Al oír los gritos de las mujeres acampadas, hombres y chicos corrieron hacia ellas. ¿Habría ocurrido algún accidente?
Cuando estuvieron más cerca, vieron el oscilante resplandor de una hoguera. Esto produjo una nueva preocupación en Chuck.
—Ruth no debió encender fuego —dijo, inquieto—. Eso, probablemente, ha delatado su posición y los ladrones están intentando robar nuestros caballos.
Jadeando, a causa de lo que habían corrido, los expedicionarios ascendieron hasta la elevación de terreno en donde dejaran a las mujeres.
—¡Por cien sapos saltarines! —exclamó de pronto, el señor Hollister, que iba delante.
—Pero ¡si están atados! —añadió Pete.
—Si lo que veo es verdad, yo soy un caballo parlante —declaró Chuck, sin creer lo que estaba viendo—. ¡Mirad! Ahí está «Princesa».
A la luz de la hoguera pudieron ver a la hermosa jaca, a quien Pam y Holly acariciaban cariñosamente.
—¡Hola a todos! —saludó Ruth, al ver al grupo que regresaba.
Chuck estaba atónito.
—¿Cómo habéis recuperado a «Princesa»? —preguntó, corriendo a abrazar a su esposa—. Cuando oí tanto alboroto, creí que habíais tenido un accidente.
De repente el coronel Townsend dio un grito de asombro. Cerca de él, en el suelo, y medio ocultos por las sombras, estaban los dos ladrones, atados con lazos.
—¡Las mujeres les han capturado! —exclamó Graham, incrédulo, mientras los demás contemplaban la escena, perplejos.
—¡Sí! ¡Éstos son los ladrones! —declaró Sam Dulow—. ¡Son los que me hicieron robar a «Princesa»!
Todos rodearon a los dos prisioneros, que se retorcían, esforzándose por librarse de las ligaduras.
—No podrán ustedes escaparse —dijo Carol, sonriente—, gracias a que las chicas también hemos aprendido a hacer nudos resistentes.
—Sobre todo las chicas traviesas —añadió Holly.
—Explicadnos todo esto —pidió el señor Hollister, cuando se hubo recobrado de su sorpresa—. Estos dos hombres se nos escabulleron de las manos.
—Y nosotros les capturamos. Sólo ha sido eso, papá —contestó Pam, tranquilamente, como si el detener ladrones fuese algo que se hiciera todos los días.
—¿Quién se encarga de contarlo todo? —preguntó Ruth, risueña.
—Yo lo haré —se ofreció Pam.
Mientras los hombres y chicos escuchaban con la boca abierta, Pam contó cómo ellas y sus madres habían oído los gritos en la Isla, cuando los ladrones huyeron con «Princesa».
—No sabíamos qué había ocurrido, pero, por si acaso, nos escondimos a uno y otro lado del camino —siguió diciendo Pam— por si se les ocurría pasar por aquí. Carol y Holly llevaban sus lazos.
—¡Canastos! ¡Eso es una emboscada india! —dijo Ricky, admirativo—. ¿Y qué pasó luego?
Pam añadió que, al oír pisadas de caballo, supusieron que llegaba alguien montando a «Princesa».
—Supusimos que erais vosotros —dijo la señora Hollister a los chicos.
—Pero, cuando vimos que no erais, las dos niñas arrojaron el lazo —añadió Pam.
—¡Y dieron en el blanco! —exclamó, riendo, el coronel Townsend.
—Sí, sí. Holly y Carol echaron los lazos alrededor de la cabeza de los dos hombres —contestó Pam—. Luego, entre mamá Ruth y yo, les hicimos desmontar.
—No sé cómo pudisteis evitar que huyeran —comentó Graham.
—Lo intentaron. Pero, en tanto mamá y Ruth les sujetaban, nosotras les atamos los tobillos.
—Y las manos —exclamó Sue, soñolienta.
—Pero no fue fácil —informó Carol, quien, echándose a reír, añadió—: Mamá les dijo que, si intentaban desatarse, les daría un cacerolazo. Por eso prefirieron estarse quietos.
El coronel felicitó a las heroínas, diciendo que habían hecho lo que la policía de varios estados no había conseguido realizar.
—Y ahora tengo algunas preguntas que hacerles a ustedes, buenas piezas —dijo el coronel Townsend a Monk y Lennox, mientras entre él y el señor Hollister ayudaban a los dos hombres a sentarse—. ¿Por qué robaron a «Princesa» de mi rancho?
Al principio ninguno de los dos hombres demostró deseos de hablar. Pero, al fin, confesaron haber robado varios caballos en la región donde el coronel poseía la granja. El propietario de un circo, que había oído hablar de que «Princesa», la famosa jaca apalache, bailaba el vals, había intentado comprársela al coronel Townsend. Como el ranchero no quiso venderla, el dueño del circo contrató a dos ladrones para que la robasen.
Pero, mientras conducía por los alrededores de la Granja de la Colina de la Jaca, Lennox había tomado una curva con demasiada rapidez. «Princesa» se golpeó contra la portezuela trasera y cayó a tierra. Una vez libre, atravesó los campos a todo correr.
—Y por fin se metió en mi rancho —completó Chuck.
Monk dijo que había intentado volver a adueñarse de «Princesa» y que con esa idea estuvo merodeando una noche en los establos.
—Pero un perrazo pastor me hizo huir —masculló.
—¡Eso lo hizo «Zip»! —exclamó Ricky—. ¡Viva «Zip»!
Lennox concluyó las explicaciones. Él había oído cómo se hacían planes para llevar el caballo al programa de televisión y por eso bloqueó el camino.
—En vista de que todo salía mal, buscamos a Sam Dulow para que nos ayudase. El resto ya lo conocen ustedes.
Chuck se volvió a los demás.
—Ahora nos iremos para entregar estos hombres a las autoridades. Después de todo, no tendremos que pasar la noche aquí.
—¡Oh, qué lástima! —lloriqueó Holly.
La madre prometió que pronto harían otra excursión y dormirán al aire libre. Pero, en aquellos momentos, lo más importante era entregar a los ladrones a las autoridades.
—Olvidaba decirles algo —anunció el coronel Townsend, mientras el señor Hollister colocaba a los dos hombres sobre el caballo «Duke», que les llevaría hasta el cuartelillo de policía más próximo—. Hay una buena recompensa para los captores de estos desaprensivos.
Cuando el equipo de campamento estuvo recogido y empaquetado, Pam montó sobre «Princesa» y Dan, el caballo que antes ella montara. Sam montó el mismo caballo que Ricky. Una hora más tarde llegaron a una granja donde viva un policía de caballería y le contaron lo ocurrido. Él se hizo cargo de los prisioneros.
Luego los Thomas y sus invitados marcharon hacia la Granja de la Colina de la Jaca. Dejaron a Sam en su casa y, un poco más tarde, todos caían en la cama, rendidos. Ruth había insistido en que el coronel Townsend y Graham se quedaran en el rancho.
Al día siguiente se celebró una fiesta en el rancho de los Thomas. Ahora que los ladrones habían sido capturados, el señor Hollister tuvo tiempo de explicar a Graham y a su patrón los detalles sobre la patente del caballito de balancín.
—Conozco alguien que utilizará una invención de ese tipo —afirmó el coronel—. Te digo, Graham, que te comprará la patente por diez mil dólares. Entonces podrás ir a la universidad y estudiar para veterinario, como siempre deseaste.
—¡Eso es estupendo! Muchas gracias —dijo Graham—. Cuando sea veterinario, volveré a su rancho y cuidaré de los caballos.
—¿Y por qué no vienes a nuestra granja? —preguntó Carol.
Graham sonrió.
—En lo que se refiere a la recompensa por la captura de esos ladrones —dijo el coronel—, creo que los niños Hollister y Thomas se la han ganado.
—Ya sé qué podemos hacer con el dinero —dijo Pam—. Compraremos un caballo a Sam Dulow.
—¡Es una gran idea! —afirmó Ruth—. Yo creo que Sam es, en realidad, un buen chico, y estoy segura de que poseer un caballo propio le hará mejorar de carácter.
Cuando se acordó que el dinero de la recompensa serviría para comprar un caballo a Sam, Chuck telefoneó a casa del muchacho y le pidió que acudiese al rancho. El señor Dulow, que conducía un coche antiguo, llegó al poco rato, con su hijo.
—Si van ustedes a pedirme que castigue a Sam, confieso que tienen razón —dijo el hombre con tristeza.
—No vamos a hablar de castigos —contestó Ruth—. Lo que vamos a hacer es comprarle un caballo.
Cuando Sam oyó aquello los ojos se le llenaron de lágrimas, y tuvo que volver la cabeza para que no le vieran llorar. Luego, cuando se tranquilizó, el chico dio a todos las gracias por ser tan amables con él.
—Nunca olvidaré a los Felices Hollister —prometió, antes de marchar con su padre.
—Si lo deseas, puedes ganarte el dinero para la comida de tu caballo, viniendo a hacerme algunos trabajos por horas —ofreció Chuck.
—Lo haré. ¡Muchas gracias! —dijo Sam, y por primera vez los Thomas le vieron sonreír.
Aquella tarde, Ruth y la señora Hollister prepararon una merienda campestre en honor del coronel Townsend y de Graham, quienes pensaban marcharse a la mañana siguiente. Mientras se servían los grandes pedazos de pastel de manzana que se hiciera para el postre, el ranchero del sur dijo:
—Niños, creo que os merecéis un regalo por haber encontrado a «Princesa» y haberla tratado tan bien. Tengo dos bonitas sillas de montar. Enviaré una a Dan y otra a Carol. ¿Vosotros, hermanos Hollister, también tenéis caballo?
—No. Pero tenemos a «Domingo», nuestro burro —informó Holly.
—¡Magnífico! —dijo el coronel—. Tengo una bonita silla para burro que compré en México. Es vuestra.
—Ya sé a cuál se refiere —dijo Graham—. Es aquella que está adornada con pedrería de imitación.
—¡Gracias, gracias! —dijeron los niños Hollister, a coro.
—Yo celebro que se haya solventado el misterio de la jaca apalache antes de concluir nuestra visita —dijo el señor Hollister—. Nosotros también nos marchamos mañana.
—Pero todavía queda un misterio sin resolver —dijo el coronel—. ¿Quién enseñó a hablar a «Princesa»?
—Es verdad. En la granja nunca la oí hablar —confesó Graham.
Chuck levantó la cabeza y sus ojos giraron vertiginosamente en las órbitas.
—Tengo que confesaros, pequeños Hollister, que soy ventrílocuo.
—¡Ah! ¿Sí? —exclamó Holly, apoyando las manos en las caderas—. Entonces, ¿no había nadie en la ventana del comedor de Shoreham? ¿Fuiste tú quien dijo que sería muy divertido venir a la Granja de la Colina de la Jaca?
Chuck afirmó con la cabeza.
—¿Y tú estabas escondido en el establo cuando Holly y Sue hablaron con «Princesa» y nosotros creímos que no había nadie? —inquirió Ricky.
Chuck se echó a reír.
—Sí. Fue una buena idea. De lo contrario no habríais concertado la exhibición por televisión y no habríamos encontrado al propietario del animal.
Pete y Pam confesaron que se habían dado cuenta en seguida de la broma, pero no quisieron desencantar a los demás.
—Chuck, ¿me enseñarás a ser ventrílocuo para que pueda hacer hablar a un burro? —suplicó Ricky.
—Claro. Pero eso lleva tiempo. De modo que tendrás que volver a visitar la Granja de la Colina de la Jaca. ¿Os parece bien?
—Volveremos —prometieron los niños.
Sue prorrumpió en una risita cristalina al decir:
—No creí que fuéramos a tener un misterio tan «mocionante», cuando compramos el caballito con viruela.