—¡Cielo santo! —gritó la señora Hollister—. ¡Unos metros más y nos habría caído encima!
El señor Hollister condujo la furgoneta hasta el árbol caído y todos bajaron. No se veía a nadie.
—Deben haberlo hecho a propósito —declaró Pete—. ¡Caramba! Como pudiera yo ponerles las manos encima…
En un extremo del tronco se veía, adherido, un pedazo de papel oscuro. Pam lo tomó y leyó en voz alta lo que habían escrito en él.
—«¡Hollister, cuando lleguéis a Glendale, seguid adelante!».
La firma era una calavera y unas tibias cruzadas. El rostro del señor Hollister enrojeció de ira.
—Ahora es cuando estoy más decidido a quedarme aquí —dijo—. ¡Nadie me hará marchar del Bosque de los Abetos con amenazas!
Su esposa le sonrió, al tiempo que decía:
—Tranquilízate, querido. Con ese árbol ahí delante, me parece que no vamos a poder sacar nunca el coche de aquí.
El buen humor de la madre tranquilizó a todos y Pete dijo:
—¿Cómo vamos a mover ese tronco, papá? Es demasiado pesado para levantarlo.
Ricky se rascó la cabeza y arrugó su pecosa naricilla.
—¡Ya lo tengo! —exclamó—. Podemos arrastrar el tronco hacia un lado, remolcándolo con nuestra furgoneta.
—Excelente idea —dijo el señor Hollister—. ¿Hemos traído cadena de remolque, Pete?
—La puse en el compartimiento de herramientas.
Un momento después Pete había sacado la cadena y una pequeña sierra. El señor Hollister aserró el tronco por la parte más estrecha. Mientras, Pete y Ricky ataron un extremo de la cadena a la carrocería de la furgoneta. Cuando su padre hubo terminado, los dos chicos sujetaron el otro extremo de la cadena alrededor del tronco, por el extremo recién aserrado. Luego el señor Hollister se instaló en el asiento del conductor, dio marcha atrás y retrocedió lentamente.
Centímetro a centímetro, el gran tronco fue quedando a un lado de la carretera.
—¡Ya está conseguido, papá! —gritó Pam.
—Ricky, eres un genio —dijo Pete, palmeando el hombro de su hermano.
—Claro que lo soy —rió el pequeño.
Cuando la furgoneta llegó al camino principal, el señor Hollister viró a la izquierda y una hora más tarde llegaban a Glendale. Inmediatamente acudieron al doctor Rice.
Los niños quedaron fuera, mientras sus padres ayudaban al profesor Lehigh, en la consulta del médico. Cinco minutos más tarde todos salían, sonrientes.
—El profesor no tiene la pierna rota —dijo la señora Hollister, al tiempo que ayudaba al anciano a subir al coche—. Sólo tiene un corte y magulladuras.
—Pero llámenme «Espantapájaros» —pidió el anciano, sonriendo—. El doctor ha dicho que estaré bien dentro de pocos días.
Además, el médico había dado al señor Hollister las señas del guarda forestal, que tenía su oficina en un edificio de una sola planta, al otro lado de la plaza. Se dirigieron allí y los Hollister entraron. El guarda forestal estaba enfermo, y fue precisó hablar con Pat Mitchell, el encargado de los servicios de incendios. Era un joven alto, de buen aspecto, que vestía pantalones de montar, casaca y sombrero de ancha ala. Sonriendo a los niños, el joven preguntó:
—¿Qué puedo hacer por vosotros?
—Ayudarnos a resolver un misterio —dijo Holly.
Una vez hechas las presentaciones, el señor Hollister contó lo que ocurría. Pat Mitchell frunció el ceño al enterarse de que alguien andaba haciendo disparos de escopeta por el bosque.
—Nadie tiene derecho a ir allí de caza —dijo—. Deben de ser cazadores furtivos. Lo averiguaré en seguida.
—También hay un chico —informó Peté.
Mitchell, que estaba tomando notas, levantó inmediatamente la cabeza del papel.
—Decidme cómo es —pidió.
Pam dio las señas del muchacho, añadiendo:
—Pensamos que sus iniciales son J. B.
Al oír aquello, el guarda se puso en pie de un salto, exclamando:
—¡Jim Blake! ¿Le habéis encontrado?
El guarda, que se había puesto muy nervioso, explicó a los Hollister qué Jim Blake y Roy, su padre, que era leñador, habían desaparecido en el bosque hacía dos meses. En vista de que no regresaban, se dio por seguro que ambos se habían ahogado en el río Remolinos, porque allí había sido encontrada su canoa, rota.
—¡Qué horror! —murmuró, estremecida, la señora Hollister—. Pero posiblemente están vivos, y uno de los hombres que Pete y Pam vieron era el padre de Jim.
—Eso es lo que tenemos que averiguar —contestó Pat Mitchell—. Debemos informar inmediatamente a la señora Blake sobre esta pista. Vengan conmigo.
Cruzó la puerta y se encaminó a una casita campestre que se encontraba en mitad de la manzana. Cuando el guarda llamó, salió a abrir la señora Blake. Era baja y gruesa, con el cabello negro y ondulado. Su expresión era apesadumbrada. El guarda le contó lo que los Hollister habían averiguado y la señora dio un grito.
—¿Están seguros de que era mi hijo? —preguntó, frotándose nerviosamente las manos.
A lo que Pam repuso:
—¿Su hijo tiene los ojos grises, la nariz recta y el cabello como usted?
—Sí, sí. Mi hijo es así —dijo la mujer—. Y mi marido… ¡Tal vez esté vivo, también! Si encuentran ustedes a mi familia yo seré la mujer más feliz del mundo.
—Nosotros les buscaremos «in siguida» —terció Sue, amablemente.
Después de salir de casa de los Blake, Pat Mitchell dio las gracias a los Hollister por su información.
—Iré al Bosque de los Abetos y seguiré la pista de esos hombres que cazan ilegalmente —prometió.
—Si lo hace usted así, no deje de pasar a vernos —invitó el señor Hollister, estrechando la mano al joven.
—Muchas gracias.
La señora Hollister fue a la tienda de comestibles de Glendale a comprar provisiones. Después de cargar de víveres la parte posterior de la furgoneta, los Hollister marcharon con «Espantapájaros» al campamento.
El señor Hollister condujo lentamente, por miedo a que los hombres misteriosos les gastasen otra jugarreta. Pero nada sucedió. Cuando llegaron cerca de las tiendas los niños saltaron a tierra. Pete y Ricky descargaron las bolsas de comida, mientras sus hermanas corrían a saludar a «Zip». Un momento más tarde, Holly gritaba, con angustia:
—¡Zip se ha ido!
—¿Le habrán desatado esos malotes? —preguntó Sue.
Pam examinó la cuerda.
—Ha sido cortada —dijo—. O puede que «Zip» la haya desgastado a mordiscos.
—A lo mejor se cansó de esperamos, y tuvo ganas de correr por el bosque —opinó Holly.
Y apoyando dos dedos sobre los labios, la niña silbó, llamando a «Zip». Todos aguardaron con ansiedad unos minutos, pero el fiel perro pastor no se presentó.
—«Probecito» —murmuró Sue, mientras gruesos lagrimones le resbalaban por las mejillas—. A lo mejor le ha atrapado un animal salvaje.
Pam abrazó a la menor de sus hermanas, aconsejándole que no se preocupara. «Zip» sabía cuidarse. Las niñas volvieron a la furgoneta para contar a los demás lo que había ocurrido.
Pete y Ricky se disponían a salir en busca de su perro, cuando de los matorrales cercanos llegó un aullido.
—¡Es «Zip»! —exclamó Pam—. ¡Dios quiera que no le hayan hecho ningún daño!
Un momento después el perro llegaba al claro, sacudiendo furiosamente la cabeza de un lado a otro.
—¡Dios mío! ¿Qué le pasará? —se lamentó la señora Hollister.
Entonces intervino «Espantapájaros», diciendo:
—Creo que sé lo que ocurre. ¡«Zip», muchacho, ven aquí!
El perro se acercó al anciano y los niños hicieron corro a su alrededor.
—Lo que yo me imaginaba —comentó «Espantapájaros»—. «Zip» ha intentado hacerse amigo de un puercoespín. ¿No veis las púas que tiene en el morro?
El profesor ladeó la cabeza de «Zip» y le extrajo unos pinchos.
—¿Acaso el puercoespín le ha disparado eso? —preguntó Ricky.
—No, hombre —contestó, riendo, el anciano—. Don Puercoespín es un animal tímido y retardado que no dispara sus púas contra nadie, como opinan algunos leñadores.
Pam acarició al perro que ya parecía muy tranquilizado, y preguntó:
—¿Será que «Zip» ha frotado el morro contra el puercoespín?
—Eso es lo que debe haber sucedido —repuso el viejecito, que añadió, sonriendo—: Os aseguro que la próxima vez, «Zip» no sentirá tanta curiosidad por Don Puercoespín.
—Cuéntanos cosas de Don Puercoespín —pidió.
«Espantapájaros» se sentó en el tocón de un árbol.
—Les gusta mucho la sal —dijo—, y con frecuencia merodean por los campamentos de excursionistas, buscando sal. ¿Y sabéis lo que son capaces de comerse?
—Garbanzos salados —dijo en seguida, Sue.
—Eso y cualquier cosa que tiene sal. A veces, se comen hasta mangos de hachas.
—¿De verdad? —se asombró Pam.
Espantapájaros contestó que los mangos de las hachas suelen tener sal, dejada por las palmas húmedas de quienes utilizan la herramienta, y a veces, los puercoespines mordisquean esos mangos. Holly dirigió la vista hacia su hacha, que había quedado clavada en un tocón cercano. Luego corrió a examinarla. En el mango se veían las huellas de unos dientecillos.
—Don Puercoespín quiso comerse nuestra hacha —dijo, palmeando a «Zip»—. Y nuestro perrito quiso ayudarnos y le persiguió.
«Zip» dio muestras de estar contento por el agradecimiento que se le demostraba y emprendió una carrera, meneando la cola.
Aquella tarde el sol, al ir descendiendo por detrás de las copas de los árboles, parecía una bola de fuego. Mientras los hermanos Hollister y «Espantapájaros» lo contemplaban, el padre de los niños comentó:
—Probaré la canoa mañana en el río Remolinos, si hace buen día.
—Los rápidos son peligrosos —advirtió el viejecito—. ¿Tiene usted experiencia?
El señor Hollister contestó que había manejado canoas desde hacía muchos años y pensaba poder desenvolverse bien en el río Remolinos.
—Llevaré conmigo a Pete y Ricky —decidió.
—¡Qué suerte! —exclamó el pecoso.
«Espantapájaros» contempló el sol que ya iba desapareciendo, y dijo:
—Creo que mañana hará un buen día. Los leñadores tienen un viejo refrán que dice:
«Atardecer rojo, mañana grisácea,
que el viajero se ponga en marcha.
Atardecer gris, mañana roja,
Toma el paraguas, que te mojas».
—Ciertamente, este atardecer es rojo —dijo la señora Hollister—. Si mañana amanece gris, tendremos un buen día.
Más tarde, cuando se sentaron alrededor de la hoguera, «Espantapájaros» comentó:
—Hay rápidos peligrosos en tres puntos del río Remolinos. Si su canoa plegable sale airosa de ellos, su invento será un éxito, señor Hollister.
El profesor marcó en un plano el camino que seguía el río, señalando las zonas peligrosas.
—Y aquí hay una canoa de transporte, que pueden ustedes tomar para el regreso. Basta con que sigan las muescas de los árboles que empiezan aquí, en la gran roca —siguió informando, mientras hacía señales con el lápiz en el mapa.
Pete y Ricky estaban emocionadísimos, pensando en la excursión. El hermano mayor remaría en la proa de la embarcación y Ricky iría en el centro, con las mochilas.
—¡Cómo me gustaría que las chicas también pudiéramos ir! —murmuró Holly con desencanto.
—A mí también —añadió Pam.
Luego, Sue notificó que a ella le habría gustado mucho poder ver los «de prisas». La ocurrencia produjo a todos risa. La pequeñita se refería a los rápidos, explicó Pam.
—Ya encontraremos algo en qué ocuparnos las mujeres —prometió la señora Hollister.
—Claro que sí —concordó «Espantapájaros»—. Yo os enseñaré a preparar «judías al hoyo».
—¿Qué es eso? —se interesó Holly.
—Ya os lo enseñaré mañana —dijo «Espantapájaros», con un guiño—. Es un plato delicioso, y estará preparado para los excursionistas de la canoa, a su regreso.
El anciano insistió en dormir al aire libre, para no privar a los chicos de su tienda. Los Hollister le prepararon una confortable cama junto a la hoguera. Después de haber dado las buenas noches, los niños vieron que «Zip» iba a acurrucarse junto a «Espantapájaros».
A la mañana siguiente, al salir el sol, Pete y Ricky fueron despertados por su padre.
—En pie, muchachos —dijo el señor Hollister, sacudiéndoles para que se despabilasen—. Saldremos lo antes posible.
Las tres niñas dormían aún, pero «Espantapájaros» y la señora Hollister estaban preparando el desayuno. Por la transparente superficie del Lago del Zorro saltaban bandadas de ranas. El cielo estaba gris.
—Si los antiguos profetas del tiempo acertaron, nuestros excursionistas van a tener un espléndido día —comentó la señora Hollister, sonriendo.
Después del desayuno dio un beso a sus hijos y su marido, tras lo cual Pete llevó al agua la canoa y se instaló junto al remo de delante. Ricky se colocó en el centro, con la carga de bocadillos, y su padre fue a instalarse detrás. A los pocos segundos, la canoa había desaparecido en la bruma del lago.
Siguiendo las instrucciones que les diera «Espantapájaros», el señor Hollister se encaminó en línea recta a la zarpa delantera del lago en forma de zorro. Allí era donde el agua salía del lago y corría por el río Remolinos.
Los chicos y el padre llegaron allí en cuestión de una hora. Cuando el fragor del agua corriente llegó a sus oídos, el padre advirtió:
—¡Sujetaos con fuerza, muchachos! ¡Vamos allá!
La canoa avanzó a bandazos por las espumosas aguas, mientras el señor Hollister la conducía expertamente entre las rocas.
De repente, Ricky gritó:
—¡Cuidado, Pete!
Un gran peñasco se levantaba ante ellos. Pete extendió el remo y empujó con él sobre el pedrusco. La canoa pasó a pocos centímetros del peligroso saliente.
—Buen trabajo, Pete —alabó el señor Hollister, mientras seguían el viaje por los rápidos. Luego añadió—: Avisadme cuando veáis el remolino.
—En frente hay uno —contestó Pete.
Tal como le había aconsejado «Espantapájaros», el señor Hollister viró a la derecha del río, haciendo que la canoa se deslizase por el borde de las inquietas aguas. Luego, los excursionistas se encontraron en un trecho tranquilo del río.
—¡Hurra! —gritó, entusiástico, Ricky—. Ya hemos pasado los primeros rápidos.
—¿Cómo está la canoa? —preguntó el padre.
—¡Preciosa, papá! —contestó Ricky, con orgullo—. Todas las juntas siguen intactas.
Aunque las aguas estaban en calma, la corriente era rápida. El señor Hollister no tenía que hacer mucho más que guiar la embarcación corriente abajo. El sol estaba ya muy bajo, por el este, y sus rayos arrancaban reflejos de los remos. El señor Hollister buscó en el bolsillo el plano que le había hecho «Espantapájaros». Aún no había podido consultarlo cuando llegaron a otro trecho de aguas espumosas.
—Nos aproximaremos allí por la derecha —decidió el señor Hollister—. ¿Listo, Pete?
—Listo, capitán.
Pronto las aguas espumosas golpetearon el exterior de la canoa, que se bamboleó al pasar por los nuevos rápidos. De repente, Pete advirtió:
—¡Sujetaos con fuerza!
Ante ellos, atravesando el rápido de un lado a otro, se había tendido un cable, a pocos centímetros por encima del agua. La canoa chocó allí por la proa y giró en redondo.
—¡Seguid bien sujetos! —ordenó el señor Hollister, inclinándose cuanto pudo, para mantener el equilibrio de la embarcación.
Pero ésta resultaba ya incontrolable. Rozó de nuevo el cable y giró hacia un lateral del impetuoso río. Un segundo más tarde se golpeaba contra una roca y se volcaba.
¡El señor Hollister y sus dos hijos se vieron lanzados de cabeza a las veloces aguas del río Remolinos!