La gente me pregunta con frecuencia cómo llegué a escribir La Diosa Blanca. He aquí la historia.
Aunque soy poeta por vocación, me gano la vida con la prosa: biografías, novelas, traducciones de varios idiomas, etcétera. Resido en Mallorca desde 1929. Temporalmente desterrado a causa de la guerra civil española, recorrí Europa y los Estados Unidos, y la segunda guerra mundial me sorprendió en Inglaterra, donde permanecí hasta que terminó y pude volver a Mallorca.
En 1944, en la aldea de Galmpton del Devonshire, trabajaba contra el tiempo en una novela histórica sobré los Argonautas, cuando me interrumpió una súbita obsesión abrumadora. Tomó la forma de un esclarecimiento no solicitado de un tema que había significado muy poco para mí. Dejé de marcar en mi gran mapa del Mar Negro del Almirantazgo el camino seguido (según los mitógrafos) por el Argos en su viaje de ida y vuelta del Bósforo a Bakú. En cambio, comencé a meditar acerca de una misteriosa «Batalla de los Arboles» librada en la Britania prehistórica, y mi mente corrió con tan furiosa velocidad durante toda la noche, así como al día siguiente, que le era difícil a mi pluma marchar al mismo paso que ella. Tres semanas después había escrito un libro de setenta mil palabras titulado El corzo en el soto.
No soy místico; eludo la participación en la hechicería, el espiritismo, el yoga, la buenaventura, la escritura automática y cosas parecidas. Vivo una vida sencilla, normal y rústica con mi familia y un amplio círculo de amigos cuerdos e inteligentes. No pertenezco a ningún culto religioso, a ninguna sociedad secreta, a ninguna secta filosófica; y no confío en mi intuición histórica, sino en cuanto se la puede comprobar con los hechos.
Mientras me ocupaba en mi libro sobre los Argonautas descubrí que la Diosa Blanca del Pelión adquiría cada día más importancia para la narración. Ahora bien, yo tenía en mi cuarto de trabajo varios pequeños objetos de bronce del África occidental —comprados a un comerciante de Londres— para pesar el oro en polvo; la mayoría en forma de animales, entre ellos, un jorobado que tocaba la flauta. También tenía una cajita de bronce con tapa, hecha (según me dijo el comerciante) para guardar el polvo de oro. Yo tenía el jorobado sentado en la caja. En realidad, sigue sentado en ella; pero yo nada sabía de él, ni del dibujo de la tapa de la caja, hasta que pasaron diez años. Entonces me enteré de que el jorobado era un heraldo al servicio de la reina madre de algún Estado de Acán, y de que cada una de las reinas madres de Acán (hay unas pocas que todavía reinan hoy día), pretenden ser la encarnación de Ngame, la triple diosa Luna. El dibujo de la tapa de la caja, una espiral, relacionada con un trazo único al marco rectangular que la rodea —el cual tiene nueve dientes en cada lado— significa: «¡Nadie más grande en el universo que la Triple Diosa Ngame!» Estas pesas para el oro y la caja fueron hechas, antes de que lo británicos se apoderaran de la Costa de Oro, por artífices subordinados a la diosa y se las consideraba mágicas.
Muy bien: anotemos la coincidencia. Niéguese toda conexión entre el heraldo jiboso colocado sobre la caja (proclamando la soberanía de la Triple Diosa Luna de Acán y encerrado en un anillo de animales de bronce que representaban tótems de los clanes de Acán) y yo, que de pronto me sentí obseso por la Diosa Blanca europea, escribí acerca de sus tótems tribeños en el texto relacionado con los Argonautas y ahora me ha revelado antiguos secretos de su culto en Gales, Irlanda y otras partes. Yo ignoraba por completo que la caja celebraba a la diosa Ngame, que los griegos de la Hélade, incluidos los atenienses primitivos, estaban vinculados racialmente con los adoradores de Ngame, los bereberes libios, llamados garamantas, quienes desde el Sahara se trasladaron hacia el sur hasta el Níger en el siglo XI d. de C. y allí se casaron con negros. O que la diosa Ngame era una diosa Luna, y que la Diosa Blanca de Grecia y la Europa occidental compartían sus atributos. Yo sólo sabía que Herodoto reconocía a la Neith libia como Atenea.
Cuando regresé a Mallorca poco tiempo después de terminar la guerra, volví a trabajar en El corzo en el soto, ahora llamado La Diosa Blanca, y escribí más particularmente acerca del rey sagrado como la víctima divina de la diosa Luna, sosteniendo que todo poeta inspirado por la Musa debe, hasta cierto punto, morir por la diosa que adora, como moría el rey. El viejo Georg Schwarz, un coleccionista judío alemán, me legó cinco o seis pesas más para el oro de Acán, entre ellas una figurita parecida a una momia con un gran ojo. Los expertos en el arte del África occidental lo han identificado como el sacerdote okrafo del rey de Acán. Yo había sugerido en mi libro que en la sociedad mediterránea primitiva el rey era sacrificado al final de su mandato. Pero posteriormente (a juzgar por los mitos griegos y latinos) consiguió el poder ejecutivo como primer ministro de la Reina y el privilegio de sacrificar a un sustituto. El mismo cambio gubernativo, según he averiguado luego, se realizó después que el matriarcal Acán llegó a la Costa de Oro. En Bono, Asante y otros Estados cercanos, a la víctima sustituta del Rey se la llamaba el «sacerdote okrafo». Kjersmeier, el famoso danés experto en arte africano, que ha manejado diez mil de esas pesas para el oro, me dice que nunca ha visto otra parecida a la mía. Descartad como una coincidencia, si así os place, que la figurita del okrafo se hallase junto al heraldo de la caja para el oro mientras yo escribía acerca de las víctimas de la Diosa.
Después de haberse publicado La Diosa Blanca, un anticuario de Barcelona leyó mi novela Yo, Claudio y me invitó a que eligiese yo mismo una piedra para un anillo con sello de una colección de joyas romanas recientemente compradas. Entre ellas había una extraña, un sello de cornalina del periodo de los Argonautas en el que estaban grabados un ciervo real galopando hacia un soto y una luna creciente a su lado. Descartadlo también como una coincidencia, si así os place.
Series de más que coincidencias se dan tan frecuentemente en mi vida que, si se me prohíbe llamarlas frecuentaciones sobrenaturales, permítaseme que las llame costumbre. No es que me guste la palabra «sobrenatural»; esos acontecimientos me parecen bastante naturales, aunque superlativamente no científicos.
En términos científicos no se puede probar que exista dios alguno, sino solamente la creencia en los dioses y los efectos de esa creencia en sus adoradores. La idea de una diosa creadora fue anatematizada por los teólogos cristianos hace dos mil años, y mucho antes por los teólogos judíos. La mayoría de los científicos, por conveniencia social, adoran a un Dios; aunque no puedo comprender por qué la creencia en un Dios Padre como autor del universo y de sus leyes parece menos anticientífica que la creencia en una Diosa Madre inspiradora de este sistema artificial. Admitida la primera metáfora, la segunda le sigue lógicamente, si no son nada mejor que metáforas…
La verdadera práctica poética exige una mente tan milagrosamente afinada e iluminada que puede transformar las palabras, por medio de una serie de más que coincidencias, en una entidad viviente, en un poema que puede actuar por sí solo (durante siglos después de la muerte del autor, tal vez) afectando a los lectores con su magia almacenada. Como la fuente del poder creador de la poesía no es la inteligencia científica, sino la inspiración —como quiera que ésta pueda ser explicada por los científicos—, ¿se puede atribuir con seguridad la inspiración a la Musa Lunar, la denominación europea más antigua y adecuada para esa fuente? En la tradición antigua la Diosa Blanca se unifica con su representante humana: una sacerdotisa, una profetisa o una reina madre. Ningún poeta inspirado adquiere conciencia de la Musa sino por medio de su experiencia con una mujer en la que la Diosa reside hasta cierto punto; así como ningún poeta apolíneo puede realizar su función si no vive bajo una monarquía o una casi monarquía. Un poeta de la Musa se enamora absolutamente, y su amor sincero es para él la encarnación de la Musa. Por regla general, la facultad de enamorarse absolutamente se desvanece pronto; y, por regla general, porque la mujer se siente turbada por el hechizo que ejerce en su amante poeta, y lo repudia; él, desilusionado, se vuelve hacia Apolo, quien, por lo menos, puede proporcionarle un medio de ganarse la vida y un entretenimiento inteligente, y renuncia antes de cumplir los treinta años. Pero el poeta real de la Musa, perpetuamente obseso por ella, distingue entre la Diosa como se manifiesta en el poder supremo, la gloria, la sabiduría y el amor de la mujer, y la mujer individual de la que la Diosa puede hacer su instrumento durante un mes, un año, siete años y aún más. La Diosa espera, y tal vez él volverá a conocerla por medio de su experiencia con otra mujer.
Estar enamorado no oculta, ni debe ocultar, al poeta el aspecto cruel de la naturaleza de la mujer, y muchos poemas inspirados por la Musa son escritos como testimonio impotente de esto por hombres cuyo amor ya no es correspondido:
«As ye came from the holy land |
Of Walsinghame, |
Met you not with my true love |
By the ways as ye came?» |
«How should I know your true love, |
That have met many a one |
As I came from the holy land, |
That have come, that have gone?» |
«She is neither white nor brown, |
But as the heavens fair; |
There is none hath her divine form |
In the earth, in the air.» |
«Such a one did I meet, good sir, |
Such an angelic face, |
Who like a nymph, like a queen, did appear |
In her gait, in her grace.» |
«She hath left me here alone, |
All alone, as unknown, |
Who sometimes did me lead with herself |
And me loved as her own.» |
«What’s the cause that she leaves you alone |
And a new way doth take, |
That sometime did you love as her own, |
And her joy did you make?» |
«I have loved her all my youth, |
But now am old, as you see: |
Love likes not the falling fruit, |
Nor the withered tree.» |
[—Cuando venías de la tierra santa — de Walsinghame — ¿en el camino con mi amor sincero — no te encontraste?
—¿Cómo a tu amor sincero yo podía — conocer entre tantos — que en el camino de la tierra santa — iba encontrando?
—Ella no es rubia ni morena, sino — como los cielos bella — y su forma divina nadie tiene — arriba ni en la tierra.
—Una encontré, mi amigo, que tenía — tan angélica cara — que una ninfa, una reina parecía — por su pone y su gracia.
—Completamente solo me ha dejado — solo y desconocido — la que antaño consigo me llevaba — con amor exclusivo.
—¿Cuál es la causa de que te abandone — y ahora otra senda siga la que antaño te amaba como suyo — y hacías su alegría?
—Durante mi juventud toda la he amado, — pero ahora he envejecido y al amor no le gusta el fruto caído — ni el árbol marchito.]
Se observará que el poeta que hizo esta peregrinación a María Egipcíaca en Walsinghame, la santa patrona medieval de los enamorados, ha adorado a una mujer durante toda su vida y ahora es viejo. ¿Por qué no es ella vieja también? Porque él describe a la Diosa y no a una mujer concreta. Wyatt dice:
They flee from me who sometime did me seek |
With naked foet stalking within my chamber… |
[Huyen de mí las que antes me buscaban |
y en mi cuarto descalzas penetraban…] |
Escribe: «Huyen de mí» y no «Ella huye de mí»; son las mujeres iluminadas sucesivamente para Wyatt por el rayo lunar que regía su amor, como Ana Bolena, posteriormente la reina infortunada de Enrique VIII.
Un profeta como Moisés, o Juan Bautista, o Mahoma, habla en nombre de una divinidad masculina y dice: «¡Esto dice el Señor!». Yo no soy un profeta de la Diosa Blanca y no me atrevía a decir: «¡Esto dice la Diosa!». Una sencilla declaración amorosa: «¡Nadie es más grande en el universo que la Diosa Triple!» han hecho implícita o explícitamente todos los verdaderos poetas de la Musa desde que comenzó la poesía.