XIX. El número de la bestia

El pequeño Gwion se me impuso grata pero importunamente, como hacen los niños, en un momento en que yo estaba demasiado ocupado con otro libro para pensar en otras cosas. Se negó a dejarse echar a un lado, aunque yo protesté que no tenía la menor intención de irrumpir en el campo del mito bardo ni estaba preparado doctamente para hacerlo. A pesar de que ahora parezco estar bastante familiarizado con la literatura céltica, en aquel momento no habría podido responder a una sola pregunta del enigma del Hartes Taliesin (que a primera vista recordaba al «ameno acertijo, todo en poesía, y todo acerca de los peces» que la Reina Blanca propuso a Alicia al final del banquete en el País del Espejo) si no hubiera conocido la mayoría de las respuestas de antemano gracias a la intuición poética. En realidad, lo único que necesitaba era comprobarlas textualmente; y aunque no contaba mas que con uno o dos de los libros necesarios en mi muy pequeña biblioteca, no tardaron en enviarme los otros, sin pedirlos, amigos poetas, o cayeron en mis manos de las estanterías de una librería de segunda mano a la orilla del mar. Hice un borrador de todo este volumen de más o menos la mitad de su actual extensión, en seis semanas y luego volví al otro libro, pero pasé seis años puliendo el borrador.

La serie de coincidencias qué hizo posible mi tarea fue de esa clase que conocen bien los poetas. Después de todo, ¿qué significa «coincidencia»? ¿Qué significaba para Euclides? Significaba, por ejemplo, que si en ciertas circunstancias aplicabais el triángulo Alpha-Beta-Gamma al triángulo Delta-Epsilon-Zeta, Gamma y Zeta quedaban situadas más o menos idénticamente. De igual modo, puesto que yo conocía de antemano las soluciones de los enigmas de Gwion, esto presuponía que existía y era accesible el conocimiento libresco necesario y, en consecuencia, los libros coincidieron luego con mis necesidades. Zeta y Gamma se besaron amablemente, y yo podía ataviar en forma razonable; una ordenación de las ideas a que había llegado de una manera irrazonable.

Un día William Rowan Hamilton, cuyo retrato aparece en las estampillas conmemorativas del centenario de Eire emitidas en 1943, cruzaba el Phoenix Park de Dublín, cuando tuvo la presciencia de una teoría matemática, que llamó de los «cuaterniones», tan avanzada con respecto al desarrollo de las matemáticas contemporáneas que la brecha sólo ha sido salvada recientemente por una larga serie de matemáticos. Todos los matemáticos destacados poseen esa facultad de dar un prodigioso salto mental en la oscuridad y caer firmemente de pie. El de Maxwell es el caso más conocido, y divulgo el secreto de sus métodos de pensamiento no científico, porque era un simple tenedor de libros: era capaz de llegar a la fórmula exacta, pero tenía que contar con sus colegas para justificar el resultado mediante cálculos vulgares.

Médicos muy importantes diagnostican la naturaleza de una enfermedad por los mismos medios, aunque luego pueden justificar su diagnóstico por medio del examen lógico de los síntomas. En realidad, no es exagerado decir que todos los descubrimientos e inventos Originales y las composiciones musicales y poéticas son el resultado del pensamiento proléptico —la anticipación, por medio de una suspensión de tiempo, de un resultado al que se podía no haber llegado por medio del razonamiento inductivo— y de lo que se puede llamar pensamiento analéptico, la recuperación de acontecimientos perdidos por medio de la misma suspensión.

Esto sólo significa que el tiempo, aunque es un convencionalismo del pensamiento muy útil, no tiene un Valor intrínseco mayor, digamos, que el dinero. Pensar en función del tiempo es una manera de pensar muy complicada y artificial, además; muchos niños dominan idiomas extranjeros y teorías matemáticas mucho antes de haber adquirido una comprensión del tiempo o aceptado la tesis que se refuta fácilmente de que la causa precede al efecto.

Hace algunos años dije en un poema acerca de la Musa:

Si donde ella está suceden cosas raras
y los hombres dicen que las tumbas se abren
y los muertos caminan, o que el futuro
se convierte en un útero, y se esparcen los no nacidos,
no deben extrañar tales prodigios,
pues son torbellinos que forma en el Tiempo
el fuerte impulso de su mente afilada
a través de ese elemento siempre renuente.

Los poetas podrán confirmar esto con su propia experiencia. Y como desde que escribí este poema J. W. Dunne, en su Experiment with Time, ha expuesto en prosa la idea de que el tiempo no es la escalera mecánica estable que los prosistas han pretendido que fuera durante siglos, sino algo que se balancea inexplicablemente, también los prosistas comprenderán fácilmente qué es lo que me propongo. En el acto poético se suspende el tiempo y se incorporan con frecuencia al poema detalles de la experiencia futura, como sucede en los sueños. Esto explica por qué la primera Musa de la tríada griega se llamaba Mnemosine, «Memoria»; se puede tener memoria del futuro lo mismo que del pasado. A la memoria del futuro se la llama habitualmente instinto en los animales e intuición en los seres humanos.

Una diferencia obvia entre los poemas y los sueños consiste en que en los poemas uno ejerce (o debería ejercer) el control crítico de la situación; en los sueños uno es un paranoico, un mero espectador de un acontecimiento mitográfico. Pero en los poemas, lo mismo que en los sueños, hay una suspensión de los criterios temporales; y cuando los poetas irlandeses hablaban de islas encantadas donde trescientos años pasaban como si hubieran sido un solo día, y ponían esas islas bajo la soberanía de la Musa, definían esa suspensión. La conmoción súbita que produce la vuelta al modo de pensamiento temporal familiar se simboliza en los mitos con la rotura de la cincha de la silla de montar cuando el joven héroe cabalga de vuelta a su casa de una visita a la isla. Su pie toca el suelo y el encanto se rompe: «Entonces las molestias de la vejez y la enfermedad caen súbitamente sobre él.»

Los poetas tienen constantemente la sensación de la naturaleza equívoca del tiempo, lo que excluye la esperanza o la ansiedad respecto del futuro y concentra claramente el interés en el presente. Escribí acerca del esto con minuciosidad proléptica en 1934, en un poema titulado «La torre caída de Siloam», que comenzaba así:

Si el edificio se tambalea, corred a un pasadizo.
Nosotros estábamos ya allí…

Pero una característica interesante de la prolepsis y la analepsis es que la coincidencia del concepto y la realidad nunca es completamente exacta: Gamma coincide con Zeta, pero no tan estrechamente que una de las dos pierda su identidad. La coincidencia es tan estrecha, podéis decir, como entre las notas Si natural y Do bemol, a las que, por economía, se les da una sola cuerda en un piano: tienen longitudes de vibración ligeramente diferentes, pero solamente un oído notablemente fiel puede distinguir una de otra.

O tan estrecha como entre los valores 22/7 y pi; si deseáis calcular, por ejemplo, cuánta cinta necesitaréis para el fondo de una tienda de campaña de tres yardas de diámetro, 22/7 será una fórmula adecuada.

En setiembre de 1943, cuando yo no podía impedir que mi mente corriera noche y día a la caza del Corzo, tan rápidamente que mi pluma no podía ir al mismo pasó que él, traté de mantener un apartamiento crítico. Me dije: «Yo no disfruto personalmente con esta cacería. No me interesa mucho la extraña región por la que me lleva mi palo de escoba y no estoy de modo alguno seguro de que me molestaré en trazar su mapa.» Luego me dirigí a mí mismo esquizofrénicamente: «Te diré lo que pasa, Robert. Se me plantea un enigma sencillo, muy conocido y hasta ahora no resuelto, y si puedes encontrarle un sentido, muy bien, prestaré atención a tus otros descubrimientos.»

El enigma que se me planteaba era el último versículo del capítulo XIII del Apocalipsis:

Aquí está la sabiduría. El que tenga inteligencia calcule el número de la bestia, porque es número de hombre. Su número es seiscientos sesenta y seis.

Yo recordaba vagamente, desde cuando iba a la escuela, las dos soluciones tradicionales del criptograma de San Juan. Ambas se basan en la suposición de que, como las letras del alfabeto eran utilizadas para expresar números tanto en griego como en hebreo, 666 era la suma a que se llegaba uniendo las letras que expresaban el nombre de la bestia. La solución más antigua, la del obispo Ireneo del siglo II, es LATEINOS, que significa «El Latino», lo que indicaba la raza de la bestia; la solución moderna más generalmente aceptada —he olvidado de quién— es NERON KESAR, o sea el emperador Nerón considerado como el Anticristo[21]. Ninguna de esas soluciones es completamente satisfactoria. «El Latino» es una caracterización demasiado vaga de la Bestia 666, y KAISAR, no KESAR, era la manera griega ordinaria de escribir «César». Además, las posibles combinaciones de valores de letras que suman 666, y las posibles ordenaciones anagramátícas de cada una de esas series de valores de letras son tan numerosas que la totalidad de posibilidades se aproxima al infinito todo lo que cualquiera pudiera desear. El Apocalipsis fue escrito en griego, pero mi yo analéptico, cuando le hablé así, insistió obstinadamente en pensar en latín; y vi en una especie de visión los numerales romanos centelleando en la pared de la habitación donde estaba. Formaban este letrero:

D.C.LX.

V.I.

Cuando se asentaron, los miré de soslayo. Los poetas; saben lo que quiero decir con mirar de soslayo: es una manera de examinar una palabra 9 una frase difícil pará descubrir el significado que se esconde detrás de las letras. Vi que el letrero era un titulus, la inscripción romana que se colocaba sobre la cabeza del criminal en el lugar de la ejecución, explicando su delito. Y me encontré leyendo lo siguiente:

DOMITIANUS CAESAR LEGATOS XTI

VILITER INTERFECIT

«Domiciano César vilmente mató a los Enviados de Cristo». I.N.R.I. era el titulus de Cristo; D.C.L.X.V.I. era el titulus del Anticristo.

La única palabra con la que tropecé era VILITER; aparecía borrosa.

La persecución de la Iglesia en los reinados de Nerón y Domiciano nunca me había interesado mucho, y la prueba a que había sometido mi mente era, por consiguiente, rutinaria, exactamente como podía haberme sometido aprueba a mí mismo con la fórmula rutinaria: «La policía de Leith nos echó» si hubiera sospechado que estaba borracho. Ningún prejuicio histórico intervenía en ello, y mis observaciones clínicas sobre el caso son dignas de confianza en consecuencia.

En primer lugar me había dado cuenta de que la mayoría de los doctos en los asuntos bíblicos atribuían el Apocalipsis al reinado de Nerón (54-67 d. de C.), y no al de Domiciano (81-96 d. de C.) y toda la tendencia de las visiones era antineroniana. Sin embargo, mis ojos leían «Domitianus». En segundo lugar sabía que viliter, en la Edad de Plata del Latín, significaba «barato» y que su significado derivado era falta de mérito o de valor y no maldad. Y, no obstante, mis ojos leían viliter.

Pasaron unas semanas antes de que comenzara a comprender esta paradoja. Me parecía que el trabajo que había realizado mi yo analéptico era bastante sólido: D.C.L.X.V.I. era el texto correcto y la solución era buena. Peló mis ojos, bajo la influencia de mi yo razonable, se habían equivocado evidentemente: había leído mal, como leo mal con frecuencia las letras y los titulares del diario por la mañana cuando todavía no estoy completamente despierto. El texto decía realmente esto:

DOMITIUS CAESAR LEGATOS XTI

VIOLENTER INTERFECIT

Pero como «Domitius Caesar» nada significaba para mi yo razonable —en realidad no había persona alguna de ese nombre— había corregido oficiosamente el error leyendo «Domitianus». Ahora recordé que Domitius era el nombre original de Nerón antes de que el emperador Claudio lo adoptara en la familia imperial y cambiara su nombre por el de Nerón Claudio César Druso Germánico, y que él no quería que le recordasen su origen plebeyo. (Creo que es Suetonio quien menciona esta sensibilidad de Nerón.) El padre criminal de Nerón, Gnaeus Domitius Ahenobarbus, cuando le felicitaron por el nacimiento del niño, replicó fríamente que cualquier vástago suyo y de su esposa Agrippinilla sólo podía causar la ruina del Estado. En consecuencia, «Domitius Caesar» era un vituperio adecuado para el criptograma, como los antihitlerianos en 1933 se aprovecharon políticamente del «Canciller Schickelgruber». Como era natural, San Juan no respetó los sentimientos de Nerón al componer el criptograma y el empleo de D.C. en vez de N.C. le sirvió para proteger el secreto.

Violenter significa algo más que «rudamente» o «impetuosamente»; contiene el sentido de furia y afrenta sacrílega. Parecía, pues, que mis ojos correctores habían llevado el EN de VIOLENTER a la palabra escrita exactamente encima para formar DOMITIENUS, lo que se parecía bastante a «Domitianus» para confundirla con ese nombre; y que la palabra sin sentido VIOLTER que quedaba debajo era algo borroso que leí equivocadamente como VILITER y tomé como una palabra de condenación.

(El único valor que atribuyo a esta lectura es el de que tiene sentido histórico. ¿Quién puede decir si ese sentido se lo dio San Juan, en beneficio mío, por decirlo así, o se lo di yo en beneficio de San Juan? Lo único que sé es que leí de corrido esas palabras tan fácil e irreflexivamente como él censor de la correspondencia de los soldados lee el criptograma con que termina la carta a una esposa: «X.X.X. — ¿W.I.W.R.D.D.Y.?» Como «Besos, besos, besos. Desearía que fuese real, querida, ¿tú no?».)

Esto no es todo. Cuando escudriñé el texto del Apocalipsis, encontré en el margen uña referencia al capítulo XV, versículo 2, que dice:

Vi como un mar de vidrio mezclado de fuego, y a los vencedores de la bestia, y de su imagen y del número de su nombre, que estaban en pie sobre el mar de vidrio y tenían las cítaras de Dios.

La «imagen» es la mencionada en el contexto anterior: el significado es, al parecer, que eran martirizados los cristianos que se negaban lealmente a adorar la estatua de Nerón. Por consiguiente, «cuantos no habían adorado a la bestia ni a su imagen y no habían recibido la marca sobre su frente y su mano» eran los enviados de Cristo que se negaban a que el terror los obligase a adorar al emperador y que cuando los mataban sacrílegamente eran llevados directamente al Paraíso.

Se planteaba esta pregunta: ¿Por qué mis ojos habían leído «Domitianus» donde el texto decía «Domitius»? Había que responder a esa pregunta, pues mis ojos se habían convencido de que el texto decía Domiciano y no Nerón y lo había corregido rápidamente para probarlo. Quizá, después de todo, mis ojos se habían puesto al servicio de mi loco yo analéptico. Tal vez quería decir los dos nombres: Domicio y Domiciano. Tal vez el Apocalipsis fue escrito originalmente en la época de las persecuciones de Nerón, pero fue ampliado y puesto al día en el reinado de Domiciano, quien reanudó las persecuciones de Nerón y cuyo nombre significa «de la casta de Domicio». ¿Qué quieren decir estos versículos?:

Vi a la primera de las cabezas (de la bestia) como herida de muerte, pero su llaga mortal fue curada. Toda la tierra seguía admirada a la bestia.

Y adoraron a la bestia diciendo: ¿Quién como la bestia? ¿Quién podrá guerrear con ella?

Diósele asimismo una boca que profiere palabras llenas de arrogancia y de blasfemia, y fuele concedida autoridad para hacerlo durante cuarenta y dos meses…

Fuele otorgado hacer la guerra a los santos y vencerlos.

La referencia es, claramente, a la muy conocida creencia contemporánea de que Nerón volvería, sobreviviendo a su herida mortal con la espada, y a la natural suposición cristiana de que se había reencarnado en Domiciano.

(Excelente: ahora veo que ésta es la conclusión del Dr. T. W. Crafer en su obra sobre el Apocalipsis.)

Cuarenta y dos es el número de años (54-96 d. de C.) entre la ascensión al trono de Nerón, el sétimo de los Césares, y la muerte, por la espada, de Domiciano, el duodécimo y último César. En esta clase de escritos proféticos los años son expresados habitualmente como meses y los meses como días. La frase «y fuele concedida autoridad para hacerlo durante cuarenta y dos meses» parece ser una glosa interpolada en la profecía original de que Domiciano, quien se llamó a sí mismo blasfemamente Señor y Dios, tendría un fin violento. La Iglesia gozó de un período relativamente pacífico durante el reinado del sucesor de Domiciano, Nerva.

El hecho de que algunos manuscritos digan 616 y no 666 no destruye mi razonamiento, sino que se limita a excluir la L de legatos. D.C.X.V.I. significa que, según las palabras de San Pablo, la bestia «crucificó al Hijo de Dios otra vez».

El resultado de la prueba me satisfizo, y espero que satisfará a otros que no me haya deslizado en una paranoia certificable.

Debo añadir, no obstante, que como el capítulo XI del Apocalipsis predice la conservación del Templo, la versión original del libro tiene que haber sido escrita después de la muerte de Nerón, pero antes de la destrucción del Templo y en un momento en que circulaban ampliamente los rumores acerca de su reaparición en carne y hueso. Y también que las letras hebreas T.R.J.V.N., que suman 666 (Tav = 400; Resh = 200; Yod = 10; Vav = 6; Nun = 50) forman el disfraz en clave común en la literatura talmúdica de Nerón (trijón significa «pequeña bestia») y que es muy improbable que los autores del Talmud las tomaran de los gentiles cristianos. Es posible, por consiguiente, que la primera versión del Apocalipsis fuese un opúsculo nacionalista judío escrito en arameo con anterioridad al año 70 d. de C. y en el que 666 era una clave que significaba «pequeña bestia» y apuntaba a Nerón; pero que fue redactado de nuevo en griego y ampliado para los lectores cristianos a fines del siglo I, cuando los conversos paulinos, que no conocían el hebreo, se hallaban en dificultades para probar que Jesús había rechazado la Ley de Moisés y transferido la bendición de Jehová de los judíos a ellos. Y que en esta segunda versión, con sus muchas interpolaciones y la conservación no crítica de material anticuado, a la clave 666 se le dio una nueva solución, una solución que cualquier persona inteligente podía comprender sin recurrir al hebreo, a saber: D.C.L.X.V.I. Si es así, la inscripción no decía Domitius Caesar, etcétera, pero mis ojos analépticos tenían razón al reconocer que, puesto que el significado hebreo original de la clave era TRIJON, el espíritu bestial de Domitius estaba latente en Domitianus.

El método de pensamiento proléptico o analéptico, aunque necesario para los poetas, los médicos, los historiadores y el resto, se confunde tan fácilmente con la mera conjetura, o deducción de datos insuficientes, que pocos de ellos confiesan que lo utilizan. Por mucho que afiance la tesis de este libro con reproducción de textos, citas y notas de pie de página, la admisión que acabo de hacer de cómo se me ocurrió por primera vez lo excluirá de la consideración de los sabios ortodoxos: aunque no pueden refutarlo, no se atreven a aceptarlo.