Con un fuerte empellón, Joey se desprendió del forastero que decía ser primo de los Hollister. Mientras el chico huía a toda velocidad, el hombre se volvió para ayudar a Pam y Holly a salir del agua. Luego ató la canoa.
—Soy Charles Thomas —dijo, presentándose—. Mi esposa es Ruth, prima de vuestra madre.
Pam y Holly le sonrieron.
—Nos alegra conocerte —dijeron las dos niñas. Y Pam añadió:
—Muchas gracias por haber espantado a esos chicos.
—¿Cómo nos has conocido, señor Thomas? —inquirió Holly, sacudiendo sus trencitas.
—Por las fotografías que vuestra madre nos ha enviado. Y a ver si me llamáis Chuck —dijo, sonriendo, al tiempo que echaba a andar junto a las niñas, camino de la casa—. Todo el mundo me llama así.
El señor Thomas era un hombre delgado, de estatura mediana, con cabello rubio, risueños ojos azules, y la piel tostada por el aire y el sol. Cuando llegaron al porche posterior de la casa, la señora Hollister abrió la puerta. Al momento miró sorprendida a las dos niñas, que chorreaban agua por todas partes; luego, al ver al hombre que las acompañaba, sonrió contenta.
—¡Chuck Thomas! —exclamó—. ¡Qué agradable sorpresa!
—¡Hola, Elaine! He tenido negocios inesperados que resolver en la ciudad y se me ocurrió venir a veros. Ruth pensaba escribiros una carta muy especial, pero ahora yo os traigo el mensaje en persona. ¡Y vaya un recibimiento que he tenido! —añadió, riendo—. ¡Las dos niñas han sido arrojadas al agua!
—Joey y Will lo han hecho —explicó Pam, contando a continuación, todo lo ocurrido.
—Estoy segura de que Graham no se encuentra en la isla —comentó la madre—. Bien. Id a poneros ropas secas.
Pam y Holly entraron en la casa y subieron a su dormitorio. Cuando volvieron a bajar, su madre se había enzarzado en una animada conversación con Chuck Thomas.
—Háblame de tu familia —pidió ella, mientras sus hijas se sentaban.
Chuck Thomas contestó que Ruth estaba bien, así como sus dos hijos.
—¿Qué edad tienen ahora?
—Dan tiene doce años y Carol ocho —contestó Chuck a la señora Hollister—. Deben de ser como tus niñas.
El visitante explicó que había llegado por avión a Shoreham, desde una granja de caballos que había comprado hacía poco. Se encontraba a varios cientos de millas de allí.
—Se llama Granja de la Colina de la Jaca.
—¡Qué nombre tan bonito! —exclamó Holly, a quien entusiasmaba todo lo relativo a los caballos.
—¿Y qué clase de caballos tienes?
—Caballos de carreras, principalmente —respondió Chuck—, y nos divertimos mucho con ese trabajo. Hoy se efectuaba una importante venta de ganado cerca de Shoreham. Eso es lo que me ha traído aquí.
—¿Y tú has comprado algo? —quiso saber Holly.
—Dos caballos. He encargado que me los envíen a la granja.
—Quédate a cenar con nosotros y pasa la noche en casa —invitó la señora Hollister—. John querrá verte.
—Yo también quiero verle —dijo una vocecilla desde el pasillo.
Todo el mundo volvió la cabeza. La chiquitina Sue estaba bajando las escaleras, con los zapatos en la mano.
—Aquí tienes a la menor de los Hollister —dijo la señora Hollister, presentando a Sue—. Viene de echar un sueñecito. Acércate, hijita.
Al principio, la pequeña se aproximó con timidez y se sentó en el regazo de su madre, mientras la señora Hollister la calzaba. Luego fue acercándose a Chuck y, a los pocos minutos, estaba sentada en sus rodillas.
—¿Tienes caballitos de verdad en tu rancho? —preguntó.
—Sí. Y estoy seguro de que te gustaría montar en uno de ellos —sonrió Chuck.
Sue le contó que Pete y Pam le habían comprado un caballito de balancín.
—Y si hago «pláticas» con «Muchacho Misterioso», luego podré montar caballos de verdad, como los tuyos.
—Claro que podrás —aseguró Chuck.
Cuando Pete y Ricky llegaron a casa, justamente con el señor Hollister, se alegraron tanto como sus hermanas de la visita del primo.
—¡Es más simpático! —susurró Pam a Pete—. Me gustaría saber si sus hijos son como él.
Pam estaba extrañada de no haber oído hablar ante sobre Dan y Carol y se llevó a su madre a un lado para preguntárselo. La señora Hollister explico que su prima Ruth y Chuck sólo llevaban dos años casados. Antes, Ruth había sido maestra de escuela durante varios años. Después de casarse adoptaron a Dan y Carol que eran dos huérfanos que acudían a la escuela de Ruth.
—¡Qué bien! —aplaudió Pam—. ¿Dan y Carol son hermanos?
—Sí —contestó la madre.
En ese momento Ricky estaba diciendo:
—¡Imagínate si pudiéramos vivir en un rancho de caballos! Dan y Carol tienen mucha suerte.
—Ruth y yo también somos afortunados por tenerles a ellos —sonrió Chuck.
El primo de los Hollister continuó entreteniendo a los niños con explicaciones sobre el rancho, hasta que la cena estuvo preparada y también mientras cenaban. Tan bonito era lo que explicaba que Sue acabó afirmando:
—Debe de ser el sitio más «percioso» del mundo.
Chuck se echó a reír:
—A Ruth y a mí nos gustaría daros la oportunidad de conocerlo. ¿Por qué no venís a visitarnos pronto?
—¡Claro que sí! —dijo Ricky, entusiasmado.
El señor y la señora Hollister se miraron, pero aún no habían tenido tiempo de contestar nada cuando sus cinco hijos ya habían aceptado la invitación. El primo se echó a reír a carcajadas.
—Tendréis que ir, puesto que ha habido unanimidad —dijo haciendo un guiño a los señores Hollister.
—Iremos —contestó el padre de los Hollister—. ¿Qué momento te parece más oportuno para la visita?
Chuck dijo que en las granjas de los alrededores de la Granja de la Colina de la Jaca, se celebraría, al cabo de dos semanas, una exhibición caballar.
—Os gustaría verlo. Todos los festejos son infantiles. Sé que los Hollister lo pasaríais muy bien.
En ese momento, una voz que sonó desde una de las ventanas, dejó a todos asombrados.
—Si queréis divertiros, debéis ir —dijo la voz.
—Pero ¿qué es eso? —preguntó la señora Hollister, levantando la cabeza, con extrañeza.
Pete se levantó de la mesa y corrió a la ventana.
—No veo a nadie —dijo, perplejo.
Los niños se apresuraron a pedir permiso para levantarse de la mesa y salieron de la casa. Estuvieron buscando entre los arbustos que crecían bajo la ventana de la que había brotado la voz. A los pocos minutos volvían. Holly entró, diciendo:
—No hemos podido encontrar a nadie. Debe de haberse ido.
—¿Quién sería? —murmuró Pam, realmente atónita.
—Probablemente alguno de vuestros amigos —opinó la madre.
Sonriendo, Chuck Thomas dijo:
—Puede haber sido un duende o un gnomo. De todos modos, en lo que ha dicho tenía razón. Si queréis divertiros, debéis venir a mi rancho.
—Iremos, iremos —afirmó Pete.
Chuck habló a su familia de los campos, los prados y los establos en donde tenía a los animales.
—Os gustará conocer a Ben y a Melinda, el matrimonio de edad que trabaja para mí. Os agradarán. Me ayudan a plantar y cultivar los jardines, y Ben, además, se ocupa de la cría de los animales.
Poco antes de acostarse, los Hollister y su huésped se sentaron en el porche, a disfrutar de la larga tarde veraniega. Chuck dijo que debía levantarse temprano para tomar el avión y el señor Hollister se ofreció a llevarle en coche al aeropuerto.
El señor Thomas se volvió luego a los chicos y con ojos brillantes, preguntó:
—¿Qué pensáis hacer con el chico que arrojó a vuestras hermanas al lago?
—¡Me gustaría hacerle una jugarreta! —confesó Pete.
De repente, Ricky prorrumpió en un grito de guerra y añadió:
—¡Ya sé qué podemos hacer!
—¿Qué? —preguntaron todos sus hermanos a un tiempo.
Ricky soltó una risilla contenida, antes de añadir:
—Primero voy a contárselo a Chuck. Si a él le gusta, mañana os lo diré.
—¡Anda, Ricky! Dínoslo ahora —pidió Holly.
—No. Será una sorpresa —contestó el pecoso, con aires de superioridad, llevándose al primo aparte, para contarle su idea.
Chuck rió de buena gana y acabó diciendo:
—Es una gran ocurrencia.
Cuando la señora Hollister decidió que era hora de acostarse, los niños dieron las buenas noches y se fueron a la cama. Cuando se levantaron a desayunar, su padre ya había acompañado al primo Chuck al aeropuerto.
—¡Qué simpático es! —comentó Pam, refiriéndose a Chuck—. Estoy deseando ir al rancho.
—Pero antes de irnos tenemos que arreglar cuentas con Joey —dijo Ricky. Y mientras su hermano y las niñas escuchaban, él les puso al corriente de su plan.
—¡Estupendo! —exclamó Pam—. Y ya sé… Mamá tiene unas sábanas viejas en la buhardilla.
Mientras los hermanos Hollister se preparaban para la broma que pensaban gastar, Joey Brill estaba muy contento, recordando la sucia jugarreta que había gastado a Pam y Holly. Estaba sentado en la sala de su casa, viendo la televisión con Will Wilson.
—¡Ja, ja! Pam y Holly van a tardar mucho tiempo en encontrar a Graham Stone —decía el chicazo—. Las dejé tan empapadas que ni siquiera pudieron ir a ver la Isla Zarzamora.
—No le encontrarán nunca —opinó Will, entre risillas.
De repente se oyó un golpeteo en la puerta.
—Ve a abrir tú —ordenó Joey.
—Es tu casa —le contestó, molesto, Will—. Abre tú, Joey.
—Está bien, hombre…
El chico abrió la puerta y miró a su alrededor. No se veía a nadie. Pero en el suelo encontró un sobre dirigido a él. Joey lo recogió y entró en la casa.
—Mira, Will. Una carta para mí.
—¿Qué dice?
—Baja el tono de la tele y te la leeré —contestó Joey, rompiendo el sobre. El contenido de la carta le hizo lanzar un silbido de asombro—. Escucha esto, Will: «El tesoro de la vieja Granja Stone te está esperando. Si no vas a buscarlo inmediatamente le diré a los Hollister dónde está». Lo firma el señor X.
En la otra cara del papel se veía un dibujo de la vieja casa. Una línea de puntos atravesaba la puerta, pasaba por las escaleras y llegaba a un armario de un dormitorio del fondo.
—Alguien quiere tomarte el pelo —opinó Will.
—No estoy seguro. Y, si no vamos nosotros a buscar el tesoro, los Hollister pueden encontrarlo antes. ¡Anda, Will! Iremos juntos.
—Yo no voy —dijo Will.
—¿Qué te pasa? ¿Tienes miedo?
—No es eso —repuso Will, algo nervioso—. Pero he oído decir tantas cosas sobre esa casa… Puedes ir solo.
—¿Quién? ¿Yo? —murmuró Joey, bastante indeciso.
—Claro. Tú eres muy valiente —le retó Will—. A ti no te asusta nada. ¿A que no?
—Pues… Pues, no —masculló el camorrista, intentando armarse de valor.
—Entonces, vete solo. Yo me quedaré viendo la televisión hasta que vuelvas.
Joey, que estaba cada vez más nervioso, contestó:
—Es igual. Ya iré más tarde.
—¡Ve ahora, hombre! —insistió su amigo—. ¿O vas a decirme que tienes miedo de los fantasmas?
—¡Claro que no!
Joey salió de la casa, bajó los escalones del porche y saltó a su bicicleta. Quince minutos más tarde se detenía ante la vieja granja y dejaba la bicicleta apoyada en un árbol. No se veía a nadie. Joey se aproximó con cautela. Mientras él subía, las escaleras rechinaron, tenebrosas. Joey se detuvo a escuchar. ¡Qué miedo tenía! Pero el pensar en que los Hollister pudieran encontrar el tesoro le hizo armarse de valor. De puntillas atravesó la puerta que estaba abierta, y subió hacia el piso alto tan silenciosamente como pudo. De repente, empezó a sonar una campanilla.
—¿Qué es eso? —gritó el chico.
Nadie le respondió más que el eco, en las habitaciones vacías. El camorrista empezó a temblar. Habría echado a correr escaleras abajo, pero estaba demasiado cerca del tesoro. Mientras entraba en la habitación del fondo, a Joey le pareció oír un gemido apagado. Empezaron a castañetearle los dientes.
—Pu… pu… puede que haya un verdadero fantasma aquí… —dijo, mientras se acercaba, temblando, al armario.
En aquel mismo momento, una voz lejana dijo:
—Antes de apoderarte del tesoro, debes decir dónde está Graham Stone.
El chicazo dio un salto de terror.
—No… No lo sé. Se… Se marchó en el tren.
—Si dices la verdad, puedes abrir el armario —dijo la voz.
Los dedos de Joey, que temblaban como una jalea, se apoyaron en el pomo de la puerta. El corazón le latía apresuradamente. Decidiéndose, Joey abrió la puerta de golpe y dio un alarido de angustia.
¡Ante él se encontraban dos siluetas vestidas de blanco! Los dos seres misteriosos levantaron los brazos y aullaron tenebrosamente.
—¡Uuuuuuh!
—¡Fantasmas! —chilló Joey.
Dio media vuelta y, más veloz que un rayo, bajó las escaleras, perseguido por los dos seres de ultratumba. Estaba en los últimos escalones cuando el miedo le hizo tropezar y rodar hasta el piso bajo.
¡Patapuuum! Al llegar al suelo, Joey se levantó, visto y no visto, y salió al porche. Atravesó el prado, siempre corriendo, saltó a su bicicleta y se alejó a toda velocidad.