El subastador levantó la maza. Y estaba a punto de dejarla caer sobre la mesa, indicando que daba por terminada la venta, cuando Pete gritó:
—¡Doce dólares!
—¿Qué ha sido eso? —preguntó el señor Howe.
Mientras Pete repetía su oferta, Joey Brill prorrumpió en un grito de protesta.
—¡Si yo ya había ganado el caballo! —se lamentó—. No se puede hacer eso.
—El artículo no te había sido otorgado aún —dijo el señor Howe—. Ofrecen doce dólares. ¿Hay quien dé más? De lo contrario… ¿Hay quién dé más? Dos… ¿Hay quién dé más?… ¡Tres! El caballo es para Pete Hollister.
Con un mazazo sobre la mesa, el subastador dio por concluida la venta.
—¡Eso no es justo! —protestó Joey Brill.
Pero el señor Howe no le hizo el menor caso.
Pete y Ricky fueron a pagar y volvieron con el caballo. Haciendo un guiño a su padre, el hermano mayor dijo:
—Muchas gracias por los dos dólares, papá. Los ganaremos para devolvértelos.
—Podréis ganarlos trabajando en el Centro Comercial —sonrió el señor Hollister.
Muchas veces Pete iba a ayudar a su padre en la tienda, al salir de la escuela y los sábados, para ganar algún dinero.
—Mira —dijo Pam, volviendo la graciosa carita de su hermana hacia la suya—. Tenemos un caballo para que tú cabalgues, Sue.
—¿Es para mí? —exclamó la pequeñita, entusiasmada—. ¿Tú y Pete lo habéis «crompado» para mí?
Ellos contestaron que sí y Sue se puso de puntillas para besarles, agradecida. Luego, con una risilla, Sue preguntó:
—¿Creéis que a «Domingo» le gustará jugar con este caballo?
—Claro que sí. Serán buenos amigos —contestó Pam, riendo.
Ya Joey y sus padres habían echado a andar hacia donde tenían aparcado el coche. Cuando el mal intencionado chicazo pasó cerca de Pete, le cuchicheó:
—¡Vais a pagarme esto!
Y en seguida, sin que nadie se lo imaginara, Joey se agachó para coger la campanilla y golpearla contra la cazuela.
¡CLANG! ¡Qué estrépito! El subastador interrumpió su trabajo y todo el mundo se volvió a mirar. Los Hollister comprendieron que los presentes les culpaban a ellos de lo que acababa de ocurrir. Pete estaba muy indignado y echó a correr tras el camorrista, pero antes de que hubiera podido alcanzarle, Joey se metió en el coche de sus padres. Unos segundos después, llegaban los señores Brill y toda la familia se marchó en el coche. Desde la ventanilla, Joey hacía muecas burlonas a Pete.
Pam se acercó a su hermano y dijo, con un suspiro:
—Me alegro de que Joey se haya ido. Además, es demasiado grandullón para este caballo.
—Lo único que él quería era impedir que nosotros lo tuviésemos —declaró Pete—. Pero no se ha salido con la suya, gracias a papá.
Mientras continuaba la subasta, Holly y Sue se turnaron para montar en el caballo. Al cabo de un rato, cuando se cansaron del juego, Holly dijo a su hermanita:
—Vamos a ver qué hay detrás de la casa.
Tomando a Sue de la mano, se dirigió a un lateral del edificio. En la parte posterior, el jardín estaba lleno de altas hierbas, en medio de las cuales crecía un manzano. Algunas de sus nudosas ramas colgaban hasta el suelo.
—¡Mira! De esa rama cuelga una cuerda —dijo Holly—. Tal vez podamos columpiarnos en ella.
—Vamos a probar —propuso alegremente la pequeñita, asiéndose con fuerza a la cuerda.
—Tú agárrate con fuerza y yo te empujaré —dijo Holly.
Y Sue apretó sus manos con más fuerza, para no soltar la cuerda.
—¡Qué «divirtido»! —gritó Sue, con deleite, columpiándose.
Cuando la chiquitina se cansó, dejó caer la cuerda al suelo. Holly empezó a trepar por el tronco del árbol.
—Yo quiero bajar resbalando por la cuerda —dijo.
Trepando de una rama a otra, logró llegar a aquella a la que estaba atada la cuerda. Aquella rama estaba a unos tres metros del suelo.
—Ahora figura que soy un bombero y la cuerda es la escala de bomberos —informó Holly a Sue—. Cuando yo baje, tú haces un ruido como el de una campana de incendios. ¡Que vooy!
—¡Ling, ling, ling! —replicó Sue.
De pronto se escuchó un desgarrón. Una de las hebras de la cuerda se había roto. ¡Crash! Otra hebra se partió. Holly miró hacia arriba, asustada. ¡Justamente por encima de su cabeza, la cuerda se estaba partiendo!
—¡Socorro! ¡Socorro! —gritó—. ¡Me voy a caer!
Sue estaba tan asustada que no sabía qué hacer.
—¡Quieta! ¡Yo te ayudaré! —se ofreció un muchacho.
El chico que llegó corriendo por el patio tendría unos dieciséis años y vestía camisa blanca y pantalones negros. Según corría dejó caer una maletita que llevaba en la mano.
Se estaba partiendo el último cabo de la cuerda cuando el chico llegó al manzano y extendió los brazos para que Holly cayera en ellos. El impacto hizo que los dos rodaran por el suelo, pero sin hacerse daño.
—¡Vaya! —exclamó él, lanzando un silbido, mientras se ponía en pie y ayudaba a Holly a que le imitase—. ¡Por cuán poco…!
—Es verdad —sonrió Holly, tímidamente—. Muchas gracias por salvarme. Yo no sabía que la cuerda estaba podrida.
—¡Cuerda malísima! —regañó Sue, agitando un puño ante el pedazo de soga que había caído al suelo.
Los gritos que diera Holly pidiendo socorro, habían atraído a toda su familia, que pudo presenciar cómo el desconocido la salvaba. La señora Hollister dio al chico las gracias por haber evitado que Holly sufriera un serio batacazo.
—Ha sido un placer ayudarla —sonrió él—. Cuando era niño, yo también solía jugar aquí.
—¿Tú escalabas por una cuerda? —inquirió Sue.
—Sí. Y apuesto algo a que éste es un pedazo de la vieja cuerda que yo empleaba.
Los Hollister se presentaron al muchacho y éste, a su vez, les dijo que era Graham Stone, el nieto del señor Stone que muriera el pasado mes.
—Lamentamos mucho la muerte de tu abuelo —le dijo la señora Hollister.
—Yo también —contestó él, gravemente—. El abuelo era un hombre muy bueno, pero la gente no le comprendía. Yo no le había vuelto a ver desde que tenía la edad de Ricky.
—¿Por qué? —preguntó el pecoso, extrañado.
—¡Chiiist! —siseó Pam, recordando que Graham era huérfano y que ahora que se le había muerto el abuelo, seguramente no tenía ningún pariente que le amase.
Graham, que oyó a Pam, sonrió y dijo:
—No me importa explicarlo.
Y dijo a los Hollister que había vivido en el Sur desde que tenía siete años. Como sus padres habían sido pobres, nunca pudieron permitirse el lujo de hacer un viaje a Shoreham. Y el anciano señor Stone no estuvo nunca lo bastante fuerte para hacer un viaje al Sur. Hacía dos años que murieron los padres de Graham.
—Cuando ocurrió eso —continuó el muchacho— mi abuelo me ofreció su casa. Mis padres no me habían dejado dinero, pero yo sabía que el abuelo casi no tenía ni para vivir él. De modo que busqué un trabajo en mi ciudad. Tenía habitación, comida y un poco de dinero.
—Lo que hiciste es una cosa digna de admiración —exclamó la señora Hollister.
El joven miró al suelo.
—No podía hacer otra cosa —dijo, con modestia—. Quería terminar los estudios en la escuela superior. Y todavía me faltan dos años. De todos modos…, tendré que ahorrar para ingresar en la universidad. Quiero ser veterinario.
—¿Quieres decir que serás médico de animales? —preguntó Pete.
—Eso es.
—Te darán mucho dinero en la subasta, Graham —dijo Pete, deseoso de tranquilizar al muchacho—. Y te servirá para ir a la universidad.
—La subasta ha sido una sorpresa para mí —repuso Graham, muy serio.
Y añadió que no había tenido noticias de la muerte de su abuelo hasta aquella misma mañana, cuando llegó a Shoreham.
—¡Cuánto lo lamento! —exclamó la señora Hollister, amablemente.
Hacía cinco semanas, explicó Graham, había recibido una carta del anciano señor Stone, diciendo que no se encontraba muy bien. Preocupado, Graham, cuando terminaron las clases, sacó todos sus ahorros del banco. Entonces emprendió el viaje a Shoreham y, al llegar, se enteró de la triste nueva.
—¿Por qué no te escribieron para decírtelo? —preguntó Ricky.
—Seguramente porque nadie conocía mis señas —opinó Graham.
Por el muchachito se enteraron los Hollister de que el viejecito señor Stone había sido muy excéntrico. Entre otras, tenía la costumbre de no guardar nunca un documento ni una carta. De modo que nadie habría podido localizar al nieto, aunque alguien hubiera querido hacerlo.
—¿Montabas en el caballo «apache» cuando venías aquí? —le preguntó Sue.
Graham quedó mirando a la niña, sin entender, hasta que el señor Hollister explicó que su hija se refería al caballito de madera.
—Sí, sí. Claro —contestó, entonces—. Lo montaba muchas veces. El abuelo me lo hizo imitando a un verdadero caballo apalache que había visto.
—Nosotros lo hemos comprado hoy —le explicó Holly—. ¿Tú le llamabas de alguna manera especial?
—Creo que de niño sólo le llamaba «Caballito» —sonrió Graham.
Cuanto más hablaban con él, más simpático encontraban los Hollister al muchacho. Hasta que Ricky resolvió que debía hacerle una importante pregunta.
—¿Es verdad que esta casa está encantada?
—Nada de eso —repuso Graham, risueño.
Según dijo, su abuelo había sido muy aficionado a inventar artilugios y se divertía gastando bromas a sus visitantes.
—El abuelo sabía hacer que las persianas se batieran solas y que la escalera rechinase —explicó, con una risilla—. En la buhardilla tenía un búho mecánico que ululaba en cuanto alguien abría la puerta.
Los Hollister se echaron a reír y Ricky preguntó, muy interesado, si todas aquellas cosas seguían en la casa.
—Supongo que no, pero podemos mirar —se ofreció Graham—. Primero en el granero.
La señora Hollister deseaba volver a la sala de subasta para adquirir algunos objetos de cristal. Graham se ofreció a quedarse con los niños.
A través de las altas hierbas, les condujo hasta el viejo granero rojo que estaba construido junto a la falda de una colina. Holly, Ricky y Sue entraron delante.
—Aquí es donde yo me divertía más —dijo Graham, hablando con Pam y Pete; y, sonriendo, señaló el granero—. Hay algo escondido aquí, que sé os gustará.
—¿Qué es? —preguntaron los dos hermanos a un tiempo.
—Ya lo veréis.
Las puertas del viejo granero estaban abiertas, dejando a la vista los pesebres en donde en otro tiempo comían las vacas y los caballos. Los visitantes entraron.
—¿Dónde está el gran secreto? —preguntó Pam, mirando a su alrededor y sin ver nada desusual.
—Arriba, si es que todavía está —contestó Graham, empezando a subir las escaleras que llevaban al desván—. Es mucho más viejo que yo —añadió, bromeando.
Cuando todos llegaron a aquella especie de desván, cuya puerta trasera salía a la falda de la montaña, varias golondrinas huyeron por los paneles sin cristales. Señalando a un rincón, Graham dijo:
—Creo que estará detrás de esas balas de heno. La última vez que estuve aquí lo cubrí con paja.
Cuando se aproximaban al rincón, Ricky estuvo a punto de desaparecer por un agujero del suelo. Por suerte, se sujetó a tiempo.
Graham estuvo apartando la paja a puñados y, al fin, exclamó:
—¡Vaya! ¡Igual que lo dejé!
—¡Un coche antiguo! —gritó el pecoso—. ¡Qué bonito!
—Seguro que es más viejo que papá —dijo Pam, riendo—. Mirad qué volante tan curioso tiene.
—Y las ruedas están despellejadas —observó Holly.
—¿Todavía funciona? —preguntó Pete a Graham.
—Lo dudo. Lo único que antes funcionaba bien era la bocina.
Mientras hablaba, Graham oprimió el claxon. ¡Auu! ¡Auuu! Era un sonido lastimero que hizo reír a los niños.
—Oye, ¿esto es el tesoro que dice la gente que está escondido en la granja? —preguntó Ricky.
—No, no —replicó Graham, riendo—. Eso del tesoro es un misterio para mí también. Venid. Será mejor que volvamos a la casa.
Pero los niños no deseaban irse sin que, antes, cada uno se hubiera sentado al volante del coche para hacer sonar varias veces la bocina. Ricky fue el primero, y luego el último en sentarse dentro. Estaba instalándose la última vez cuando, sin querer, se dio un golpe contra el volante. ¡CRASH! La vieja barra que lo sostenía estaba toda enmohecida y el volante se desprendió y cayó al suelo del coche.
—¡Mira lo que has hecho! —se lamentó Holly, preocupada.
—¡Oh! Lo siento mucho —murmuró el pequeño, aturdido—. Yo te lo arreglaré, Graham.
—No merece la pena arreglarlo —le contestó el muchacho—. No te preocupes. Pero me parece que oigo silbar a vuestros padres. Deben de estar buscándoos. Será mejor ir a ver.
Dejaron el granero y corrieron a hablar a sus padres del maravilloso coche antiguo. Luego Graham, sonriendo, dijo:
—Si la granja llega a ser para mí, como único heredero del abuelo, los chicos podréis quedaros con ese viejo artefacto.
—¡Estupendo! —gritó Pete, entusiasmado.
Pam volvió a preguntar a Graham qué creía él que sería el tesoro del que tanto hablaba la gente. El chico movió de un lado a otro la cabeza, contestando que no lo sabía.
—La única pista que tengo, que pueda referirse a algún tesoro, está en la última carta de mi abuelo. El dinero de la subasta servirá para pagar las deudas del abuelo. Debía dinero a mucha gente.
Graham metió la mano en el bolsillo y sacó una carta. Después de desdoblarla, mostró uno de los párrafos a los Hollister.
—Está muy borrosa —dijo.
—Las únicas palabras que puedo entender son: «Muchacho misterioso es la única cosa de valor que puedo dejarte» —leyó el señor Hollister.
—¿Tu abuelo te llamaba «muchacho misterioso»? —indagó Ricky.
—Que yo sepa, no —contestó Graham—. La verdad es que esas palabras nunca se las oí decir. No sé qué significan.
—Entonces, puede que haya algún otro «chico misterioso» —opinó Pam—. ¿No podría ser el nombre de uno de los inventos secretos de tu abuelo?
Graham contestó que no lo sabía.
—A lo mejor hay una pista en la casa —se le ocurrió decir a Holly.
—¡Es posible! —dijo Graham, con el rostro alegre.
—Entonces hay que buscar en la casa, para encontrar el tesoro —apremió Ricky, echando a correr hacia la puerta trasera.