EL ESCONDITE DE ESPANTAPÁJAROS

Mientras toda su familia esperaba, tensa, el señor Hollister enfocó el haz de su linterna en dirección al bosque.

¡El lindo cervatillo había desaparecido!

—¡El ciervo era su mamá! —palmoteo Sue, entre grititos de alegría—. ¡Ahora ya podemos volver a ser los Felices Hollister!

Hasta «Zip» levantó la cabeza y jadeó suavemente, como si estuviera sonriendo con la alegría de los demás. Ya en la tienda y antes de dormirse, las niñas dijeron una oración por el cervatillo y su madre, pidiendo que los dos animales pudieran llegar a salvo a la seguridad del corazón del bosque.

Cuando los niños despertaron, a la mañana siguiente, los señores Hollister ya tenían un crujiente tocino entreverado friéndose en la sartén.

—¿Preparados para la gran aventura? —preguntó el padre, después que los niños se hubieron bañado en el lago y desayunado.

—¡Sí! —contestaron todos a coro, y Pete añadió:

—Puede que ese viejo camino nos lleve hasta los hombres misteriosos que vimos Pam y yo, papá.

—Y también hasta J. B. —añadió Pam.

Todos se habían puesto blusas sueltas y altas botas de excursión para protegerse de las zarzas del camino. Sus mochilas iban cargadas de comida y productos de botiquín.

—En marcha —dijo el señor Hollister.

Y «Zip» echó a andar el primero.

Cuando llegaron al despeñadero por el que Pam había resbalado el día anterior, el señor Hollister giró a la izquierda, luego descendió por la colina y volvió a encontrar más muescas semiborrosas.

—Parecen ir en dirección al lago —observó, mientras caminaba a la sombra de los pinos.

El camino giraba nuevamente a la derecha y avanzaba paralelo al lago con una separación de cien metros de la orilla. Al cabo de un rato llegaron a un claro y Sue comentó:

—¡Huy, cuántos troncos han cortado!

—Ya lo creo —asintió el padre, sonriendo—. Debió de ser alguien que tenía muchos ayudantes.

Al fondo se veían los restos de un viejo aserradero y la casa, semiderruida, de los leñadores. Cerca del aserradero había una gran pila de serrín.

—Hemos descubierto un viejo campo maderero —dijo Pete, corriendo a examinarlo todo.

Zarzas y hierbas habían crecido y quedaban tan altas como los tocones de los árboles cortados. Pete se aproximó a un tronco caído, cubierto de musgo. Al instante, Holly gritó, tras él:

—¡Cuidado, Pete!

En el tronco había una serpiente, tomando el sol. Su piel, de mil colores, se confundía con el tronco y el musgo. El animal se lanzó a picar, y estuvo a punto de alcanzar a Pete. Luego, se deslizó al suelo y desapareció entre las hierbas.

—¡Zambomba! ¡Qué sitio tan peligroso! —dijo Pete, después de dar a Holly las gracias por el aviso.

La señora Hollister aconsejó a sus hijos que procedieran con más cautela cada vez que dieran un paso por aquellos alrededores.

—Vamos a explorar el aserradero —propuso Ricky.

Se aproximaron todos a la vieja sierra circular caída en el suelo, doblada y enmohecida. La techumbre del edificio se había hundido y los troncos que habían servido de apoyo permanecían erguidos, de manera grotesca.

—Este lugar ha sido abandonado hace largo tiempo —opinó el señor Hollister.

—Viendo ese montón de serrín uno piensa en que debían de cortar mucha madera —dijo Pete.

El chico caminó alrededor de la enorme pila, hundiendo los pies en el blando serrín. Al llegar al otro lado del montón, Pete se detuvo repentinamente y miró al suelo.

—¡Huellas de pies! —gritó—. ¡Y no son nuestras!

Su padre, seguido del resto de la familia, corrió a mirar.

—Alguien ha estado aquí recientemente —afirmó.

—Entonces conviene que tengamos cuidado —opinó la señora Hollister—. Los hombres que Pete y Pam vieron, podrían estar escondidos en esa vieja casa.

Los niños empezaron a hablar todos a un tiempo, muy nerviosos, pero el padre levantó una mano, pidiendo silencio. Todos obedecieron y escucharon con atención. Incluso «Zip» quedó inmóvil, con las orejas muy tiesas.

¡Desde el interior del viejo edificio brotó un gemido!

—Hay alguien ahí —dijo Pam—. Vamos a ayudarle.

—Mucho cuidado —advirtió la madre—. Podría ser una trampa.

Pete tomó a «Zip» por el collar y se aproximó a la puerta con cautela. La pared delantera de la casa se había combado y la puerta estaba entreabierta, pendiendo de un gozne.

—¿Quién hay dentro? —preguntó Pete a gritos.

No hubo respuesta. Luego se repitió el gemido.

Ricky se irguió, muy valeroso y dijo a voces:

—¡Salga de ahí! ¡Le tenemos rodeado!

—A lo mejor el que está ahí no puede moverse —dijo Pam—. Quién sabe si estará herido.

—Yo entraré el primero —decidió el señor Hollister, antes de cruzar el umbral.

Los niños y la madre le siguieron de cerca. Dentro todo estaba sombrío y olía a moho. En el centro de la habitación había una mesa desvencijada. Al fondo se veían cuatro literas.

—Allí hay un hombre —advirtió Pam, angustiada.

En la litera inferior de la parte izquierda, había una persona medio cubierta por una manta.

—¡Es «Espantapájaros»! —exclamó Pam, incrédula.

El viejo levantó la vista con expresión perdida.

—¿Qué ocurre? —preguntó la señora Hollister—. ¿Está usted enfermo?

—La pierna —murmuró «Espantapájaros»—. ¡La tengo herida!

Un ventanuco de una pared dejaba pasar la claridad suficiente para que el señor Hollister pudiera examinar la pierna de «Espantapájaros». Estaba inflamada desde el tobillo a la rodilla.

—Parece tener la pierna rota —informó el señor Hollister—. ¿Qué le ha sucedido, «Espantapájaros»?

La señora Hollister intervino para decir:

—Vamos a darle una taza de café caliente. Probablemente el pobre hombre tiene, además, hambre. Tendrá más ánimos para hablar, después de haber comido.

Y abriendo su mochila, la señora Hollister sacó un termo y sirvió una taza de café caliente. «Espantapájaros» se incorporó sobre un codo y bebió. Luego comió un bocadillo de jamón que le ofreció la señora Hollister.

—Muchas gracias. Estaba muerto de hambre y de sed, pero no podía moverme —explicó el hombre.

Después de reanimarse un poco, «Espantapájaros» les contó lo que le había sucedido. Había ido a buscar un tronco, a una pila de madera que tenía detrás de la cabaña. Pero al levantarlo, otro de los troncos resbaló y le golpeó la pierna.

—Ya no pude andar más y apenas pude arrastrarme hasta la litera. Luego, la pierna empezó a hincharse —añadió «Espantapájaros».

—¿Vive usted aquí? —preguntó Pam.

El hombre dijo que sí con la cabeza. Holly le tomó una mano y dijo:

—Nosotros le ayudaremos. ¿Verdad que le ayudaremos, mamá?

—Naturalmente —contestó la señora Hollister—. Pam, ¿quieres traerme el botiquín?

—Aquí está, mamá —contestó Pam, sacando lo pedido de su mochila.

La señora Hollister aplicó un antiséptico a una brecha que el hombre tenía en la pierna. Luego aplicó una gasa y vendó la pierna.

—Le llevaremos inmediatamente a un médico —dijo.

—¿Quiere decir que me van a sacar de aquí? —preguntó «Espantapájaros», con ojos desorbitados por el asombro.

—Naturalmente —contestó, sonriendo, el señor Hollister, mirando a su alrededor por toda la cabaña, descubrió un abrigo que colgaba de un clavo de la pared—. Usaremos aquello, Pete. Haz el favor de traerlo.

El señor Hollister arrancó un tablón de una de las literas. Luego, con el pequeño machete que Pete llevaba al cinto, cortó el tablón por la mitad. Mientras los niños observaban, con admiración, deslizó los estrechos tablones por las sisas de las mangas del abrigo. Luego ató los extremos de la prenda con un trozo de cuerda que encontró en el suelo.

—¡Zambomba! ¡Qué estupendas parihuelas! —dijo Pete.

«Espantapájaros» sonrió al decir:

—Menos mal que yo no peso mucho.

Entre Pete y Pam colocaron las parihuelas en el suelo y luego ayudaron a sus padres a bajar al herido desde la litera al abrigo.

—¡Todo listo! —dijo el señor Hollister.

Él agarró la parte de las parihuelas en donde descansaba la cabeza de «Espantapájaros». Su esposa y Pete asieron cada uno un extremo del otro madero.

—Yo quiero ayudar también —dijo Ricky, en son de protesta, asomando la cabeza por la puerta.

—Ya te llegará el turno —le contestó el señor Hollister.

Y cuando habían recorrido unos centenares de metros, ordenó hacer un alto. Después de descansar unos minutos, él volvió a ocupar su posición de antes, mientras Pam relevaba a su madre y Ricky, a Pete. Durante una de las nuevas pausas tomaron la comida. Era ya muy entrada la tarde cuando llegaron al campamento. «Espantapájaros» aseguró que se sentía muy mejorado y podría esperar al día siguiente para que le viera un médico.

—Son ustedes muy amables portándose así, después de mi manera antipática de hablarles el otro día —añadió el hombre.

Ricky corrió a buscar su colchón hinchable y lo colocó en el suelo delante de su tienda. «Espantapájaros» fue colocado allí y afirmó que estaba mucho más cómodo ahora que en la litera de su cabaña.

Estuvo contemplando cómo los niños se bañaban y luego compartió con la familia la cena de patatas con guisantes y jamón a la parrilla. Cuando empezaba a oscurecer en el bosque del lago, Pete lavó la herida de «Espantapájaros» y le aplicó un nuevo vendaje, mientras Ricky y Holly encendían una chisporroteante hoguera.

—¿Está bastante bien, para contarnos historias de los bosques, señor «Espantapájaros»? —inquirió la vocecita chillona de Sue.

—Lo haré encantado.

Pete y su padre se encargaron de llevar al anciano junto al fuego y le apoyaron en el tocón de un árbol. El resplandor de la hoguera hacía aparecer en la barba de hombre reflejos rojos y blancos. Sue fue a colocarse muy cerca de él y, mirándole a los ojos fijamente, preguntó:

—¿Eres el hermano de Papá Noel?

Por primera vez los Hollister oyeron reír a «Espantapájaros».

—Soy un primo lejano suyo —repuso el hombre—. Pero si veo a Papá Noel antes de la próxima Navidad le diré que lleve un saco extra de juguetes a vuestra casa.

Esta promesa dejó muy complacida a Sue, que fue a acurrucarse junto a su madre y quedó contemplando las brasas. Durante unos minutos, nadie dijo nada. El fuego chisporroteaba y los excursionistas escuchaban los rumores nocturnos. Por fin la señora Hollister preguntó:

—«Espantapájaros», ¿quién es usted?

El anciano se movió hacia un lado y dijo, con calma:

—Sé que no tengo derecho a seguir ocultándoles mi identidad. Soy el profesor Nathan Lehigh.

—¡Un profesor! —dijeron, a una, los hermanos Hollister.

«Espantapájaros» sonrió y luego contó su historia. Era un profesor universitario, a quien gustaba el retiro de los bosques. Cierto día, yendo de excursión, había llegado al Lago del Zorro y descubrió el campo maderero. En vista de que el lugar estaba abandonado, decidió convertirlo en su hogar.

—¿No sabía usted que el señor Tucker es el propietario de todo esto? —le preguntó Pete.

—Desde luego, no lo sabía. De haber sabido que esto era propiedad particular, habría solicitado permiso.

—¿No fue usted quien quiso asustarnos, cuando llegamos por el camino? —preguntó la señora Hollister.

—No. Pero tengo idea de quien pudo hacerlo.

Y entonces habló de dos hombres y un muchacho a quienes había encontrado, vagando por el bosque.

—Los hombres se echaron a reír y me llamaron «Espantapájaros», pero el chico parecía temeroso de hablar.

—Estoy segura de que era J. B. —dijo Pam, que luego contó al anciano cómo habían conocido al muchacho.

El profesor estuvo de acuerdo en que era un chico muy misterioso y siguió diciendo:

—No creo que esos hombres hayan venido aquí a nada bueno. Tengo la impresión de que pueden ser cazadores furtivos.

—¿Furtivos? ¿Qué quiere decir eso? —preguntó Pam.

«Espantapájaros» explicó que se daba ese nombre a los hombres que cazaban fuera de temporada y vendían la carne en los mercados de la ciudad.

—¡Oooh, qué malísimos! —declaró Holly, escandalizada.

—Ciertamente, hacer eso está muy mal —concordó el padre—. Bien, «Espantapájaros», al menos se ha puesto en claro una parte de estos misterios, ahora que sabemos que es usted un hombre honrado. Tal vez cuando hayamos concluido de hacer las pruebas con la canoa en el río Remolinos tengamos resueltos los demás problemas.

—Yo les ayudaré, si puedo —se ofreció el profesor.

—Ya es hora de acostarse todo el mundo —dijo la señora Hollister.

Pete tomó un cubo y fue al lago a llenarlo de agua para sofocar la hoguera. Él y Ricky decidieron que «Espantapájaros» debía dormir en su tienda. El anciano quedó dormido rápidamente. Pero, por la mañana, sorprendió a todos cuando salió de la tienda, cojeando, sin ayuda de nadie. Utilizando una rama para apoyarse, acudió junto a la señora Hollister, que estaba preparando el desayuno.

—Me parece que ya estoy mejorando —dijo—, de modo que no va a ser necesario ir a la ciudad.

—De todos modos —sonrió la señora Hollister—, vamos a llevarle a un médico para aseguramos de que todo está bien.

—Mientras estemos en Glendale, aprovecharemos para aprovisionarnos e informar sobre esos dos hombres sospechosos y el muchacho —añadió el señor Hollister.

Después del desayuno, ataron a «Zip» a un árbol y le dejaron guardando el campamento. Luego todos entraron en la furgoneta y el señor Hollister condujo hacia la carretera. El vehículo iba traqueteando por el tortuoso caminillo por donde llagaran, hasta que se encontraron en el punto en que vieran el espantapájaros.

—¡Mirad! Ya no está —dijo Pete.

En ese momento se oyó un chasquido y a continuación un gran estrépito, mientras un enorme árbol caía hacia el centro del camino, directamente en frente de los viajeros.