PROBLEMAS CON LOS BOMBEROS

Mientras bajaba de puntillas, detrás del señor Hollister, las escaleras casi sin iluminar, Pete escuchaba atentamente. «Zip» seguía ladrando y acompañaban los ladridos un crujido extraño. Pam, que iba pisando los talones a Pete, cuchicheó a su hermano:

—¿Qué supones que será?

Pete tuvo que confesar que no podía imaginarse de qué se trataba. Si había algún ladrón en la casa, «Zip» ya debiera haberle atrapado. Y respecto a los aullidos… Eso era algo que el perro sólo hacía cuando estaba preocupado.

Antes de que el señor Hollister hubiera llegado al último escalón, toda su familia, menos Sue, se encontraba en las escaleras, tras él. El señor Hollister encendió la luz de la sala.

¡Lo que vieron fue algo sorprendente! «Zip» estaba agazapado en el suelo, mirando con ojos muy abiertos al caballo de balancín, que se mecía solo.

—¡Cangrejos! ¡Es un caballo mágico! —exclamó Ricky, mientras todos se agolpaban alrededor del juguete.

—¿Qué es lo que le ha hecho balancearse? —preguntó Pam.

—Alguien ha debido de ponerlo en movimiento —repuso el padre.

—Puede que haya algún extraño en casa —dijo la señora Hollister, mirando, inquieta, a todos los rincones.

—Inspeccionaremos la casa —anunció su marido—. Vosotros quedaos aquí. ¡Vamos, «Zip»!

Él y su fiel perro pastor buscaron por todas las habitaciones de la planta baja y luego bajaron al sótano. Al volver a la sala, el señor Hollister dijo:

—No hay nadie por ninguna parte.

Súbitamente, Holly preguntó:

—¿No podría ser que Joey Brill haya entrado en casa para quitarnos el caballito, y «Zip» le haya asustado?

Su padre no estaba de acuerdo con aquella suposición.

—Son las tres de la madrugada —dijo, consultando su reloj de pulsera—. Joey no andará por ahí a estas horas.

—Entonces, ¿quién ha hecho balancearse al caballito? —insistió Holly.

—Yo creí que el mismo «Zip» lo habría movido con el morro —dijo la señora Hollister—. Pero veo que el caballo sigue meciéndose.

—Debe de tener dentro alguna maquinaria que lo hace seguir moviéndose —opinó Pete—. Si no, se habría parado hace rato.

—Lo que hay que hacer es desmontar el caballo —decidió Ricky.

Pero el señor Hollister consideró que lo más oportuno era volver a la cama.

—Podéis examinar el caballo mañana, cuando volvamos de la iglesia. Ahora, todo el mundo arriba —ordenó.

Mientras toda la familia subía las escaleras, Pete comentó:

—Es una pena que Graham no sepa nada de esto.

—Es cierto —concordó el padre.

Al día siguiente, después de regresar de la iglesia, los Hollister se sentaron a comer. La conversación giró en seguida en torno al caballito.

—¿Vamos a «saminarle» esta tarde? —preguntó Sue, mientras se comía un pudín de chocolate cubierto con crema batida.

—Eso es lo que Pete y yo planeamos hacer —dijo Ricky, con aires de importancia—. ¿Nos ayudarás, papá?

El señor Hollister contestó que lo haría con mucho gusto. Cuando terminó la comida, los dos chicos le ayudaron a bajar el caballito por las escaleras del sótano. Colocaron el juguete sobre el banco de carpintero y lo examinaron con atención para ver por dónde podía desmontarse.

Las niñas también deseaban observar, pero su padre les dijo que el taller resultaba demasiado pequeño para tanta gente. Si él y los muchachos encontraban algo interesante dentro del caballo, las avisarían.

Las tres niñas salieron al jardín. Holly, que estaba aburrida, tomó un palo de croquet y empezó a golpear las pelotas. A una de ellas le dio con tanta fuerza que rodó por el camino de coches hasta la calle, y cruzó la acera. Cuando corría a buscar su pelota, Holly vio pasar al autobús. Al mirar al interior del vehículo, la niña ahogó una exclamación.

¡Uno de los pasajeros era Graham Stone! El muchacho no vio a Holly porque iba mirando al frente. En cuanto recogió su pelota, Holly corrió a contar lo que había visto a sus hermanas.

—¿Estás segura de que era Graham? —preguntó Pam.

Cuando Holly insistió en que lo era, las tres niñas entraron en casa para informar a su madre.

—¡Tenemos que encontrarle! —apremió Pam—. Mamá, el autobús va a la estación. Puede que Graham se marche de aquí.

Sue se puso tan nerviosa, sin saber por qué, que empezó a dar saltitos, al tiempo que gritaba:

—¡Vamos «in siguida»! ¡Vamos «in siguida»!

—Está bien —accedió la madre—. Mientras yo saco el coche, id a decirle a papá que vamos a la ciudad.

La señora Hollister fue apresuradamente al garaje y sacó la furgoneta. Las niñas salieron por la puerta trasera y saltaron al vehículo. Pam puso a Sue sobre sus rodillas, y de este modo, todas fueron sentadas delante. Un minuto después la señora Hollister conducía por la calle mayor, camino de la estación ferroviaria.

—¡Qué lástima! —murmuró Pam, cuando se vieron obligadas a detenerse a causa de un semáforo con la luz roja—. Si el autobús nos lleva demasiada delantera, puede que Graham se vaya en el tren sin que nosotras podamos verle.

Comprendiendo que esto era cierto, la señora Hollister condujo con toda la rapidez que le permitía la ley, pero encontraron aún otros dos semáforos con luz roja antes de llegar al centro de la ciudad.

—Creo que llegaremos a tiempo —dijo la señora Hollister cuando se acercaban al centro de la ciudad.

En ese mismo instante se oyó sonar la sirena de un coche de bomberos. Inmediatamente, la señora Hollister hizo ascender el coche sobre el bordillo.

—¡Vaya! Confiemos en que esto no nos retrase demasiado.

—Pero ¿dónde están los coches de bomberos? —preguntó Holly—. No hay nada delante de nosotros, mamá.

Pam, mirando por el espejo retrovisor, dijo:

—Ni detrás.

Pero la sirena de los bomberos sonaba cada vez con más fuerza y pronto, por la esquina, directamente en frente de ellas, apareció un extremo de una escala de incendios y en seguida todo el gran coche, que fue a detenerse precisamente delante del coche de las Hollister, bloqueándoles el paso. Detrás rugían otros dos vehículos, anulando toda posibilidad de retirada. El jefe de bomberos llegó en un grande y reluciente coche rojo, cuyo conductor aparcó enfrente. Las niñas dieron un gritito de sorpresa al ver que los bomberos saltaban fuera de sus coches y corrían al interior del edificio ante el cual estaba aparcada su furgoneta.

—Yo quiero ver el «icendio» —exigió Sue, olvidando por completo que convenía ver a Graham para hablarle del caballito, antes de que saliera de la ciudad.

—Pero Graham puede marcharse sin que nosotras hayamos llegado a tiempo de verle —se lamentó la madre—. Vamos a hablar con el jefe, a ver si nos permiten sacar de aquí el coche.

Todo el mundo salió de la furgoneta y la señora Hollister tomó a Sue y a Holly de la mano. Levantando la cabeza pudieron ver que salía humo del tercer piso de una casa de tres plantas. Mientras el jefe vociferaba órdenes, los bomberos entraban en el edificio, corriendo, cargados con mangueras y hachas.

Cuando, al fin, el jefe quedó solo, la señora Hollister se aproximó a él para decirle:

—Nuestra furgoneta ha quedado bloqueada por los vehículos de ustedes. ¿Habría posibilidad de sacarla?

—Lo siento, señora. No puede hacerse nada hasta que se sofoque el incendio —dijo el hombre—. No nos es posible ir a apartar nuestros camiones en estos momentos. Ha tenido usted mala suerte al aparcar en un lugar tan inadecuado.

—Lamento haberle molestado, pero era de suma importancia para nosotros llegar a la estación inmediatamente.

—Es muy «improtantísimo» —aseguró Sue, mirando fijamente al hombre.

—Entonces, haré que uno de mis hombres las lleve allí. Vengan conmigo.

—Muchísimas gracias —dijo la señora Hollister, agradecida—. Volveremos a buscar nuestro coche más tarde.

—Jack —llamó el jefe de bomberos—, llévate inmediatamente a estas personas a la estación. Hemos bloqueado su coche.

El joven llamado Jack asintió y volvió junto al coche rojo, para abrir la portezuela posterior. La señora Hollister y sus tres hijas entraron. Al ponerse en marcha, aulló la sirena del coche, produciendo escalofríos a las niñas.

—¡Ooooh! ¡Qué divertido! —exclamó Holly.

—Es emocionante —declaró Pam—. Pete y Ricky van a sentir no haber estado aquí.

El coche del jefe de bomberos era muy rápido y llegó a la estación en dos minutos. Un tren esperaba la hora de salida.

—¡Rápido! —gritó Holly.

La señora Hollister dio las gracias, mientras el chófer les abría la puerta: La madre y sus hijas salieron rápidamente y miraron a uno y otro lado. De repente el tren se puso en marcha.

—¡Ahí está Graham! —anunció en aquel momento la señora Hollister, señalando a un muchacho que acababa de saltar al estribo de uno de los vagones delanteros.

—¡Graham! ¡Graham! ¡Espera! —le llamó Holly, corriendo hacia él.

El chico se detuvo un instante en el estribo, pero en seguida desapareció dentro del vagón. El tren ganó velocidad, mientras la señora Hollister y las niñas permanecían junto a las vías, inmóviles y tristes.

—¿Por qué crees que no se ha parado a hablar con nosotras? —dijo Pam, sintiéndose muy desalentada.

—No podría esperar al otro tren —reflexionó Holly.

Pero la madre comentó:

—Realmente, es misterioso. Quizá no nos ha reconocido.

Mientras volvían al interior de la estación, Pam dijo:

—Puede que el taquillero nos diga a dónde iba Graham. Así podremos escribirle.

La señora Hollister preguntó en la taquilla, pero el empleado aseguró que ningún joven le había comprado un billete.

—Tal vez tenía billete de vuelta, comprado en el lugar de donde vino —sugirió el hombre.

—¿A dónde iba ese tren? —preguntó Holly.

—A los estados del Sur.

—Entonces Graham vuelve a su trabajo —afirmó Pam—. ¿En dónde será?

Las cuatro Hollister tomaron un taxi para volver al lugar en donde habían dejado su furgoneta. El incendio se había sofocado y ya se iban los bomberos. El jefe, al verlas, se aproximó para comentar en tono de sorpresa:

—Yo creí que iban a tomar el tren.

La señora Hollister sonrió al explicar:

—Quería evitar que otra persona lo tomase. Ha sido usted muy amable.

—No tuvo importancia. Después de todo, yo fui quien les causó la molestia.

La señora Hollister y las niñas subieron a su coche. Al llegar a casa, Pam fue la primera en entrar. ¡Qué alboroto se oía en el sótano!

—¿Qué pasa? —preguntó a gritos, desde arriba.

—Acabamos de hacer un descubrimiento terrorífico —replicó su hermano mayor—. ¡Ven y mira!

Pam descendió a toda prisa, seguida de su madre y sus hermanas. El señor Hollister y los chicos estaban ante el banco de carpintero donde se encontraba el caballito de madera, dividido en dos partes.

—Han operado al «Muchacho Misterioso» —bromeó Holly, riendo.

—¿Tenía «pindicitis»? —quiso saber Sue, que en seguida se volvió a las escaleras, diciendo—: Voy a traer el botiquín, de las muñecas y os ayudaré a curar al caballito.

—No es necesario —dijo el señor Hollister, levantando en vilo a la chiquitina—. El «Muchacho Misterioso» tenía un secreto dentro.

—¡Canastos, no sabéis lo que hemos encontrado! Un millón de maquinarias —afirmó el exagerado de Ricky.

Algo había de eso. En lo que podría llamarse el vientre del animal, se veía una serie de ruedas y engranajes. Las niñas contemplaron aquello con ojos tan redondos como huevos.

—¿Para qué es esto? —inquirió Pam, curiosa.

—Es un mecanismo de balancín muy perfecto —repuso el padre—. Se toca un determinado botón y el caballo se balancea largo rato. Es un verdadero invento.

—¿Y cuál es el principio de mecánica que lo hace funcionar, papá? —quiso saber Pete.

El señor Hollister estudió el mecanismo con atención, antes de contestar:

—Un engranaje de tren está conectado a un péndulo con un peso suspendido en su extremo. La oscilación de péndulo produce un movimiento similar en el engranaje de tren. Esto hace que los balancines se muevan.

—No he entendido una palabra, pero me parece un invento muy interesante —dijo Pam, riendo.

—¡Y además hay otra cosa! —anunció Ricky—. Papá ha encontrado esto dentro del caballo.

El niño abrió la mano, mostrando un rollito de papel que extendió sobre el banco.

—¿Qué es? —preguntó Holly.

—El plano de una valiosa invención —contestó el señor Hollister—. He visto muchos caballos de balancín en mi juventud, pero nunca vi uno tan extraordinario como el «Muchacho Misterioso». Cuando localicemos a Graham, le hablaremos de ello. Si puede encontrar comprador, este invento le hará rico.

—¡Apuesto algo a que es el tesoro que todo el mundo decía que estaba escondido en la vieja granja! —dijo Pete.

Mientras oían estos comentarios, las niñas mascullaron palabras malhumoradas. Al fin, Pam explicó:

—Graham se ha ido.

—Puede que nunca volvamos a verle —añadió Holly.