El cazador de ratas, como hombre prevenido, había cogido todas las hachas de viento que había podido encontrar dentro de la casamata del baluarte y las había repartido a los montañeses, con encargo de no encenderlas sin orden suya.
Había más de veinte, con lo cual, tenían, por cierto tiempo, asegurada la luz.
—Alteza —dijo el baniano a Yáñez—. Agarraos a mí. Que el sahib moreno haga otro tanto con vos, y así vayan haciendo los montañeses. No es este el momento de iluminar el camino, pues podrían vernos.
—¿Y si nos caemos al río Negro? —dijo el portugués, que se espeluznaba sólo de pensarlo.
—Fiaos de mí; yo veo aquí como si tuviera ojos de rata.
—Ya sé que tú has habitado muchísimos años esta espléndida y apestosa ciudad y debes de estar acostumbrado a ver hasta sin linterna.
—No habléis mal de esta ciudad, alteza, pues ahora vale más que la que está sobre nuestras cabezas.
—Ya lo creo; todo arde.
—Mientras que aquí no arderá nada —dijo el cazador de ratas.
—Ante todo, ¿adónde nos llevas?
>—A mi pequeño depósito, donde encontraremos las escalas necesarias para atravesar el río Negro.
—Atravesarlo, no —dijo Yáñez—. Nosotros esperamos a nuestros amigos y tú debes buscar un escondite que no esté muy lejos de la salida del río Negro.
—Escondites aquí se encuentran por todos lados. Yo conozco una rotonda que sirve de depósito a las aguas durante las grandes tormentas y que está a corta distancia del lugar en donde yo guardo mis escalas. El llegar allí será un poco pesado; pero, sin embargo, iremos.
—Espera un momento.
—¿Qué deseáis, alteza?
—¿Y si hubiera aquí también parias?
—Yo creo que aquí no han quedado más que las ratas. Todos aquellos mendigos se habrán incorporado a las bandas de Sindhia. ¿Por qué iban a volver aquí, cuando se combate por arriba de la tierra y no por debajo? No, alteza; nadie vendrá a buscamos, y además hay aquí muchos escondites que sólo yo conozco, en los cuales podremos esperar tranquilamente la llegada del sahib Kammamuri y del príncipe malayo. ¿Qué decís de la temperatura que reina aquí dentro? La ciudad está ardiendo y no hace calor.
—Hasta ahora.
—Y después también, alteza. Agarraos bien a mi vestido.
Volvieron a ponerse en marcha, siguiendo la interminable acera construida tan maravillosamente por los conquistadores mogoles.
De cuando en cuando se oían ruidos sordos que parecían venir de muy lejos y que hacían vibrar las bóvedas. Debían de ser colosales pagodas que el implacable fuego derrumbaba.
El río Negro, siempre fangoso, se deslizaba ruidosamente con marcha perezosa sobre su descolorido lecho y arrastraba la escoria que recogía de la ciudad.
Pero pronto tendría que enflaquecer, a menos que algún manantial subterráneo lo alimentase.
El cazador de ratas, después de contar mil pasos, cogió un hacha y la encendió, seguro de que nadie que mirara desde le entrada de la gran cloaca hubiera podido ver aquel rayo de luz.
—Mi depósito de escalas está aquí cerca —dijo.
—¿Cuántas tienes? —preguntó Yáñez.
—Una docena y puede que más.
—¿Todas suficientes para atravesar el río Negro?
—Sí, alteza.
—¿Y qué más hay en tu antiguo refugio?
El baniano se había parado, mirándolo con vivo estupor.
—Un colchón de hojas de plátano y un par de cántaros —dijo después—. No necesitaba yo más.
—¿Y provisiones? Piensa que somos quince y que no hemos traído ni siquiera un panecillo.
—¿Y las ratas? ¿Para qué están? —respondió el viejo—. Me han alimentado muchos años y, como veis, bien fuerte estoy todavía a pesar de lo viejo que soy.
—¡Las ratas! —exclamó Yáñez, haciendo un gesto de disgusto.
—Vos, alteza, no las habéis probado nunca. Son tan buenas como los cochinillos de la India, y, es más, muchas veces, más sabrosas. Tengo tres o cuatro asadores en mi antiguo refugio.
—¿Y leña?
—¡Oh! Encontraremos. Los parias traían siempre, y yo conozco perfectamente sus escondrijos. No faltará, alteza.
—¿Has oído, Tremal-Naik? —dijo el portugués—. He aquí un marajá que tenía cocineros de primer orden y también cocineros notables en la preparación de exquisitas golosinas, que ha bajado, o, mejor dicho, ha rodado hasta tener que alimentarse de roedores.
—Yo creo que no son malos —respondió el padre de Damna.
—¡Eh, baniano!… —exclamó Yáñez—. ¿Y tus asados los rociaremos con el agua fétida del río Negro? Cogeremos el cólera antes de veinticuatro horas.
—No, alteza —respondió, sonriendo, el cazador de ratas—. Conozco yo ciertos lugares en los cuales el agua baja limpia. En tantos años como he pasado aquí yo, jamás he tenido la más pequeña molestia, lo cual quiere decir que el agua que bebía era buena y hasta medicinal, porque cuando cocía alguna rata, por variar los condimentos de mi pobre mesa, encontraba siempre dentro del puchero un depósito blanquecino muy parecido a la magnesia que los boticarios de Bengala venden a peso de oro.
—¡Cuerpo de Júpiter! ¡Cocías tú las ratas como si fueran gallinas!…
—¿Y te tomabas el caldo?
—Sí, alteza, y os aseguro que es exquisito.
—Estoy estupefacto de que estés todavía vivo.
—Pues me he alimentado treinta años de ratas y me he encontrado siempre perfectamente, alteza.
—¡Que el diablo te lleve al infierno de los banianos, si tenéis uno! —dijo Yáñez.
—No tenemos infierno, alteza, porque nuestros cadáveres, expuestos en las torres del silencio, acaban todos en el vientre de los marabúes y demás aves de rapiña.
—Lo sé, y sé también…
—¡Alto!…
—¿Has descubierto un asado de ratas ya listo para hincarle el diente? —dijo Tremal-Naik, con un rápido ademán hacia el grupo.
—Estamos delante de mi antiguo refugio.
—¿Bastará para cobijarnos a todos?
—No; os llevaré a una rotonda vastísima y perfectamente recubierta de arena blanca como paja.
Debía de haber estado frecuentada antes por otras personas, porque había allí viejos tapices descoloridos, montones de leña y hojas de plátanos ya muy secas.
—Parece que este escondite lo conocen ya otros —dijo Yáñez, volviéndose hacia el cazador de ratas.
—Es verdad —respondió el baniano—. Esta rotonda ha estado ocupada y hace poco tiempo, porque antes no había visto nunca a nadie venir por este lado.
—¿Serán los parias?
—Entonces se habrán unido a Sindhia y seguramente no volverán, alteza. Aquella gente, acostumbrada a vivir siempre en selvas, se encuentra mejor sobre la tierra que por debajo de ella.
—¿Crees, pues, que podemos estar seguros?
—Completamente. También porque podemos retirarnos e ir a otra rotonda. Mirad allá aquel agujero circular; lleva a largas galerías destinadas a recoger las aguas durante los grandes aguaceros y depositarlas aquí.
—¿Entonces nos exponemos a morir ahogados como topos? —dijo Tremal-Naik.
—No, sahib; las lluvias escasean en este país y para las que hay basta el río Negro; hay para los grandes aguaceros cientos y cientos de rotondas, pero, vos lo sabéis igual que yo, son más bien raros. Mirad qué seca está esta arena. Debe de hacer lo menos dos años que no se moja.
—¿Sentís calor aquí?
—Hasta ahora, no —respondió Yáñez—. Más fresco hace aquí que en el saloncillo de mi bungalow.
—Sin embargo, la ciudad sigue seguramente ardiendo.
—Persuadido estoy. Ahora quisiera saber qué va a hacer el amigo Sindhia, que se ha quedado sin capital.
—Acampará en los alrededores para esperar el final del incendio —dijo Tremal-Naik.
—Cuando las cenizas se enfríen, mandará a sus chacales escudriñar entre las ruinas con la esperanza de encontrar tesoros.
—Los habitantes se han llevado consigo todos los valores y todas las joyas —dijo Yáñez—. Bajo la ceniza bien pocos gramos de oro podrán hallar cogidos de las pagodas, cuyos dorados mal pueden haber resistido el incendio.
—¿Y no nos devorarán vivos las ratas que van a servimos de asado?
—¡Ah, no, alteza! Después pensaré yo en eso. Nos conocemos de larga fecha. Esperadme un momento, que voy a buscar la escala.
Se paró delante de una abertura bastante alta y poco ancha, por cuyos bordes bajaba susurrando un hilo de agua bastante clara.
Miró a su alrededor, se aseguró de que toda la compañía estaba reunida, encajó el hacha entre dos piedras desprendidas de la inmensa bóveda y desapareció en su antiguo refugio.
Ya se sabe que el viejo cazador de ratas veía perfectamente, aun entre las tinieblas más densas. Vencía a las ratas y también a los gatos.
Su ausencia duró apenas medio minuto, y, cuando salió, llevaba a la espalda una escala de bambú no tan larga como para poder atravesar el río Negro.
—Esta bastará para bajar hasta la rotonda —dijo a Yáñez, que le interrogaba con la vista.
Volvió a coger el hacha, y el grupo se puso de nuevo en camino, pero por poco tiempo, porque a los doscientos metros el baniano apoyó la escala contra la pared debajo de una arcada.
—He aquí la rotonda —dijo—. Desafío a los parias de Sindhia a que nos encuentren.
—Los atraerá el aroma de las ratas asadas —respondió Yáñez, bromeando—. Verás cómo acuden.
—No, no olerán nada —repuso el baniano—. Aquí hay un gran conducto que aspirará cualquier olor. El lugar es seguro. Es el mejor que hay en esta ciudad subterránea.
Cogió la antorcha y bajó el primero, ligero como una ardilla, a pesar de sus muchos años.
Todos los demás, con Tremal-Naik a la cabeza, le siguieron con no menos rapidez, metiéndose por un vasto corredor perfectamente seco.
Apenas habían recorrido quince pasos cuando se encontraron en una especie de cúpula subterránea cuyo pavimento, como había dicho el baniano, estaba cubierto de una espesa capa de arena blanquísima.
»En cuanto a mis cofres de acero, ingleses de verdad, no tengo ningún cuidado; están bien sepultados y a prueba de las acometidas del fuego.
»Si Sindhia contaba con apoderarse de los tesoros de la reina y de los míos, buen chasco se va a llevar. ¡Qué busquen entre las cenizas todos esos bandidos!
—Por consiguiente, ¿estás completamente tranquilo, amigo?
—Sí, Tremal-Naik. A esta cloaca no llega el calor sofocante de arriba y podremos esperar tranquilamente a Kammamuri y a Sandokán. Muchos días tienen que pasar.
—Por lo menos dos semanas.
—Y estamos sin víveres.
—¿Quién lo ha dicho? Mira, el baniano se ha marchado ya para que no nos falte el asado. Es viejo ese hombre, pero tiene una resistencia increíble. Luego el agua no nos faltará, cigarrillos tengo yo en abundancia, tú tienes tu pipa, la arena es finísima y suave como la seda, ¿de qué te quejas? En el Juncal Negro quizá no tuvieras tantas comodidades.
—Es verdad, Yáñez, —respondió Tremal-Naik, sonriendo—. La vida de la ciudad me ha refinado demasiado.
—Vuelve a ser el salvaje de los Sunderbunds, el terror de los estranguladores.
—Verás como cuando el baniano nos prepare el asado de ratas no protestaré. Muchas veces Kammamuri y yo hemos comido cosas peores en el Juncal Negro.
—¿Quizá serpientes?
—Y también colas de cocodrilo que atufaban las narices y era preciso comer, sin embargo. Vengan, pues, las ratas y verás como les hago los honores.
—Yo en los bosques de Borneo he asado unas larvas blancas que parecían gusanos y no las encontraba del todo desagradables. Mejores eran que esa mescolanza repugnante de los malayos, condimentada a base de peces podridos y de cangrejillos de mar secos y de harina de sagú.
—¡Puf!… ¿Qué se habrá derrumbado allá arriba? ¿Quizá la gran pagoda dedicada a Parvali?
Las paredes y las bóvedas de la rotonda habían experimentado como una sacudida cual si la hubiera producido un tremendo terremoto.
—¡Pobre ciudad! —dijo Yáñez—. Le ha llegado su fin. ¡Bah! Lucirá con nuevo brillo y será quizá más hermosa.
—¿Tienes, pues, todavía esperanzas de desbaratar las bandas de Sindhia? —dijo Tremal-Naik.
—Yo tengo un hijo —dijo el portugués con voz grave—. Y no perderá la corona que su madre, la reinecita, le pondrá un día sobre su frente. El duelo empezado entre aquel tirano y yo no ha terminado todavía. Espera y verás cosas asombrosas, querido Tremal-Naik.
—Tiene veinte mil hombres, por lo menos eso se asegura.
—Un hatajo de bandidos que no se resistirán al primer combate de los montañeses de Sadhja. Cuando nos refugiemos allá con Sandokán reclutaremos hasta a los muchachos que puedan apenas sostener la carabina y bajaremos otra vez al llano.
—Tú vales tanto como tu hermano moreno —dijo Tremal-Naik, mirándolo con admiración—. Tienes la misma energía indomable. Habéis nacido guerreros.
—Puede que con retraso —respondió el portugués—. No estamos ya en los tiempos de los Pizarro, de los Almagro, de los Cortés, los grandes conquistadores de los imperios americanos. ¡Qué desgracia no haber nacido hace doscientos o trescientos años! Sandokán y yo hubiéramos conquistado el África entera.
—¿No te das por satisfecho con las regiones arrebatadas al reyezuelo Kini-Ballú?
—Bien poca cosa es —respondió Yáñez.
—¡Bueno!… ¡Y quién sabe si llegarás un día a ser rey de Borneo!
—Es ya tarde, amigo mío. Hay hoy día en aquella inmensa isla demasiados ingleses y demasiados holandeses. Por otro lado, yo no conozco todavía mi destino. Me encuentro hoy por hoy en el Assam, dote de mi mujer, y aquí me quedaré para conservarle a mi hijo la corona. Después veré.
Otra sacudida formidable, que pareció por un momento que iba a hundir las bóvedas, le impidió proseguir.
—Otra pagoda derrumbada —dijo, después de comprobar que no habían cedido las paredes—. Diríase que un terremoto sacude mi capital.
—Es el fuego.
—Es lo mismo. Destruye igual, aunque con menos rapidez. ¿Quién va?
El portugués, que tenía el oído finísimo, cogiendo su carabina se había precipitado hacia la entrada de la rotonda.
Alguien subía la escala que el cazador de ratas no había quitado.
—¿Quién vive? —gritó Yáñez, apuntando,
—Soy yo, que traigo la comida, alteza. Soy el baniano.
—¿Un cuarto de mono o chuletillas de cebú? —dijo el portugués con ironía.
—Desgraciadamente esos bichos no viven en las cloacas. No hay un triste hierbajo en las aceras y no podrían vivir. Pero os aseguro que la comida será abundante.
—¿Cuántas ratas hay, pues?
—Veinticinco, y todas tan grandes como conejos. En mis asadores harán gran papel, os lo aseguro.
—Y la carne, ¿cómo es?
—Exquisita.
—¿Y tienes panes?
—No he encontrado por más que he buscado y rebuscado en los refugios que han ocupado los parias. Debían de estar muy hambrientos esos miserables.
—Delicias de la ciudad subterránea —dijo Tremal-Naik.
El baniano había llamado a los montañeses para que le ayudasen. Venía cargado como un burro, porque las ratas que había cazado y matado en quién sabe qué lugares remotos de las cloacas, eran de un tamaño verdaderamente extraordinario y estaban bien alimentadas. Eran ratas oscuras, de hocico bastante afilado y larguísimas colas, que bien asadas debían de crujir entre los dientes.
—Por ahora el almuerzo está asegurado —dijo el baniano echando al suelo su peluda caza—. No nos faltará tampoco la comida, porque yo sé qué lugares prefieren estos animaluchos.
—¿Y la comida será también a base de ratas? —dijo Yáñez.
—Alteza, no tengo nada mejor que ofreceros. Muchas veces he intentado pescar en el río Negro y nunca he logrado encontrar un pez.
—No me choca —dijo Tremal-Naik—. No será, por cierto, en esa agua fétida donde encuentre el «mango» del Ganges, que gusta del agua limpia.
—Preparad el fuego debajo de la abertura que da a las galerías superiores —dijo el baniano—. El humo, estoy seguro, se irá por ahí y no correremos peligro de morir aquí asfixiados.
—¿Y adónde vas tú ahora? —dijo Yáñez, viendo que se preparaba a salir—. ¿Vas otra vez de caza?
—Voy a coger mis cuatro asadores, que están en mi escondrijo, alteza. ¡Veréis qué asado! Pero lo prepararé yo mismo.
—¡Por Júpiter! ¿Serás también un cocinero notable?
—Puede, pero sólo de ratas, porque no sabría preparar ni siquiera una salsa de karri para condimentar el arroz.
—No te tomaría, a buen seguro, de cocinero mientras pudiera tener otro.
—No os lo aconsejaría, alteza —dijo el baniano, soltando la carcajada—. Huelo demasiado a rata.
Y escapó riendo, mientras que los montañeses, sirviéndose de sus afiladísimos alfanjes, preparaban los roedores.
No era la primera vez que aquellos robustos guerreros comían ratas. En las montañas son frecuentes las escaseces y entonces son un gran recurso esos animalitos que tanto abundan en la India, especialmente en las orillas de los ríos.
Tremal-Naik, en tanto, ayudado por un par de hombres, había preparado el fuego debajo de la abertura indicada por el baniano y pudo comprobar que verdaderamente el humo se iba como absorbido por una gigantesca bomba aspirante.
—Como ves, Yáñez —dijo al portugués, que soplaba también con todas sus fuerzas para avivar rápidamente el fuego—, se puede vivir en esta ciudad subterránea.
—¡Oh, sí! Y engordar —respondió el marajá con acento irónico—. Deben de ser exquisitos los rabos de rata.
—Te los dedicaremos a ti.
—Tanto voy a engordar, que Surama no me va a conocer.
—¡Bromeas!
—Sí, bromeo para olvidar algo mis terribles preocupaciones. El fuego sobre nuestras cabezas y los enemigos todos alrededor de mi desgraciada capital. La corona del Assam pesa demasiado.
—Cuando Sandokán esté aquí y los montañeses se hayan reunido, se hará más ligera que antes, y nosotros podremos dejar los asuntos del Estado en manos de los ministros y volver a nuestras grandes cacerías.
—Esperémoslo —respondió Yáñez.
El baniano había vuelto, trayendo sus cuatro asadores, y morillos, hechos de una madera casi incombustible, para apoyarlos.
—¿Has visto a alguien? —le preguntó Yáñez.
—No, alteza —respondió el viejo.
—¿Empieza a entrar humo en la cloaca?
—Tampoco. Podremos comer sin que nadie nos perturbe.
Media hora después, el asado, hecho a la vista del baniano, se servía sobre una mesa improvisada con maderos de los dos montones, que, afortunadamente, eran muy altos.
Hacía veinticuatro horas y más que no tenían punto de reposo, combatiendo, especialmente los montañeses, siempre en primera fila contra las bandas de Sindhia, y apenas podían tenerse en pie.
Sólo el baniano, siempre inalterable, había vuelto a salir armado de un nudoso bastón para proveer la cena. Ese extraño personaje parecía no conocer, no obstante sus años, ni la fatiga ni el sueño.
Y el día transcurrió tranquilísimo, a pesar de que a quince o veinte metros por encima de ese refugio el incendio tomaba cada vez más incremento, destruyendo fortificaciones y haciendo saltar polvorines. Una profunda oscuridad envolvía a los montañeses cuando se despertaron.
Se había dejado apagar el fuego para no consumir inútilmente demasiada leña, para ellos entonces indispensable, y ningún hacha estaba encendida; también esas eran demasiado necesarias para desperdiciarlas.
Pero como tenían dos docenas, Yáñez, que no gustaba de la oscuridad, hizo encender una.
Apenas se había iluminado la rotonda, cuando el baniano apareció.
Traía nuevo repuesto de ratas más gordas aún que las que se habían asado.
—¿No traes ninguna noticia? —le preguntó Yáñez con afán.
—Sí, una que va a daros que cavilar, alteza.
—¿Qué has visto a los parias pasar por las galerías?
—No, hasta ahora no ha venido ninguno.
—¿Por qué estás inquieto entonces?
—He entrado en otras rotondas persiguiendo a las ratas y he comprobado que en algunas el aire empieza a ser irrespirable.
—¿A causa del incendio que devora la ciudad?
—Seguramente, alteza.
—Entonces la nuestra podrá hacerse también inhabitable.
—No sé qué pensar.
—La noticia es grave —dijo Yáñez, que se había quedado pensativo—. ¿Cómo vamos a resistir tantos días si estas cloacas se transforman en hornos gigantescos? Sin embargo, tenemos que permanecer aquí, porque aquí es donde hay que esperar a Kammamuri y a la banda de Sandokán. ¿Y si les saliéramos al encuentro?
—¿Crees tú que los bandidos de Sindhia habrán abandonado a la capital? No se marcharán mientras no se haya extinguido el fuego para apoderarse de lo que por casualidad no haya destruido. Por consiguiente, puede darse el que esperen a que se enfríen las cenizas, para rebuscar el oro que haya quedado.
—Y nosotros mientras tanto nos achicharraremos.
—Todavía no hace calor aquí. Esperemos.
—Estamos amenazados de que nuestra situación se haga horrorosa, amigo Yáñez.
El portugués, en vez de responder, encendió un cigarrillo, se sentó sobre dos tapices viejos arrollados, y se puso a fumar, con estudiada calma.
La cena fue más bien triste. Todos habían perdido el buen humor.
La noche transcurrió sin que la rotonda se recalentase todavía.
Las bóvedas, demasiado espesas, nada habían sufrido, a lo que parecía, del gran incendio.
En otros muchos sitios el baniano no había podido entrar, porque se habría asfixiado.
Pero no era necesario que se fuera a buscar las ratas a esos lugares.
Los roedores, asustados y también hambrientos, porque con la destrucción de la ciudad no encontraban nada que comer, pasaban a batallones por las vastas aceras del río Negro, sosteniendo unos con otros enconadas riñas.
El séptimo día, pasada la noche, Tremal-Naik y Yáñez, con dos montañeses, decidieron aventurarse fuera de la cloaca, para ver si la ciudad seguía ardiendo y si las bandas de Sindhia habían levantado el asedio, que resultaba ya absolutamente inútil.
El cazador de ratas se unió a ellos en el último momento, llevando un hacha apagada. Quería guiar a aquellos valientes a través de las tinieblas para evitar la caída de alguno de ellos al río fangoso.
El pequeño grupo, guardando silencio, después de una buena media hora de marcha, llegó junto a la enorme arcada.
La mezquita estaba sólo a unos treinta pasos.
—Allí hay una cúpula que me parece todavía en bastante buen estado —dijo Yáñez a Tremal-Naik—. Si las escaleras no se han derrumbado, subiremos allá arriba y veremos si mi capital ha parado de arder o no.
—¡Con tal que esté libre el camino! —respondió el famoso cazador.
—Ahora mismo vamos a saberlo.
El cazador de ratas, acompañado de un montañés, salió de la gran cloaca, después de recomendar a Yáñez que no diera un paso adelante por ser la boca del río Negro extremadamente peligrosa a causa de la irregularidad de sus orillas.
Su exploración duró más de media hora, pero cuando apareció, después de dar la señal para no recibir un tiro en mitad del pecho, dijo al instante:
—Todo está tranquilo fuera, pero la ciudad sigue ardiendo. ¡Por Júpiter! ¡Tan vasta era, pues, mi capital!
—Ahora arden los arrabales, alteza.
—¿No has oído nada?
—Sí, algún tiro de fusil aislado —respondió el baniano—. Las bandas de Sindhia deben de andar todavía alrededor de la ciudad.
—¿Pero están libres los alrededores de la pagoda?
—No he visto a nadie. Se conoce que nadie sospecha que nos hayamos refugiado en las cloacas.
—¿Pero sería, con todo, peligroso encender la antorcha?
—No lo hagáis, alteza, porque no sabemos lo que podría suceder.
El grupo salió de la cloaca y se dirigió, guardando un gran silencio, hacia la antigua mezquita, cuyas cúpulas, más o menos deterioradas, reflejaban los resplandores del espantoso e interminable incendio. Nadie, de la gente de Sindhia, estaba por aquella parte, pues por allí nada había que saquear, y así Yáñez y sus compañeros pudieron llegar con facilidad al templo abandonado desde quién sabe cuántos años.
Sirviéndose solamente de algunos fósforos, encontraron la escalera que llevaba a la cúpula que menos estropeada parecía, y llegaron a un balconcillo de piedra que estaba a una altura de más de cincuenta metros sobre el suelo.
La capital apareció de repente a su vista. Ya el incendio lo había destruido todo, y allí, donde pocos días antes se alzaban majestuosamente tantas construcciones colosales, no se extendía más que una espesa capa de carbón, de la que irradiaba un calor sofocante.
—¡Por Júpiter! —exclamó Yáñez, al cual no parecía imponer ese espectáculo—. ¡Cuánta ceniza!… Pondremos fábricas de jabones.
—Tú siempre eres el mismo —dijo Tremal-Naik.
—¿Qué quieres tú que haga si mi capital se ha convertido en humo? ¿Qué me convierta yo en bombero? No me siento con humor para lanzarme a ese brasero.
—¡Y el fuego continúa!
—Devora los arrabales. ¡Oh!… Cabañas pobres llenas probablemente de insectos e infestadas de serpientes.
—Pero también tu palacio real ha desaparecido.
—Lo reedificaremos si podemos echar de nuevo a aquel bandido.
—¿Lo esperas?
—Yo nunca desespero.
—¿En dónde están las bandas de Sindhia?
—Acampadas alrededor de la ciudad. No tiene bomberos ni bombas ese loco, y, por consiguiente, deja que todo se arruine.
—Los tuyos han sido los primeros en escapar sin utilizar una bomba.
—Te equivocas, Tremal-Naik. Les concedí un mes de licencia para ir a las montañas, y esos buenos chicos se han ido hacia las alturas. Ya no los necesitaba.
—Y después, nada hubieran podido hacer —dijo Tremal-Naik.
—Lo creo, especialmente con sus bombas estropeadas. Ea, ya que está libre el paso, retirémonos. Aquí se asa uno.
El grupo, que no podía soportar el calor, dejó la cúpula y bajó precipitadamente la escala, corriendo hacia la entrada de la gran cloaca.
Pero el cazador de ratas, que era siempre el más prevenido, habiendo visto un platanar, recogió cinco o seis racimos para variar algo la acostumbrada comida, a base de ratas más o menos gordas.
Una hora después, Yáñez y sus amigos llegaron ante la escala que conducía a la rotonda y encontraron a todos sus compañeros echados a lo largo de la orilla del río fangoso.
—Gran sahib —dijo el de más edad de ellos, volviéndose a Yáñez, que se había decidido a encender el hacha—, allí no se puede resistir más. La rotonda se ha convertido en un horno y de la abertura de las galerías superiores parece que caen chispas.
—Acampemos aquí —dijo el portugués—. Ningún peligro nos amenaza.
Y se acomodaron a la orilla del río fangoso sobre los viejos tapices que los montañeses habían llevado consigo, junto a la provisión de leña y a los asadores, indispensables todo para su alimento cotidiano.
Los días siguientes se sucedieron con un ansia excelente para los desgraciados, los cuales no esperaban más que la vuelta de Kammamuri con Sandokán También la bóveda grande se había recalentado poco a poco, desmoronándose aquí y allá con ruidos sordos. Las comidas iban dificultándose, porque las ratas, asustadas de aquel calor insólito, huían hacia la arcada grande, arrojándose a los campos en busca de alimento.
El baniano, ayudado por los montañeses, había hecho verdaderos milagros. Cazaba ratas a diestra y siniestra del río Negro, pues había echado sobre este una de sus más largas escalas de bambú. Pero los roedores se hacían más raros de día en día, y los quince hombres llegaban a veces a pasar hambre. Una comida o una cena no podía bastar a aquellos robustos montañeses, capaces de comerse uno solo un cebú o un mono.
A los veinticinco días, Yáñez, que se ahogaba bajo la colosal bóveda, se lanzó a una nueva exploración en compañía de Tremal-Naik y de cuatro montañeses.
Llegó a la mezquita, subió a la cúpula y miró ansiosamente en todas direcciones.
El incendio se había extinguido, pero un cúmulo inmenso de carbón se extendía sobre sus calles y sus jardines, ya secos y destruidos.
Un calor intenso se irradiaba todavía, no obstante estar todo destruido. También los arrabales habían ardido, y solamente los grandes baluartes, aunque medio destruidos por las explosiones de la pólvora, habían resistido algo.
Sin embargo, las bandas de Sindhia no habían abandonado la capital. Seguían esperando el enfriamiento de la ceniza, con la esperanza de recoger el oro que ya no debía haber.
—Todo ha acabado —dijo Yáñez a Tremal-Naik—. Mi pobre bungalow… ¡Bah!… Lo volveremos a hacer más hermoso.
—¿Sigues esperando?…
—¿Desquitarme?… ¡Claro! La lucha empeñada entre Sindhia y yo no ha acabado aún. ¡Esperemos!
Y volvieron a la gigantesca cloaca.
Estaban para atravesar la inmensa arcada, cuando se tropezaron con el cazador de ratas.
—Alteza —dijo—, nuestro refugio ha sido descubierto por los parias que habitaban antes la cloaca y nos acechan.
—¿Cuántos son? —dijo Yáñez.
—Quizá unos cincuenta.
—¿Armados?
—Tienen carabinas, pero no sabrán manejarlas.
—¿Y la bóveda?
—Siempre ardiente.
—¿Y quedarán ratas?
—Yo creo que no queda ni una —respondió el baniano—. Tenemos que luchar con el hambre, alteza.
—¿Si intentásemos huir?
—Sería demasiado tarde; ahora estamos como sitiados.
—¡Yo no quiero morir así! Si tengo que caer, será con la carabina empuñada y la cara vuelta al enemigo. El hombre de guerra muere en la guerra.
—¿Y si Sindhia os prendiera? Pensadlo, alteza.
—Es cierto que ese hombre no me respetaría. Me ataría a un cañón y me haría saltar en mil pedazos. No, espero que no me cogerá.
—¿Dónde refugiarse, alteza? Dentro de unos días también en la cloaca grande faltará el aire.
—¿Dónde?… Aquí hay una mezquita que tiene sólidas paredes, ya que no las cúpulas. Vamos a ocuparla.
—Sí —dijo Tremal-Naik—, vayamos a esa especie de fortaleza. Los mogoles se sostenían largo tiempo en sus templos.
Yáñez hizo encender dos hachas de viento y miró al río Negro. Se secaba lentamente, y de las últimas bóvedas se escapaban a través de las resquebrajaduras turbiones de humo.
—Si hay que morir, moriremos fusil en mano —dijo el portugués—. Seguidme y presentemos batalla a las hordas de Sindhia. Tú, cazador de ratas, ponte a la cabeza.
—Soy tan viejo, alteza, que, aunque una bala me alcanzara, poco me importaría. He vivido bastante.
El grueso se puso en marcha rápidamente. Ya algún disparo se había oído a la otra parte del río Negro.
Los parias andaban ya sobre la pista de los fugitivos, pero eran estos demasiado valerosos y resueltos para amedrentarse.
—¡Pronto, pronto!… —gritaba Yáñez—. Vamos a atrincherarnos en la mezquita; desde lo alto de la cúpula veremos a Sandokán.
—¿Podremos resistir? —dijo Tremal-Naik.
—¿Quién sabe? Sandokán y Kammamuri debían de estar aquí ya, según mis cálculos. Espero de un momento a otro su llegada. Cargad todas las carabinas y si nos encontramos a la salida de la cloaca grande con las bandas de Sindhia, ataquémoslas.
El grupo prosiguió su marcha precedido por el cazador de ratas, que llevaba las dos antorchas y corría como si tuviera veinte años.
Nubes de humo pasaban y pasaban bajo la gran bóveda dejando caer chispas.
Las enormes construcciones de los mogoles no habían podido resistir al terrible fuego y tal vez estaban muy próximas para derrumbarse.
El grupo corría siguiendo la acera derecha del río Negro, temiendo que de un momento a otro ocurriera alguna terrible catástrofe.
Ya iban a desembocar bajo la última gran arcada, cuando retumbaron detonaciones a lo lejos.
Yáñez y Tremal-Naik lanzaron a la vez un grito:
—¡Las carabinas de los piratas de Mompracem!…
Siguió un breve silencio y después un crujido siniestro siguió a aquellas descargas. Parecía el ruido regular y seco de las ametralladoras al disparar.
Yáñez se paró algo asombrado, pero en seguida dijo a Tremal-Naik, que le interrogaba con la vista:
—¿Y por qué no? ¿No teníamos nosotros en el Rey del Mar también ametralladoras?
Aguzó los oídos.
Otra descarga nutrida y cerrada desgarró el silencio de la noche.
—¿Oyes, Tremal-Naik? —exclamó Yáñez—. Son nuestras carabinas malayas, las carabinas del mar, que suenan distintas de las que usáis vosotros los indios.
—¡Adelante!… ¡Adelante!… ¡Estamos salvados! ¡Sandokán llega con sus valientes y arrollará las hordas de Sindhia!… ¡No he perdido todavía la corona de Assam!…