CAMORRISTAS REMOJADOS

La fuerza del impacto lanzó a Pam fuera de la canoa, hasta el embarcadero. La niña resbaló, de rodillas, hasta que su padre llegó y la levantó. Al mismo tiempo, la palanca de la canoa se partió por la mitad y la sección delantera de la canoa de aluminio se plegó. Pete, que había ido a parar a la parte delantera de la embarcación, se asió a la borda. El agua entró a raudales por los laterales abiertos y la canoa se hundió.

A la consternación que ya sentían todos los Hollister se añadió la risa burlona de Joey y Will. En lugar de prestar ayuda a Pete, que buceó bajo el agua para rescatar la canoa, Joey gritó entre carcajadas:

—¡Qué invento tan ridículo! ¡Ja, ja, ja!

—Sí. Nosotros hemos ganado la carrera, porque vosotros os habéis ido a pique —dijo Will, regocijado.

En seguida, los dos camorristas se alejaron remando.

Pam, entre tanto, contemplaba enfurruñada sus rodillas sangrantes.

—Aparte de esos rasguños, ¿110 te has hecho daño? —preguntó la madre.

Cuando la hija contestó que no, las dos fueron a la casa para lavar y vendar las heridas de Pam.

Entre el señor Hollister y Ricky ayudaron a Pete, que chorreaba agua por todas partes, a llevar la canoa hasta el embarcadero. Había una abolladura en la proa, pero aparte de eso y de la palanca rota, la canoa había resistido muy bien el choque.

—Lo siento muchísimo, papá —dijo Pete—. ¿Podré ayudarte a repararla?

El padre contestó que sí y añadió:

—Convendrá hacer una palanca más fuerte.

—Déjame que te ayude —insistió Pete.

Juntos llevaron la canoa a la furgoneta y se encaminaron al taller de reparaciones que tenía el señor Hollister en la trastienda del Centro Comercial. Entre tanto, Ricky hablaba con Holly y Sue.

—Si vamos a ir al Bosque de los Abetos, debemos hacer prácticas de campamento.

—¿Dónde? —preguntó Holly.

—Aquí mismo, en nuestro jardín. Podemos hacer una tienda.

Ricky corrió al garaje y volvió con una cuerda. Sin pérdida de tiempo ató cada extremo a las ramas de dos pequeños sauces entre los que había unos tres metros de separación.

—Ya sé lo que podemos usar como tienda de campaña —dijo Holly—. Sue, vamos a buscar aquella manta vieja del desván.

Cuando las niñas regresaron con la manta, Ricky la colocó sobre la cuerda tensa y ató las cuatro puntas de la manta a unos palitos que hundió en la tierra.

—¡Hurra! ¡Tenemos una tienda! —gritó Sue, metiéndose bajo la improvisada tienda.

Sus hermanos se arrastraron al interior, tras la pequeña, y también «Zip» metió el hocico. De pronto, Holly dio un gritito al ver que el perro apretaba entre los dientes una rana que daba furiosas sacudidas.

—¡«Zip», eres un malo! —reprendió la niña—. Anda. Dame la ranita.

Tomó al resbaladizo animal de la boca del perro y, en vista de que la rana no estaba herida, la llevó a la orilla del lago. El animalillo saltó al agua y chapoteó entre las algas, antes de desaparecer.

—«Zip», «Zip», no sé qué hacer contigo —dijo Holly, al volver a la tienda con los otros—. Comprendo que te guste cazar ranas, pero puedes hacerles daño.

El hermoso perro pastor aulló débilmente y hundió el morro entre las húmedas patas delanteras.

—Bueno. Te perdono, si te arrepientes —terció Sue, que luego, levantando un dedito amenazador ante el perro, advirtió—: Pero no vuelvas a hacerlo.

Ricky rió alegremente al decir:

—¡Ya veréis cuando «Zip» olfatee animales verdaderamente salvajes en el Bosque de los Abetos! Bueno, ahora figura que estamos en ese Bosque. «Zip» y yo saldremos a buscar pistas de los ladrones, mientras las chicas arregláis la tienda.

Como Holly y Sue estuvieron de acuerdo, «Zip» salió de la tienda y desapareció entre los arbustos, seguido de Ricky.

—¿Qué hacemos ahora? —preguntó Sue a Holly.

A Holly se le iluminaron los ojos al mirar la cuerda tensa.

—Juguemos a que estábamos en un tren —propuso—. Yo tiraré de la campana de emergencia para que se detenga.

—¡Eso! —aplaudió Sue—. ¡Así nos salvarás en un descarrilamiento!

Holly asintió y se levantó para sacudir la cuerda. ¡Plaf! La cuerda, ya vieja, se rompió y la manta cayó sobre las dos niñas.

—¡Uuuf! ¡Ayy! ¡Socorro! —gritaron las dos pequeñas, mientras se arrastraban bajo la manta, sin ver nada.

Desde el otro lado de los arbustos, Ricky oyó el alboroto.

—Vamos, «Zip». Alguien está pidiendo ayuda —gritó, corriendo hacia la tienda.

Cuando el perro vio el extraño bulto que se contorsionaba en el suelo, empezó a ladrar furiosamente. Ricky tiró de la manta para libertar a Holly y Sue. Entonces, ya pasado el susto, las dos niñas prorrumpieron en risillas.

—¡Ji, ji! Holly quería salvarnos de un descarrilamiento y nos ha hecho descarrilar.

Por entonces, «Zip» había vuelto a la orilla del lago, sin duda para buscar más ranas.

Mientras acababa de arreglar la tienda de campaña, Ricky miró en dirección al agua e hizo una mueca.

—Mirad. ¡Ya vuelven!

Holly y Sue se volvieron a mirar. Joey y Will remaban en dirección al embarcadero de los Hollister. Cuando estuvieron cerca, los dos chicos dejaron los remos y cogieron arcos y flechas del fondo de la canoa.

Sue cogió por el brazo a Ricky y cuchicheó, asustada:

—¿Crees que nos arrojarán flechas?

—Se lo preguntaré —repuso el pecoso y luego gritó—: ¡Eh! ¿Qué estáis haciendo con esos arcos y flechas?

—Estamos disparando a las ranas —replicó Joey.

Y Will añadió:

—Hay muchas cerca de vuestro embarcadero. ¡Mira! «Zip» está ladrando a una.

—¡No debéis hacer daño a las ranas! —gritó Holly.

—Lo haremos si queremos —afirmó Joey—. Y vosotros, apartaos bastante de la orilla, no vayáis a resultar heridos.

—Eres un malote, Joey —notificó a gritos Sue—. Las ranitas son buenas y no tienes que hacerles daño.

—¡Apártate! —se limitó a ordenar Joey, mientras ajustaba una flecha en el arco.

—¡Mira! Ahí veo una —anunció Will, señalando entre las hierbas.

Sobre una piedra estaba sentada una rana, gorda y reluciente. Joey se puso en pie, sigiloso, apoyando un pie en cada lateral de la canoa.

—La alcanzaré mejor desde aquí —comentó, al tiempo que tensaba el arco.

Holly se cubrió los ojos con ambas manos. No podía soportar el ver lo que iba a ocurrir. De pronto Ricky levantó la cabeza, exclamando:

—¡Huuy, qué avión tan raro!

Al instante, Joey miró al cielo y, al hacerlo, perdió el equilibrio.

—¡Ay! ¡Ayudadme! —pidió, mientras la canoa se bamboleaba de uno a otro lado.

El arco y la flecha se le escaparon de las manos y… ¡Joey fue a parar al agua! Will se agarró con fuerza a los dos laterales de la barca, pero no pudo conseguir hacerle recobrar el equilibrio. La canoa siguió ladeándose, se llenó de agua y acabó por lanzar a Will al lago, junto a su amigo. Al ver aquello, Holly soltó una risilla y Sue afirmó:

—Me alegro. Ahora la ranita se ha ido.

Cuando, por fin, Joey y Will se irguieron y cogieron la canoa, estuvieron escupiendo y sacudiendo agua un buen rato, blandiendo los puños a los Hollister, que estaban en el embarcadero.

—¡Me lo pagarás, Ricky Hollister! —vociferó el chicazo—. No había ningún avión.

Ricky fingió estar contrito.

—Debió de ser un pájaro lo que vi.

Joey dirigió al pequeño una mirada fulminante.

—Ahora atacaré con flechas a todas las ranas que me parezca —dijo amenazador, mientras él y su amigo se instalaban en la canoa.

Como tanto los remos como las flechas se encontraban flotando, a alguna distancia de la canoa, los dos amigos se pusieron a remar con las manos, para acercarse a recoger ambas cosas.

—Podemos ir a buscar a mamá para que les prohíba hacer eso —dijo Holly, preocupada por las ranas.

—Tengo una idea más rápida —dijo Ricky—. ¡Ven, «Zip»!

El perro se acercó, corriendo, y Ricky le cuchicheó a la oreja:

—¡Tómalo! —Ricky señalaba el agua.

Instantáneamente saltó «Zip» a las aguas del lago y nadó hacia las flotantes flechas. Fue cogiéndolas una tras otra con la boca y luego corrió a la orilla, mientras Joey y Will daban gritos de desencanto.

—¡Eh! Devuélvenos las flechas —exigió Joey, mientras Will se encargaba de recoger los remos.

—Os las daremos si prometéis marcharos de aquí y no molestar a las ranas —dijo Ricky, al tiempo que «Zip» dejaba las flechas a sus pies.

—Bueno… Lo prometemos —contestó Joey, remando hacia la orilla.

Cuando estuvieron junto al embarcadero, el pecoso les arrojó las flechas al interior de la barca. «Zip» presenció la escena, gruñendo quedamente.

—Vámonos de aquí en seguida —apremió Will—. Ese perro no me gusta.

—Él no os molestará si no os metéis en su territorio de cazar ranas.

Indignados por su fracaso, los dos chicazos remaron con fuerza hasta desaparecer de la vista. Los Hollister, sonrientes, volvieron a su tienda de manta. Sue dijo:

—A ver si no nos molestan más.

—Vamos a hacer más prácticas de campamento —ordenó Ricky, añadiendo esperanzado—: A lo mejor podemos dormir en la tienda esta noche.

—¡Qué «divirtido»! —se entusiasmó Sue.

Un poco después, Pete y su padre regresaban del Centro Comercial.

—Hemos arreglado la canoa —anunció Pete—. Está más sólida que nunca. Podremos llevarla en la excursión al Bosque de los Abetos.

En ese momento salió Pam de la casa. Estaba del todo recobrada del accidente en el agua, aunque llevaba vendadas las rodillas. Ella, lo mismo que Pete y su padre, rieron alegremente al enterarse de lo que les había ocurrido a Joey y Will.

El señor Hollister explicó a sus hijos que había pasado por el cuartelillo de la policía donde le acababan de informar de que se había dado la voz de alarma, con respecto a los hombres que habían robado el contador Geiger.

—No hay huellas de ellos, hasta la fecha —concluyó.

—Me gustaría encontrar la pista de esos ladrones —dijo Ricky—. A lo mejor podremos hallar una pista en el Bosque de los Abetos.

Después de la cena, los niños pidieron permiso para dormir en su improvisada tienda, diciendo que querían hacer prácticas para cuando fuesen a acampar. El señor y la señora Hollister se miraron. Luego la madre dijo:

—Está bien. Así veréis qué os parece dormir al aire libre toda la noche.

Cuando oscureció, los niños se pusieron los pijamas, desenrollaron los sacos de dormir y se acostaron, codo con codo, en la tienda. Sue fue la primera en quedar dormida.

Por fin Pete vio apagarse las luces en la casa. Él sabía que «Zip» estaría ya acostado en su rincón favorito, delante del fogón de la cocina. Reinaba una oscuridad total y no había más sonidos que el canto de los grillos y el croar de las ranas.

En mitad de la noche, Pam se despertó. Le parecía haber oído un ruido. ¿Qué era? Incorporándose sobre los codos, la niña prestó atención. Otra vez aquel ruido. Un golpe en un lado de la tienda.

El corazón de Pam latía apresuradamente. ¿Qué estaba sucediendo? ¡Otro golpe y algo rodó por el lado de la tienda!