XI. La capital arde

Yáñez se equivocaba.

No había hecho más que retirarse a una casamata vieja medio derrumbada, en medio de la cual el cazador de ratas y el fidelísimo rajaputra habían improvisado una mesa y colocado encima un cuarto de cebú humeante y muchas botellas de cerveza, cuando la artillería de Sindhia volvió a retumbar de una manera alarmante.

Aunque sus artilleros disparaban como reclutas, sin embargo, las balas empezaban a enfocar los baluartes, echando abajo, de tiempo en tiempo, alguna almena. La mayor parte se enterraban en el escarpado del foso, y, al no tratarse de bombas, se apagaban después de lanzar por los aires algunos trozos de fango herboso y nauseabundo.

Yáñez saltó fuera instantáneamente, dejando el asado, que, por otra parte, no le interesaba mucho, no habiendo sido nunca comilón, y a riesgo de que lo destrozase cualquier proyectil, se puso a observar atentamente las bandas que había frente al baluarte grande sólo a mil quinientos metros.

—¡Por Júpiter! —exclamó—. Diríase que ese perro de Sindhia ha adivinado que yo estoy aquí, pues debe de tener ahí enfrente sus mejores piezas. ¡Ah! ¿Quieres una lección? Siempre soy el famoso artillero de los paraos[17] de Mompracem. Que nadie haga fuego. Quiero contestar yo solo. Me ha de pagar cara esta comida tan bruscamente interrumpida.

Como hemos dicho, había hecho colocar veinte piezas en el baluarte, la mitad de su artillería, manejada por más de cien montañeses.

Se hizo dar una mecha y empezó después a graduar el alza rápidamente y a hacer un fuego infernal. Los tiros no se sucedían, sino uno a uno; pero los proyectiles caían justamente en medio del campamento enemigo, haciendo bastante daño.

Ya desde el principio la artillería del exrajá, después de algunos disparos, había suspendido el fuego.

Sus hombres habían comprendido al punto que eran impotentes ante aquel vivísimo fuego que se sucedía, ora con balas, ora con metralla. Pero no se habían dado por vencidas las bandas. Sindhia debía de haber mandado el ataque general, porque también en los otros baluartes tronaban los cañones y los del enemigo respondían.

Se habían formado grupos numerosos provistos de grandes escalas de bambú para atravesar los fosos, pues no había ya puentes, y se disponían a arrojarse a la carrera.

Yáñez seguía disparando con tranquilidad sus piezas, y los montañeses, bastante prácticos, las cargaban rápidamente, mientras que Tremal-Naik, diestrísimo tirador de carabina, se entretenía en echar abajo de cuando en cuando a un enemigo, mascullando a cada tiro:

—¡Uno menos!

Los bandidos de Sindhia, que no eran muy buenos soldados, ya que, como tenemos dicho, era gente allegadiza, fanatizada fácilmente por los bracmanes, se dispersaban a cada cañonazo, pero no tardaban en volver y emprender su carrera disparando sin tino. Hacían escasos progresos, y también por los otros lados los ataques a los baluartes se llevaban a cabo con gran desorden y un desperdicio enorme de pólvora y balas, a pesar de la presencia de ánimo de los rajaputras traidores, que se esforzaban por infundir serenidad a aquel montón de tunantes.

Los montañeses de Sadhja, aunque muy inferiores en número, protegidos por el almenaje, barrían el terreno que tenían por delante, disparando a más de mil pasos con buen éxito.

A mediodía los sitiadores se encontraban en las mismas condiciones que por la mañana. Puede que el saber que defendía la ciudad el terrible marajá, que otra vez venció a su señor, los detuviera a menudo para retroceder cuando tronaban los cañones.

—Yo creo —dijo Yáñez a Tremal-Naik, que no había cesado de disparar su carabina— que lo que es hoy podemos hacer colación y cenar descansadamente. Tiene mucha gente este Sindhia, pero poco sólida, y si no fuera por los rajaputras, no nos quedaba a estas horas ni un solo adversario por delante.

—En efecto, hasta ahora no han demostrado mucho valor —respondió el cazador del Juncal Negro—. Son muchos, sin embargo, y si una noche se decidieran a lanzarse furiosamente al ataque, no sé qué iba a ser de nosotros.

—¿Si pudiésemos resistir hasta la llegada de Sandokán? Cuento los días y me parece que se multiplican.

—Ya debe de estar en el mar y desde hace tiempo. Ya sabes que tu hermanito moreno, como le llamas, no titubea nunca. Pero no sé si Sindhia nos llegará a dar un par de semanas de tregua. Debe de urgirle demasiado la conquista de la capital.

—¡Bonita capital va a encontrar! Ruinas humeantes, en las cuales sus guerreros podrán asar buenas piezas de caza. Todo se vendrá abajo, y si acaba esta empresa bien, volveremos a edificarla. Dinero no falta.

Soltó la mecha al no ser preciso seguir haciendo fuego. Las bandas de Sindhia, después de llegar a mil pasos de los baluartes, habían huido, refugiándose en sus campamentos.

El exrajá no debía de estar muy satisfecho, que digamos, de su primer ataque a la capital, pero tampoco los defensores estaban tranquilos: no acababa de llegar Khampur con más montañeses, Sandokán estaba lejos y empezaban a escasear los víveres en la ciudad sitiada. ¡Y era tanta la gente que había que alimentar!…

Pero los bravos montañeses, sin embargo, no parecían inquietarse por la falta de víveres; daban caza despiadadamente a perros y gatos, arrasaban los jardines y se quedaban contentos; tras de la destrucción de los gatos vendría la de las ratas, y ya contaban con hacerse asados de estos roedores.

Yáñez había reservado para sí y para sus amigos los animales de sus colecciones y de su servicio que habían escapado al incendio del palacio imperial. Había allí leones, cuatro tigres, monos y varios animalitos raros, de modo que por el momento no podía faltar la carne.

—Comeremos asados un poco duros —dijo el portugués a Tremal-Naik, quien parecía preocuparse más que nadie de la escasez de víveres—. ¡Qué le vamos a hacer! ¡Ojalá pudiéramos tener tanta abundancia en las cosas de comer como en las de beber!

—Has cometido una imprudencia al consentir que los habitantes se llevasen al huir los cebúes y demás animales de tiro.

Es que tenía que poner a salvo las cosas más preciosas para sustraerlas a la rapacidad de los bandidos de Sindhia. Después de todo, mejor es que la población se haya ido, porque no hubiéramos podido ni defenderla a la larga, ni mantenerla, ni mucho menos incendiar la ciudad.

—Sin embargo, yo no estoy nada tranquilo —dijo Tremal-Naik.

—Ya sé por qué. Tenemos todavía que probar la pierna de cebú que el rajaputra y el cazador de ratas nos han preparado desde esta mañana. Ahora nos desquitaremos.

—El hijo de Khampur, acompañado de una escolta, se les reunió en aquel momento.

—¿Rechazados por todos lados? —le dijo Yáñez.

—Sí, gran sahib; pero son muchos, demasiados. ¡Y mi padre tarda!…

—¿Qué, los otros montañeses crees tú que tendrán miedo de Sindhia?

—¡Ah, no, gran sahib! Es que nuestro país es muy montañoso y no es fácil reunir a los guerreros tan pronto. Los mensajeros tienen que atravesar distancias considerables y los combatientes tardan en reunirse. No temáis; los montañeses de Sadhja se harán matar, si necesario fuera, por su reina y por conservarle la corona del Assam que por derecho le pertenece.

—¿Tú estás, por tanto, convencido de que tu padre llegará?

—Sí, gran sahib; ha dado su palabra y la cumplirá. Pero tengo un temor.

—¿Cuál?

—Que venga en nuestra ayuda demasiado tarde.

—¡Por Júpiter! Sandokán que llega tarde, tu padre también… ¡Bah!… Vayamos a comer, ya que los bandidos de Sindhia nos dejan en paz.

—Una cosa, gran sahib.

—Habla, pues.

—¿Y si cayese la ciudad?

—Tú, con tus compañeros, forzarías cualquiera de las líneas de combatientes y saldrías al encuentro de tu padre.

—¿Y tú, gran sahib?

—No te preocupes por mí. Aquí, bajo esta ciudad, hay un asilo casi inviolable, y allí será donde esperaré a mi hermano moreno.

—Nosotros no te dejaremos solo.

—En ese asilo no cabríamos todos, y luego el gran problema es el de los víveres. Me dejarás una docena de tus hombres y con esos tendré bastante.

El joven guerrero movió la cabeza negativamente.

—Mi padre me ha dicho que no abandone al marajá.

—¿Y si el marajá, si las cosas se ponen mal, te dice que te vuelvas a tus montañas?

—Te obedeceré, aunque sea violentando mis sentimientos.

—Cuando yo te diga: rompe la línea y ponte a salvo con tus hombres, lo tendrás que hacer. Yo hablo en nombre de la reina.

—Te he dicho, gran sahib, que te obedeceré. Y ahora podemos ir a hincar el diente a esa pieza de cebú que nos espera hace tantas horas.

Entraron en la casamata con Tremal-Naik, el cazador de ratas y el rajaputra, convertido de buenas a primeras en criado, cocinero y guerrero, y ya que las bandas de Sindhia se estaban tranquilas en sus campamentos, atacaron al asado, rociándolo con botellas de cerveza de las bodegas del bungalow, abundantemente provistas.

Verdaderamente, los sitiadores no habían suspendido el ataque.

Aquellos pésimos artilleros probaban de cuando en cuando a lanzar alguna bala a la ciudad, derrumbando solamente algún techo. Llegó la noche y las bandas no dieron tampoco señales de vida. Era una noche oscura y tempestuosa.

Durante el día el calor había sido intenso, y luego que el sol se puso, grandes masas de vapores se habían aglomerado en el cielo, bajando después gradualmente hacia la tierra.

—Ha llegado el momento de abrir bien los ojos y estar alerta —dijo Yáñez, que se paseaba veinte pasos detrás de los baluartes en compañía de Tremal-Naik—. Temo que las bandas de Sindhia se aprovechen de esta oscuridad para acercarse a nosotros e intentar un violento ataque.

—Los fosos son anchos y profundos y todos los puentes se han destruido a tiempo —respondió el cazador.

—Pronto se hacen con bambúes, que abundan por todas partes, y que también sirven para hacer escalas ligeras y solidísimas, y puentes volantes.

—Los baluartes son altos.

—Lo sé, pero tenemos que reconocer que somos demasiado pocos para defender todo el inmenso recinto de la ciudad.

—¿Te vuelves pesimista?

—En absoluto. Además, los montañeses están advertidos, en caso de extremo peligro, de prender fuego a todo y escapar. Nosotros no correremos peligro alguno.

—¿Y si Sindhia conociera la existencia de las inmensas cloacas?

—¿Quién, aquel borrachín? Se había ocupado del gin, del brandy, del whisky, y no de la ciudad subterránea. Ni nosotros siquiera lo sabíamos. Basta con tener libre el paso por la pagoda vieja; con esta imponente batería ya sabremos desembarazar los alrededores.

En aquel momento, en un baluarte que defendía la ciudad hacia el Norte, se oyó de improviso tronar el cañón.

—Mala señal —dijo Yáñez, meneando la cabeza—. Sindhia quiere intentar otro ataque. Abramos, como he dicho, los ojos.

—Ábrelos, pues, pero no verás ni gota. Parece que se ha mezclado alquitrán con las nubes.

—Te equivocas, amigo. ¡Mira!…

Habíanse encendido de improviso lenguas de fuego, iluminando la tenebrosa noche como si fuera de día.

Se sucedían por cientos y cientos, ondeando como serpientes y lanzando a lo alto millares de chispas que recaían, por fortuna, al mismo sitio, pues no corría ni el más ligero soplo de viento.

Sindhia había hecho incendiar los arrabales, formados casi exclusivamente de cabañas, que se destruyeron con inusitada rapidez.

Al mismo tiempo volvió por segunda vez a lanzar sus bandidos al asalto, pensando tomar a Gahuati con la misma facilidad que Goalpara; pero los montañeses, que, aunque pocos para defender el inmenso recinto de la población, no tenían el menor temor de irse otra vez a las manos con sus enemigos, no tardaron en responder con un formidable fuego de artillería y de carabinas.

Hasta el viejo cañón mogol disparaba, a pesar de su respetable edad de dos o tres siglos, lanzando gruesos proyectiles.

Frente al baluarte que defendía la antigua mezquita, y al cuidado del cual estaban Yáñez y sus pocos montañeses, no había aldeas que quemar; así que por aquel lado reinaba una oscuridad profunda, pues no llegaban hasta allí los reflejos del incendio.

—¡Estemos alerta!… ¡Estemos alerta!… —no cesaba de repetir el portugués, el cual veía venir el peligro desde lejos.

Mientras en todos los otros baluartes los montañeses combatían deseperadamente haciendo frente a los rajaputras traidores, que eran los únicos que de verdad avanzaban, por el lado de la antigua mezquita seguía reinando el silencio.

Pero al cabo de un rato, cuando Yáñez, casi seguro de que por aquella parte no se atacaría, se preparaba a montar a caballo para dar una rápida vuelta por las anchas calles de las fortificaciones, sonaron dos cañonazos, a los que siguieron rugidos espantosos.

—Aquí tenemos los papagayos, ya se hacen oír —dijo el valiente Yáñez, con su acostumbrada serenidad—. Haremos hablar también a nuestra batería. ¡Arriba!… ¡A mí, montañeses de Sadhja!…

Los ciento veinte hombres se arrojaron sobre las piezas y se pusieron a disparar furiosamente contra las masas que se percibían de una manera vaga y que avanzaban con gran rapidez.

Disparaban con metralla, arrancando a los asaltantes gritos terribles, porque aquella metralla se componía en su mayor parte de gruesos clavos, según costumbre de los malayos.

Yáñez, ayudado por Tremal-Naik y una media docena de artilleros montañeses, tenía a su cargo dos cañones. Había disparado ya unos veinte tiros, cuando desde las líneas enemigas cruzaron el aire fuegos que acababan en los alrededores de los baluartes.

—¿Rayos? —se dijo Yáñez.

—No —respondió Tremal-Naik—; son copos de algodón que lanzan con los fusiles. Quieren asamos, querido Yáñez.

—¡Si no hay empalizada ninguna bajo este baluarte!

—Y esa es nuestra suerte. A las piedras no les prenderán fuego.

—Y las primeras casas están lejos. ¡Ah, señores bandidos! Espero que no toméis tampoco esta noche la capital del Assam. Sindhia se consolará con una botella de gin.

Y se puso de nuevo a disparar, mientras la lluvia de copos de algodón que se prendían al contacto de la pólvora seguía cayendo copiosamente.

Las bandas de Sindhia, a cuyo frente estaban seguramente los rajaputras, no obstante las descargas de la imponente batería, no cesaban de avanzar, gritando siempre, quizá para infundirse más valor, y llegaron por fin al borde del ancho foso.

Echaron rápidamente puentes volantes, pero en aquel momento una mina que Yáñez había hecho ya preparar con una mecha bastante larga estalló casi a sus pies y algunos de ellos salieron volando por los aires.

El baluarte, aunque macizo, tembló de arriba abajo y pareció por un momento que iba a derrumbarse, pero resistió al poderoso choque, mientras que las bandas de Sindhia se dispersaban completamente, presas de un terror pánico y sordas a las órdenes de sus jefes.

—¡Por Júpiter! —exclamó Yáñez, disparándoles a la espalda el último cañonazo—. ¿En dónde ha encontrado Sindhia estos corredores? ¡Ya han desaparecido!…

Gritos roncos y lamentos se alzaban de la explanada tenebrosa medio destruida por la mina. Debía de haber muchos heridos del otro lado del foso; pero los montañeses, temiendo alguna nueva sorpresa, no se movieron.

Por otra parte, la puerta estaba obstruida por las barricadas y el puente derribado.

—Ahí se mueren —dijo Tremal-Naik a Yáñez, que había hecho encender una antorcha.

El portugués se encogió de hombros y dijo:

—Si hubiéramos caído nosotros, aquellos bandidos se nos hubiesen echado encima para rematarnos a cuchilladas. La guerra ha sido siempre terrible para los débiles. ¡Y pensar que verdaderamente los débiles somos ahora nosotros!

En aquel momento llegó al baluarte el hijo de Khampur.

—Gran sahib —dijo—, las bandas de Sindhia han escalado el baluarte de Risar.

—¿Y sus hombres? —preguntó Yáñez, poniéndose algo pálido.

—Se retiran en buen orden.

—Reúne a tus montañeses, haz incendiar la ciudad, rompe por cualquier parte la línea enemiga y corre al encuentro de tu padre.

—¿Y tú, gran sahib?

—No pienses en mí ni en mis pocos amigos. Me dejarás una docena de tus hombres, elegidos entre los más valientes.

—Si digo a mi padre que te he dejado abandonado en medio de una ciudad incendiada me matará. Soy joven, pero no quiero morir como vil.

—Mi rajaputra, el único que me queda, te acompañará y explicará a tu padre lo que ha pasado. No pierdas tiempo, reúne a tus hombres y prende fuego a todo.

—¡Una ciudad tan hermosa!…

—La reedificaremos —dijo Yáñez—. Ve, no pierdas tiempo.

—¿Y los cañones?

—Los haré clavar.

—Te obedezco, gran sahib.

El joven guerrero volvió a montar a caballo y se lanzó a la carrera, dando grandes voces.

La fusilería arreciaba cada vez más. Los montañeses, después de perdido el baluarte, trataban de reconquistarlo; pero las bandas de Sindhia, victoriosas ya, hacían irrupción en la ciudad, ávidas, más que de nada, de botín.

Yáñez, que en medio de aquel trastorno conservaba su maravillosa sangre fría, hizo clavar rápidamente las veinte piezas de la batería a fin de que el rajá no pudiera aprovecharlas, mandó abrir la puerta del baluarte y echar sobre el foso un puente volante.

La antigua mezquita estaba sólo a unos mil pasos, y por aquel lado parecía que no quedaban más enemigos. Los que habían atacado, trastornados por la granizada de metralla, debían de haberse reunido con los compañeros que lograron entrar en la ciudad.

Yáñez, a la luz de un hacha de viento, pasó revista a los ciento veinte montañeses, hizo salir de las filas a doce de los que más robustos le parecieron y después esperó al lado de Tremal-Naik y del cazador de ratas la vuelta del joven guerrero.

Fumaba furiosamente y hacía gestos amenazadores. Al cabo de un rato se le escapó un grito:

—¡Mi capital arde!…

Una gran lengua de fuego, después dos, diez, ciento, surgieron en dirección del baluarte conquistado por las bandas de Sindhia.

Los montañeses, que seguían disparando, al retirarse prendían fuego a todo.

Primero iban ardiendo las cabañas; después, las casas, los bungalows y los palacios. El fuego avanzaba terrible, implacable, devorándolo todo e impidiendo a los asaltantes el seguir adelante.

Gigantescas nubes de humo se levantaban por todas partes, seguidas de detonaciones y de copiosa lluvia de chispas. Los polvorines de los baluartes estallaban al mismo tiempo que se disparaban los cañones aún cargados.

Yáñez y Tremal-Naik, apoyados en sus carabinas, contemplaban, no sin emoción, el incendio que se extendía con ímpetu arrollador, contribuyendo el que muchos barrios de Gahuati estuviesen formados de cabañas que habitaba la gente pobre.

Un surco profundo se había dibujado en la ancha frente del portugués.

—Marchemos mientras tenemos el paso franco y el fuego nos protege la espalda —dijo Tremal-Naik—. No esperemos demasiado, Yáñez.

—Sindhia me las pagará —respondió el portugués, que en aquel momento parecía pensar en otra cosa—. ¡Qué aquel borrachín pueda quitar a Surama la corona! ¡Oh, no! Yo creo que la lucha no ha terminado, aunque parezca yo ahora completamente derrotado.

—Yáñez, partamos —repitió Tremal-Naik.

—Espera que vea arder mi capital —respondió el portugués—. Además, el hijo de Khampur no ha vuelto todavía.

—Sus hombres combaten en medio de las llamas.

—Estos montañeses son héroes que valen tanto como los tigres de la Malasia. Son gente de buena raza.

Oyóse en aquel momento el galope desenfrenado de un caballo, y el hijo de Khampur bajó al vuelo la pendiente del baluarte y saltó ágilmente a tierra.

—Gran sahib —dijo, con voz entrecortada por la emoción—. Tus órdenes están cumplidas. El fuego devora tu grande y hermosa ciudad.

—Era necesario para detener las hordas de Sindhia —respondió Yáñez—. ¿Qué hacen tus hombres?

—Se retiran sin dejar de combatir.

—¿Los estrecha el enemigo?

—No, porque los protege la línea de fuego.

—Reúnelos a todos y corre al encuentro de tu padre. Mi rajaputra, como te he dicho, te acompañará, y le explicará el motivo de tu retirada. Toma contigo también a estos hombres, pues yo he elegido ya los míos, y huye. Las retiradas a veces son necesarias y sirven para preparar victorias. Eres un valiente y llegarás a ser un gran guerrero.

—Si veo a la reina y a tu hijo, ¿qué les digo de tu parte?

—Di a mi mujer que no se inquiete por mí. Por lo demás, ya sabes que mi refugio es inexpugnable. Ve, vete antes de que te corten la retirada.

—Espero verte pronto, gran sahib —dijo el joven guerrero, que tenía los ojos arrasados en lágrimas—. Adiós; yo saldré por el baluarte de Oriente, en donde no hay muchos bandidos y los arrollaremos al primer envite.

Las descargas de mosquetería resonaban ya cerquísima. Los montañeses, protegidos por las líneas de fuego, que se hacían cada vez más imponentes, se retiraban en buen orden y sin economizar cartuchos.

El hijo de Khampur, acompañado por el rajaputra gigante, subió corriendo la pendiente del baluarte, hizo con la mano un último saludo al marajá y desapareció en medio de aquel asfixiante humo.

Dos minutos después, Yáñez vio a los montañeses desfilar a paso de carga y dirigirse hacia el baluarte de Oriente; no disparaban ya porque el fuego había detenido a las bandas de Sindhia.

—Pierdo mi capital, pero puedo salvar aún mi pequeño imperio —dijo Yáñez a Tremal-Naik que contemplaba el espantoso incendio, que se dilataba cada vez más, envolviendo toda la ciudad en un negro nubarrón—. Ahora, pensemos en nosotros.

—Tiempo es —respondió el famoso cazador—. ¿No crees tú que haya enemigos alrededor de la antigua mezquita?

—No, escaparon todos después del último cañonazo.

—¿Han echado los montañeses el puente a través del foso?

—Sí, alteza —respondió el baniano.

—¿Y tú estás convencido de que no nos asaremos como dentro de un horno cuando entremos en las cloacas?

—Yo respondo: hay allá abajo demasiada agua.

—Piensa que este incendio puede durar hasta tres o cuatro días, porque son muchas las casas.

—Os repito, alteza, que yo respondo del salvamento de todos.

—Entonces, vayamos.

Echó una última mirada a su capital, convertida en un mar de fuego.

Derrumbábanse los bungalows y los palacios; veníanse abajo con fragor inaudito pagodas y mezquitas, levantando remolinos de chispas que el viento dispersaba.

Los tiros habían cesado. Las bandas de Sindhia, detenidas ante aquel infierno, no habían hecho, a lo que parecía, tentativa alguna de perseguir a los montañeses.

Yáñez suspiró dos o tres veces y después siguió al cazador de ratas.

Los doce montañeses habían improvisado un puente y lo esperaban del otro lado del foso escudriñando con inquietud la vasta llanura que los resplandores del incendio iluminaban de tiempo en tiempo.

—¿Estáis todos? —preguntó el portugués.

—Todos, gran sahib —contestaron a una voz.

—¿Están cargadas vuestras carabinas?

—Todas.

—Ponte a la cabeza de la compañía, baniano, y anda alerta y bien abiertos los ojos.

—Viejo soy, pero veo bien todavía —respondió el cazador de ratas—. Moriré después de los cien años.

Los quince hombres se pusieron rápidamente en marcha dirigiéndose hacia la antigua mezquita mogola, sobre cuyas cúpulas se proyectaban a veces los reflejos del incendio.

El aire se había vuelto de repente ardiente. Turbiones de ceniza caliente caían sobre las arrasadas llanuras del Sur, acabando con la vegetación, y densísimas nubes impregnadas de extraños olores se extendían desmesuradamente en todas direcciones, arremolinándose como si las empujara un viento de tempestad.

Parecía que en su seno relampagueaban fuegos.

—¡Adelante!… ¡Adelante!… —repetía Yáñez, que se sentía sofocar—. ¡Estad siempre alerta!…

Atravesaron, a paso de carga, la llanura que los separaba del río Negro, envueltos a veces en ventoleras de chispas, y llegaron delante de la antigua mezquita.

Justamente en ese momento las densas nubes de humo se abrieron y proyectaron sobre la llanura una luz intensísima.

—¡Hay hombres! —exclamó Yáñez, que dirigía la cuadrilla con el cazador de ratas.

Cinco o seis bandidos, parias o fakires, habían aparecido de improviso junto a la mezquita.

—¡Que no escape ninguno; si no, el secreto de nuestro escondite va a ser descubierto! —gritó Yáñez precipitadamente.

Los montañeses pusieron una rodilla en tierra, apuntaron algunos instantes y después sus carabinas retumbaron junto con las de sus jefes.

Los bandidos, acribillados a proyectiles, cayeron unos al lado de los otros para no levantarse más. La descarga los había dejado en el sitio antes que tuvieran tiempo de servirse de sus armas.

El grupo, temiendo que por aquellos contornos hubiera más centinelas, se lanzó con una carrera desenfrenada hacia la mezquita, llegó a la salida del río Negro y desapareció dentro de la inmensa cloaca.