matado y despellejado varios ciervos en este lugar. Probablemente los cazadores quieren que les resulte más fácil el transporte de las pieles al mercado, y por eso despellejan aquí los animales. Ahora he descubierto lo que está ocurriendo en este bosque.
—¿Supone usted que Roy Blake puede estar complicado en esto? —preguntó el señor Hollister.
—Eso es lo que más me desorienta —confesó Mitchell—. Siempre había creído que Blake era una buena persona.
—Hemos vuelto a ver a Jim —dijo Pete, que luego explicó cómo el chico había sacado a Ricky de la corriente del río.
—Bien. El misterio se va acentuando —dijo el jefe de bomberos, agachándose a recoger la gorra que perdiera en la lucha.
—¡Escuchen! —gritó Ricky, al oír resonar un disparo en las profundidades del bosque.
—¡Los cazadores furtivos! —exclamó Pat Mitchell, echando a correr entre los árboles.
—Nosotros le ayudaremos —se ofreció Pete.
Mitchell se detuvo y contestó:
—Esto podré hacerlo mejor sólo. Es peligroso, porque esos hombres van armados. No quisiera que nadie resultase herido.
—¡De acuerdo! Ya volveremos —dijo el señor Hollister—. ¡Buena suerte!
Después de recoger sus pertenencias, los tres excursionistas siguieron el mismo camino en la canoa de transporte, hasta su campamento.
—Me gustaría saber qué están haciendo ahora las chicas —dijo Pete.
En ese mismo momento, Pam, Holly y Sue estaban hablando con «Espantapájaros».
—¿Por qué no nos enseña a preparar las judías tal como dijo? —pidió Holly.
—De acuerdo. Pero antes hay que concretar quiénes van a ser las cocineras y quiénes las vigilantes del fuego.
—Yo cuidaré el fuego —se ofreció Holly.
—Y yo te ayudaré —decidió Sue, que había llegado cargada con una muñeca.
Se decidió que Pam y la señora Hollister preparasen los ingredientes. «Espantapájaros» les dijo que pusiesen a cocer las judías hasta que las pieles se arrugasen. Luego debían cubrir el fondo de una gran sartén con rodajas de cebolla.
—Viertan una parte de las judías hasta llenar la mitad de la sartén —indicó—. Luego coloquen otra capa de rodajas de cebolla y grandes lonchas de tocino salado encima de las cebollas.
Pam preguntó, sonriendo:
—¿Y encima echamos el resto de las judías?
—Eso es. También hay que agregar una taza de melaza —orientó «Espantapájaros», que luego se volvió a Sue y Holly—. Vosotras, ardillitas, haced en el suelo un agujero bastante grande para que quepa la cazuela. Luego buscad ramitas y leña para encender fuego encima de la cazuela.
Sue empezó a buscar leña, mientras Holly iba a buscar una pala, con la que empezó a hacer un agujero a alguna distancia. Cuando fue bastante profundo, «Espantapájaros» encendió las ramitas y pronto un alegre fuego ardía en el hoyo.
—Seguid echando ramitas sobre las llamas, Holly —dijo el anciano, que luego se alejó.
Sue quedó mirando fijamente el fuego. Seguía sosteniendo la muñeca, cuyo vestido arrastraba por el suelo.
De pronto, Pam, que se acercaba en aquel momento, gritó:
—¡Sue! ¡Tu muñeca está ardiendo!