Cinco días habían transcurrido y, durante ellos, Yáñez, Tremal-Naik y los montañeses de Sadhja vencidos, sí, bajo los muros de Goalpara, pero no completamente derrotados, no habían perdido el tiempo.
Habían destruido dos puentes, preparado minas, dispuesto en los puntos más débiles la artillería, compuesta de sesenta piezas pequeñas y habían también acumulado enormes montañas de leña para prender fuego a la ciudad en el caso de que su defensa resultara completamente imposible.
Ya no quedaba un solo habitante. Al anuncio de que Sindhia se acercaba habían huido todos, temiendo su venganza. No habían quedado más que algunos perros sucios y pelados y casi muertos de hambre.
Yáñez, que tenía todavía veinte caballos, había destacado otros tantos hombres en dirección de Goalpara, para tener noticias de su formidable adversario, pero sólo al sexto día los exploradores le trajeron la poco agradable nueva de que las hordas avanzaban compactas, saqueando todos los pueblos que se encontraban a su paso e incendiándolos después sin misericordia.
—¡Bah! —dijo el valiente portugués, que desde lo alto de un baluarte dirigía sus miradas hacia el Occidente—. Las murallas de la capital son sólidas, cañones tenemos, mientras que parece que el enemigo no tiene uno, y disponemos todavía de dos mil quinientos montañeses dispuestos siempre a hacerse matar para que no caiga de la frente de Surama la corona que se bambolea. ¡Ah! ¡Pobre carro del Estado! ¡Qué desquiciado estás!… Las ruedas necesitan más grasa.
—Tú no has nacido, bien se ve, para rey —respondió el cazador del Juncal Negro, riendo—. Sin embargo, ¿qué no habrás hecho tú en combinación con Sandokán? Diríase que servís mejor para destruir reinos que para sostenerlos.
—Pudiera ser —respondió Yáñez riendo—. Tú sabes que nosotros, los tigres de la Malasia, estamos más prontos a derribar que a edificar. ¡Uf! Parece que se acercan. Ya era tiempo. Empezaba a aburrirme.
—¿Quiénes se acercan?
—Los bandidos de Sindhia.
—Tienen prisa por echarte de tu capital.
—Eso parece.
—¿Crees tú poder resistir a toda esa gente?
Una nube pasó por la ancha frente del portugués.
—Somos muy pocos para poder resistir hasta la llegada de los otros montañeses y de Sandokán. Caeremos antes.
—¿Pierdes tu antiguo valor?
—No; es que son demasiados y, además, están fanatizados por los bracmanes. No tendrán miedo ni de nuestras carabinas, ni de nuestra artillería. ¡Bueno! Haremos lo que podamos y te respondo de que caerá gente bajo las murallas de mi capital. Si me hubiera dado cuenta antes de la mala partida que me preparaba Sindhia en la sombra, hubiera hecho venir a Sandokán a tiempo, y también, de haber desconfiado, hubiéramos podido hacer frente con los montañeses a todos esos bandidos y quizá ganar la partida.
—Sí; pero es ahora el Tigre de la Malasia quien fastidia sin saberlo —dijo Tremal-Naik—, pues tenemos que esperar aquí a sus formidables guerreros para llevarlos luego con nosotros a las montañas.
—Es verdad, amigo —respondió Yáñez, que parecía un poco triste—. No obstante, sin esa gente no podemos emprender nada de importancia. Así, pues, yo no desespero. Mientras que el enemigo esté aún lejos, vayamos a echar una última ojeada a nuestros hombres y a nuestros baluartes. Nosotros defenderemos los que miran hacia la pagoda vieja para poder llegar a las cloacas.
Dos montañeses al pie del declive tenían por las riendas sus hermosos caballos de raza mogola, con estribos cortos y silla ligera a la musulmana.
Yáñez y Tremal-Naik, después de asegurarse bien de que las tropas de Sindhia habían hecho un parada para preparar los campamentos, montaron a caballo y dieron una rápida vuelta por todos los baluartes, parando aquí y allá para dar órdenes a los montañeses, los cuales, aunque derrotados, estaban animosos y dispuestos a intentar una defensa desesperada.
Se pararon en el gran baluarte que miraba hacia la pagoda vieja y que defendían quince piezas pequeñas de artillería y trescientos montañeses mandados por el hijo de Khampur.
Allí estaban también el cazador de ratas y el rajaputra gigante, que no cesaba de proferir injurias contra sus compatriotas que tan villanamente habían traicionado a la rhani y al marajá.
El sol se puso y las tinieblas cubrieron el inmenso campo, ahora no menos desierto que la ciudad que se extendía más allá de las fortificaciones. A lo lejos empezaron a brillar los primeros fuegos del campamento enemigo, fuegos que se multiplicaban con rapidez fantástica. No hacían economía de leña los parias, acostumbrados a talar un bosque para asar un chacal o un simple mono.
Altísimas llamas se alzaban por doquier, en forma de media luna, lanzando al aire haces de centellas.
—¡Por Júpiter! —exclamó Yáñez, que había cenado con Tremal-Naik y el hijo de Khampur, contentándose con medio pavo real—. Tratan de estrechamos por todos lados. Esta noche acampan allí y mañana los veremos aparecer por el otro lado de la ciudad. Pasaremos la noche en claro.
—No será la primera —dijo Tremal-Naik—. ¡Cuántas no habremos pasado con el Rey del Mar, cuando luchábamos contra mi yerno!
—¡Si me acordaré! Aquel Moreland era un excelente marino que daba mucho cuidado al mismo Sandokán —¡Vaya! Pues hace tiempo que Damna y su marido no dan señales de vida. Las últimas noticias las he recibido de Acapulco, y mi hija me decía que con la espléndida nave de su marido querían emprender la travesía del Océano Pacífico.
—Yo, ves tú, me he preguntado muchas veces por qué Moreland, después de casarse con tu hija Damna, no ha vuelto a la India.
—Por prudencia, Yáñez —repuso Tremal-Naik—. No todos los estranguladores han desaparecido de este desdichado país, y tú sabes qué vengativos y qué ligeros de manos son. Teme, no por sí mismo, sino por mi hija, y le he aconsejado yo que permaneciera cuanto más lejos de la India le fuese posible. Algún día los volveremos a ver. Damna me lo ha prometido.
—Si estuviera aquí Moreland con su gente, nos resultaría de una gran ayuda en este momento —dijo el portugués con un suspiro.
—A estas horas estarán quizá en el Japón o en China, y estos dos países están demasiado lejos. Llegarían cuando todo hubiese terminado.
Se sentó sobre una de las piezas de artillería y se puso de nuevo a mirar las innumerables fogatas de los sitiadores, mordiendo con furia un trozo de cigarro.
Tremal-Naik se había acomodado sobre un pequeño terraplén cubierto de hierba y había vuelto a encender su pipa.
Sobre los baluartes los centinelas se daban las llamadas para dar a entender al enemigo que velaban incesantemente, y los artilleros, dispersos acá y allá por los lugares más amenazados, soplaban las mechas, dispuestos a desencadenar una tempestad de metralla.
Yáñez temía un furioso ataque nocturno, pero no tuvo lugar. Las tropas de Sindhia, quizá un poco cansadas y también algo temerosas de tener que sufrir el fuego tremendo de la artillería que tanta carnicería sabían ya que hacía entre ellas, se mantuvieron tranquilas, pero se aprovecharon de las tinieblas para extender sus líneas de modo que envolviesen completamente la ciudad.
Empezaba a amanecer, y Yáñez, no viendo al enemigo resuelto todavía a lanzarse al ataque, montó a caballo, y, seguido del mismo modo por Tremal-Naik, fue en rápida carrera a su bungalow, entonces abierto y silencioso.
Sólo un viejo montañés montaba la guardia delante de la puerta, envuelto de arriba abajo en un abrigo de piel de cabra tibetana de larguísimo pelo.
—¿Vas a prender fuego a tu palacete? —dijo el cazador del Juncal Negro al portugués—. Espera más: la ciudad no ha caído todavía.
—Vengo aquí a poner a salvo los tesoros de mi mujer y los míos. Se trata de muchos millones de rupias.
Subió al segundo piso, siempre acompañado de su fiel amigo, y, abriendo una puerta forrada de hierro, entró en una reducida estancia en donde se veían alineados cinco enormes cofres de acero a prueba de fuego.
—Es mejor estar prevenidos —dijo—. Ya se sabe que la guerra se hace con dinero, y Sindhia lo ha demostrado.
Se acercó a una pared y apretó un muelle. De repente una parte del pavimento, que era de madera, se hundió crujiendo, y los cofres cayeron con tremendo estrépito, levantando una verdadera nube de polvo, que acabó en una lluvia de arena.
—Ya están los tesoros de la corona y los míos en lugar seguro —dijo el portugués—. Aunque ardiese toda la ciudad no se perderían.
—¿En dónde han caído?
—En un depósito lleno de finísima arena y en donde han ido a parar a una profundidad de cinco o seis metros por debajo del suelo. Te aseguro que nadie los encontrará, y Sindhia, si toma la ciudad, los buscará en balde.
Se disponía a destrozar el muelle cuando oyó retumbar un cañonazo.
—Nos llaman —dijo—. ¿Se moverán las bandas de Sindhia?
Se apresuró a hacer pedazos el muelle con la fuerte culata de la carabina, calzada de cuero, y salió poco después corriendo. Montaron sus caballos y se dirigieron después a carrera desenfrenada hacia la puerta de Agrá, sobre cuyos baluartes se veía todavía desvanecerse lentamente el humo de la pequeña pieza que había hecho fuego.
La defendía el hijo de Khampur, a la cabeza de doscientos montañeses escogidos entre los mejores.
—Gran sahib —dijo el joven guerrero a Yáñez, cuando este, seguido de Tremal-Naik, llegó a los baluartes—, Sindhia te manda un parlamentario.
—¿Quién es?
—Un bracmán.
—¿Aquel bribón tiene, pues, a sueldo a todos los sacerdotes de Bengala?
—Así parece, gran sahib —respondió el joven.
—¿Dónde está ese hombre?
—Espera en el extremo del puente que ya hemos destruido.
—Manda echar un par de vigas con tablas. Si se rompe la cabeza, peor para él.
Mientras los montañeses ejecutaban rápidamente las órdenes, Yáñez llegó al extremo del baluarte y se puso a mirar al parlamentario que cabalgaba en una mala jaca y llevaba en alto una bandera de seda blanca.
Era un hombre hermoso, bastante barbudo, de tez oscura y ojos centelleantes como los de las serpientes. Iba vestido con el traje de los bracmanes y no llevaba ninguna arma, por lo menos en apariencia.
—¡Por Júpiter! —exclamó el portugués—. Ese tunante de Sindhia sabe escoger su gente. Oigamos qué quiere este religioso convertido en guerrero.
Bajó del baluarte acompañado de Tremal-Naik, y esperó al parlamentario sentado sobre un montón de vigas de las quitadas del puente levadizo.
Se había puesto entre las rodillas su fiel carabina, temiendo siempre alguna nueva traición, y había hecho señas a los montañeses de preparar también sus fusiles.
Cinco minutos después el parlamentario, que había conseguido atravesar el puentecillo improvisado gracias a la ayuda del hijo de Khampur, pasaba bajo las dos bóvedas de la puerta y se presentaba delante del marajá, saludándole familiarmente con un ademán de la mano derecha.
—¿Qué quieres, y primero de todo, quién te manda? —dijo Yáñez, sin contestar al saludo.
—El rajá del Assam —respondió el bracmán.
—¿Qué rajá? Hasta este momento ha mandado en el Assam la reina Surama.
—La hemos destronado nosotros.
—¿Y el marajá, su marido?
—También a ese ya hace tiempo.
—¿Y quiénes sois vosotros?
—Assamitas partidarios de Sindhia.
—¡Mentís! —le gritó Yáñez—. No sois más que un atajo de bandidos enganchados en todas las provincias de Bengala y que por primera vez entráis en el Assam, con el único objeto de asesinar a los verdaderos assamitas y saquear ciudades y aldeas.
—Dime ahora quién eres tú —dijo el bracmán, con voz altanera.
—Soy el príncipe consorte.
—¿Tienes plenos poderes para tratar con nosotros, sahib?
—¡Soy el marajá! —gritó Yáñez, levantándose furioso—. Soy yo quien trato de los negocios del Estado.
—Entonces vengo a decirte, en nombre de mi señor, que entregues inmediatamente la ciudad, si no quieres ver pasar a cuchillo a sus habitantes.
El portugués lanzó una ruidosa carcajada.
—¿Qué habitantes? —dijo después—. Aquí no han quedado más que los topos, algún que otro perro y puede que algún pavo real. La población, sabiendo bien lo generoso que es tu señor, ha preferido huir en masa llevando consigo lo mejor que tenía. Encontraréis bien poco que coger si conseguís tomar la capital.
¡Sí, lo conseguiremos!… La tomaremos al momento, como tomamos a Goalpara.
—Gahuati no es Goalpara, sacerdote de Brahama —dijo Yáñez.
—Tenemos veinte mil hombres, marajá, y tú no tienes sino pocos montañeses, porque te hemos quitado no sólo a los rajaputras, sino a tu misma guardia.
—Puedes añadir los elefantes —dijo Tremal-Naik, que estaba sentado al lado del portugués.
—Sí, también esos, y he sido yo quien he dado ese magnífico golpe mientras vosotros os entreteníais en la pagoda. Hemos sido mucho más pillos que vosotros.
—¡Y me lo vienes a decir en la cara! —dijo Yáñez, levantándose nuevamente y haciendo ademán de apuntar con la carabina.
—Yo me precio de haber llevado a buen fin aquella operación —respondió el bracmán con énfasis—. Veinte elefantes, sus conductores y tres grandes compañías de rajaputras… Confesad, marajá, que soy hábil.
—¡Lo que eres es un bribón!
El sacerdote le miró y sus ojos negros centellearon como los de las serpientes. De repente contestó:
—He ahí una ofensa que podrás pagar cara, sahib blanco.
—Eso es una amenaza, me parece.
—Tomadlo como queráis, a mí poco me importa.
—¿Y si yo te hiciera detener, insolente, y te hiciese dar una buena paliza antes de volverte a mandar al campo de Sindhia?
—¿Quién se atreverá a pegar a un sacerdote de Brahama?
—Yo —dijo Tremal-Naik.
El bracmán fijó en él la vista un momento, estupefacto de tanta audacia, y después, rápido como un rayo, abrió su larga vestidura, sacó una pistola y disparó dos tiros, uno al cazador del Juncal Negro y otro a Yáñez.
Había obrado con demasiada precipitación, sin reparar en que el hijo de Khampur estaba junto a él y no lo perdía de vista.
El valiente montañés dio un golpe al caballo haciéndole empinarse y con eso las dos balas fueron a clavarse en las vigas. Al instante, tres o cuatro montañeses se echaron sobre el traidor, lo arrancaron de la silla y lo arrojaron violentamente al suelo, apuntándole al pecho con sus carabinas.
Yáñez encendió tranquilamente un cigarro y se acercó al prisionero, que rugía como una fiera. El hijo de Khampur ya lo había atado fuertemente con correas cogidas de los sacos de víveres que había acumulados en buen número allí cerca.
—Se ve que el caro rajá, tu señor —dijo Yáñez, echándole al bracmán una bocanada de humo en la cara—, no te había mandado aquí como parlamentario. Te había dado el encargo de asesinarme, ¿verdad? Pues te digo que eres un pésimo tirador, porque en tu lugar, aunque el caballo se hubiera empinado, te hubiera acertado.
—Tú y tu compañero me habéis ofendido, olvidándoos de que soy un bracmán.
—Bueno, ¿y qué son los bracmanes? ¿Hombres diferentes de los demás que puedan permitirse hasta asesinatos? Si yo me hubiera atrevido a acercarme a Sindhia amparándome bajo la bandera de parlamentario y hubiera tratado de matarlo a traición, ¿qué me hubiesen hecho vuestros bandidos?
—Tú no has disparado sobre el rajá, el cual goza en estos momentos de excelente salud; por consiguiente, excuso contestarte.
—No me hubieseis dejado marchar porque llevase bandera blanca, ¿verdad? —dijo Yáñez, que iba poco a poco perdiendo su notable calma.
—Puede ser —respondió el bracmán, encogiéndose de hombros.
—Está bien.
Se volvió a Tremal-Naik y le dijo:
—En una casamata tenemos uno de aquellos cañones largos que usaban los mogoles hace más de doscientos años, ¿los has visto?
—Está a veinte metros de nosotros en el baluarte.
—Ponlo a la vista, al borde del almenaje, y hazlo cargar con dos cartuchos de pólvora y uno de metralla gruesa.
—¿Qué quieres hacer, sahib? —dijo el bracmán, poniéndose lívido y tratando con un esfuerzo supremo de romper las ligaduras.
—Espera que la pieza esté cargada y lo sabrás —respondió Yáñez, iracundo.
—¿Te atreverás a matarme?
—Tú te has atrevido a hacer fuego sobre el marajá del Assam, ¡porque hasta este momento soy el marajá!… ¡Fuego por fuego!…
—Tú no perteneces a nuestra raza.
—¿Quieres decir que no he gobernado como vuestros rajás, borrachos siempre y deseosos sólo de cometer crueldades? Conocemos la historia de Sindhia y la de su hermano especialmente, a quien mató muy a tiempo tu señor, no menos cruel ni despiadado que el otro.
—¡Déjame ir! —dijo el bracmán—. Yo pertenezco a la primera casta de cuantas existen en nuestro gran país.
—En mi país hasta los grandes, cuando cometen un delito, tienen pena de muerte.
—¿Quieres matarme?
—¡Por Júpiter!… ¿Me crees hombre capaz de bromear? ¿No ves que están cargando el cañón?
El bracmán se puso aún más pálido y sus ojos expresaron un terror indescriptible.
—Tú no te atreverás, sahib; no te atreverás, porque yo represento a Sindhia, mi señor.
—A mí me importa un bledo aquel loco.
—Me vengará.
—Todavía no se ha apoderado de mí, y tengo buenas razones para creer que nunca caeré en sus manos.
—¿Pero no ves que toda la ciudad está rodeada por los nuestros?
—Basta de charla; tu señor esperará de mí una respuesta y se la daré bajo la forma de una bala humana.
Dicho esto, Yáñez, se volvió hacia los montañeses y les hizo una seña. Al punto, cinco hombres se precipitaron sobre el prisionero, y aunque el desgraciado intentó una resistencia desesperada, lo llevaron en peso al baluarte.
Tremal-Naik, ayudado por otros hombres, había preparado la pieza, empujándola hasta el borde de la plataforma.
Se trataba, como hemos dicho, de un antiguo cañón mogol, de más de dos metros de largo, bastante parecido a una culebrina. Tal vez hacía cien años que estaba olvidado en la casamata y que no disparaba.
Agarróse nuevamente al bracmán y se le ató a la boca de la pieza con las piernas colgando, porque el cañón terna la mayor inclinación que podía dársele.
Estando los sitiadores cerca podían verlo.
Tremal-Naik había cogido una mecha y no esperaba más que una orden de Yáñez para disparar la doble carga.
El bracmán, con las facciones horriblemente descompuestas y los ojos inyectados en sangre, movía las piernas como un loco y lanzaba alaridos espantosos.
Yáñez se le había acercado mirándole con aire perfectamente tranquilo.
—¿Qué? —le dijo—. ¿Cómo te encuentras? La postura no debe de ser muy cómoda.
—¡Qué Brahama te maldiga a ti y a todos tus descendientes! —gritó el sacerdote con voz ronca.
—Gracias.
—Acuérdate de que Brahama es el más poderoso de todos los dioses de la India.
—Hace mucho que lo sé —respondió Yáñez con su calma habitual.
—¿Hago fuego? —dijo Tremal-Naik—. ¿No ves que este hombre se está muriendo de susto?
—También a mí me lo parece y pienso justamente que ya ha sido bastante castigado por su infame atentado. Soltadlo, volvedlo a colocar sobre su caballo y echadlo fuera.
—Eres demasiado generoso, gran sahib —dijo el hijo de Khampur—. Mi padre no lo hubiera perdonado.
—Tu padre es indio y yo soy un hombre blanco —respondió el portugués—. Dejando marchar a este tunante, probaremos mejor a Sindhia que a nosotros no nos dan miedo sus bandidos.
—Quizá te equivoques, gran sahib.
—También yo lo creo —dijo Tremal-Naik, tirando la mecha que resultaba ya inútil—. Hubiera reventado este canalla en el aire en veinte o treinta pedazos.
—Puede que este hombre quede agradecido y algún día lo demuestre. Dejadme a mí; veo de muy lejos y adivino muchas cosas.
Los montañeses habían desatado al bracmán, el cual se sostenía a duras penas sobre sus temblorosas piernas. Parecía que de un momento a otro iba a caerse al suelo desvanecido.
Le tuvieron que ayudar a bajar del baluarte, lo mismo que a montar a caballo.
Cuando vio que le dejaban libres también los brazos, clavó los ojos en Yáñez con una mirada que no tenía nada de feroz y le dijo:
—¿Me perdonas la vida?
—Sí.
—Retiro la maldición que había invocado sobre ti y tus descendientes.
—No tenías que haberte molestado por asunto de tan poca monta.
—Yo me llamo Kiltar. Acuérdate de este nombre, sahib.
—Lo grabaré en mi memoria, aunque no acierte a adivinar para qué me va a servir.
—Tú me has dado la vida y yo te debo agradecimiento. Sindhia me había mandado aquí como parlamentario para que te asesinara, y doy gracias a Brahama por haber errado mis dos tiros.
—Y volviendo junto a tu señor sin haberme matado, ¿no tienes motivos de inquietud?
—No; porque soy un bracmán.
—Pues vete y no comparezcas más delante de mí como enemigo, porque otra vez no te perdonaría.
—Y tendríais razón, sahib. Recordad mi nombre: Kiltar, el bracmán de Benarés, la ciudad santa.
Hizo una inclinación, trazó en el aire algunos signos como si quisiese anular de un modo especial la maldición lanzada, volvió al caballo y, guiado por el hijo de Khampur, atravesó otra vez el puente improvisado, lanzándose después a gran galope hacia el campamento de los sitiadores.
—¡Bien! —dijo Yáñez a Tremal-Naik—. Tengo la convicción de haber hecho un buen negocio.
—¿Perdonando la vida a ese canalla? —dijo el cazador del Juncal Negro, meneando la cabeza—. ¡Hum!… ¡Hum!…
—Pronto se verá. Además, tampoco se habría ganado nada con lanzarlo por los aires hecho pedazos. No hubiera sido más que un acto de crueldad. Me basta con haberlo asustado.
Habían vuelto a salir a los baluartes mientras los montañeses deshacían rápidamente el puente improvisado y fortificaban sólidamente la gran puerta forrada de bronce que se abría sobre un foso de tres metros de profundidad y ocho o diez de anchura, lleno de lodo y de plantas acuáticas, entonces medio secas.
El bracmán había desaparecido ya por entre las pequeñas chozas y las tiendas que los sitiadores habían levantado para defenderse del intenso calor reinante.
A poco se oyeron gritos, disparos y después un gran silenció se extendió por todo el campamento. Tal vez el asalto que parecía inminente se había suspendido.
Yáñez esperó con impaciencia la noche, y las bandas de Sindhia no se movieron de sus campamentos. Sin embargo, eran bastante numerosas para poder tentar la empresa.
—¿Sabes lo que creo? —dijo cuando rayó el alba el portugués a Tremal-Naik, que había estado dormitando algunas horas a su lado—. Que mi generosidad, si no ha evitado, ha retrasado al menos el asalto.
—¿Y por qué?
—Puede que el bracmán, si es verdad que me tiene algo de agradecimiento, haya asustado a Sindhia, diciéndole que nosotros, si bien somos pocos, tenemos un número extraordinario de cañones.
—Puede ser, pero en Goalpara debía de haber piezas.
—Apenas unas diez.
—¿Querrá el rajá sitiamos por hambre?
—Es lo que me temo.
—Como sabes, Yáñez, nos han cercado tan rápidamente, que no ha habido posibilidad de meter antes ganado.
—Registraremos todas las casas, devastaremos todos los jardines, mataremos a todos los animales de mi palacio real que escaparon del incendio y después cazaremos.
—¿Los perros que no han escapado ya con los habitantes?
—Y las ratas de las cloacas. Esos bichos nos proporcionarán carne bastante para alimentar a un ejército durante un par de semanas por lo menos.
—No sé si los montañeses las comerían —dijo Tremal-Naik, sonriendo.
—Aguijoneados por el hambre, las pondrán en el asador y no dejarán ni los rabos, te lo aseguro.
—Una explicación quiero ahora de ti. ¿Y si cayese la ciudad?
—Ya te he dicho que le prenderemos fuego.
—¿Y los montañeses?
—Forzarán alguna de las líneas del sitio y volverán a Sadhja.
—¿Mientras nosotros esperamos a Sandokán en las cloacas?
—Tendremos allí un magnífico refugio y podremos esperar tranquilamente los acontecimientos. ¿Te parece?
—Tú y Sandokán habéis nacido grandes capitanes —respondió el notable cazador—. Seríais capaces, no digo de conquistar el mundo, pero sí la India y también la Malasia. Desgraciadamente, los ingleses hoy día son demasiado fuertes y dentro de seis meses lo serán más aún. Ya no estamos en los tiempos de Mompracem —dijo al acabar, dando un profundo suspiro.
En aquel momento algunas detonaciones bastante fuertes resonaron en el campamento que caía frente al baluarte que ellos ocupaban con ciento cincuenta montañeses.
—Eran las piezas tomadas de las fortificaciones de Goalpara que tiraban. Algunas balas, todas de pequeño calibre, pasaron silbando sobre los jardines, sin producir daños.
—Son pésimos los artilleros que tiene ese Sindhia —dijo Yáñez—. Más le valía adoptar los bastones de los fakires errantes.
—¿Y nuestros montañeses?
—Son hábiles, porque allá en sus desfiladeros tienen siempre buenas piezas para derribar las atalayas. Veremos si hacemos algo también nosotros.
Se encontraban en el baluarte que hacía frente a la pagoda vieja, junto a la cual desembocaba el río Negro y allí habían concentrado la mitad de su artillería, queriendo reservarse a todo trance aquella salida para poder llegar a las cloacas en el caso, ya previsto, de un desastre.
Yáñez hizo llamar a los montañeses, los colocó al lado de las piezas, eligiendo a los que apuntaban mejor, y respondió a la primera provocación de Sindhia con una terrible descarga, que hizo huir a la desbandada a rajaputras, bracmanes, parías, fakires y bandidos.
—Me parece que es bastante por el momento —dijo Yáñez—. No será por este baluarte por donde traten de dar el asalto. Querido Tremal-Naik, esta mañana he hecho matar dos cebúes de mis cuadras. Podemos, por consiguiente, ir a comer. Los sitiadores se estarán quietos por ahora; te lo digo yo.