Todos los hermanos Hollister pusieron cara de asombro e incredulidad al oír que «Estrella de Polvo» contestaba a la pregunta de su primo.
—¡Pero si habla! —exclamó Holly, mirando a los demás, para convencerse que había oído bien.
Todos movieron la cabeza, asintiendo.
—¿Cuántos añitos tienes? ¿Te gustan los helados? ¿Qué nombre tenías antes? —Sue hizo, apresuradamente, estas y otras preguntas a la jaca, que no respondió nada, sino que se quedó mirando a la pequeña.
Una sonrisilla asomó a los labios de Pam que murmuró algo al oído de Pete. Luego Pam preguntó al animal:
—¿De dónde vienes, «Estrella de Polvo»?
El hermoso animal permaneció silencioso, sacudiendo la cabeza de delante hacia atrás.
—¡Vaya, vaya! Creo que el gato se ha comido su lengua —comentó Chuck—. ¡Caramba! ¡Nunca había esperado tener una jaca parlante en mi rancho!
Lo curioso era que Dan y Carol no hicieron ningún comentario sobre el extraordinario talento de aquella jaca. Cuando el animal contestó a la pregunta de su padre, los dos hermanos miraron a otro lado. ¡Aquellos niños se comportaban como si los caballos parlantes fuesen la cosa más natural y corriente en su vida!
«Nosotros tenemos mucho que aprender», pensó Holly.
Durante todo el día, los niños estuvieron acudiendo a ver a «Estrella de Polvo» cada hora, aproximadamente. El resto del tiempo lo dedicaron a trabajos detectivescos, intentando localizar al propietario de la jaca. Dan y Carol telefonearon a todos los granjeros que vivían cerca. Ninguno de ellos poseía un caballo tipo apalache.
—Supongo que habrá venido de lejos —dijo Dan—. Pero ¿de dónde?
Él y Carol llevaron a sus primos a que conocieran a Ben y Melinda. El anciano Ben era un criador de caballos y, después de hablar con él diez minutos, Pete estuvo seguro de que debían de existir muy pocas cosas que Ben no conociera sobre los caballos. Y un poco más tarde se dio cuenta de que su esposa Melinda, la señora de cara redonda como la luna llena, lo conocía todo sobre flores y verduras.
Más tarde, mientras contemplaba a Chuck arreglar al caballo forastero para pasar la noche, Pete tuvo una idea.
—¿Qué hiciste con la astilla que extrajiste a «Estrella de Polvo»? —preguntó.
—Creo que Ruth la tiró a la basura.
—Me gustaría verla —dijo Pete, que luego estuvo buscando hasta encontrarla.
—¿Para qué la quieres? —preguntó Chuck con curiosidad.
—Podría ser una buena pista. A lo mejor nos ayuda a encontrar al propietario de «Estrella de Polvo».
Dan, que estaba en aquellos momentos en el establo, sonrió.
—¿Cómo te las arreglas para hacer tus trabajos de detective? —preguntó.
—Ya te lo explicaré —fue la respuesta de Pete—. Ven conmigo.
Pete se encaminó, con Dan, a la casita en donde vivían Melinda y Ben. El anciano estaba plantando tomateras en su huerto.
—¡Hola, chicos! —les saludó, afablemente—. ¿Deseáis algo de mí?
Pete le dijo que sí y preguntó:
—¿Entiende usted mucho sobre las furgonetas de transporte de caballos?
—He andado jugando con ellas desde que era un chiquillo —contestó Ben, interrumpiendo el trabajo y apoyándose en la caña en que debía apoyar la tomatera.
Pete sacó, entonces, la astilla de su bolsillo y preguntó:
—¿Diría usted que esta astilla es de una furgoneta?
Ben tomó la astilla, la hizo girar repetidamente entre sus dedos y acabó contestando:
—Sí. Yo diría que sí. Parece una astilla de la portezuela trasera de una de esas furgonetas antiguas.
—¡Entonces tengo la impresión de que Estrella de Polvo se ha escapado de la furgoneta que estuvo a punto de chocar con nosotros, cuando veníamos hacia aquí! —exclamó Pete, con los ojos brillantes de emoción.
—¡Es una buena deducción! —dijo Dan, admirado—. Apuesto algo a que tienes razón. ¿Qué haremos ahora?
Pete repuso que, a la mañana siguiente, irían con la astilla a interrogar a los vecinos. Al oír aquello todos los demás niños dijeron que quería colaborar.
—Entonces lo mejor será que formemos grupos de dos —propuso Pete.
Al día siguiente, después del desayuno, los cuatro Hollister mayores, Carol y Dan se reunieron delante del establo.
—¡Hacer de detective es muy emocionante! —exclamó Carol, mientras Pete iba formando los grupos.
Ricky y Dan formarían un grupo, Pam y Holly otro y Carol y Pete el tercero. Ruth les había dado ya una lista de varios granjeros cercanos. Los niños irían a ver a cada uno de ellos para averiguar si alguno había visto la furgoneta de caballos vacía.
—¿Y si alguien la ha visto? —preguntó Carol.
Pam repuso que, en ese caso, pedirían una descripción del vehículo, y averiguarían qué dirección llevaba el vehículo y qué aspecto tenían el conductor y quiénes le acompañasen.
—Estoy seguro de que averiguaremos algo —afirmó Dan, mientras entraban en el establo a ensillar.
Como Carol y su hermano conocían bien aquellos alrededores, sólo Pam y Holly necesitaron que se les dieran indicaciones. Visitarían dos granjas que estaban carretera abajo. Carol les dijo que una estaba a cosa de media milla del rancho de los Thomas y la otra a una milla.
Las tres parejas de jinetes salieron de la Granja de la Colina de la Jaca montados a caballo. Ricky había elegido a «Duke», su favorito. El pecoso y Dan atajaron por los campos, en dirección a la Granja Acre Verde. Después de cruzar los bosques y chapotear en un arroyo vadoso, los chicos llegaron a las lindes de la granja.
—Nos detendremos delante de los establos —decidió Dan.
Así lo hicieron y un momento después vieron salir a un hombre. Le preguntaron si había visto el coche que marchaba a toda velocidad, remolcando una furgoneta para caballos.
—No lo he visto. Pero ahora ya estoy sobre aviso. Si lo viera, me pondría en contacto con vosotros —prometió el granjero.
—¿A dónde vamos ahora? —preguntó Ricky, mientras él y Dan hacían volver grupas a los caballos y reanudaban la marcha.
—A la granja del señor Jessup que está a unas dos millas de aquí —decidió Dan—. Es un criador de puras sangre.
Al llegar, los chicos vieron a un hombre de cabellos grises y expresión simpática, que estaba en un cercado, domando una yegua negra.
—¡Hola, Dan! —saludó a gritos, al ver a los visitantes—. ¿Habéis salido a dar un paseo?
—Estamos haciendo unos trabajos detectivescos —dijo gravemente Dan, que luego presentó a Ricky y al señor Jessup.
Sin desmontar, los dos muchachitos explicaron por qué habían ido a la granja.
—¿Una furgoneta de caballos vacía? —murmuró el señor Jessup, frotándose, pensativo, el mentón—. Recuerdo haber visto una… ¡Ah, sí! Ahora recuerdo.
Dijo que, varios días atrás, se encontraba conduciendo por la carretera del pantano cuando una furgoneta, de las que sólo tienen cabida para un caballo, estuvo a punto de chocar con él en una hondonada.
—¡Lo mismo que el conductor que vimos nosotros! —exclamó Ricky.
—Parecía tener mucha prisa aquel hombre —dijo el señor Jessup.
—¿Iban dos hombres en el coche? —preguntó Ricky.
—Sí. Pero no los vi bien.
—¿Se fijó usted en algo especial que pueda ser una buena pista? —inquirió Dan.
—El vehículo no era de este estado. Lo noté por la matrícula.
—¿De dónde era? —quiso saber, en seguida, Ricky.
—Con franqueza, no lo sé —repuso el señor Jessup— porque el coche iba demasiado de prisa y levantaba una gran polvareda.
—De todos modos, ya es una buena pista —declaró Ricky—. Muchas gracias.
Por el camino hacia la Granja de la Colina de la Jaca, Dan dijo que aquella información podía ayudar a la policía a seguir la pista del conductor imprudente. Ricky estuvo de acuerdo con su primo y dijo:
—Si «Estrella de Polvo» estuvo viajando en esa furgoneta, podría ser que esos hombres la hubiesen robado.
—¡Cuatreros…! —comentó Dan, muy nervioso—. ¿Crees que estamos en la pista de ladrones de caballos?
—¡Canastos! —gritó Ricky, sintiéndose muy importante—. Oye, ¿a ti te parece que «Estrella de Polvo» se escapó de la furgoneta?
Dan dijo que podía ocurrir que la portezuela posterior se hubiera desprendido y esto hubiera hecho caer la jaca a la carretera. Los dos chicos avanzaron bordeando un maizal y pronto se encontraron en un caminillo sin asfaltar que llevaba a la Granja de la Colina de la Jaca.
—Por ahí viene un chico —advirtió Ricky, mirando al final del camino.
—Es Sam Dulow —contestó Dan, el cual, explicó luego que Sam era un muchacho un poco raro y antipático, cuyos padres trabajaban en una granja cercana—. Siempre tiene el ceño fruncido y parece enfurecido por todo. Muchas veces Sam pega a los chicos más pequeños sin motivo alguno.
—Igual que Joey Brill, en Shoreham —dijo Ricky.
Dan y Ricky avanzaban por el lado del camino opuesto al de Sam Dulow. Pero cuando se aproximaban, el chico corrió a situarse delante de los caballos.
—¡Quietos! ¡Necesito hablar con vosotros! —gritó Sam, torciendo las niñas de los ojos y arrugando enormemente la frente.
—¡Hola, Sam! —saludó Dan.
—¿Quién es el chico que va contigo?
—Ricky Hollister. Su familia está pasando unos días con nosotros. Ricky, te presento a Sam Dulow.
—¡Hola, Sam!
El chico no hizo el menor caso de la presentación. Tan sólo preguntó:
—¿Han traído ellos la jaca pintada?
—No. La encontramos en nuestro prado —contestó Dan—. Pero ¿cómo sabes lo de «Estrella de Polvo»?
—Bah… Las noticias corren muy de prisa por aquí. Me gustaría montar ese caballo alguna vez.
—Nadie podrá montar esa jaca, de momento —dijo Dan—. Está herida.
Sam se aproximó más, para dar un tirón de las riendas de «Duke».
—Déjame pasear en este caballo.
Ricky miró a Dan, sin saber si debía o no desmontar. Como Dan titubeaba, Sam dijo:
—Anda, déjame. No voy a hacer daño a tu caballo.
—Sí, déjale —decidió Dan, a regañadientes—. Que dé un paseo. Pero, por favor, no hagas galopar a «Duke» y vuelve dentro de pocos minutos.
Ricky bajó al suelo y Sam saltó sobre Ja montura. Se puso en marcha al trote, pero no había recorrido ni cincuenta metros, cuando emprendió el galope.
—¡Te he dicho que no hicieras eso! —protestó Dan, indignado—. Hay demasiadas piedras en este camino.
Cuando se hallaba a casi quinientos metros de los otros chicos, Sam dio media vuelta, todavía con el caballo a galope. Cuando pasó junto a los otros dos, Dan dijo:
—Sam, ya has cabalgado bastante. ¡Deja el caballo a Ricky!
—¿Quién lo dice? —masculló el chico con malos modales, mientras pasaba junto a los otros dos, sin detenerse—. Quiero dar un largo paseo.
—Tenemos que volver a casa —dijo Dan—. Deja que Ricky monte ahora.
Sin molestarse en contestar, Sam hizo dar media vuelta a «Duke», dispuesto a hacer otra carrera, camino abajo.
—Más vale que desmontes —dijo Dan, encamado de rabia.
—¡A ver si me obligas! —fue la contestación del otro.
—Muy bien… Si tú quieres… —Dan colocó ambas manos ante la boca, a modo de bocina, y gritó a «Duke»—: ¡Líbrate de él, pronto!
«Duke» se detuvo en seco, haciendo que Sam estuviera a punto de saltar por encima de las crines, y a continuación inició una serie de cabriolas y giros, mientras Sam se sujetaba con todas sus fuerzas, aterrado. Aquélla era una de las hazañas circenses que «Duke» sabía hacer.
—¡Detenedle! ¡Detenedle! ¡Bajaré! —aulló el despavorido Sam.
—¿Ya te basta? —preguntó Dan.
—Síiii. Haz que se pare este loco.
Con unas pocas palabras apaciguadoras, pronunciadas en voz baja, Dan calmó al hermoso caballito. Sam bajó a tierra, temblando.
Ricky volvió a ocupar su puesto sobre el caballo, pero no se había puesto aún en camino ninguno de los chicos, cuando Sam levantó un puño amenazador en dirección a ellos.
—¡Me las pagaréis! —gritó—. Tengo amigos que os causarán complicaciones.