UN BEBÉ DEL BOSQUE

Pete y Pam se miraron atónitos, mientras se iba apagando el eco del disparo y el misterioso chico desaparecía.

—¿Qué opinas de esto, Pam?

—Yo creo que quería decimos algo, pero no se ha atrevido.

—Es un misterio —declaró Pete.

Los dos hermanos volvieron al lugar en donde habían escondido la canoa, hablando sin cesar del inexplicable disparo. ¿Habría sido una señal para hacer regresar al muchacho? Y si el disparo lo había hecho uno de aquellos dos forasteros, ¿adónde apuntó?

Mientras empujaban la embarcación al agua, Pete dijo:

—Me gustaría saber cuál es el nombre de ese chico.

—Podemos llamarle J. B. hasta que averigüemos su verdadero nombre —propuso Pam, al tiempo que hundía el remo en el agua.

En cuanto llegaron a la otra orilla, sacaron rápidamente la canoa del agua y corrieron a contar a su familia todo lo sucedido.

—Vaya. Éste es un giro inesperado de los acontecimientos. No me gusta nada.

La señora Hollister comentó que sentía lástima por el muchacho, quien posiblemente, necesitaba protección.

—¿Habéis notado en J. B. algo especial que pueda darnos una pista de su identidad? —preguntó.

—Lleva el cabello muy largo —recordó Pam—. Parece que lleve en el bosque mucho tiempo y por eso no haya podido ir al peluquero.

—Tal vez volváis a encontrarle —dijo el señor Hollister—. En todo caso, me alegro de estar separado por el lago de personas que usan escopetas.

En ese momento, Pete y Pam se dieron cuenta de que sus hermanos menores no estaban por ninguna parte. Su madre les dijo que Ricky y las pequeñas se habían llevado más discos de señales y se marcharon por el camino que ya habían seguido antes.

—Volverán en cualquier momento —añadió la madre—. No iban lejos. Vosotros venid a tomar algo. Los demás ya hemos comido.

Los dos hermanos acabaron de comer. Cuando transcurrió un cuarto de hora más y Ricky y las pequeñas seguían sin aparecer, los Hollister empezaron a sentirse preocupados. Pete y Pam se ofrecieron para seguir el camino que los pequeños hubieran marcado.

—Yo iré también —decidió la madre—. John, quédate a guardar el campamento. Además, podría ser que los niños volvieran por otro camino.

El padre asintió y los demás emprendieron la excursión. Recorrieron casi medio kilómetro sin encontrar ni una huella de Ricky, Holly o Sue.

—¿Hasta dónde habrán ido? —comentó Pete.

En ese momento Pam se fijó en tres círculos amarillos, clavados en un alto pino. Debajo había una muesca que señalaba a la derecha.

—¡Mirad! Ricky y las niñas han ido por aquí —anunció.

Los discos amarillos señalaban claramente la nueva dirección seguida por los pequeños. Continuando ladera abajo, pronto la señora Hollister y sus hijos mayores llegaron al borde de un precipicio pedregoso, en el que no crecían más que algunos matojos aislados en la parte superior. Más abajo, quedaba convertido en una sólida pared de piedra.

Haciendo bocina con las manos junto a la boca, Pete llamó a los pequeños. Sus gritos fueron correspondidos, desde los bosques que se extendían abajo, por un ladrido de «Zip».

—¡Holly! ¡Ricky! ¡Sue! —gritó Pam—. ¿Dónde estáis?

—Aquí abajo —contestó la voz de Ricky, desde las profundidades boscosas del pie del barranco.

—¿Estáis bien? —preguntó la madre, inquieta.

—Sí.

—¿Dónde estáis? —insistió Pete—. No os veo.

Pam se inclinó sobre el borde del precipicio. Abajo, a unos diez metros, vio moverse unos arbustos.

—Están ahí —anunció—. Quisiera saber…

De repente, los pies de la niña resbalaron sobre una piedra musgosa. Y Pam cayó hacia delante, rodando por la pendiente. Pam buscó desesperadamente algún matojo, al que poder asirse. Pero, hasta que no estuvo a medio camino, no pudo sujetarse a una pequeña planta, que se dobló peligrosamente bajo el peso de la niña.

—¡No te sueltes! —gritó Pete, mientras su madre y él empezaban a descender con precaución por la pendiente.

Las plantas a las que se asían se desarraigaban con facilidad y madre e hijo resbalaban peligrosamente.

—¡Ay, Señor! Esto es horrible —se lamentó la señora Hollister.

Entre tanto, Pam estaba colgada de la planta y movía desesperadamente los pies, buscando la manera de encontrar apoyo.

—No voy… a poder… resistir más —murmuró, sin aliento.

En ese momento desesperado, asomaron entre el follaje las caritas de Ricky, Holly y Sue. Viendo a su hermana pendiendo de la planta, los tres gritaron, asustados. Luego Ricky tuvo una idea.

—Déjate caer tal como estás, Pam. Nosotros te recogeremos.

Los tres niños y «Zip» formaron un apretado cordón debajo de Pam y los hermanos levantaron los brazos.

—Está bien. Ya voy —dijo Pam, comprendiendo que las raíces de la mata estaban a punto de salir de la tierra.

Pam se soltó y cayó al fondo del precipicio. El impacto hizo caer a sus hermanos al suelo y Pam fue a parar sobre el lomo de «Zip».

—¿Estás bien? —gritó la señora Hollister.

—Sí.

—Quedaos ahí hasta que Pete y yo podamos llegar a vuestro lado.

La madre y Pete bajaron lentamente, por un trecho del barranco que formaba bastante declive y por fin llegaron junto a los demás. Aparte de unos cuantos arañazos y un morado que lucía Ricky bajo el ojo derecho, todos estaban bien. Ni siquiera «Zip» parecía haber sufrido daño, a pesar del golpe que Pam le había dado al caer.

—¡Caramba! ¡Qué susto! —dijo Pete—. A ver si nos decís cómo habéis llegado aquí vosotros tres.

Holly explicó que habían ido caminando por el sendero que ya tenían marcado y, de repente, Ricky encontró unas señales con muescas en los árboles, que seguían por la derecha. Siguieron por aquel trecho, buscando sin cesar más muescas en los árboles. Como las muescas estaban muy borrosas, los niños habían ido clavando encima los discos amarillos.

—Pensamos que conduciría a algún sitio importante —dijo Sue.

—Pero vuestro camino acaba en lo alto del barranco —dijo Pete.

A lo que Holly contestó que se habían puesto tan nerviosos al llegar allí, que olvidaron seguir clavando los discos. Ricky y las dos niñas habían empezado a descender por el precipicio.

—Y entonces lo «descubimos» —declaró, orgullosamente, Sue.

—¿Qué descubristeis? —preguntó Pam.

—Es un secreto, pero ahora lo veréis —repuso la pequeñita.

Con «Zip» delante de todos, Ricky condujo a la familia hasta un trecho oculto, rodeado por un círculo de rododendros. En el centro había un cervatillo.

—¡Es adorable! —dijo Pam, con ternura, inclinándose a acariciar al animalito.

—Está «pirdido», así que nos lo llevamos a casa —declaró, resueltamente, Sue.

La señora Hollister no estaba muy segura de que fuese sensato hacer tal cosa.

—Tal vez fuese mejor dejar aquí al cervatillo, hasta que venga su madre.

—Eso no puede ser porque tiene una pata herida —dijo Holly.

Pete examinó al animalito y descubrió que tenía un corte en la pata trasera izquierda.

Debiéramos llevárnoslo al campamento, porque aquí podría atacarle algún animal salvaje.

—De acuerdo —accedió la madre.

Pete cogió al cervatillo y lo colocó junto a su pecho.

—¿Verdad que papá quedará muy sorprendido cuando nos vea? —dijo el chico, sonriendo.

Holly señaló una desgastada muesca de un árbol cercano y los Hollister no tuvieron mucha dificultad para seguir las demás. Treparon ladera arriba hasta llegar a la zona que estaba bien marcada por los discos amarillos. Pete y Pam se turnaron en el quehacer de llevar en brazos al cervatillo. Cuando llegaron al campamento Pam iba detrás.

—¡Hola! —saludó el señor Hollister—. Creí que os habíais perdido todos.

—No, no —repuso Sue—. Es que hemos encontrado una «sopresa». El pobrecín ha perdido a su mamá.

Pam corrió hacia su padre con el ciervo en los brazos.

—¿Verdad que es lindo?

—¡Hermoso animal! —comentó el padre.

La señora Hollister ya había entrado en su tienda a buscar el botiquín y, sin pérdida de tiempo, curó la pata del cervatillo.

—Ahora los dos vamos vendados —comentó Pam, mirando al animalito.

Holly se llevó el ciervo a su tienda y le tumbó en su saco de noche. Pronto el animal quedó dormido.

Durante la tarde, los niños alternaron las zambullidas en el agua, con las visitas al animal. Cuando el ciervo despertó, poco antes de la cena, Sue corrió a buscar el biberón de su muñeca.

—¡Nuestro bebé necesita comida! —dijo—. Vamos a darle leche, Holly.

Se preparó con agua una taza de leche en polvo, y con ella se llenó el biberón. Luego, Holly, sosteniendo al cervatillo entre sus brazos, introdujo la tetina en la boca del animal.

—Mirad, mirad —gritó con su vocecita penetrante Sue, llamando la atención de todos—. Está bebiendo.

Después que se hubo tomado la leche, los Hollister permitieron que el animal paseara por los alrededores de las tiendas de campaña, cojeando a causa de su pata dañada.

—¡Mira, mamá! No se marcha —advirtió Holly—. ¿Verdad que sería estupendo poder llevarlo a Shoreham?

Sue, que se había sentado muy formal en el tronco de un pino caído, no creía que eso fuera posible. Apoyando la barbilla en las palmas de las manos, dijo con preocupación:

—Pero ¿y su mamá ciervo? No va a poder vivir sin su bebé.

Los comentarios sobre si debían llevarse o no el animalito a Shoreham se prolongaron hasta después de la cena. Pero no se llegó a ninguna conclusión.

Más tarde, cuando estaban sentados alrededor de la hoguera, con «Zip» y el cervatillo incluidos en el círculo, el señor Hollister dijo:

—Esas antiguas muescas de los árboles, que descubristeis cuando encontrasteis al ciervo, me interesan.

—Nosotros creímos que podían conducir a algo muy importante —replicó Ricky—. Por eso las seguimos.

El señor Hollister miró a su esposa al añadir:

—Elaine, tal vez podríamos salir en esa dirección por la mañana. Sería una buena excursión.

—¡Sí, sí, papá! —exclamó, con entusiasmo, Holly—. ¿Podremos ir?

A la parpadeante claridad de la hoguera, Ricky quedó de pronto observando fijamente las sombras.

—¡Mi… mi… mirad! —tartamudeó.

En medio de la oscuridad se veían brillar dos ojos luminosos. Holly se estremeció.

—¡Un gato montés! —exclamó.

«Zip» dio un gruñido y estaba a punto de lanzarse a atacar, cuando Pam le asió por el collar. Al mismo tiempo, el señor Hollister sacó de su bolsillo una linterna y enfocó en dirección a los bosques el haz luminoso. Frente a ellos se encontraba un hermoso ciervo que les miraba, sin moverse.

—¿Será la madre del cervatillo? —comentó Pam, emocionada.

—Es posible —dijo la señora Hollister—. Si ha venido a buscar a su bebé, debemos dejar que se lo lleve.

«Zip» gruñó de nuevo. Instantáneamente, el ciervo dio media vuelta y desapareció en los bosques.

—Se ha ido —murmuró Pam, desencantada—, y puede que no vuelva.

Sin embargo, la señora Hollister opinaba que el ciervo volvería.

—Dejaremos al cervatillo cerca del lugar en donde ella ha estado ahora, y no miraremos.

Pete tomó el animalito, se encaminó a la zona de bosque y dejó al cervatillo en el lugar por donde había desaparecido el ciervo grande. Luego todos volvieron a colocarse en torno a la hoguera. Pam seguía sujetando a «Zip». Los Hollister quedaron mirando al fuego y escuchando. Pronto sonaron unos ligeros crujidos.

—No miréis —cuchicheó la señora Hollister—. Podríamos asustar nuevamente al ciervo.

Durante la espera, los niños notaron escalofríos de nerviosismo por la espina dorsal. Habían aguardado unos cinco minutos, cuando el señor Hollister dijo:

—Averigüemos qué ha sucedido.