UN MENSAJE

—¡Uranio para el gobierno! —exclamó Pete—. ¡Qué descubrimiento!

Holly empezó a dar alegres saltitos mientras gritaba:

—¡Olé! ¡Olé! Vamos a decírselo a papá y mamá.

Inmediatamente, clavó tres discos amarillos en un árbol cercano a la pila de piedras. Entonces Pete cogió el contador Geiger de manos de sus hermanos, silbó a «Zip» y todos corrieron al lugar en que habían acampado. Los discos indicadores señalaban claramente el camino, de modo que muy pronto llegaron todos al claro del pinar.

El señor y la señora Hollister estaban en ese momento extendiendo la canoa plegable en la orilla del lago. Los dos levantaron la vista, atónitos, cuando llegaron sus hijos, sin aliento.

—¡Hemos encontrado algo! —gritó Ricky.

—Venid de prisa a ver —apremió Holly.

—¡Niños, niños! Hablad por turnos —dijo la señora Hollister—. ¿Qué habéis encontrado?

—¡Uranio! —exclamó Pete, que luego contó cómo el contador Geiger había estado sonando.

—Tuve la corazonada de que podía haber uranio por aquí —dijo, sonriendo, el padre.

Llevándose con ellos a Sue, los señores Hollister cruzaron los bosques, tras sus hijos mayores. «Zip» ladraba alegremente, mientras corría tras cada conejo que veía aparecer. Cuando llegaron a la pila de piedras, Pete aproximó el contador, diciendo:

—¡Chist! Escuchad.

Pero no hubo sonido alguno.

—Puede que, si sacudimos el contador, vuelva a sonar —insinuó Holly.

Pete lo hizo, pero nada sucedió. El señor Hollister hizo una mueca y preguntó:

—¿No se os habrá ocurrido gastarnos una broma a mamá y a mí?

—No, papá. De verdad que ha sonado cuando yo lo llevaba —dijo Ricky.

—¿Y qué te parece si nos muestras exactamente lo que hiciste?

Ricky cogió el contador de manos de Pete y lo sostuvo con las dos manos, sobre las piedras.

¡Clic, clic, clic!

—¿Lo veis? Ya os lo dije —dijo el pecoso, con los ojos chispeantes de emoción.

—Déjame probar a mí —pidió la madre.

Pero, cuando ella cogió el contador, tampoco se oyó nada.

De pronto Pam se echó a reír y dijo:

—Ya sé lo que ha ocurrido. El reloj de pulsera de Ricky tiene la esfera radiante. Eso es lo que ha hecho sonar el contador.

Todos quedaron desilusionados por un momento. Luego se echaron a reír.

—Creo que todos hemos sido embromados —dijo Pete—. Pero todavía podemos encontrar uranio.

Los señores Hollister y Sue volvieron al campamento. Los otros continuaron su excursión. Encontraron huellas de ciervo, pero de ningún otro animal. Al cabo de un rato regresaron. Al llegar al campamento vieron que sus padres y Sue llevaban la canoa a la orilla. Cuando toda la familia estuvo reunida, Ricky preguntó:

—¿Qué es aquella cosa tan rara que hay delante de vuestra tienda, papá?

Una rama estaba clavada en el suelo. El señor Hollister dijo que nada sabía de aquello y todos corrieron a examinarlo. En un ángulo que formaba la rama se había colocado un trozo de corteza de árbol, en el que podía verse garabateado un mensaje:

«¡Salgan del Bosque de los Abetos!».

Lo firmaba J. B.

—¡Joey Brill! —pensó, inmediatamente, Ricky—. ¿Cómo habrá llegado hasta aquí?

—Puede que esté intentando vengarse de nosotros, por haberle hecho caer de la canoa.

Ni los señores Hollister, ni Pam estaban de acuerdo en que las iniciales fuesen de Joey.

—Bueno. Pues alguien quiere que nos marchemos del Bosque de los Abetos —dijo Pete, indignado—. ¿Os parece que puede ser «Espantapájaros»?

—Podría ser —admitió la señora Hollister, pensativa—. No nos dijo su verdadero nombre, de modo que ésas pueden ser sus iniciales. —Volviéndose a su marido, la señora añadió—. Empiezo a estar un poco preocupada, John. ¿Tú crees que debemos quedarnos?

El señor Hollister contestó que, puesto que había sido el mismo señor Tucker quien les invitó a ir al coto de caza, no podía existir ningún serio peligro.

—Puede que todo sea idea de un bromista —concluyó.

—¡Qué manera tan graciosa de enviar cartas! —comentó Sue.

—Esta broma ha debido de gastarla algún viejo habitante del bosque —explicó el padre—. Una rama en forma de horquilla, como ésta, se reconoce como una oficina de correos.

—Pero la carta no llevaba sello —objetó Holly.

Su padre contestó, riendo, que las cartas que se dejan en las oficinas de correos del bosque no llevan sello ni se encierran en un sobre.

—Cualquiera que encuentra un mensaje de este tipo, lo lee y luego pasa la información a la persona a quien iba dirigido el escrito.

—Puede que éste no esté dirigido a nosotros —apuntó Pam.

—Me temo que sí, puesto que no lleva nombre de destinatario. Pero no vamos a prestar ninguna atención a esa nota —decidió el padre.

Holly, que nunca permanecía seria demasiado tiempo, propuso de pronto:

—Juguemos a la oficina de correos del bosque.

—Eso es —concordó Ricky.

Y cogiendo su navaja, el pequeño cortó una rama de un árbol cercano e hizo un corte en un extremo. Mientras él clavaba la ramita en el suelo, Holly encontró un pedazo de corteza y logró escribir en ella la palabra «Sue».

Entre tanto, Pete y Pam marcharon hacia el lago, en cuya orilla estaba la canoa. Pete levantó la voz para preguntar a su padre:

—¿Podemos dar un paseo en la canoa?

—Podéis, pero tened cuidado.

—Lo tendremos.

Los dos niños empujaron la pequeña embarcación al agua. Pam cogió el remo de la proa, mientras Pete iba a sentarse en la popa. Con ágiles brazadas, hicieron deslizar la canoa por las aguas del lago, transparentes como un cristal. Ni Pete, ni Pam habían visto nunca un agua tan límpida, a través de la cual se podía ver perfectamente el fondo cubierto de piedras, por donde pasaba de vez en cuando algún pececillo.

—Podemos ir hasta la otra orilla y volver —propuso Pete.

En aquella parte, el lago tenía unos tres kilómetros de anchura. Al llegar a la orilla opuesta los niños pudieron ver varias calas con playa arenosa. Mientras Pete hacía girar la canoa alrededor de un pequeño entrante de tierra, en frente de ellos, una gran grulla chapoteó en el agua.

—¡Oooh! —murmuró Pam, admirada, contemplando la hermosa ave que se elevaba por encima de sus cabezas.

—¡Mira! —dijo Pete, a media voz.

En un extremo de la caleta, un ciervo hembra y sus dos cervatillos se aproximaron al agua e inclinaron sus cabezas para beber. Los dos niños mantuvieron inmóviles los remos y contemplaron en silencio los animales. Cuando los ciervos dieron media vuelta y desaparecieron en el bosque, Pam comentó:

—¿Verdad que es maravilloso poder ver todo esto directamente en el bosque, Pete? Es igual que cuando vivían los indios aquí.

Pete guió la canoa bajo las ramas de un árbol que se inclinaba sobre el agua, desde la orilla.

—Esperemos un momento en la sombra, para refrescamos.

—¡Mira, Pete! —exclamó de pronto Pam, señalando a la orilla.

Otra canoa avanzaba hacia ellos. Dos desconocidos, que se sentaban muy inclinados hacia delante, remaban impetuosamente.

—¿Quiénes serán? —cuchicheó Pam.

Pete contestó que parecían leñadores.

—¿Crees que nos han visto? —preguntó la niña.

—No. Estamos bien escondidos. No te muevas.

Los hombres llegaron a la orilla, a menos de sesenta metros de donde se encontraban los niños. Sin decir una palabra, bajaron de la canoa. El más alto cogió la embarcación y se la colocó sobre la cabeza. Al cabo de un momento, habían desaparecido en el bosque.

—Esos hombres pueden tener algo que ver con los misterios que ocurren en el Bosque de los Abetos —dijo Pete.

—O con el robo de la tienda de papá.

—Vamos a seguirles, para saber quiénes son —decidió Pete, impulsivo.

—Será mejor que se lo digamos antes a papá y mamá —opinó Pam.

Pero el chico creyó que lo mejor era actuar inmediatamente.

—Puede que perdamos completamente la pista de esos hombres, si no les seguimos ahora.

Pete rozó ligeramente el agua con su remo, haciendo salir la canoa del escondite.

—Debemos tener mucho cuidado —advirtió Pam, mientras se acercaban al trecho en donde habían saltado a tierra los dos hombres.

Ella bajó primero y arrastró la canoa por la proa hasta la arena. Luego Pete saltó a su lado.

—Creo que lo mejor será esconder la canoa entre los matorrales, por si esos hombres son ladrones —dijo el muchachito.

Entre los dos cogieron la canoa y la llevaron a ocultar entre un grupo de zarzas. Luego se internaron de puntillas en un denso pinar. Pete abría cautelosamente la marcha.

—¿Ves alguna marca que indique que han señalado el camino?

Pete fue mirando todos los árboles, pero no vio en ellos ninguna muesca. Mientras se internaban en el bosque, Pam dijo:

—Será mejor ir marcando el camino que seguimos. Si no, podríamos desorientarnos y no saber volver junto a la canoa.

—¡Buena idea! —asintió Pete, sacando un cortaplumas de su bolsillo.

Por el camino, fue haciendo varias muescas en dos lados de varios árboles. Habían recorrido unos cien metros cuando el camino empezó a estrecharse hasta desaparecer en un arroyo.

—¿Qué hacemos ahora? —preguntó Pam, mirando entre el denso arbolado.

—Debemos ir un poco más lejos. Puede que esos dos hombres estén acampados por aquí.

Decidieron seguir por la orilla del arroyo, en dirección norte. Pete, según se iban internando en el bosque, siguió haciendo muescas en los árboles. Los árboles eran cada vez más altos y sólo muy de tarde en tarde se filtraba entre ellos un rayo de sol.

—Esto es un poco tenebroso —dijo Pete, deteniéndose a escuchar.

—Y yo noto algo extraño, como si alguien nos estuviera mirando —confesó Pam, observando a su alrededor, con miedo.

—Creo que ya hemos ido bastante lejos —resolvió Pete—. Será mejor que volvamos más tarde con papá.

Los dos niños empezaron a regresar por donde habían llegado, teniendo la precaución de ir buscando los árboles con muescas. No habían ido muy lejos, cuando una voz ordenó:

—¡Quietos!

Pete y Pam quedaron helados. Luego, giraron sobre sus talones y se encontraron frente a un chico de unos catorce años, de aspecto agradable, vestido con pantalones de ante y camisa azul. Tenía la barbilla cuadrada, la nariz recta y corta, los ojos grises y el cabello negro y rizado.

Cuando Pete logró recuperarse de la sorpresa, dijo:

—Hola. ¿Estás acampado por aquí?

Como el otro no parecía tener ganas de contestar, Pete preguntó:

—¿Cómo te llamas?

El chico movió de un lado a otro la cabeza y repuso:

—No puedo decírtelo.

—Yo soy Pete y ella es mi hermana Pam.

—Ya lo sé —fue la respuesta del desconocido, que sonrió ligeramente—. Estáis acampados al otro lado del lago. ¿Habéis recibido mi nota?

—¿La advertencia escrita en la corteza de árbol? —preguntó Pam.

—Sí. Espero que sigáis mi consejo.

—¿Por qué vamos a irnos de los bosques? —preguntó Pete—. ¿Qué peligro existe aquí?

—Quisiera poder decíroslo, pero no puedo —replicó el chico, mientras abría y cerraba nerviosamente los dedos de las dos manos.

—¿Acaso «Espantapájaros» hace algo malo por aquí? —inquirió Pete.

El otro volvió a mover negativamente la cabeza.

—No puedo decíroslo. Por favor, no me hagáis más preguntas.

—Si tienes algún problema, tal vez podamos ayudarte —se ofreció Pam, compadeciéndose del desconocido.

Éste avanzó un paso más y con ojos suplicantes, pidió:

—Por Dios, marchaos antes de que os hagan daño. Si no os vais…

En ese momento sonó un disparo de escopeta en el bosque. Sin decir una palabra más, el muchacho misterioso dio media vuelta y corrió a ocultarse en los bosques.