¿Cuál será, pues, el porvenir de la religión en Occidente?
Sir James Frazer atribuyó los defectos de la civilización europea a «la doctrina egoísta e inmoral de las religiones orientales que inculcaron la comunión del alma con Dios y su salvación eterna como los únicos fines por los que vale la pena vivir». Esto, alegaba, socavó el ideal desinteresado de la sociedad griega y romana que subordinaba el individuo al bienestar del Estado. Adolfo Hitler dijo luego, más sucintamente: «Hay que culpar a los judíos de todos nuestros males.» Ambas afirmaciones, no obstante, son históricamente falsas.
Frazer, autoridad en la religión griega, debía haber sabido que la obsesión salvacionista de los órficos griegos era traciolibia, no oriental, y que mucho tiempo antes que los judíos de la Dispersión introdujeran en el mundo griego su doctrina farisea de la unidad con Dios el idealismo de la ciudad-estado estaba destruido interiormente. Una vez que la filosofía especulativa había hecho escépticos a todos los griegos cultos que no eran órficos o miembros de alguna otra fraternidad mística, la fe pública, así como la privada, estaban socavadas y, a pesar de las prodigiosas conquistas de Alejandro, Grecia fue derrotada fácilmente por los romanos semibárbaros, quienes combinaban el conservatismo religioso con el esprit de corps nacional. Los nobles romanos comenzaron a estudiar bajo la dirección de los griegos y contrajeron la infección filosófica; su propio idealismo se desmoronó y solamente el esprit de corps militar de las legiones incultas, combinado con el culto del Emperador según el modelo oriental, evitó el colapso político. Finalmente, en el siglo IV d. de C. la presión de los bárbaros contra sus fronteras se hizo tan fuerte que sólo recurriendo a la todavía vigorosa fe cristiana pudieron conservar lo que quedaba del Imperio.
La observación de Hitler, que no era original, se refería a la supuesta opresión económica de Europa por parte de los judíos. Era injusto: bajo el cristianismo a los judíos se les había prohibido durante siglos poseer tierras o hacerse miembros de los gremios de artesanos corrientes y se les había obligado a vivir valiéndose de su ingenio. Se hicieron joyeros, médicos, prestamistas y banqueros, e iniciaron industrias tan nuevas y prácticas como la fabricación de lentes y medicamentos; la súbita expansión comercial de Inglaterra en el siglo XVII se debió a la buena acogida que dispensó Cromwell a los judíos holandeses que llevaron a Londres su sistema bancario moderno. Si a los europeos les desagradan las consecuencias del capitalismo ilimitado y el progreso industrial, deben culparse únicamente a sí mismos: los judíos invocaban originalmente el poder del dinero como baluarte contra la opresión gentil. La Ley Mosaica les prohibía prestar dinero con interés entre ellos o dejar que los préstamos siguieran sin saldarse indefinidamente —cada siete años el deudor tenía que ser liberado de su deuda— y no tienen ellos la culpa de que el dinero, al dejar de ser un medio práctico de intercambiar mercaderías y servicios, haya adquirido una divinidad irresponsable en el mundo gentil.
Pero ni Frazer ni Hitler se alejaban mucho de la verdad, que era que los gentiles cristianos primitivos tomaron de los profetas hebreos los dos conceptos religiosos, hasta entonces desconocidos en Occidente, que se han convertido en las causas principales de nuestra inquietud: el de un Dios patriarcal que se niega a tener trato alguno con diosas y pretende ser autosuficiente y sapientísimo, y el de una sociedad teocrática, desdeñosa de las pompas y glorias de este mundo, en la que todo el que cumple debidamente sus deberes cívicos es un «hijo de Dios» con derecho a la salvación, cualquiera que sea su categoría o su fortuna, en virtud de su directa comunión con el Padre.
Estos dos conceptos han sido refutados enérgicamente dentro de la Iglesia misma. Por muy profundamente que los occidentales puedan admirar la sincera devoción de Jesús al remoto y santísimo Dios universal de los profetas hebreos, pocos de ellos han aceptado de buena gana el antagonismo entre la carne y el espíritu que existe en su culto. Y aunque la nueva Divinidad parecía filosóficamente incontrovertible, una vez que el belicoso y petulante Zeus-Júpiter, con sus amores indiscretos y su pendenciera familia olímpica, había dejado de ser respetado por las personas inteligentes, los primeros Padres de la Iglesia no tardaron en darse cuenta de que el hombre no estaba todavía preparado para la anarquía ideal. El Padre de todos, patriarca puramente meditativo que no intervenía personalmente en los asuntos mundanos, tuvo que reanudar el lanzamiento de sus rayos para imponer respeto. Inclusive el principio común, por violar el cual habían sido muertos Ananias y Safira, fue abandonado por considerarlo impráctico. Tan pronto como se reconoció que el poder de los Papas era superior al de los reyes, los Papas asumieron una pompa temporal magnífica, intervinieron en la política del poder, libraron guerras, recompensaron a los ricos y bien nacidos con indulgencias por sus pecados en este mundo y promesas de un tratamiento preferente en el otro y anatematizaron los principios igualitarios de sus ingenuos predecesores. Y no solamente el monoteísmo hebreo había sido modificado en Roma por la gradual introducción del culto de la Virgen, sino que además el laico católico ordinario había sido aislado desde hacía mucho tiempo de la comunicación directa con Dios: tenía que confesar sus pecados y enterarse del significado de la palabra de Dios únicamente por medio del sacerdote.
El protestantismo fue una enérgica reafirmación de los dos conceptos rechazados, que los judíos nunca habían abandonado y a los que los musulmanes eran casi igualmente fieles. Las guerras civiles de Inglaterra fueron ganadas por las cualidades bélicas de los puritanos independientes que aborrecían a la Virgen y se imaginaban una sociedad teocrática ideal en la que se aboliría toda la pompa sacerdotal y episcopal y todos los hombres tendrían derecho a leer e interpretar a su voluntad las Santas Escrituras, con acceso directo al Dios Padre. El puritanismo arraigó y floreció en los Estados Unidos, y la doctrina de la igualdad religiosa, que llevaba consigo el derecho al pensamiento independiente, se convirtió en igualdad social, o democracia, teoría que desde entonces ha dominado en la civilización occidental. Nos hallamos ahora en la etapa en la que el vulgo de la cristiandad, incitado por sus demagogos, se ha hecho tan orgulloso que ya no se contenta con ser las manos, los pies y el tronco del cuerpo político, sino que exige ser también su inteligencia, o al menos roda la inteligencia necesaria para satisfacer sus sencillos apetitos. Como consecuencia, todos, salvo unos pocos, han descartado su idealismo religioso, lo mismo católicos romanos que protestantes, y han llegado a la conclusión personal de que el dinero, aunque es la raíz de todos los males, es el único medio práctico de expresar el valor, o de determinar la precedencia social; de que la ciencia es el único medio exacto de describir los fenómenos; y de que una moral de honradez común no es apropiada para el amor, la guerra, los negocios o la política. Sin embargo, se sienten culpables por su apostasía, envían sus hijos a la escuela dominical, mantienen las iglesias y miran alarmados hacia el este, donde les amenaza una religión más nueva y más fanática.
Lo que aflige al cristianismo actualmente es que no es una religión basada sólidamente en un solo mito; es un complejo de decisiones jurídicas tomadas bajo presión política en un antiguo litigio acerca de los derechos religiosos entre los adherentes a la diosa Madre, que en un tiempo, era suprema en el Occidente, y los del dios Padre usurpador. Diferentes tribunales eclesiásticos han tomado distintas decisiones, y ya no hay uña magistratura suprema. Ahora que hasta los judíos han sido inducidos a eludir la Ley Mosaica y a adorar a dioses falsos, los cristianos se han alejado más que nunca de la santidad ascética a la que Ezequiel, sus sucesores esenios y Jesús, el último de los profetas hebreos, esperaban llevar al mundo. Aunque el Occidente es todavía nominalmente cristiano, hemos llegado a ser gobernados en la práctica por el triunvirato profano de Pluto, el dios de la riqueza; Apolo, el dios de la ciencia, y Mercurio, el dios de los ladrones. Para empeorar las cosas, la disensión y los celos braman abiertamente entre los tres, con Mercurio y Pluto denostándose mutuamente, mientras Apolo maneja la bomba atómica como si fuera un rayo; pues desde que la Era de la Razón fue anunciada por los filósofos del siglo XVIII se ha sentado en el trono vacante de Zeus (temporalmente indispuesto) como el Regente del triunvirato.
Los servicios de propaganda del Occidente anuncian continuamente que la única manera de salir de nuestras actuales dificultades es la vuelta a la religión, pero dan por sentado que no se debe definir a la religión en ningún sentido preciso, que ningún beneficio puede derivarse de la publicación de las contradicciones entre las principales religiones reveladas y sus sectas mutuamente hostiles, o de las exposiciones equivocadas de los hechos contenidas en sus doctrinas, o de los actos vergonzosos que todas ellas, en un momento u otro, han solido ocultar. Lo que piden realmente es un mejoramiento de la ética nacional e internacional, no una vuelta súbita de todos a las creencias de su infancia, lo que si se emprendiera con verdadero entusiasmo religioso, llevaría evidentemente a una renovación de las guerras religiosas: sólo desde que la fe se debilitó en todas partes han consentido los sacerdotes de las religiones rivales en adoptar una política de buena vecindad. Entonces, ¿por qué no hablar de ética, puesto que es evidente que los escritores y oradores, con pocas excepciones, no poseen ellos mismos fuertes convicciones religiosas? Porque se sostiene que la ética proviene de la religión revelada, sobre todo de los Diez Mandamientos, y por consiguiente el comportamiento aparentemente no ético de los comunistas es atribuido a su rechazo total de la religión; y porque la coexistencia de religiones contradictorias dentro de un Estado es considerada por los no comunistas como una prueba de salud política; y porque una cruzada contra el comunismo sólo puede ser lanzada en nombre de la religión.
El comunismo es una fe, no una religión: una teoría seudocientífica adoptada como una causa. Es un igualitarismo social sencillo, generoso y no nacionalista en su intención original, los expositores del cual, no obstante, se han visto obligados, como los cristianos primitivos, a aplazar sus esperanzas de un milenio inmediato y adoptar una política pragmática que por lo menos garantice su propia supervivencia en un mundo hostil. El depósito de la fe comunista es el Kremlin y, como los eslavos son lo que su clima cruel ha hecho de ellos, el Partido se ha deslizado con bastante facilidad en el autoritarismo, el militarismo y la sutileza política, que han traído consigo la deformación de la historia y la intervención en el arte, la literatura e inclusive la ciencia, aunque todas éstas, según afirman, sólo son medidas defensivas temporales.
Pues bien, entonces: puesto que la fe comunista, por fanáticamente que se la sostenga, no es una religión, y puesto que todas las religiones contemporáneas se contradicen mutuamente, aunque sea de forma cortés, en sus artículos de fe, ¿se puede hacer alguna definición de la palabra religión que sea prácticamente adecuada para una solución de los actuales problemas políticos?
Los diccionarios dicen que su etimología es «dudosa». Cicerón la relacionó con relegere, «leer debidamente», y de aquí «escudriñar o estudiar» el saber divino. Unos cuatro siglos y medio después San Agustín la derivó de religare, «volver a atar», y supuso que eso significaba la obligación piadosa de obedecer la ley divina; y éste es el sentido en que ha sido entendida la religión desde entonces. La conjetura de San Agustín, como la de Cicerón (aunque Cicerón se acercó más a la verdad) no tuvo en cuenta la longitud de la primera sílaba de religio en De Rerum Natura, de Lucrecio, o la grafía alternativa relligio. Relligio sólo puede derivarse de la locución rem legere, «elegir, escoger lo debido», y para los griegos y romanos primitivos la religión no era la obediencia a las leyes, sino un medio de proteger a la tribu contra el mal por medio de las activas contramedidas del bien. Estaba a cargo del sacerdocio de mentalidad mágica, cuyo deber consistía en indicar qué acción agradaría a los dioses en ocasiones peculiarmente favorables o desfavorables. Cuando, por ejemplo, se abría de pronto una grieta sin fondo en el foro romano, ellos lo interpretaban como una señal de que los dioses exigían el sacrificio de lo mejor de Roma; un tal Meció Curcio se sintió llamado a salvar la situación eligiendo lo debido, y saltó al abismo a caballo y completamente armado. En otra ocasión un pájaro carpintero apareció en el foro donde el pretor de la ciudad, Elio Tubero, administraba justicia; se posó en su cabeza y dejó que el pretor lo tomara en su mano. Como el pájaro carpintero estaba consagrado a Marte, su docilidad no natural alarmó a los augures, quienes declararon que si se le ponía en libertad Roma sufriría un desastre, y si lo mataban, el pretor moriría por su acto sacrílego. Elio Tubero le retorció patrióticamente el cuello y luego sufrió una muerte violenta. Estas anécdotas no históricas parecen haber sido inventadas por el Colegio de Augures como ejemplos de cómo debían interpretarse los signos y cómo debían actuar lo romanos en respuesta a ellos.
El caso de Elio Tubero es un ejemplo útil no sólo de relligio, sino también de la diferencia entre el tabú y la ley. La teoría del tabú es que un sacerdote o una sacerdotisa anuncia proféticamente que ciertas cosas son perjudiciales para ciertas personas en ciertos momentos, aunque no necesariamente para otras personas al mismo tiempo, o para las mismas personas en otros momentos; y el castigo primitivo por la violación de un tabú lo ordena, no los jueces de la tribu, sino el transgresor mismo, quien comprende su error y o bien muere de vergüenza y de pena o huye a otra tribu y cambia de identidad. En Roma se sobrentendía que un pájaro carpintero, como ave de Marte, no podía ser muerto por nadie que no fuera el rey, o su sucesor ritual bajo la República, y solamente en una ocasión del año, como sacrificio expiatorio a la diosa. En una sociedad menos primitiva Tubero habría sido juzgado públicamente, de acuerdo con tal o cual ley, por haber dado muerte a un pájaro sagrado protegido, y lo habrían ejecutado, multado o encarcelado; en su época, el castigo por su violación del tabú quedó a cargo de su propia interpretación de la venganza divina.
En Roma la religión primitiva se vinculaba con la monarquía sagrada. El Rey estaba coartado por gran número de tabúes destinados a complacer a la diversamente llamada Diosa de la Sabiduría, a la que servía, y a los miembros de su familia divina. Parece que la misión de sus doce compañeros sacerdotales, uno por cada mes del año, llamados lictores, o «electores», consistía en protegerlo contra la mala suerte o la profanación y en atender cuidadosamente sus necesidades. Entre sus tareas figuraba, sin duda, la relictio, o «lectura cuidadosa» de señales, presagios, prodigios y agüeros; y la selectio de sus armas, vestidos, alimentos y las hierbas y hojas de su lectum o lecho[56]. Cuando quedó abolida la monarquía, las funciones puramente religiosas del Rey fueron conferidas al Sacerdote de Jove, y las funciones ejecutivas pasaron a los cónsules; los lictores se convirtieron en su guardia de honor. La palabra lictor se relacionó entonces popularmente con la palabra religare, «atar», porque una de sus funciones consistía en atar a los que se rebelaban contra el poder de los cónsules. Originalmente no existían las Doce Tablas ni ningún otro código de derecho romano; sólo existía la tradición oral, basada en buenos principios instintivos y en anuncios mágicos particulares. Meció Curcio y Elio Tubero no tenían obligación legal alguna para hacer lo que hicieron; la suya fue una elección individual por razones morales.
Hay que explicar que la palabra lex, «ley», comenzó significando «palabra elegida», o pronunciamiento mágico, y que, como a lictor, posteriormente se le dio una falsa derivación de ligare. En Roma la ley salió de la religión: los pronunciamientos ocasionales adquirieron una fuerza proverbial y se convirtieron en principios legales. Pero tan pronto como la religión en su significado primitivo es interpretada como obligación social y definida por leyes inscritas en tablas, tan pronto como Apolo el Organizador, Dios de la Ciencia, usurpa el poder de su madre la diosa de la verdad inspirada, la sabiduría y la poesía, y trata de atar a sus devotos con leyes, la magia inspirada desaparece y lo que queda es teología, ritual eclesiástico y comportamiento negativamente moral.
En consecuencia, si se desea evitar la incongruencia, la pesadez y la opresión en todos los contextos sociales (y literarios), cada problema debe ser considerado único, y debe ser resuelto por medio de una elección justa basada en el buen principio instintivo, y no por referencia a un código o resumen de precedentes; y si se conviene en que el único medio de salir de las dificultades políticas es la vuelta a la religión, ésta debe liberarse de algún modo de sus adherencias teológicas. El derecho positivo a elegir basado en el principio moral debe reemplazar al respeto negativo de la Ley, el cual, aunque apoyado por la fuerza, se ha inflado y complicado tanto que ni siquiera un jurisconsulto experto puede tener la esperanza de conocer bien más de una de sus ramas particulares. La voluntad de obrar bien puede ser inculcada en la mayoría de las personas si se hace lo bastante pronto, pero son tan pocas las capaces de hacer una elección moral adecuada entre circunstancias o actos que a primera vista parecen igualmente válidos que el principal problema religioso del mundo occidental consiste, en resumen, en cómo cambiar la demagogia, disfrazada de democracia, por una aristocracia no hereditaria cuyos dirigentes sean capaces de elegir adecuadamente en cada ocasión, en vez de seguir ciegamente un procedimiento autoritario. El Partido Comunista ruso ha confundido el problema, presentándose a sí mismo como tal aristocracia y pretendiendo estar inspirado en su elección del sistema político; pero sus decisiones tienen poco que ver con la verdad, la sabiduría o la virtud; son completamente autoritarias y se relacionan solamente con la futura realización de las profecías económicas de Karl Marx.
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Hay dos lenguajes distintos y complementarios: el lenguaje antiguo e intuitivo de la poesía, rechazado por el comunismo y sólo mal hablado en otras partes, y el lenguaje más moderno y racional de la prosa, corriente en el mundo entero. El mito y la religión se visten con el lenguaje poético; la ciencia, la ética, la filosofía y la estadística con el de la prosa. Se ha llegado a una etapa de la historia en la que se admite generalmente que no se deben combinar los dos lenguajes en una fórmula única, aunque el Dr. Barnes, el obispo liberal de Birmingham, lamentó[57] que a la mayoría de los obispos reaccionarios les gustaría insistir en que sean creídas literalmente inclusive las leyendas del Arca de Noé y la ballena de Jonás. El obispo tiene razón al lamentar la manera como esos venerables símbolos religiosos han sido interpretados erróneamente por motivos didácticos; y todavía más la perpetuación por la Iglesia de las fábulas como verdades literales. La leyenda del Arca de Noé se deriva probablemente de un icono asiánico en el que el Espíritu del Año Solar aparece en una nave lunar pasando por sus habituales transformaciones del Año Nuevo: toro, león, serpiente, etcétera; y la leyenda de la ballena de un icono análogo en el que aparece el mismo Espíritu tragado al final del año por la diosa de la Luna y el Mar representada como un monstruo marino, para renacer poco después como un pez o una cabra con aletas del Año Nuevo. La monstruo Tiamat, que en la mitología babilónica primitiva tragaba al dios solar Marduk (pero a la que posteriormente él pretendía haber matado con su espada), fue utilizada por el autor del Libro de Jonás para simbolizar el poder de la ciudad malvada, madre de rameras, que tragó y luego vomitó a los judíos. El icono, muy conocido en el Mediterráneo oriental, sobrevivió en el arte órfico, en el que representaba una ceremonia ritual de iniciación: el iniciado era tragado por la Madre Universal, el monstruo marino, y renacía como una encarnación del dios Sol. (En un vaso griego a la figura parecida a Jonás se la llama Jasón, porque la historia de su viaje en el Argos había sido vinculada para entonces con los signos del Zodíaco, alrededor de los cuales hace el Sol su viaje anual.) Los profetas hebreos conocían a Tiamat como Rahab, la diosa de la Luna y el Mar, pero la rechazaban como experta en todas las corrupciones carnales; y por eso en el ascético Apocalipsis se promete a los fieles «no más mar».
El Dr. Barnes citaba las leyendas de la ballena y el arca como evidentemente absurdas, pero al mismo tiempo advertía a los obispos colegas suyos que son pocas las personas cultas que creen literalmente inclusive en los milagros de Jesús. La actitud meramente agnóstica: «Puede haber subido al Cielo, pero no tenemos pruebas en pro ni en contra de esa pretensión», ha sido reemplazada en el pensamiento de los positivamente hostiles por: «Científicamente, carece de valor.» Un científico atómico de Nueva Zelanda me aseguró que el cristianismo recibió su golpe más pesado en 1945: un dogma fundamental de la Iglesia, a saber que el cuerpo material de Jesús se inmaterializó en la Ascensión, fue, según dijo, refutado espectacularmente en Hiroshima y Nagasaki, pues quienquiera que posea la menor percepción científica tiene que comprender que semejante descomposición de la materia habría producido una explosión lo bastante grande para destruir todo el Medio Oriente.
Ahora que los científicos hablan en este tono, el cristianismo tiene pocas probabilidades de mantener su influencia en las clases gobernantes, a menos que la parte histórica de la doctrina eclesiástica pueda ser separada de la mítica; es decir, a menos que se pueda hacer una distinción entre el concepto histórico «Jesús de Nazareth, Rey de los Judíos», y los igualmente válidos conceptos míticos «Cristo» e «Hijo del Hombre», en función de los cuales solamente el Nacimiento de la Virgen, la Ascensión y los milagros tienen un sentido irrecusable. Si sucediera esto, el cristianismo se convertiría en un puro culto de los misterios, con un Cristo, divorciado de su historia civil, que presta a la Virgen Reina del Cielo una obediencia filial que Jesús de Nazareth reservaba para su Padre Incomprensible. Los científicos tal vez darían la bienvenida a ese cambio por considerar que satisface las necesidades psicológicas de las masas, no contiene absurdos anticientíficos y ejerce un efecto estabilizador en la civilización, pues uno de los motivos de la inquietud de la cristiandad ha sido siempre que el Evangelio postula un final inmediato del tiempo y en consecuencia niega a la humanidad la sensación de seguridad espiritual. Confundiendo los lenguajes de la prosa y el mito, sus autores pretendían que por fin se había hecho una revelación decisiva: todos deben arrepentirse, despreciar el mundo y humillarse ante Dios a la espera del inminente Juicio Universal. Un Cristo místico nacido de una Virgen, separado de la escatología judía y no localizado en la Palestina del siglo 1, podría devolver a la religión su dignidad para los contemporáneos.
Sin embargo, tal cambio religioso es imposible en las condiciones actuales: cualquier tentativa neoaria de degradar a Jesús de Dios a hombre encontraría oposición porque disminuiría la autoridad de su mensaje ético de amor y paz. Además, el mito de la Madre y el Hijo está tan estrechamente vinculado con el año natural y su ciclo de acontecimientos repetidamente observados en los reinos femeninos vegetal y animal que ejerce escasa atracción sentimental en los inveterados habitantes de las ciudades que se enteran del paso de las estaciones solamente por las fluctuaciones de sus cuentas de gas y electricidad o por el peso de su ropa interior. Son caballerosos con las mujeres, pero piensan solamente en prosa; la única variedad de la religión aceptable para ellos es una variedad lógica, ética y muy abstracta que apela a su orgullo intelectual y su sensación de hallarse separados de la naturaleza salvaje. La Diosa no es ciudadana; es la Señora de las Cosas Silvestres, frecuentadora de las cimas de las colinas boscosas, Venus Cluacina, «la que purifica con mirto», y no Venus Cloacina, «Patrona del Sistema de Aguas Corrientes», como llegó a ser por primera vez en Roma; y aunque el habitante de la ciudad ha comenzado a insistir en que se deben limitar las zonas de edificación y a estudiar la descentralización (la división de las grandes ciudades en pequeñas comunidades independientes separadas), su propósito es únicamente urbanizar el campo y no ruralizar la ciudad. La vida agrícola se industrializa rápidamente, y en Inglaterra, el laboratorio social más juicioso del mundo, se van borrando los últimos vestigios de las antiguas celebraciones paganas de la Madre y el Hijo, a pesar de la afectuosa insistencia en los cinturones verdes, los parques y los jardines particulares. Solamente en algunas partes atrasadas de la Europa meridional y occidental sobrevive en el campo un resto viviente de su culto.
No, parece que no podremos librarnos de nuestras dificultades hasta que el sistema industrial se derrumbe por una u otra razón, como estuvo a punto de derrumbarse en Europa durante la segunda guerra mundial, y la naturaleza se reafirme con las hierbas y los árboles entre las ruinas.
Las Iglesias protestantes están divididas entre la teología liberal y el fundamentalismo, pero las autoridades del Vaticano se han decidido a hacer frente a los problemas del día. Estimulan a dos tendencias de pensamiento antinómicas a que coexistan dentro de la Iglesia: la autoritaria, o paternal, o lógica, como un medio de asegurar la influencia del sacerdote en su congregación e impedir que piense libremente; y la mítica, o maternal, o supralógica, como una concesión a la Diosa, sin la cual la religión protestante ha perdido su brillo romántico. La reconocen como una obsesión viviente, variada e inmemorial, profundamente arraigada en la memoria racial del campesino europeo y que es imposible exorcizar; pero se dan cuenta también de que ésta es una civilización esencialmente urbana, y por consiguiente autoritaria, y por consiguiente patriarcal. Es cierto que la mujer ha llegado a ser últimamente la jefa virtual de la familia en la mayor parte del mundo occidental, tiene en su poder los cordones de la bolsa y desempeña casi todas las profesiones o puestos que desea, pero es improbable que repudie el sistema actual, a pesar de su armazón patriarcal. Con todas sus desventajas, disfruta bajo él de mayor libertad de acción que la que el hombre ha conservado para él mismo, y aunque puede saber intuitivamente que el sistema está destinado a un cambio revolucionario, no procura apresurarlo ni impedirlo. Es más fácil para ella hacer el juego del hombre durante algún tiempo más, hasta que la situación se haga demasiado absurda e incómoda para la complacencia. El Vaticano espera atentamente.
Entretanto, la ciencia se halla en dificultades. La investigación científica se ha complicado tanto y exige un aparato tan enorme que solamente el Estado o patronos inmensamente ricos pueden pagarlo, lo que en la práctica significa que la investigación desinteresada halla el obstáculo de la exigencia de resultados que justifiquen los gastos, y el científico tiene que convertirse en director de espectáculos. Además, se necesita un cuerpo numeroso de administradores técnicos para poner en ejecución sus ideas y éstos también son clasificados como científicos, aunque, como señala el profesor Lancelot Hogben[58] (y él es una excepción por ser miembro de la Royal Society, con suficiente conocimiento de la historia y de las humanidades para poder contemplar la ciencia objetivamente), no son más que «compañeros de viaje», oficinistas, oportunistas y autoridades de mentalidad burocrática. Dice que una institución no comercial y caritativa como la Fundación Nuffíeld es tan despótica en su tratamiento de los científicos como un departamento del gobierno controlado por la Tesorería. En consecuencia, la pura matemática es casi el único campo libre que le queda a la ciencia. Además, el conjunto de los conocimientos científicos, como el del derecho, ha crecido tan desmesuradamente que la mayoría de los científicos no sólo ignoran inclusive los rudimentos de más de un estudio especializado, sino que además no pueden estar al tanto de las publicaciones que aparecen en su propio campo, y se ven obligados a confiar en descubrimientos ajenos que deberían comprobar por medio de sus experimentos personales. Apolo el Organizador, sentado en el trono de Zeus, comienza a considerar a sus ministros, obstructores; a sus cortesanos, fastidiosos; a sus insignias, charras; a sus responsabilidades casi regias, tediosas; y al sistema de gobierno, derrumbándose por exceso de organización; lamenta haber ampliado el reino a proporciones tan absurdas y dado a su tío Pluto y su hermanastro Mercurio una participación en la Regencia, pero no se atreve a pelear con esos malvados indignos de confianza por temor a que suceda algo peor, ni a redactar de nuevo la constitución con su ayuda. Su situación hace que la Diosa sonría torvamente.
Éste es el «mundo feliz», satirizado por Aldous Huxley, un expoeta convertido en filósofo. ¿Qué podía ofrecer él en su lugar? En su Filosofía perenne recomienda un santo misticismo del no-ser en el que la mujer figura únicamente como un símbolo de la entrega del alma a la lujuria creadora de Dios. Dice, en efecto, que el Occidente ha fracasado porque sus sentimientos religiosos han estado vinculados durante demasiado tiempo con el idealismo político o la búsqueda del placer; ahora debe mirar a la India en busca de una guía en la rigurosa disciplina del ascetismo. Por supuesto, los místicos indios conocen poco o nada que fuera desconocido para Honi, el trazador de círculos, y los otros terapeutas esenios con los que Jesús tenía una afinidad tan estrecha, o para los místicos mahometanos; pero hablar de reconciliación política entre el Lejano Oriente y el Lejano Occidente está de moda y el señor Huxley prefiere, por consiguiente, llamarse a sí mismo devoto de Ramakrishna, el místico indio más famoso de los tiempos modernos.
El caso de Ramakrishna es interesante. Vivió durante toda su vida en los predios del templo de la Diosa Blanca Kali en Dakshineswar, junto al Ganges, y en 1842, a la edad de seis años, se desmayó al ver la belleza de una bandada de grullas, las aves consagradas a la diosa, que volaban sobre un fondo de nubes tormentosas. Al principio se dedicó al culto de Kali con verdadero éxtasis poético, como su predecesor Ramprasad Sen (1718-1775), pero cuando llegó a la virilidad se dejó seducir: inesperadamente fue aclamado por los sabios bracmanes hindúes como una reencarnación de Krishna y Buda y, persuadido por ellos, se entregó a las técnicas de devoción ortodoxas. Se convirtió en un santo ascético del tipo conocido, con discípulos devotos y un Evangelio de ética publicado póstumamente; tuvo la fortuna de casarse con una mujer de las mismas aptitudes místicas que él, la que, accediendo a renunciar a la consumación física, le ayudó a sentar un ejemplo de la posibilidad de una unión puramente espiritual de los sexos. Aunque no le fue necesario declarar la guerra a la Hembra, como había hecho Jesús, se dedicó penosamente a «disolver su visión de la Diosa», para alcanzar la bienaventuranza fundamental de la samadhi, o sea la comunión con lo Absoluto; sostenía que la Diosa, que era tanto la embrolladora como la liberadora del hombre físico, no tenía lugar en ese remoto Cielo esotérico. Posteriormente pretendió haber probado mediante la experimentación que los cristianos y mahometanos podían conseguir también la misma bienaventuranza, primeramente haciéndose cristiano y dedicándose a la liturgia católica hasta que obtuvo una visión de Jesucristo, y luego haciéndose musulmán hasta que obtuvo una visión de Mahoma; después de cada experiencia reanudaba la samadhi.
¿Qué es, pues, la samadhi? Es un estado psicopático, un orgasmo espiritual, indistinguible del momento inefablemente bello, descrito por Dostoievsky, que precede al ataque epiléptico. Los místicos indios lo provocan voluntariamente por medio del ayuno y la meditación, como hacían también los esenios y los santos cristianos y mahometanos primitivos. En realidad, Rama-krishna había dejado de ser poeta, convirtiéndose en un político psicólogo y religioso morboso adicto a la forma más refinada que se puede imaginar del vicio solitario. Ramprasad nunca se había dejado tentar así por su devoción a la Diosa a causa de la ambición espiritual. Incluso había rechazado la esperanza ortodoxa en el «no ser» mediante la absorción mística en lo Absoluto, por considerarla irreconciliable con su sentimiento de singularidad individual como hijo y amante de la Diosa
Me gusta el azúcar, pero no deseo |
convertirme en azúcar, |
e hizo frente a la perspectiva de la muerte con orgullo poético:
¿Cómo puedes evadirte de la muerte, |
hijo de la Madre de Todos los Vivientes? |
Eres una serpiente, ¿y temes a las ranas? |
Un día de Kalipuja siguió a la imagen de Kali en el Ganges hasta que las aguas lo cubrieron.
La anécdota de la devoción de Ramprasad a Kali le suena a algo conocido al romántico occidental; la samadhi, el rechazo descortés de la Diosa, no atraerá ni siquiera al ciudadano occidental. Ni es probable que otras restauraciones de la adoración al dios Padre, ascésa o epicúrea, autocrática o comunista, liberal o fundamentalista, resuelvan nuestras dificultades. No preveo cambio alguno hacia condiciones mejores hasta que todo se ponga mucho peor. Solamente después de un período de completa desorganización política y religiosa podrá ser satisfecho por fin el deseo reprimido de las razas occidentales de alguna forma práctica de la adoración a la Diosa, con su amor no limitado a la benevolencia maternal y su otro mundo no privado del mar.
¿Cómo debería ser adorada entonces? Donne previó el problema en su poema The Primrose. Sabía que la vellorita está consagrada a la Musa y que el «número misterioso» de sus pétalos representa a las mujeres ¿Debía adorar a una flor rara de seis pétalos o de cuatro pétalos, a una Diosa que es más o menos que una verdadera mujer? Eligió la de cinco pétalos y probó por medio de la ciencia de los números que la mujer, si lo desea, ejerce el dominio completo del hombre. Pero se había dicho de la diosa coronada de loto en los misterios corintios, mucho tiempo antes que la frase fuese aplicada al idealmente benigno Dios Padre, que «su servicio es la libertad completa»[59]; y, ciertamente, nunca ha sido su costumbre obligar, sino siempre conceder o negar sus favores según sus hijos y amantes llegan a ella con exactamente las dádivas debidas en las manos, dádivas elegidas por ellos y no impuestas por ella. Debe ser adorada en su antigua persona quíntuple, sea contando los pétalos del loto o de la vellorita, como Nacimiento, Iniciación, Consumación, Descanso y Muerte.
Son frecuentes las denegaciones de su poder, por ejemplo la que hace Alian Ramsay en su Goddess of the Slothful (de The Gentle Shepherd, 1725):
O Goddess of the Slothful, blind and vain, |
Who with foul hearts, Kites, foolish and profane. |
Altars and Temples hallowst to thy name! |
Temples? or Sanctuaries vile, said I? |
To protect Lewdness and Impiety, |
Under the Robe of the Divinity? |
And thou, Base Goddess! that thy wickedness, |
When others do as bad, may seem the less, |
Givest them the reins to all lasciviousness. |
Rotter of soul and body, enemy |
Of reason, plotter of sweet thievery |
The little and great worlds calamity. |
Reputed worthily the Ocean’s daughter: |
That treacherous monster, which with even water |
First soothes, but ruffles into storms soon after. |
Such winds of sighs, such Cataracts of tears, |
Such breaking waves of hopes, such gulfs of fears, |
Thou makest of men, such rocks of cold despairs. |
Tides of desire so headstrong, as would move |
The world to change thy name, when thou shalt prove |
Mother of Rage and Tempests, not of Love. |
Behold what sorrow now and discontent |
On a poor pair of Lovers thou hast sent! |
Go thou, that vaunt’st thyself Omnipotent. |
[¡Diosa del perezoso, enceguecida y vana, — que con pechos impuros y con ritos profanos — aras y templos necios consagras a tu nombre!
¿Templos? Santuarios viles más bien los llamaría — que la impiedad protegen y también la lascivia — bajo el manto sagrado de la Divinidad.
Y tú, Diosa villana, cuya maldad parece — tal vez menos perversa cuando otros obran mal, — para toda lascivia rienda suelta les das.
Con el alma y el cuerpo podridos, enemiga Él de la razón, autora del grato latrocinio, — esa pequeña y grande calamidad del mundo,
con justicia llamada la hija del Océano, — el monstruo traicionero que con agua apacible — primeramente caima, pero pronto se irrita,
en vientos de suspiros, cataratas de lágrimas, — oleadas de esperanzas, abismos de temores, — rocas desesperadas conviertes a los hombres.
Mareas de deseo tan tercas deberían — cambiar tu nombre cuando te muestras como Madre —no del Amor, de la Ira y de las Tempestades.
¡Mira en qué descontento y aflicción has sumido con tus artes perversas a un par de enamorados! — ¡Vete, tú que te jactas de ser Omnipotente!]
Pero cuanto más se aplace su hora, y en consecuencia más se agoten los recursos naturales de la tierra a causa de la imprevisión religiosa del hombre, tanto menos misericordiosa será su máscara quíntuple y tanto más limitado el campo de acción que conceda a cualquier semidiós que elija como su consorte temporal en la divinidad. Aplaquémosla de antemano asumiendo la peor antropofagia:
Under your Milky Way |
And slow-revolving Bear, |
Frogs from the alder-thicket pray |
In terror of the judgement day, |
Loud with repentance there. |
The log they crowned as king |
Grew sodden, lurched and sank. |
Dark waters bubble from the spring, |
And owl floats by on silent wing, |
They invoke you from each bank. |
At dawn you shall appear, |
A gaunt, red-wattled crane, |
She whom they know too well for fear, |
Lunging your beak down like a spear |
To fech them home again. |
[Bajo tu Vía Láctea — y la Osa que gira lentamente — las ranas desde aquel soto de alisos — temerosas del día del juicio — arrepentidas gritan.
El leño que por rey han coronado — se ha empapado y hundido, — surgen del manantial aguas negruzcas, — vuela un búho con alas silenciosas — y ellas te invocan desde cada orilla.
Aparecerás cuando amanezca — como una grulla flaca y barbirroja — que ellas conocen bien para temerla, — y el pico clavarás como una lanza — para que se escarmienten.]
Y le debemos una sátira en memoria del hombre que desequilibró por primera vez a la civilización europea entronizando la voluntad inquieta y arbitraria del varón con el nombre de Zeus y destronando el sentimiento del orden femenino llamado Temis. Los griegos le conocían con el nombre de Perseo el Destructor, el príncipe guerrero de Asia matador de gorgonas, remoto antepasado de los destructores Alejandro, Pompeyo y Napoleón.
Swordsman of the narrow lips, |
Narrow hips and murderous mind |
Fenced with chariots and ships, |
By your joculators hailed |
The mailed wonder of mankind, |
Far to westward you have sailed. |
You it was dared seize the throne |
Of a blown and amorous prince |
Destined to the Moon alone, |
A lame, golden-heeled decoy, |
Joy of hens that gape and wince |
Inarticulately coy. |
You who, capped with lunar gold |
Like and old and savage dunce, |
Let the central hearth go cold, |
Grinned, and left us here your sword |
Warden of sick fields that once |
Sprouted of their own accord. |
Gusts of laughter the Moon stir |
That her Bassarids now bed |
With the unnoble usurer, |
While an ignorant pale priest |
Rides the beast with a man’s head |
To her long-omitted feast. |
[Guerrero de los labios apretados:— fanático y de mente sanguinaria, — defendido por carros y por naves, — por tus bufones aclamado como el armado prodigio de los hombres, — muy hacia el Occidente navegante.
Te atreviste a despojar del trono — destinado a la Luna únicamente — a un príncipe jadeante y amoroso — un cimbal cojo y de talón dorado — gozo dé las gallinas boquiabiertas — que en tímido silencio se alejaron.
Con el oro lunar en la cabeza — como un tonto decrépito y salvaje — permite que el hogar central se enfríe — y sonriendo déjanos tu espada — guardiana de los campos agotados — que antaño germinaban por sí solos.
Carcajadas sacuden a la Luna — al ver que sus basárides se acuestan— con el innoble usurpador, en tanto — que un sacerdote pálido cabalga — hacia su fiesta ha tiempo suprimida.]