¿Debe la poesía necesariamente ser original? Según la teoría apolínea o clásica, no es necesario que lo sea, pues la prueba de un buen poeta es su capacidad para expresar sentimientos comprobados por el tiempo en formas consagradas por el tiempo y con mayor fluidez, encanto, sonoridad y saber que sus rivales; éstas, al menos, son las cualidades que le valen a un hombre una cátedra barda. La poesía apolínea es esencialmente poesía cortesana, escrita para mantener la autoridad delegada en los poetas por el rey (considerado como un Roi Soleil, el vicerregente de Apolo), sobreentendiéndose que ellos celebran y perpetúan su magnificencia y terror. En consecuencia emplean un estilo anticuado, un ornamento formal y un metro regular, grave y bien pulido como un medio de mantener la dignidad de su profesión; y hacen frecuentes referencias laudatorias a acontecimientos e instituciones ancestrales. Hay una monotonía extraordinaria en sus elogios: los aztecas adulaban a su Inca patriarcal llamándole «halcón bien alimentado, siempre listo para la guerra», que era una frase muy empleada por los bardos gal eses de comienzos de la Edad Media.
Una técnica clásica como la perfeccionada por esos bardos, o por los poetas franceses del período de Luis XIV. o por los poetas ingleses de la Era Augustal de comienzos del siglo XVIII, era una señal segura de estabilidad política basada en la fuerza de las armas; y ser original en épocas como esas era ser un súbdito desleal o un vagabundo.
La Era Augustal se llamaba así porque los poetas celebraban la misma renovación de un gobierno central sólido después de las perturbaciones que llevaron a la ejecución de un rey y al destierro de otro que la que celebraron los poetas latinos (a las órdenes de Mecenas, ministro de Propaganda y de las Artes) después del triunfo de Augusto al final de las guerras civiles romanas. La nueva técnica poética se fundaba en parte en la práctica francesa contemporánea —la Edad de Oro de la literatura francesa acababa de comenzar— y en parte en la Edad de Oro de la latina. El verso yámbico de diez o doce sílabas entonces de moda, bien equilibrado y muy cargado con ingenio antitético, era francés. El empleo de la «perífrasis poética» como ornamento formal era latino: se esperaba que el poeta llamara, por ejemplo, al mar «piélago salado» o «el reino de los peces», y al fuego «el elemento devorador». El motivo original de este convencionalismo estaba olvidado; provenía de la antigua prohibición religiosa de mencionar directamente las cosas peligrosas, poderosas o infaustas. (Esta prohibición sobrevivía hasta hace poco tiempo en las minas de estaño de Cornualles donde el temor a los duendes impedía que los mineros hablasen de «búhos, zorras, liebres, gatos o ratas salvo en la jerga de los mineros de estaño», y en Escocia y el nordeste de Inglaterra entre los pescadores, que sentían el mismo temor de molestar a los duendes con una mención no perifrástica de cerdos, gatos o sacerdotes.) Porque los poetas latinos poseían también un estilo poético con un vocabulario y una sintaxis prohibidos a los escritores en prosa, lo que encontraban útil porque les ayudaba a acomodar el latín a la forma griega del hexámetro y el verso elegiaco, los augustales ingleses fueron creando poco a poco un estilo análogo que encontraban útil para resolver problemas métricos embarazosos.
El empleo caprichoso de la perífrasis se extendió en el período del clasicismo de mediados de la era victoriana. Lewis Carrol parodió hábilmente a los poetas de su época en Poeta Fit, Non Nascitur (1860-63).
«Next, when you are describing |
A shape, or sound, or tint |
Don’t state the matter plainly |
But put it in a hint; |
And learn to look at all things |
With a sort of mental squint». |
«For instance, if I wished, Sir, |
Of mutton-pies to tell |
Should I say “dreams of fleecy flocks |
Pent in a wheaten cell”?» |
«Why, yes», the old man said: «that phrase |
Would ans wer very well» |
[«Luego, cuando describas — una forma, un sonido, o un matiz — no digas la cosa claramente —, sino limítate a insinuarla; — y aprende a mirar todas las cosas — con una especie de estrabismo mental.»
«Por ejemplo, si deseara, señor, — hablar de empanadas de carne de carnero, — ¿debería decir “sueños de rebaños lanudos — encerrados en una celda de trigo”?» — «Si —dijo el anciano—, esa frase — sería muy adecuada.»]
Y el renacimiento romántico había puesto de moda un estilo muy arcaico. Se consideraba impropio escribir:
But where the west winds blow |
You care not, sweet, to know. |
El lenguaje correcto era:
Yet whitherward the zephyrs fare |
To ken thou listest not, O maid must rare. |
y si se empleaba wind tenía que rimar con mind y no con sinned. Pero el clasicismo Victoriano estaba inficionado con el ideal del progreso. El pesado y seguro «caballo mecedor» augustal del verso alejandrino y el dístico heroico habían sido abandonados desde que los atacó Keats, y se estimulaba al poeta a que experimentase con una variedad de metros y tomara sus temas de donde quisiera. El cambio señaló la inestabilidad del sistema social: el cartismo estaba amenazado, la monarquía era impopular, y los cotos de la vieja nobleza terrateniente eran invadidos a diario por los capitanes de industria y los nababs de la East India Company. La originalidad llegó a ser apreciada como una virtud: ser original en el sentido de mediados de la era victoriana implicaba el «estrabismo mental» que ampliaba el campo de la poesía tejiendo hechizos poéticos sobre cosas tan útiles pero tan vulgares como los barcos de vapor, las empanadas de carne de carnero, las exposiciones comerciales y las lámparas de gas. Implicaba también que se tomaran temas de la literatura persa, arábiga o india, y que se aclimataran los versos sáfico y alcaico, el rondel y el terceto como formas métricas inglesas.
El verdadero poeta debe ser siempre original, pero en un sentido más sencillo: debe dirigirse solamente a la Musa —y no al Rey, al jefe de los bardos o al pueblo en general— y decirle la verdad acerca de él mismo y de ella con sus palabras apasionadas y peculiares. La Musa es una diosa, pero es también una mujer, y si su celebrante le hace el amor con las frases de segunda mano y las tretas verbales ingeniosas que emplea para adular a su hijo Apolo, ella lo rechaza más decisivamente que al balbuciente o al chapucero. No es que la Musa quede siempre completamente satisfecha. Laura Riding ha hablado en su nombre en tres versos memorables:
Forgive me, giver, if I destroy the gift: |
It is so nearly what would please me |
I cannot but perfect it. |
[Perdóname, donante, si destruyo tu don: — es tan aproximadamente lo que me agradaría — que no puedo hacer menos que hallar su perfección.]
Un poeta no puede seguir siendo poeta si tiene la sensación de que ha conquistado para siempre a la Musa, de que ella está siempre a su disposición.
Los irlandeses y galeses distinguían cuidadosamente a los poetas de los escritores satíricos: la tarea del poeta era creadora o curativa; la del satírico era destructora o nociva. Un poeta irlandés podía componer una aer, o sátira, que añublara las cosechas, secara la leche, sacara ronchas en el rostro de su víctima y arruinara su reputación para siempre. Según Hearings of the Scholars, un sinónimo de la sátira era Brimón smetrach, es decir, retorcer la oreja de las palabras:
Una broma fraternal solían hacer los poetas cuando recitaban sátiras, a saber, retorcer el lóbulo de la oreja de su víctima, la que, como no hay hueso en esa parte, no podía reclamar compensación por pérdida del honor.
como habría podido hacer si el poeta le hubiera retorcido la nariz. Tampoco podía resistirse por la fuerza, pues el poeta era sacrosanto; sin embargo, si la víctima era satirizada inmerecidamente, las ronchas saldrían en el rostro del poeta y lo matarían inmediatamente, como les sucedió a los poetas que satirizaron a los intachables Luán y Cacir. Edmund Spenser, en su View of the Present State of Ireland, dice de los poetas irlandeses de su época:
Nadie se atreve a disgustarlos por temor a incurrir en su vituperio completo por haberlos ofendido y a ser infamados en las bocas de los hombres.
Y Shakespeare menciona su poder de «matar ratas con la rima», pues había oído en alguna parte que Seanchan Torpest, el maestro ollave irlandés del siglo vil, descubrió un día que las ratas habían devorado su comida y pronunció esta aer vengativa:
Las ratas tienen hocicos afilados |
pero son malas combatientes… |
lo que mató a diez de ellas al momento.
En Grecia los metros que se asignaban al satírico eran los metros poéticos invertidos. A la sátira se le puede llamar poesía zurda. La Luna se mueve de izquierda a derecha, lo mismo que el Sol, pero a medida que se va haciendo más vieja y débil sale cada noche un poco más a la izquierda. Por consiguiente, puesto que la velocidad del crecimiento de las plantas bajo la luna creciente es mayor que bajo la luna menguante, a la mano derecha se la ha asociado siempre con el crecimiento y la fuerza, y a la izquierda con la debilidad y la decadencia. Así, la palabra «izquierda» misma significa, en el antiguo idioma germánico, «débil, viejo, paralizado». Las danzas propicias de los devotos de la Luna se realizaban, por consiguiente, hacia la derecha o en la dirección de las agujas del reloj, para producir la prosperidad; las funestas para causar daños o la muerte se realizaban hacia la izquierda. Igualmente, la rueda de fuego que gira hacia la derecha, o esvástica, era fausta; la que gira hacia la izquierda (adoptada por los nazis), infausta. Dos lados ofrece el culto de la diosa india Kali: en su lado derecho es benefactora y madre universal; en su lado izquierdo es una furia y una ogresa. La palabra «siniestro» ha llegado a significar más que izquierdo por que en la época clásica las aves augurales vistas al lado izquierdo presagiaban la mala suerte.
La palabra curse (maldecir) se deriva de la latina cursus, «carrera» —especialmente la carrera circular como en la de carros— y es una abreviación de cursus contra solem. Por eso Margaret Balfour, procesada como bruja en la Escocia del siglo XVI, fue acusada de haber bailado nueve veces hacia la izquierda completamente desnuda, alrededor de casas de hombres; y mi amigo A. K. Smith vio en una ocasión por casualidad a una india desnuda que hacía lo mismo en la India meridional como una ceremonia de maldición. Las sacerdotisas de las Musas del Helicón y el Pieria, en un estado de ánimo siniestro, bailaban, sin duda, nueve veces alrededor del objeto de su maldición o de un símbolo de él.
La mayoría de los poetas ingleses han incurrido ocasionalmente en la sátira zurda, entre ellos Skelton, Donne, Shakespeare, Coleridge y Blake. A los que han fundado su reputación principalmente en la sátira o la parodia —como Samuel Butler, Pope, Swift y Calverley— sólo de mala gana se les concede el título de poeta. Pero nada hay en el lenguaje que compita con el espíritu vengativo de los poetas irlandeses, como no sea lo escrito por los anglo-irlandeses. La técnica de la parodia es la misma que la empleada por las brujas rusas: caminan silenciosamente detrás de su víctima, imitando exactamente su manera de andar; luego, cuando se ha establecido la completa afinidad con él, de pronto tropiezan y caen, cuidando de hacerlo suavemente mientras él cae bruscamente. La hábil parodia de un poema trastorna su dignidad, a veces permanentemente, como en el caso de los poemas de antología escolar parodiados en Alicia en el País de las Maravillas, de Lewis Carrol.
El propósito de la sátira es destruir todo lo excesivo, marchito y gastado y despejar el terreno para una nueva siembra. Así entendían los chipriotas él misterio del Dios del Año y lo representaban como amphidexios, palabra que incluye los significados de «ambidextro», «ambiguo» y «ambivalente» y le ponían un arma en cada mano. Es él mismo y su otro yo al mismo tiempo, el rey y el que lo suplanta, la víctima y el asesino, el poeta y el satírico, y su mano derecha no sabe lo que hace su izquierda. En la Mesopotamia, como Nergal, era tatito el Sembrador que llevaba la riqueza a los campos como el Segador, el Dios de los Difuntos; pero en otras partes, para simplificar el mito, se le representaba como mellizos. Esta simplificación ha llevado, por medio de la teología dualista, a la teoría de que la muerte, el mal, la decadencia y la destrucción son conceptos erróneos que Dios, el Bueno, la Mano Derecha, refutará algún día. Los teólogos ascéticos tratan de paralizar o de cercenar la mano izquierda en honor de la derecha; pero los poetas comprenden que cada una de las mellizas debe vencer a su tumo, en una guerra caballeresca que dura mucho tiempo debido a los favores de la Diosa Blanca, como la que los héroes Gwyn y Greidawl libraron por los favores de Creiddylad, o los héroes Mot y Aleyn por los de Anatha de Ugarit. La guerra entre el Bien y el Mal se ha librado de una manera tan indecorosa y penosa durante los últimos dos milenios porque los teólogos, que no son poetas, han impedido que la diosa la arbitre y hecho que Dios imponga al Demonio condiciones imposibles de rendición incondicional.
Que la mujer no debe ser excluida de la compañía de los poetas era uno de los sabios preceptos de la Taberna del Diablo en la Fleet Street, poco antes de la revolución puritana, cuando Ben Jonson dictó las leyes de la poesía para sus jóvenes contemporáneos. Conocía el riesgo que corren los apolíneos que tratan de independizarse por completo de las mujeres: caen en la homosexualidad sentimental. Una vez que el homosexual comienza a establecer modas poéticas y se implanta el «amor platónico», o sea el idealismo homosexual, la diosa se venga. Recuérdese que Sócrates quería desterrar a los poetas de su triste República. La evasión alternativa del amor de la mujer es el ascetismo monástico, los resultados del cual son trágicos más bien que cómicos. Sin embargo, la mujer no es poeta; es Musa o no es nada[51]. Esto no quiere decir que la mujer debe abstenerse de escribir poemas, sino solamente que debe escribirlos como mujer y no como un hombre honorario. El poeta era originalmente el mystes, o devoto extático de la Musa; las mujeres que intervenían en los ritos de ésta eran sus representantes, como las nueve bailarinas de la pintura rupestre de Cogul, o las nueve mujeres que calentaron la caldera de Cerridwen con su aliento en Preiddeu Annwm de Gwion. La poesía en su medio ambiente arcaico era, o bien la ley moral y religiosa establecida para el hombre por la Musa en sus nueve aspectos, o bien la expresión extática del hombre en apoyo de esa ley y glorificación de la Musa. Es la imitación de la poesía masculina la que hace que suene en falso la obra de casi todas las poetisas. Una mujer que se interesa por la poesía debería, en mi opinión, ser una Musa silenciosa e inspirar a los poetas con presencia femenina, como hicieron la reina Isabel y la condesa de Derby, o bien debería ser la Musa en un sentido completo: debería ser por turno Arianrhod, Blodeuwedd y la Vieja Cerda de Maenawr Penardd que devora a sus lechones, y debería escribir en cada uno de esos aspectos con autoridad antigua. Debería ser la luna visible: imparcial, amorosa, severa y juiciosa.
Safo comprendía su responsabilidad: no se deberían creer las mentiras malévolas de los comediógrafos áticos que la caricaturizan como una lesbiana insaciable. La calidad de sus poemas prueba que era una auténtica Cerridwen. En una ocasión pregunté a mi llamado Preceptor de Moral de Oxford, un erudito y apolíneo clásico: «Dígame, señor, ¿cree usted que Safo fue una buena poetisa?» Recorrió con la mirada la calle para ver si alguien escuchaba, y luego me confesó: «Sí, Graves, en eso está el engorro. ¡Era una poetisa muy muy buena!» Colegí que consideraba afortunado que haya sobrevivido tan poco de su obra. La poetisa galesa del siglo XVI Gwerfyl Mechain también parece haber desempeñado el papel de Cerridwen: «Soy la mesonera de la irreprochable Ferry Tavern, una luna con vestido blanco que da la bienvenida a todo hombre que viene a mí con plata».
El tema principal de la poesía es, apropiadamente, las relaciones del hombre y la mujer, más bien que las del hombre con el hombre, como habrían deseado los clasicistas apolíneos. El verdadero poeta que va a la posada y paga el tributo de plata a Blodeuwedd pasa al otro lado del río para morir. Como en la leyenda de Llew Llaw: «Toda su conversación de esa noche se refirió al afecto y el amor que sentían el uno por el otro y que había nacido en un tiempo no mayor que el de una tarde.» Este paraíso dura solamente desde el Primero de Mayo hasta la víspera de San Juan. Se ha tramado la conspiración y vuela la flecha envenenada; y el poeta sabe que tiene que ser así. Para él no existe más mujer que Cerridwen y hay una cosa que desea más que todas las otras del mundo: su amor. Como Blodeuwedd, ella le dará de buena gana su amor, pero solamente al precio de su vida. Le exigirá el pago puntual y cruentamente. Otras mujeres, otras diosas, parecen más bondadosas. Venden su amor a un precio razonable, y a veces un hombre puede conseguirlo inclusive con sólo pedirlo. Pero no Cerridwen, pues con su amor va unida la sabiduría. Y por amarga y groseramente que la vilipendie el poeta en la hora de su humillación —y Catulo es el ejemplo más conocido— él ha participado en su propio engaño y no tiene motivos justos para quejarse.
Cerridwen perdura. La poesía comenzó en la era matriarcal y obtiene su magia de la Luna, no del Sol. Ningún poeta puede esperar comprender la naturaleza de la poesía a menos que haya tenido una visión del Rey Desnudo crucificado en el roble podado, y contemplado a los bailarines, con los ojos enrojecidos por el humo acre de los fuegos sacrificiales, marcando el compás con los pies, los cuerpos toscamente inclinados hacia adelante y cantando monótonamente: «¡Mata! ¡Mata! ¡Mata!» y «¡Sangre! ¡Sangre! ¡Sangre!».
El constante empleo ignorante de la frase «cortejar a la Musa» ha oscurecido su significado poético: la comunión íntima del poeta con la Diosa Blanca, considerada como la fuente de la verdad. La verdad ha sido representada por los poetas como una mujer desnuda, una mujer despojada de todos los vestidos y adornos que la comprometerían a cualquier posición particular en el tiempo y el espacio. La diosa Luna siria también era representada así, con una serpiente como tocado para recordar a los devotos que era la Muerte disfrazada, y con un león agazapado vigilantemente a sus pies. El poeta está enamorado de la Diosa Blanca, de la Verdad; su corazón estalla de anhelo y amor por ella. Es la diosa Flor Olwen o Blodeuwedd, pero también Blodeuwedd la Lechuza, de ojos brillantes, ululando tristemente, con su sucio nido en el hueco de un árbol muerto; o Circe, el halcón despiadado; o Lamia, con su lengua revoloteante; o la diosa Cerda que gruñe; o la Rhiannon de cabeza de yegua que se alimenta con carne cruda. Odi atque amo: «estar enamorado» es también odiar. Decidido a eludir el dilema, el apolíneo se enseña a despreciar a la mujer y enseña a la mujer a despreciarse a sí misma.
El ingenio de Salomón es cruelmente sucinto: «Las dos hijas de la sanguijuela de caballo son Dar y Dar» Esta sanguijuela es un pequeño animal de agua dulce semejante a la medicinal, con treinta dientes en sus quijadas. Cuando un animal baja a un río para beber, la sanguijuela se introduce en su boca y se adhiere a la carne blanda del fondo de su garganta. Luego le chupa la sangre hasta que queda completamente inflada y el animal furioso, y como un símbolo de voracidad implacable da su nombre a Alukah, que es la Lamia, o Súcuba, o Vampiresa cananea. Las dos hijas de Alukah son insaciables, como Alukah misma, y se llaman Gehena y Matriz, o sea Muerte y Vida. Salomón dice, en otras palabras: «Las mujeres se sienten ávidas de hijos: chupan el vigor de sus maridos, como el vampiro; son sexualmente insaciables; se parecen a la sanguijuela de la charca que infecta a los caballos. ¿Y para qué nacen los hombres de las mujeres? Sólo para terminar muriendo. La tumba y la mujer son igualmente insaciables.» Pero el Salomón de los Proverbios era un filósofo avinagrado y no un poeta romántico como el «Salomón» galileo del Cantar de los Cantares, que es en realidad Salmá, el Dionisio quenita, que corteja en estilo helénico a su hermana melliza, la novia de Mayo de Shulem.
La razón de que tan pocos poetas jóvenes sigan publicando poesía hoy día después de haberlo hecho alrededor de los veinte años de edad no es necesariamente —como yo solía creer— la decadencia del mecenazgo y la imposibilidad de ganarse la vida decentemente con la profesión de poeta. Hay varios modos de ganarse la vida compatibles con la composición de poemas, y la publicación de éstos no es difícil. La razón es que algo muere en el poeta. Tal vez ha comprometido su integridad poética valorando algún campo de experiencia —literario, religioso, filosófico, dramático, político o social— más que el poético. Pero quizá también ha perdido su concepto de la Diosa Blanca: la mujer a la que consideraba una Musa, o que era una Musa, se ha convertido en una mujer doméstica y ha hecho que él se convierta también en un hombre domesticado. La lealtad le impide separarse de ella, sobre todo si ella es la madre de sus hijos y se enorgullece de que se la considere una buena ama de casa; y al desaparecer la Musa desaparece también el poeta. Los poetas ingleses de comienzos del siglo XIX, cuando el público lector de poemas era muy numeroso, se daban incómodamente cuenta de este problema, y muchos de ellos, como Southey y Patmore, trataron de poetizar la domesticidad, aunque ninguno de ellos con buen éxito poético. La Diosa Blanca es antidoméstica, es la «otra mujer» perpetua, y es ciertamente difícil que una mujer sensible desempeñe su papel durante más de unos pocos años, porque la tentación de suicidarse incurriendo en la simple domesticidad acecha en el corazón de toda ménade y musa.
Una solución desafortunada de este difícil problema la intentó en Connaught, en el siglo VII d. de C., Liadan de Corkaguiney, una mujer noble y también ollave. Realizaba con su séquito de veinticuatro poetas discípulos, siguiendo la costumbre inmemorial, una cuairt o gira de visitas poéticas en las que, entre otros, el poeta Curithir ofreció una fiesta de la cerveza en su honor, y ella se enamoró de él. También él se enamoró de ella y le preguntó: «¿Por qué no nos casamos? Un hijo nacido de nosotros sería famoso.» Ella le contestó: «Ahora no, pues eso echaría a perder mi gira de visitas poéticas. Ven a verme más tarde a Corkaguiney y me iré contigo.» Luego comenzó a cavilar acerca de lo que él había dicho, y cuanto más cavilaba menos le agradaba: pues había hablado, no de su amor, sino solamente de su fama y del hijo famoso que algún día podía nacer de ellos. ¿Por qué un hijo? ¿Por qué no una hija? ¿Valoraba él su talento más que el de ella? ¿Y por qué pensar a destiempo en el nacimiento de futuros poetas? ¿Por qué no se contentaba Curithir con ser poeta él mismo y vivir en la compañía poética de aHa? Dar hijos a semejante hombre sería un pecado contra ella misma, pero le amaba con todo su corazón y le había prometido irse con él.
En consecuencia, cuando Liadan terminó sus visitas a las casas de los reyes y caudillos de Connaught, intercambiando su ciencia poética con la de los poetas que encontró allí, y recibiendo regalos de sus huéspedes, hizo un voto de castidad religioso cuya violación significaría la muerte; e hizo eso, no por un motivo religioso, sino porque era poeta y comprendía que el casamiento con Curithir destruiría el vínculo poético que los unía. Poco después él fue a buscarla, y ella, fiel a su promesa, se fue con él, pero, fiel también a su voto, no quiso dormir con él. Abrumado por la pena, él hizo el mismo voto. Ambos se pusieron bajo la dirección del severo y receloso San Cummine, quien obligó a Curithir a elegir entre ver a Liadan sin hablarle o hablar con ella sin verla. Como poeta, él prefirió hablar con ella. Alternativamente, cada uno de ellos se paseaba alrededor de la celda de mimbres entrelazados del otro en el establecimiento monástico de Cummine, y nunca se les permitía que se unieran. Cuando Curithir convenció finalmente a Cummine para que mitigara la severidad de su régimen, él los acusó inmediatamente de incontinencia y expulsó a Curithir del monasterio. Curithir renunció al amor, se hizo peregrino, y Liadan murió de remordimiento por la estéril victoria que había obtenido sobre él.
Los irlandeses han conocido el problema amoroso del poeta desde los tiempos precristianos. En el Leche de enfermo de Cuchulain, Cuchulain, que es poeta además de héroe, ha abandonado a su esposa Emer y caído bajo el hechizo de Fand, una reina del Sidhe. Emer era originalmente su Musa y en su primer encuentro habían mantenido una conversación poética tan abstrusa que ninguno de los presentes había entendido una palabra; pero el matrimonio los había separado. Emer va muy enojada al fuerte de Fand para reclamar a Cuchulain, y Fand renuncia a la posesión de él, confesando que no lo ama realmente y que es mejor que vuelva a Emer:
Emer, noble esposa, este hombre es tuyo. |
Se ha desprendido de mi, |
pero sigo predestinada a desear |
lo que mi mano no puede retener y conservar. |
Cuchulain vuelve, pero la victoria de Emer es tan estéril como la de Liadan de Corkaguiney. Una antigua Tríada irlandesa queda justificada: «Es mortal mofarse de un poeta, amar a un poeta, ser un poeta.»
Consideremos a Suibne Geilt, el rey poeta de Dal Araidhe, acerca del cual un irlandés anónimo del siglo IX compuso un cuento en prosa, La locura de Suibne, incorporando una serie de poemas dramáticos basados en ciertos originales del siglo VII atribuidos al propio Suibne. En el cuento, tal como ha llegado a nosotros, Suibne enloqueció porque había insultado dos veces a San Ronan, primeramente interrumpiendo al santo cuando marcaba el lugar para un nuevo templo sin permiso del rey y arrojando su salterio a un arroyo; y luego atacándole con una lanza cuando trataba de hacer la paz entre el Rey Supremo de Irlanda y el señor de Suibne inmediatamente antes de la batalla de Magh Rath. La lanza fue a dar en la campanilla para la misa de San Ronan, pero se desvió sin hacerle daño a él. San tros, Suibne enloqueció porque había insultado dos veces a San Ronan, primeramente interrumpiendo al santo tres crónicas anteriores indican que el segundo insulto de Suibne fue dirigido, no a San Ronan, sino a un ollave, o poeta sacrosanto, que trataba de hacer la paz en la víspera de la batalla de Magh Rath entre los jefes de los ejércitos rivales, a saber el rey Domnal de Escocia y Domnal, el rey supremo de Irlanda. En el siglo VII la misión de hacer la paz correspondía a un ollave y no a un sacerdote. Tal vez la lanza de Suibne golpeó el manojo de campanillas doradas que eran el símbolo profesional del ollave; y el ollave para vengarse le arrojó a la cara el llamado «manojo del loco» un puñado de paja mágico que le hizo huir enloquecido del campo de batalla. Sea como fuere, Eorann, la esposa de Suibne, trató de impedir que cometiera aquel desatino y en consecuencia se libró de la maldición. La locura voladora consistía, según la descripción, en hacer su cuerpo tan liviano que podía posarse en las copas de los árboles y dar saltos desesperados de cien o más pies de altura sin hacerse daño. (Los filósofos latinos medievales describían ese estado como spiritualizatio, agilitas y subtilitas, y lo aplicaban a los casos de levitación de santos sumidos en éxtasis.) Al cuerpo de Suibne le salieron plumas y vivió como un salvaje, alimentándose con endrinos, bayas de acebo, berros, becabungas, y bellotas; y dormía en tejos y grietas de rocas cubiertas de hiedra y hasta en espinos y zarzales. El menor ruido lo sobresaltaba y obligaba a huir y desconfiaba de todos los hombres.
Suibne tenía un amigo, Loingseachan, que lo seguía constantemente y trataba de alcanzarlo y curarlo. Loingseachan lo consiguió en tres ocasiones, pero Suibne siempre recaía en su enfermedad. Una furia llamada «la Bruja del Molino» no tardaba en incitarle a que repitiera sus saltos frenéticos. Durante un intervalo de lucidez tras siete años de locura Suibne visitó a Eorann, quien se había visto obligada a casarse con su sucesor el nuevo rey, y un poema dramático muy conmovedor registra su conversación:
SUIBNE: | Tranquila estás, feliz Eorann, |
saltando hacia la cama con tu amante: | |
no sucede lo mismo a este Suibne | |
que ha andado errante durante largo tiempo. | |
Alegremente antaño, gran Eorann, | |
decías para mí palabras gratas. | |
«No podría vivir —decías— si | |
me separara un día de Suibne.» | |
Ahora es tan claro cual la luz del día | |
cuán poco te preocupas por Suibne; | |
yaces caliente en lecho bien mullido | |
y él se muere de frío hasta la aurora. | |
EORANN: | Bienvenido, mi loco candoroso, |
el más amado de los hombres todos. | |
Aunque acostada en blando, se consume | |
mi cuerpo desde el día de tu ruina. | |
SUIBNE: | Más que yo bienvenido es ese príncipe |
que te acompaña ahora en los banquetes. | |
Es el cortejador que has elegido, | |
a tu amor anterior abandonando. | |
EORANN: | Aunque un príncipe puede acompañarme |
hasta la alegre sala del banquete | |
dormir preferiría yo en un árbol | |
contigo, Suibne, que eres mi marido. | |
Si pudiera elegir de los guerreros | |
de la Irlanda y Escocia los mejores | |
vivir preferiría yo contigo, | |
inculpada, con berros y con agua. | |
SUIBNE: | Para su amada no hay camino alguno |
en el errar inquieto de Suibne; | |
en Ará Abhla se acuesta friolento, | |
y los albergues fríos no le faltan. | |
Es mucho mejor sentir afecto | |
por el príncipe del que ahora eres la novia | |
que por este tan rústico demente | |
famélico y totalmente desnudo. | |
EORANN: | Yo me aflijo por ti, loco afanoso, |
que ahora tan sucio y abatido te hallas; | |
lamento que tu piel esté gastada, | |
por espinos y zarzas desgarrada. | |
¡Oh, si los dos pudiéramos estar juntos | |
y mi cuerpo también tuviese plumas! | |
¡A la luz y la sombra vagaría | |
para siempre jamás acompañándote! | |
SUIBNE: | Una noche pasé en la alegre Mourne, |
una noche de Bann en el estuario. | |
He cruzado el país de extremo a extremo… |
La narración continúa:
«Apenas había pronunciado Suibne estas palabras, cuando el ejército penetró en el campo desde todas las direcciones. Él huyó en un vuelo frenético, como había hecho con frecuencia anteriormente; y poco después, cuando se hubo posado en una alta rama cubierta de hiedra, la Bruja del Molino fue a colocarse junto a él. Entonces Suibne hizo este poema, que describe los árboles y las hierbas de Irlanda:
Roble copudo, roble frondoso, |
te elevas sobre todos los árboles. |
¡Oh, avellano, de pequeñas ramas, |
atesora dulces avellanas! |
Tú no eres cruel, aliso. |
Brillas deliciosamente, |
ni desgarras ni pinchas |
en el claro que ocupas. |
Pequeño endrino espinoso, |
negro proveedor de endrinas, |
pequeño berro de copete verde |
del arroyo donde los mirlos beben. |
¡Oh, manzano, fiel a tu clase, |
los hombres te sacuden mucho; |
Oh, fresno silvestre, con racimos de bayas, |
muy bellas son tus flores! |
Oh, rosal silvestre arqueado, |
nunca me juegas limpio; |
una y otra vez me rasguñas |
y bebes tu trago de sangre. |
Tejo, tejo fiel a los tuyos, |
se te encuentra en los cementerios; |
hiedra que creces como la hiedra, |
se te encuentra en el bosque oscuro. |
Acebo, árbol de refugio, |
baluarte contra los vientos; |
oh, fresno, muy pernicioso, |
mango para la lanza del guerrero. |
Abedul, suave y bendito, |
melodioso y orgulloso, |
bellas son tus ramas |
enredadas en lo alto de tu copa… |
Pero las desgracias se acumulaban, hasta que un día, cuando Suibne estaba a punto de recoger berros en un arroyo, en Ros Cornain, la esposa del mayordomo del monasterio lo ahuyentó y se quedó con todos los berros, lo que le hizo exclamar desesperado:
Muy triste es esta vida |
si falta un lecho blando |
y la escarcha entumece |
y el viento arrastra nieve. |
Viento fuerte y helado, |
la sombra de un sol débil, |
un solo árbol de abrigo |
en la colina rasa. |
Soportando la lluvia, |
por senderos de ciervos, |
durmiendo sobre el césped |
en un día de helada. |
Un bramido de ciervos |
que resuena en el bosque, |
una trepa a los riscos, |
rugir de agua espumosa… |
Tendido en lecho acuoso |
del Loch Eme a la orilla |
me levantaré pronto |
cuando amanezca el día. |
Luego Suibne volvió a pensar en Eorann. El relato sigue:
Después Suibne fue al lugar donde se hallaba Eorann, se quedó en la puerta exterior de la casa, donde estaban la reina y sus damas de compañía, y volvió a decir:
—Tranquila estás, Eorann, aunque la tranquilidad no es para mí.
—Es cierto —dijo Eorann—, pero entra.
—En verdad, no lo haré —replicó Suibne—, pues temo que el ejército me encierre en la casa.
—Me parece —dijo ella— que tu razón no mejora con el tiempo, y puesto que no quieres quedarte con nosotros, vete y no vuelvas a visitarnos, pues nos avergüenza que te vean con ese aspecto los que te han visto en tu verdadero aspecto.
—Esto es ciertamente una desgracia —dijo Suibne—. ¡Ay del que confía en una mujer!…».
Suibne reanudó sus andanzas inútiles, hasta que le amparó la esposa de un vaquero que en secreto vertió un poco de leche para él en un agujero que hizo con el pie en la boñiga del establo. Él lamió la leche agradecido, pero un día la vaquera lo confundió con su amante, le dio un lanzazo y lo hirió mortalmente. Luego Suibne recuperó la razón y murió en paz. Está enterrado bajo una bella lápida que mandó hacer para él el generoso San Moling…
Este relato imposible oculta uno verídico: el del poeta obseso por la Bruja del Molino, otro nombre de la Diosa Blanca. Él la llama «la mujer blanqueada con harina», lo mismo que los griegos la llamaban «Alfito, Diosa de la Harina de Cebada». Este poeta se pelea con la Iglesia y con los bardos de la Academia, quienes lo proscriben. Pierde el contacto con su esposa más práctica, anteriormente su Musa; y aunque, compadeciendo su desdicha, ella confiesa que le sigue amando, él ya no puede volver a ella. No confía en nadie, ni siquiera en su mejor amigo, y no tiene más compañía que la de los mirlos, los ciervos, las alondras, los tejones, las raposas y los árboles silvestres. Hacia el final del cuento Suibne ha perdido incluso a la Bruja del Molino, que se rompe el cuello saltando con él; lo que significa, supongo, que se derrumba como poeta bajo el peso de la soledad. En último extremo Suibne vuelve a Eorann, pero el corazón de ella ha muerto ya y lo despide fríamente.
La narración parece haber sido ideada como ilustración de la Tríada según la cual «es mortal mofarse de un poeta, amar a un poeta y ser un poeta». Para Suibne fue mortal mofarse de un poeta y ser un poeta; y para Eorann amar a un poeta. Solamente después de haber muerto en la miseria volvió a florecer la fama de Suibne.
Ésta debe de ser la descripción más cruel y amarga de la situación de un poeta obseso que se encuentra en toda la literatura europea. La situación de la poetisa descrita en un relato casi igualmente acerbo: Los amores de Liadan y Curithir, del que se ha tratado anteriormente, es tan dolorosa como la de Suibne.
Pero no nos revolquemos en estas aflicciones y locuras voladoras. Un poeta escribe, por regla general, en su juventud, y se halla bajo el hechizo de la Diosa Blanca.
Mi amor es de un linaje tan raro |
como es por naturaleza extraño y digno: |
lo engendró la desesperación |
en la imposibilidad. |
El resultado es que, o bien pierde a la muchacha por completo, como él temía con razón, o bien se casa con ella y la pierde en parte. Pues bien, ¿por qué no? Si ella es para él una buena esposa, ¿por qué ha de fomentar él la obsesión poética en su propio daño? Y si una poetisa puede tener un hijo sano a cambio del don de la poesía, ¿por qué no ha de tenerlo? La soberana Diosa Blanca despide a los dos desertores con una débil sonrisa desdeñosa y no les impone castigo alguno, que yo sepa, pero no los elogia ni los mima y sólo confiere las órdenes sagradas a aquellos que la sirven. No es una deshonra ser un expoeta, siempre que se abandone por completo la poesía, como hizo Rimbaud, o más recientemente Laura Riding.
Pero la alternativa entre el servicio de la Diosa Blanca por una parte y la ciudadanía respetable por la otra, ¿es tan rígida como la presentaban los poetas irlandeses? En su relato Suibne padece una abrumadora obsesión acerca de la poesía, y lo mismo le sucede a Liadan en el suyo. Pero ¿estaban uno y otra dotados con el sentido del humor? Indudablemente no, pues de otro modo no se habrían castigado a sí mismos tan cruelmente. El humorismo es un don que ayuda a los hombres y las mujeres a sobrevivir a la tensión de la vida ciudadana. Si conserva su sentido del humor, además un poeta puede enloquecer graciosamente, aguantar sus desengaños amorosos graciosamente, rechazar lo establecido graciosamente y no causar un trastorno en la sociedad. No necesita compadecerse de sí mismo ni afligir a quienes le aman; y lo mismo se puede decir de la poetisa.
El humorismo es ciertamente compatible con su devoción a la Diosa Blanca, como lo es, por ejemplo, con la santidad perfecta de un sacerdote católico, cuyas idas y venidas están mucho más severamente circunscritas que las del poeta y cuya Biblia no contiene una sola sonrisa desde el Génesis hasta el Apocalipsis. Andró Man dijo de la Reina de Elfame en 1597: «Puede ser joven o vieja a su voluntad». Y en verdad, la diosa reserva una risita deliciosamente juvenil para quienes no se sienten intimidados por su habitual mirada severa de mujer adulta. Inclusive puede conceder a su poeta un futuro matrimonio feliz si no se ha sentido desanimado por sus primeros contratiempos. Pues aunque ella es, por definición, no humana, tampoco es completamente inhumana. Suibne se queja de una tormenta de nieve que lo alcanzó desnudo en la horcadura de un árbol:
Estoy en gran peligro esta noche, |
el viento frío me atraviesa el cuerpo; |
mis pies están heridos, mis mejillas pálidas, |
¡Gran Dios, tengo motivo para afligirme! |
Pero sus sufrimientos no eran de modo alguno todo lo que le deparaba su suerte. Gozaba de la vida plenamente cuando hacía buen tiempo: comía fresas o arándanos, su vuelo rápido le permitía apresar a las palomas torcaces, cabalgaba en las astas de un ciervo o en el lomo de un cervatillo de piel suave. Inclusive podía decir: «No me agrada la charla amorosa del hombre con la mujer; mucho más grata para mis oídos es la canción del mirlo.» Nadie puede censurar a Eorann por haber pedido cortésmente a Suibne que se fuera cuando él llegó a ese estado. Lo que la protegía, y lo que a él le faltaba, era seguramente el sentido del humor. El deseo anterior de Eorann de poseer un cuerpo con plumas para poder volar con él indica que también ella comenzó siendo poeta, pero renunció a ello cuerdamente cuando había pasado ya el tiempo de la poesía.
¿Puede dejarse así este asunto? ¿Y se debe dejar así? En nuestra cacería del corzo:
We’m powler’t up and down a bit and had a rattling day
[Hemos vagado arriba y abajo un poco y tenido un día agitado]
como los Tres Cazadores Joviales. Pero ¿es suficiente haber descrito algo de la manera peculiar como los poetas han pensado siempre y recordado al mismo tiempo la supervivencia de varios temas y conceptos antiguos, o haber sugerido un nuevo examen intelectual de los mitos y la literatura sagrada? ¿Qué viene luego? ¿Se debería redactar un credo poético práctico que los poetas podrían discutir punto por punto, hasta que lo consideraran apropiado para sus necesidades literarias inmediatas y en la forma adecuada para suscribirlo unánimemente? Pero ¿quién se atrevería a convocar a esos poetas a un sínodo o a presidir sus sesiones? ¿Quién puede pretender que es el principal de los poetas y llevar el manto bordado de la profesión al que los antiguos irlandeses llamaban el tugen? ¿Quién puede pretender ni siquiera que es un ollave? En la Irlanda antigua el ollave tenía que dominar ciento cincuenta Oghams, o claves verbales, que le permitían conversar con sus colegas sin que les entendieran los mirones ignorantes; ser capaz de repetir inmediatamente cualquiera de los trescientos cincuenta largos romances y leyendas tradicionales, juntamente con los poemas incidentales que contenían, con el acompañamiento de arpa adecuado; saber dé memoria un número inmenso de otros poemas de diferentes clases; estar instruido en filosofía; ser doctor en derecho civil, conocer la historia del idioma irlandés moderno, medio y antiguo con las derivaciones y cambios de significado de cada palabra; ser experto en música, augurios, adivinación, medicina, matemáticas, geografía, historia universal, astronomía, retórica e idiomas extranjeros; y ser capaz de improvisar poemas en cincuenta o más metros complicados. Sorprende que se pudiera calificar a alguien como ollave; sin embargo, las familias de ollaves rendían a casarse entre ellas, y entre los maoríes de Nueva Zelanda prevalecía un sistema curiosamente parecido: la capacidad del ollave para aprender de memoria, abarcar muchos temas, elucidar e improvisar asombró al gobernador Grey y otros de los primeros observadores británicos.
Además, si este sínodo hipotético fuese reservado a los poetas cuyo idioma materno es el inglés, ¿cuántos poetas con la paciencia y la integridad necesarias para producir un documento autorizado responderían a la convocatoria? Y aunque se pudiera reunir el sínodo, ¿no se pondría inmediatamente de manifiesto una división entre los devotos de Apolo y los de la Diosa Blanca? Ésta es una civilización apolínea. Es cierto que en los países de habla inglesa la posición social de las mujeres ha mejorado enormemente en los últimos cincuenta años y es probable que mejore todavía más ahora que tan gran parte de la riqueza nacional se halla a cargo de mujeres; en los Estados Unidos más de la mitad; pero la era de la revelación religiosa parece haber terminado, y la seguridad social está tan intrincadamente ligada con el matrimonio y la familia —inclusive donde los matrimonios registrados predominan— que la Diosa Blanca en su aspecto orgiástico parece no tener la probabilidad de conseguir una rehabilitación, hasta que las mujeres mismas se cansen del patriarcalismo decadente y se conviertan de nuevo en bacantes. Esto es improbable por ahora, aunque los archivos de patología morbosa están llenos de antecedentes clínicos de bacantes. Una mujer inglesa o americana que sufre un trastorno nervioso de origen sexual reproducirá instintivamente con frecuencia de una manera vil y repugnantemente minuciosa gran parte del antiguo ritual dionisíaco. Yo mismo lo he presenciado con terror impotente.
El ascético dios Trueno que inspiró la revolución protestante ha vuelto a ceder la dignidad del lugar al Hércules Celestial, el patrono original de la monarquía inglesa. Todas las tiestas populares del calendario cristiano se relacionan con el Hijo o la Madre, no con el Padre, aunque todavía se dirigen a éste fríamente las plegarias para que llueva, por la victoria o por la salud del rey o el presidente. Solamente la pura fidelidad de Jesús, registrada en los Evangelios, ha impedido que el Padre siga «el camino de todo el género humano», el camino de sus predecesores Saturno, el Dagda y Kai[52]: terminar como primer cocinero y bufón en la mascarada del solsticio de invierno. Ese puede ser todavía el final del Padre en Britania si las fuerzas religiosas populares siguen actuando a su manera tradicional. Una señal ominosa es la conversión de San Nicolás, el santo patrono de los marineros y niños cuya festividad corresponde apropiadamente al 6 de diciembre, en el Papá Noel de barba blanca, el patrono bufonesco de la fiesta. Pues en la madrugada del día de Navidad, vestido con un viejo batón de algodón rojo, el Padre Noel llena las medias de los niños con nueces, uvas, confites y naranjas; y mientras la familia está en la iglesia cantando himnos en honor del rey recién nacido, dirige en la cocina la preparación del pavo, el asado, el budín y los pasteles rellenos de picadillo de carne; y finalmente, cuando se han consumido las velas encendidas del Árbol de Navidad, se va bajo la nieve o la lluvia con el saco vacío y seniles gemidos de despedida.
Ésta es una civilización de la clase popular londinense y las referencias más comunes a los fenómenos naturales en la poesía tradicional, escrita por campesinos para campesinos, se están haciendo ininteligibles. Ningún poeta inglés de cincuenta años podría identificar a los árboles comunes, del Beth-Luis-Nion y distinguir al roebuck del fallow deer (variedades de corzo), al acónito de la neguilla del trigo, o al torcecuello del pájaro carpintero. El arco y la lanza son armas anticuadas; los barcos han dejado de ser juguetes del viento y de las olas; el temor a los espectros y duendes se limita a los niños y unos pocos campesinos viejos; y las grullas ya no «escriben letras cuando vuelan»; la última grulla criada en este país fue muerta de un tiro en Anglesey en el año 1908.
Los mitos también se están gastando. Cuando el idioma inglés se formó por primera vez todas las personas cultas pensaban de acuerdo con el sistema del ciclo de los mitos cristianos, que era judeo-griego con muchas adherencias paganas disfrazadas como vidas de santos. La revolución protestante eliminó a casi todos los santos y el desarrollo del racionalismo desde la controversia darwiniana ha debilitado tanto a las Iglesias que los mitos bíblicos ya no sirven como una base segura de referencia poética. ¿Cuántas personas podrían identificar en la actualidad las citas de un sermón de mediados de la era victoriana? Además, los mitos griegos y latinos, que siempre han sido tan importantes para los poetas (al menos profesionalmente) como los cristianos, también están perdiendo su validez. Sólo una severa educación clásica puede imprimirlos en la mente de un niño con la fuerza suficiente para darles una pertinencia emocional, y los clásicos ya no dominan el programa de estudios escolar en Gran Bretaña ni en los Estados Unidos. Ni siquiera hay un canon oficial de los doscientos y trescientos libros que toda persona culta puede suponerse que ha leído con atención, y el canon no oficial contiene muchos libros famosos que muy pocas personas han leído realmente; por ejemplo, Piers Plouman de Langland, Utopia de Sir Thomas More y Euphues de Lyly.
Los dos únicos poetas ingleses que posean la cultura, el talento poético, la humanidad, la dignidad y la independencia mental necesarias para ser jefes de poetas eran John Skelton y Ben Jonson, ambos dignos dd laurel que llevaban. Skelton, que mantenía una cómoda familiaridad con Enrique VIII, su exdiscípulo, se consideraba el superior espiritual, como erudito tanto como poeta, de su superior eclesiástico el cardenal Wolsey, un advenedizo semiculto contra quien, con peligro de muerte, publicó las sátiras más incisivas, y, en consecuencia, pasó los últimos años de su vida, en refugio sagrado, en la Abadía de Westminster, negándose a retractarse. Jonson realizaba giras poéticas como un ollave irlandés, a veces con discípulos llamados «de la tribu de Ben», y hablaba con autoridad reconocida de todos los temas profesionales. Como uno de sus anfitriones, el segundo Lord Falkland, escribió de él:
He had an infant’s innocence and truth, |
The judgement of gray hairs, the wit of youth, |
Not a young rashness, not an ag’d despair, |
The courage of the one, the other’s care; |
And both of them might wonder to discern |
His ableness to teach, his skill to learn. |
[Poseía la inocencia de un niño y su veracidad, — el juicio del anciano y el ingenio joven, — no la temeridad del joven ni la desesperación del viejo, — sino el valor del uno y la cautela del otro; — y ambos podían asombrarse al discernir — su capacidad para enseñar y su habilidad para aprender.]
Estos versos son memorables como un resumen del temperamento poético ideal. Desde Jonson no ha habido Jefes de Poetas dignos de ese nombre, ni oficiales ni no oficiales.
El único poeta, que yo sepa, que trató seriamente de instituir el bardismo en Inglaterra fue William Blake, quien escribió sus libros proféticos con el propósito de establecer un cuerpo completo de referencias poéticas, pero por falta de colegas inteligentes se vio obligado a convertirse él mismo en todo el colegio bardo, sin siquiera un iniciado que continuara la tradición después de su muerte. Como no deseaba trabarse a sí mismo utilizando el verso libre o el dístico heroico, modeló su estilo de acuerdo con las traducciones en verso libre que hizo James Macpherson de las leyendas gaélicas de Oisin, y con los profetas hebreos tan sonoramente traducidos en la Versión Autorizada de la Biblia. Algunos de sus personajes mitológicos, como el gigante Albión, Job, Erin y el ángel Uriel, son figuras comunes del bardismo medieval; otros son anagramas o palabras clave encontradas en una Biblia políglota, por ejemplo, Los por Sol, el dios Sol. Se atuvo estrictamente a su sistema y sólo ocasionalmente aparecen en sus profecías personajes que parecen pertenecer a su historia privada más bien que al mundo de la literatura. Pero como dice uno de los principales críticos literarios ingleses de los lectores de Blake que admiran el estilo del cantor ambulante de Cantos de inocencia: «Pocos serán los que hagan más que zambullirse en los poemas proféticos y nadar una o dos brazadas a través de las oleadas de símbolos y fábulas cambiantes.» Cita estos versos de Jerusalem:
Albion cold lays on his Rock: storms and snows beat round him Beneath the Furnaces and the starry Wheels and the Immortal Tomb:
… ………………………………………………………………………
The weeds of Death inwrap his hands and feet, blown incessant
And wash’d incessant by the for-ever restless sea-waves foaming abroad
Upon the White Rock. England, a Female Shadow, as deadly damps
Of the Mines of Cornwall and Derbyshire, lays upon his bosom heavy,
Moved by the wind in volumes of thick cloud, returning, folding round
His loins and bosom, unremovable by swelling storms and loud rending
Of enraged thunders. Around than Starry Wheels of their Giant Sons
Revolve, and over them the Furnaces of Los, and the Inmortal Tomb around,
Erin sitting in the Tomb to watch them unceasing night and day:
And the body of Albion was dosed apart from all Nations.
Over them famish’d Eagle screams on honey wings, and around
Them howls the Wolf of famine; deep heaves the Ocean black, thundering…
[El frío Albión se asienta en su Roca; tormentas y nieves lo golpean — debajo de los Hornos, las Ruedas estrelladas y la Tumba Inmortal:
Malezas de la Muerte manos y pies lo envuelven — y sin cesar le soplan y bañan las inquietas olas que espumajean — sobre la Roca Blanca. Inglaterra, una Sombra Femenina, las nieblas — de las Minas de Cornwall y Derbyshire caen densas sobre su pecho — movidas por el viento, formando espesas nubes, girando y rodeando — sus lomos y su pecho, inamovible por las tormentas y el rasgueo — de los rayos airados. Alrededor de ellas las Ruedas Estrelladas de sus Hijos Gigantes — giran, y sobre ellas los Hornos de Los, y de la Tumba Inmortal en torno. — En la tumba se sienta Erin para observarlos sin cesar noche y día; — y el cuerpo de Albión yace encerrado allí aparte de todas las Naciones. — El Águila famélica con las alas osudas grita arriba y en torno — aúlla el Lobo del hambre; y jadea el océano negro profundamente.]
Y comenta: «Los sentimientos y los hábitos de Blake eran los del artesano, los del obrero manual. Su punto de vista era el de la clase, cuya paz y bienestar serían socavados desastrosamente por la introducción de la maquinaria, una clase esclavizada por la capitalización de la industria. Recuérdese que las imágenes de ruedas, fraguas, hornos, humo, “fábricas satánicas” se asocian en los Libros Proféticos con la miseria y el tormento. Recuérdese que los años de la vida de Blake fueron también años de guerras incesantes. Es evidente que las imágenes de este pasaje, como las de otros muchos, surgen del subconsciente de pasiones políticas de Blake. Albión como figura mítica puede simbolizar Dios sabe qué cosas más, pero eso no tiene importancia. Obsérvense las imágenes de guerra y mecanismo…».
La función de los críticos populares ingleses consiste en juzgar toda la poesía de acuerdo con las normas de los cantores ambulantes. En consecuencia, las claras imágenes tradicionales utilizadas por Blake son descartadas característicamente como «eso no tiene importancia», y se le acusa de no saber qué es lo que escribe. La Rueda Estrellada de la Diosa Blanca, multiplicada aquí en los doce signos rotantes del Zodíaco, los intelectuales Hornos de Los (Apolo), y la Tumba de Albión —por otro nombre Llew Llaw Gyffes, que también aparece como el Águila famélica con sus alas osudas— son interpretados equivocadamente como imágenes siniestras y mecanicistas de opresión capitalista. Y la distinción completamente clara entre la Albión arcaica y la Inglaterra moderna no es tenida en cuenta. Blake había leído los tratados contemporáneos sobre el druidismo.
El vínculo que unía a los poetas de las Islas Británicas en la época precristiana era el juramento de guardar secreto, prestado por todos los miembros de los colegios poéticos subvencionados, el juramento de enterrar, ocultar y no revelar nunca los secretos del colegio. Pero una vez que el Perro, el Corzo y el Avefría comenzaron a relajar su vigilancia y a permitir, en nombre de la ilustración universal, que se publicaran libremente los secretos del alfabeto, el calendario y el ábaco, terminó la era docta. Poco después una espada como la de Alejandro cortó el nudo gordiano[53], los colegios se disolvieron, los eclesiásticos pretendieron ser los únicos que tenían derecho a declarar e interpretar el mito religioso, la literatura del cantor ambulante comenzó a reemplazar a la ilustrada, y los poetas que en adelante se negaban a hacerse lacayos de la Corte, la Iglesia o la chusma se veían obligados a refugiarse en la soledad. Y allí, con raros intermedios, han residido desde entonces, y aunque a veces, cuando fallecen, se hacen peregrinaciones a sus tumbas oraculares, es probable que permanezcan durante largo tiempo olvidados.
En la soledad la tentación del desvarío monomaniaco, la paranoia y el comportamiento excéntrico han sido demasiado fuertes para muchos de los desterrados. No tienen un poeta jefe o un ollave que los visite para advertirles severamente que el buen nombre de la poesía se deshonra con sus dengues y muecas. Desvarían como los abrahamitas isabelinos, hasta que el desvarío se convierte en una afectación profesional; y la mayor parte de la poesía moderna deja de tener un sentido poético, prosaico, o incluso patológico. Es una extraña inversión de la función: en la Antigüedad eran los poetas los que proporcionaban sus temas a los pintores, si bien con la libertad de entregarse a un juego decorativo razonable dentro de los límites de un tema dado; más tarde, la incapacidad de los poetas para mantener su posición al frente de los asuntos obligó a los pintores a pintar cualquier cosa que les encargaban sus dientes, o cualquier cosa que tuvieran a mano, y finalmente a hacer experimentos con la pura decoración; ahora las afectaciones y la locura de los poetas son perdonadas a causa de una falsa analogía con los experimentos pictóricos en la forma y el color no representativos. Por eso Sacheverell Sitwell escribió en Vogue (agosto de 1945):
Una vez más encabezamos a Europa en las artes…
Hace la lista de los pintores y escultores de moda y, añade:
Las obras acompañantes de los poetas no son difíciles de comprender… Dylan Thomas, cuya contextura es tan abstracta como la de cualquier pintor moderno… Ni siquiera necesita explicar sus imágenes, pues sólo se propone que lo entiendan a medias.
No es que los llamados surrealistas, impresionistas, expresionistas y neorrománticos oculten un gran secreto por medio de una supuesta locura, a la manera de Gwion; lo único que ocultan es su desdichada carencia de secretos.
Pues ahora no hay secretos poéticos, salvo, por supuesto, aquellos que el vulgo no puede comprender por su falta de percepción poética, y que no puede respetar a causa de su educación antipoética (con excepción tal vez de la indómita Gales). Tales secretos, inclusive la Composición del Carro, pueden ser revelados sin peligro en cualquier restaurante o café lleno de gente, sin temor al rayo vengador: el ruido de la orquesta, el tintineo de los platos y el zumbido de un centenar de conversaciones inconexas ahogará eficazmente las palabras y, en todo caso, no escuchará nadie.
* * *
Si éste fuera un libro ordinario terminaría aquí, y como no siento el deseo de ser pesado, al principio traté de terminarlo en este punto, pero el Diablo intervino y no quiso dejarme en paz hasta que le diera lo que le debía en justicia, según él dijo. Entre las preguntas poéticas que yo no había respondido estaba la de Donne: «¿Quién hendió el pie del Diablo?». Y el Diablo, que conoce muy bien sus Sagradas Escrituras, me acusó de que me había deslizado demasiado rápidamente por algunos de los elementos de la visión del Carro que tuvo Ezequiel, y de que había eludido todo examen del único Misterio considerado todavía con cierto temor reverente en el mundo occidental. Por consiguiente tuve que volver, aunque estaba cansado, al Carro y su histórica presencia en la Batalla de los Arboles, y a los problemas poéticos enunciados al comienzo de este libro. Es un principio poético no defraudar al Diablo con una respuesta a medias o una mentira.
La visión de Ezequiel fue la de un Hombre Entronizado rodeado por un arco iris, con los siete colores correspondientes a los siete cuerpos celestes que regían la semana. Cuatro de esos cuerpos estaban simbolizados por los cuatro rayos de las ruedas del carro: Ninib (Saturno) por el rayo del solsticio invernal, Marpuk (Júpiter) por el rayo del equinoccio de primavera, Nergal (Marte) por el rayo del solsticio estival, y Nabu (Mercurio) por el rayo del equinoccio de otoño. Pero ¿qué se puede decir de los otros tres cuerpos celestes —el Sol, la Luna y el planeta Ishtar (Venus)— correspondientes a la Trinidad capitolina y a la Trinidad adoptada en Elefantina y en Hierápolis? Se recordará que la explicación metafísica de este tipo de Trinidad, llevada a Roma por los órficos, era que Juno representaba a la naturaleza física (Ishtar), Júpiter al principio fecundador o vivificante (el Sol) y Minerva a la sabiduría que dirige el Universo (la Luna). Esta concepción no atraía a Ezequiel porque limitaba la función de Jehová a una ciega paternidad; por eso, aunque el Sol figura en su visión como las alas del Águila, no aparecen en ella la Luna ni Ishtar.
El Diablo tenía razón. La visión no puede ser explicada completamente sin revelar el misterio de la Santísima Trinidad. Debe recordarse que en las religiones antiguas todo «misterio» exigía un mistagogo que explicaba oralmente su lógica a los iniciados; con frecuencia podía dar una explicación falsa o iconotrópica, pero al menos era completa. Como dice Orígenes en In Celsum, la Iglesia primitiva tenía ciertos misterios que eran explicados solamente a un pequeño círculo de dignatarios eclesiásticos —Orígenes dice, en efecto; «¿Por qué no hemos de reservarnos nuestros misterios? Vosotros, los gentiles, lo hacéis»—, y la explicación lógica de la Trinidad, que los al parecer ilógicos: miembros ordinarios de la Iglesia tenían que admitir mediante un acto de fe, tiene que haber sido la tarea más responsable del mistagogo. El misterio mismo no es secreto, pues se lo enuncia muy precisamente en el Credo Atanasiano; ni lo es el misterio que se deriva de, él: la redención del mundo por medio de la encarnación del Verbo como Jesucristo. Pero a menos que el Colegio de Cardenales se haya mostrado notablemente discreto durante todos los siglos que han transcurrido desde entonces, la explicación original de los misterios, que hace innecesario el Credo quia absurdum, se perdió hace mucho tiempo. Pero creo que la pérdida no es irreparable, pues podemos estar seguros de que la doctrina provenía de la mitología judeo-griega, que se basaba esencialmente en el Tema poético único.
La idea religiosa de la libre elección entre el bien y el mal, que es común a la filosofía pitagórica y al judaísmo profético, proviene de una manipulación del alfabeto de árboles. En el culto primitivo de la Diosa Universal del que el alfabeto de árboles era la guía, no se podía elegir, sus devotos aceptaban los acontecimientos, agradables o dolorosos por turno, que ella les imponía como su destino en el orden natural de las cosas. El cambio fue consecuencia del desalojo de la Diosa por el Dios Universal, y se relaciona históricamente con la eliminación forzosa de las consonantes H y F del alfabeto griego y su incorporación en el nombre secreto de ocho letras de este Dios: parece evidente que los místicos pitagóricos que instigaron el cambio habían adoptado el mito judío de la Creación y consideraban a ésas dos letras peculiarmente santas por no estar contaminadas con los errores del universo material. Pues, aunque en la vieja mitología la H y la F figuraban como los meses consagrados respectivamente a la rigurosa diosa Espino, Cranea, y su condenado compañero Cronos, en la nueva representaban el primero y el último de los árboles del Soto Sagrado, el primero y el último día de la Creación. En el primer día nada había sido creado excepto la Luz incorpórea, y en el último nada absolutamente. Por eso, las tres consonantes del Logos, u «óctuple ciudad de luz», eran la J, la letra de la nueva vida y la soberanía; la H, la letra del Primer Día de la Creación, «Haya luz»; y la F, la letra del último día de la Creación, «y Dios descansó», la que aparece como en el tetragrámaton JHWH. Es notable que éstas pean las letras de meses asignadas a las tres tribus del reino meridional, Benjamín, Judá y Leví; y que las tres joyas respectivamente asignadas a ellas en la serie de joyas —Ámbar, Granate («el cristal terrible»), Zafiro— estén relacionadas por Ezequiel con el resplandor de Dios y con su trono. El Hombre Entronizado no es Dios, como podía suponerse; Dios no deja que nadie vea su rostro y siga viviendo. Es la semejanza de Dios reflejada en el hombre espiritual. Por eso, aunque Ezequiel conserva las imágenes tradicionales del dios Sol inmutable que gobierna desde el ápice de un cono de luz las cuatro regiones del universo redondo —el águila posada sobre los cuatro animales— y del siempre cambiante ternero, Hércules Celestial, ha eliminado a Jehová de la antigua Trinidad de Q’re (Sol), Ashima (Luna) y Anatha (Ishtar) y lo ha vuelto a definir como el Dios que exige la perfección nacional, la semejanza con el cual es un ser sagrado, medio Judá y medio Benjamín, sentado en el trono de Leví. Esto explica que Israel sea un «pueblo peculiar» —el texto del Deuteronomio es más o menos de la misma fecha que la visión de Ezequiel— dedicado a un dios peculiarmente santo con un nuevo nombre derivado de una nueva fórmula poética que expresa la Vida, la Luz y la Paz.
Sugiero, en realidad, que la revolución religiosa que trajo consigo los cambios alfabéticos en Grecia y Britania fue judía, la inició Ezequiel (622-570 a. de C.), la adoptaron los judíos de habla griega que vivían en Egipto y la tomaron de ellos los pitagóricos. A Pitágoras, que se destacó por primera vez en Crotona en 529 a. de C., le atribuyen sus biógrafos haber estudiado entre los judíos así como entre los egipcios y tal vez fue el primer griego que internacionalizó el Nombre de ocho letras. Ese Nombre debió de llegar a Britania por la Galla meridional, donde los pitagóricos se habían establecido en una época muy temprana.
La consecuencia de haber ideado este dios de pura meditación, la Inteligencia Universal que siguen prometiendo los filósofos modernos más respetables, y de entronizarlo por encima de la naturaleza como la Verdad y la Bondad esenciales, no fue completamente afortunada. Muchos pitagóricos sufrían, como los judíos, una constante sensación de culpabilidad y el antiguo Tema poético se reafirmó contumazmente. El nuevo Dios pretendía ser el dominante como Alpha y Omega, el Comienzo y el Fin, la pura Santidad, el puro Bien, la pura Lógica, capaz de existir sin ayuda de la mujer; y era natural que se le identificara con uno de los rivales originales del Tema y que aliara permanentemente contra él a la mujer y a los otros rivales. El resultado fue un dualismo filosófico con todos los infortunios tragicómicos que acompañan a la dicotomía espiritual. Si el verdadero Dios, el Dios del Logos, era puro pensamiento, puro bien, ¿de dónde venían el mal y el error? Había que suponer dos creaciones separadas: la verdadera Creación espiritual y la falsa Creación material. Respecto a los cuerpos celestes, el Sol y Saturno se oponían conjuntamente a la Luna, Marte, Mercurio, Júpiter y Venus. Los cinco cuerpos celestes opositores constituían una fuerte compañía, con una mujer al comienzo y otra mujer al final. Júpiter y la diosa Luna se apareaban como los gobernantes del Mundo material, los amantes Marte y Venus se apareaban como la Carne lasciva, y entre esas parejas se hallaba Mercurio, que era el Diablo, el Cosmocrátor o autor de la Creación falsa. Eran estos cinco los que componían el hyle o soto pitagórico de los cinco sentidos materiales; y los hombres de mentalidad espiritual, que los consideraban fuentes de error, trataban de hacerse superiores a ellos por medio de la pura meditación. Este plan de acción fue llevado al extremo por los esenios temerosos de Dios, que fundaron sus comunidades monásticas dentro de recintos rodeados por altos setos de acacia y de los cuales eran excluidas todas las mujeres; vivían ascéticamente, cultivaban una repugnancia morbosa por sus funciones naturales y apartaban sus ojos del Mundo, el Demonio y la Carne. Aunque conservaban el mito del Ternero, transmitido desde la época de Salomón, como símbolo de la vida espiritual del hombre mortal y lo vinculaban con el nombre de siete letras del Dios inmortal, es evidente que los iniciados en la Orden suprema cultivaban el nombre de ocho letras, o el nombre ampliado de setenta y dos letras, y se dedicaban por completo a la vida meditativa, regida por la acacia y la granada, el Domingo y el Sábado, la Iluminación y el Descanso.
Se había declarado la guerra en el Cielo. Miguel y los arcángeles luchaban contra el Diablo, o sea el Cosmocrátor. Pues en el nuevo sistema religioso Dios no podía entregar toda la semana de trabajo al Demonio, por lo que designó como sus representantes a los arcángeles, uno para cada día, y esos arcángeles eran los que cultivaban los esenios. Miguel quedó a cargo del miércoles, por lo que le correspondía no sólo recoger el polvo para la verdadera creación de Adán, sino también combatir con el Demonio que le disputaba ese día. El Diablo era Nabu, representado como una Cabra alada del solsticio estival; en consecuencia, la respuesta a la pregunta poética de Donne acerca del pie del Diablo es: «El profeta Ezequiel.» La victoria de Miguel debe ser interpretada como una profecía más bien que como un relato de algo sucedido en el pasado, una profecía que Jesús trató de poner en ejecución predicando la completa obediencia a Dios y la continua resistencia al Mundo, el Demonio y la Carne. En Sychar reprochó a la samaritana, en una conversación enigmática que ella pudo o no haber comprendido, por haber tenido cinco maridos, los cinco sentidos materiales, y por tener en aquel momento a otro que no era realmente su marido, sino el Cosmocrátor o Diablo. Le dijo que la salvación venía, no del dios Becerro al que sus padres habían adorado idolatradamente en las cercanas Ebal y Gerizim, sino del santísimo Dios de los judíos, es decir el Dios de Judá, Benjamín y Leví. Creía que si toda la nación se arrepentía de su errónea devoción al universo material y se abstenía de todos los, actos sexuales o casi sexuales, vencería a la muerte y viviría mil años, al final de los cuales se unificaría con el verdadero Dios.
Los judíos todavía no estaban preparados para dar ese paso, aunque muchos de ellos lo aprobaban en teoría; y una minoría conservadora, los ofitas, siguió rechazando la nueva fe, sosteniendo que el verdadero Dios era el Dios del miércoles, a quien representaban como una serpiente benévola y no como una cabra, y que el Dios del Logos era un impostor. Se fundaban para eso en la Menorah, instrumento del culto anterior al destierro, los siete brazos de la cual salían del tallo central en forma de almendra que simbolizaba al miércoles; y en verdad la opinión revisada registrada en el Talmud de que el tallo representaba el sábado no tenía sentido poético ni histórico. Esta Serpiente había sido originalmente Ofión, con quien según el mito de la creación órfico, la Diosa Blanca se había apareado en forma de serpiente, por lo que Mercurio, el Cosmocrátor, utilizaba una vara de serpientes acopladas como insignia de su profesión. Ahora se ve claramente por qué Ezequiel disfrazó a dos de los cuatro animales planetarios de su visión: poniendo al águila en lugar de la cabra con alas de águila y al hombre en lugar de la serpiente con rostro de hombre. Se proponía dejar al Cosmocrátor fuera de la descripción, fuese como Cabra o como Serpiente. Muy bien pudo haber sido Ezequiel quien agregó la anécdota iconotrópica de la seducción de Adán y Eva por la serpiente al mito de la Creación del Génesis, y una vez que se aprobó como canónico en el siglo IV a. de C., la opinión ofita se convirtió en una herejía. Debe hacerse hincapié en que los siete días del relato de la Creación del Génesis se basan en el simbolismo de la Menorah, una reliquia del culto del sol egipcio, y no provienen de la epopeya de la Creación babilónica, en la que el Creador es el dios Trueno Marduk, quien vence al monstruo marino Tiamat y lo parte por la mitad. Marduk —Bel en la versión anterior de la leyenda— era el Dios del Jueves, y no Nabu el Dios del Miércoles, ni Samas el Dios del Domingo. Las semejanzas de los dos mitos son superficiales, aunque el episodio del Diluvio en el Génesis fue tomado directamente de la epopeya y Ezequiel puede haberlo redactado[54].
En la tradición rabínica el Árbol de la Ciencia del Bien y del Mal, cuya fruta dio la Serpiente de la alegoría del Génesis a Adán y Eva para que la comieran, era un árbol compuesto. Esto significa que aunque eran originalmente inocentes y santos les hizo conocer los placeres de los sentidos materiales. El sauce del lunes y la coscoja (o el acebo) del martes no dan alimentos para los seres humanos, pero ellos comían probablemente almendras o avellanas del miércoles, alfóncigos o bellotas comestibles del jueves y membrillos o manzanas silvestres del viernes. Por consiguiente Dios los expulsó del paraíso de árboles por temor a que comieran del Árbol de la Vida —probablemente la acacia del domingo injertada con la granada del sábado— y así inmortalizaran sus locuras. Apoya esta interpretación del mito la antigua leyenda irlandesa, publicada por primera vez en Eriu IV, segunda parte, de Trefuilngid Tre-cochair («el triple portador de la triple llave», al parecer una forma irlandesa de Hermes Trismegisto), un gigante que apareció en Irlanda a comienzos del siglo I d. de C., con un esplendor inmenso en una reunión del gran consejo feudal de Tara. Llevaba en la mano derecha una rama de un árbol del Líbano con tres clases de frutos —avellanas, manzanas y bellotas comestibles—, que le proporcionaban perpetuamente comida y bebida. Les dijo que al investigar qué le pasaba al Sol ese día en el Oriente, había averiguado que no había brillado allí porque un hombre muy importante (Jesús) había sido crucificado. Cuando se fue el gigante algunos de los trucos cayeron en la Irlanda oriental, y de ellos nacieron cinco árboles —los cinco árboles de los sentidos—, los cuales caerían solamente cuando triunfase el cristianismo. Esos árboles ya han sido citados en la exposición del alfabeto de árboles. El Gran Árbol de Mugna se desarrolló igual que la rama paterna y dio sucesivas cosechas de manzanas, avellanas y bellotas. Los otros parecen ser glosas alegóricas de algún poeta posterior. El Árbol de Tortu y el Árbol Bifurcado de Dathi eran fresnos y probablemente representaban la magia falsa de los cultos del fresno británico y danés. El Árbol de Ross era un tejo y representaba la muerte y la destrucción. No he podido averiguar qué era el Antiguo Árbol de Usnech; es probable que fuera un endrino que representaba la lucha.
La doctrina de la Santa Trinidad era precristiana y se fundaba en la visión de Ezequiel; la Trinidad se componía de los tres elementos principales del Tetragrámaton. La Primera Persona era el verdadero Creador, el Padre de todo que dijo «Haya luz», representado por la; letra H, la acacia, el árbol de domingo, el árbol de Leví; y el lapislázuli simbolizaba el firmamento azul todavía deshabitado por los cuerpos celestes; los judíos apocalípticos lo identificaban con el «Anciano de muchos días» de la visión de Daniel, profecía posterior e inferior que data de la época de los Seléucidas. La Segunda Persona estaba comprendida en el Hombre Entronizado de Ezequiel, el hombre espiritual como imagen de Dios, el hombre que se abstenía en una paz completa de los peligrosos placeres de la creación falsa y estaba destinado a reinar en la tierra eternamente; lo representaba la F, el granate, la granada, el árbol del Sabbath y de Judá. Los apocalípticos lo identificaban con el Hijo del Hombre de la visión de Daniel. Pero sólo la mitad inferior del cuerpo del Hombre era de granate, la parte masculina. La mitad superior era de ámbar: la parte regia que lo unía con la Tercera Persona. Pues la Tercera Persona comprendía las seis letras restantes del nombre, y seis era el Número de la Vida en la filosofía pitagórica. Estas letras eran las vocales originales de la Diosa Blanca, A O U E I, las que representaban el espíritu que se movía sobre la superficie de las aguas en el relato del Génesis, pero con la vocal de la muerte reemplazada por la consonante regia J, ámbar, la letra de Benjamín, la letra del Niño Divino nacido el Día de la Liberación; y con la vocal del «nacimiento del nacimiento», omega, completando la vocal del nacimiento alpha. La Tercera Persona era, por consiguiente, andrógina: «virgen con hijo», concepto que aparentemente explica la reduplicación de la letra H en el Tetragrámaton J H W H. La segunda H es la Shekinah, la Brillantez de Dios, la mística emanación femenina de H, la primera persona varón, sin existencia separada de él, pero identificada con la Sabiduría, la brillantez de su meditación, la cual «ha labrado los Siete Pilares de la verdadera Creación», y de la cual se deriva la «Paz que confiere la mutua comprensión» cuando la luz se une con la Vida. El significado de este misterio se expone en la Bendición de Aarón (Número, VI, 22-27) que solamente los sacerdotes estaban autorizados para pronunciar:
Que el Señor te bendiga y le guarde.
Que haga resplandecer su faz sobre ti y te otorgue su gracia.
Que vuelva a ti su rostro
y te dé la paz.
Esta bendición cuádruple, que ciertamente no fue compuesta antes de la época de Ezequiel, es explicada en el último versículo del capítulo como una fórmula que simboliza el Tetragrámaton:
Así invocarán [Aarón y sus hijos] mi nombre sobre los hijos de Israel y yo los bendeciré.
Las dos primeras bendiciones son en realidad una, y juntas representan la Tercera Persona, la Vida y la Brillantez, J H; la tercera bendición representa la Primera Persona, la Luz, H; la cuarta bendición representa la Segunda Persona, la Paz, W. Esta Trinidad es un Dios indivisible, porque si se omite una sola letra el Nombre pierde su poder, y porque los tres conceptos son interdependientes. La Segunda Persona es «engendrada por el Padre con anterioridad al mundo entero», en el sentido de que «el Mundo» es una Creación falsa a la que él precedió. Esta interpretación de J H W H como «la Luz y la Gloria, la Vida y la Paz» explica, además, por qué los sacerdotes lo aumentaban a veces a 42 letras. En el sistema pitagórico el 7, escrito como H aspirada, era el número de la Luz, y el 6, escrito como la Digamma F (W en hebreo) era el de la Vida. Pero el 6 representaba también a la Gloria, y el 7 a la Paz, como el sétimo día de la semana; por lo que seis veces siete, es decir 42, expresaba la Luz, la Gloria y la Paz multiplicadas por la Vida. Aunque los judíos utilizaban la notación fenicia de las letras numerales para los propósitos públicos, es probable que emplearan la griega primitiva en sus misterios, así como empleaban el calendario alfabético griego «Boibalos».
La Menorah simbolizaba toda la Creación de Jehová, pero no contenía la primera de las cuatro letras del Tetragrámaton; y sus luces recordaban su Nombre de siete letras, pero no el de ocho letras. Sin embargo, en la Fiesta de la Dedicación, o la «Fiesta de las Luces» (mencionada en Juan, X, 22 y en las Antigüedades, XII, 7.7 de Josefo), la antigua Fiesta hebrea del Solsticio de Invierno, se utilizaba un candelabro de ocho brazos, como el que existe todavía en las sinagogas judías, llamado el candelabro Chanukah. La explicación rabínica es que este festival de ocho días, que comienza el día 25 del mes Kislev, fue instituido por Judas Macabeo y conmemora un milagro: en la consagración macabea del Templo se encontró una redomita de óleo sagrado, ocultada por un Sumo Sacerdote anterior y que duró ocho días. Con esta leyenda los autores del Talmud esperaban ocultar la antigüedad de la fiesta, que era originalmente la del natalicio de Jehová como dios Sol y ya se celebraba por lo menos en la época de Nehemías (Macabeos, I, 18). Antíoco Epifanes había sacrificado al Zeus Olímpico tres años antes que Judas volviera a instituir el festival, en el mismo lugar y el mismo día: el natalicio de Zeus caía también en el solsticio de invierno, lo mismo que el de Mitra, el dios Sol persa cuyo culto había impresionado mucho a los judíos en la época de su protector Ciro. Según la costumbre rabínica, una luz del candelabro era encendida cada día del festival hasta que lo estaban las ocho; la tradición anterior consistía en comenzar con las ocho luces encendidas e ir apagando una cada día hasta que quedaban todas apagadas.
En el candelabro Chanukah, el que entre los judíos de Marruecos (la tradición de los cuales es más antigua y más pura) está coronado por una pequeña granada, las ocho luces están puestas en hilera, cada una en un brazo separado, como en Menorah; y desde el pedestal se proyecta un brazo con una luz aparte en su portalámpara y con la cual se encienden todas las otras. Las ocho luces que forman hilera deben de representar el día sobrante del año, el día de la letra J, intercalado en el solsticio de invierno, pues la granada, el símbolo no solamente del séptimo día de la semana, sino también del planeta Ninib, gobernante del solsticio de invierno, demuestra que este candelabro es una Menorah ampliada para contener todas las letras del Tetragrámaton, es decir, en realidad, la «Octuple Ciudad de la Luz» en la que habita el Verbo. El número Ocho, el número de crecimiento del dios Sol, recordaba la orden creadora de Jehová: «Creced y multiplicaos»; y las ocho luces podían ser interpretadas además (según se demostrará) como simbólicas de los ocho Mandamientos esenciales.
El candelabro Chanukah era el único que se utilizaba ritualmente en las sinagogas de la Dispersión, porque la ley del Sanhedrin prohibía la reproducción de la Menorah o de cualquier otro objeto alojado en el Sanctasantórum. Esta ley tenía por finalidad impedir la fundación de un templo rival del de Jerusalén, y también, según parece, estaba destinada a los ofitas, quienes justificaban sus opiniones religiosas heréticas con la posición central de la cuarta luz (la de la Serpiente Sabia, Nabu) en el candelabro de siete brazos; en este otro no había una luz central. La luz separada representaba probablemente la unidad de Jehová en contraste con la diversidad de sus obras y elevaba el número total de luces a nueve, lo que simbolizaba la Trinidad tres veces santa. El significado de la granada en lo alto ha sido olvidado por los judíos marroquíes, quienes la consideran una mera decoración, aunque convienen en su gran antigüedad; los judíos de la Europa Central la han reemplazado con una bola coronada por una Estrella de David. Entre los judíos marroquíes se coloca también una granada en los palos alrededor de los cuales se enrolla el sagrado rollo de la Torá, y los palos se llaman Es Chajim, «el árbol de la vida»; los judíos de la Europa Central han reducido esta granada a la corona formada por su cáliz marchito. La explicación rabínica de sentido común de la santidad de la granada es que es el único fruto que no corrompen los gusanos.
Los Diez Mandamientos, que figuran entre los últimos agregados al Pentateuco, están concebidos como glosas del mismo misterio. Lo raro de su elección parece haber impresionado a Jesús cuando citó los mandamientos «Ama a tu Dios» y «Ama a tu prójimo» de otras partes del Pentateuco como superiores en valor espiritual. Pero es una elección más cuidadosamente considerada de lo que parece a primera vista. Los Mandamientos, que son en realidad ocho y no diez, para igualar al número de letras del Nombre, se dividen en dos grupos: uno de tres «Harás» relacionados con la Verdadera Creación, y el otro de cinco «No harás» relacionados con la Falsa Creación; a cada grupo le precede una advertencia. El orden está deliberadamente «empastelado», como se podía esperar.
El primer grupo corresponde a las letras del Tetragrámaton y el preámbulo amonestador es, por consiguiente, el III; «No invocarás el nombre de Dios en vano.»
V: | «Honrarás a tu padre y a tu madre.» |
es decir, J H: Vida y Brillantez. | |
IV: | «Santificarás las fiestas.» (Observarás el Sabbath.) |
es decir, W; Descanso. | |
I: | «Me amarás sobre todas las cosas.» (Me adorarás a mí solo.) |
es decir, H: Luz. |
El segundo grupo corresponde a los poderes de los cinco planetas excluidos del Nombre y el preámbulo amonestador es, por consiguiente, II: «No harás ni adorarás el simulacro de estrella, animal ni monstruo marino alguno.»
X: | «No hechizarás.» |
(La Luna como diosa del Encantamiento.) | |
VI: | «No matarás.» |
(Marte como dios de la Guerra.) | |
VIII: | «No hurtarás.» |
(Mercurio como dios de los Ladrones, que había robado el hombre a Dios.) | |
IX: | «No levantarás falso testimonio.» |
(Júpiter como el falso dios, ante quien se hacían los juramentos.) | |
VII: | «No desearás la mujer de tu prójimo.» |
(Venus como la diosa del amor profano.) |
Los ocho Mandamientos aumentan y se convierten en un decálogo al parecer porque la serie a la que reemplazaban y que se encuentra en Éxodo, XXXIV, 14-26 era también un decálogo.
En la tradición talmúdica este nuevo Decálogo estaba grabado en dos tablas de sappur (lapislázuli); y en Isaías, LIV, 12 las puertas de la Jerusalén ideal eran de «carbunclo». Por eso la fórmula poética es:
La luz fue mi primer día de Creación, |
el descamo tras el trabajo es mi sétimo día, |
la Vida y la Gloria son mi día de días. |
Grabé mi Ley en tablas de zafiro. |
Jerusalén brilla con mis puertas de carbunclo, |
cuatro Querubes me traen ámbar del norte. |
La acacia da su madera para mi arca, |
la granada santifica mi murmullo sacerdotal, |
mi hisopo esparce sangre en todas las puertas. |
Santo, Santo, Santo es mi nombre. |
Este dios místico se diferenciaba no sólo del Bel o el Marduk babilónicos sino también de Ormuz, el Dios Supremo de los zoroastrianos persas, con el que algunos sincretistas judíos lo identificaban, en que se había apartado del universo material erróneo para vivir seguramente enclaustrado en su ciudad de luz abstracta. Ormuz era una especie de Gerión de tres cuerpos, la habitual trinidad masculina aria que primeramente se casó con la Diosa Triple, y luego la desposeyó y se fue de acá para allá vestido con los tres colores de ella, blanco, rojo y azul oscuro, como la novilla del enigma de Suidas, ejerciendo sus antiguas funciones. Así Ormuz aparecía vestido con el color blanco sacerdotal; para crear (o recrear) el mundo; con el rojo guerrero para combatir contra el mal; y con el azul oscuro del agricultor para «producir la fecundidad».
Los judíos apocalípticos precristianos, influidos probablemente por teorías religiosas traídas de la India, juntamente con el ethrog, por mercaderes judíos, esperaban el nacimiento de un niño divino: el Niño profetizado por la Sibila que libraría al mundo del pecado. Esto significaba que Miguel y los arcángeles en quienes el nuevo Dios idealista había delegado el cuidado inmediato de la humanidad habían demostrado que no eran capaces de hacer frente al Mundo, el Demonio y la Carne, las potencias más groseras que él había repudiado. La única solución era que el Príncipe de la Paz, o sea la Segunda Persona, el Hijo del Hombre, que hasta entonces no tenía una existencia independiente[55], se encarnase como un hombre perfecto, Mesías humano nacido de Judá, Benjamín y Leví. Poniendo de manifiesto la vanidad de la Creación material haría que todo Israel se arrepintiese e iniciaría así el milenario reino inmortal de Dios en la tierra, en el que finalmente serían admitidas las naciones gentiles. Ésta era la religión de Jesús, que era la de Judá, Benjamín y Leví, y que había sido engendrado de nuevo ritualmente en su coronación: él esperaba la efectiva aparición histórica del Hijo del Hombre en el Monte de los Olivos para que se cumpliese su propia profecía acerca de la muerte por la espada, y aseguró a sus discípulos que muchos de los que vivían en aquel momento nunca parirían, sino que entrarían directamente en el remo de Dios. La profecía no se cumplió porque se basaba en una confusión del mito poético con el acontecimiento histórico, y se desvanecieron las esperanzas de todos en el milenio.
Los helenistas pretendían luego que esas esperanzas no habían sido prematuras después de todo, que Jesús lera en verdad la Segunda Persona de la Trinidad, y que el Reino de Dios estaba próximo, pues las terribles penales que presagiaban su venida, las llamadas Angustias del Mesías, eran evidentes para todos. Pero cuando la Iglesia gentil se separó por completo de la Iglesia judaica y Jesús como Rey de Israel se hizo una idea embarazosa para los cristianos que deseaban eludir poda sospecha de que eran nacionalistas judíos, se decidió que había nacido como la Segunda Persona, no en su coronación, sino en su nacimiento físico, aunque engendrado espiritualmente con anterioridad al mundo entero. Esto hizo a María la Madre de Jesús en el inmaculado receptáculo humano de la Vida y la Brillantez de Dios, la Tercera Persona de la Trinidad; de modo que había que suponer que ella misma había sido concebida inmaculadamente por su madre Santa Ana. Esto era un buen criadero para toda clase de herejías, y pronto volvemos en nuestro razonamiento al punto donde el tema se reafirmó popularmente con la Virgen como la Diosa Blanca, Jesús como el Sol Creciente, el Demonio como el Sol Menguante. No había aquí lugar para el Dios Padre, excepto como un adjunto místico de Jesús («Yo y el Padre somos Uno»).