IX. El asalto de Goalpara

Ya hemos dicho que justamente en aquel momento entraba en la estación, con gran estrépito, otro tren que provenía de las regiones septentrionales, y con este ruido nadie oyó los barritos del elefante.

El cornac, muy satisfecho de haberle hecho una jugada a la policía, a la que se odia muy especialmente en la India, porque tiene mayor preponderancia que en otras partes, no dejaba de azuzar al animal, que devoraba el espacio atravesando campos más bien secos, a los que no podía causar daño.

Cantaban los grillos chirriando como malas ruedas entre los arrozales; revoloteaban en el aire bandadas de murciélagos, pero no se oía grito alguno de policeman que intimasen imperiosamente el parar.

Cornac —dijo Kammamuri—, ¿cuándo llegaremos a la frontera?

—Mañana al mediodía, mi príncipe.

—¡Mi príncipe!… ¿Por qué me llamas así?

—Porque he sabido por la policía que tú y tu compañero sois dos altezas assamitas, y siendo yo también del Assam, me parece que tengo el deber de llamarte así.

—¿Eres de Gahuati?

—No, mi príncipe; soy de Goalpara, como mi amo, que te ha alquilado este buen elefante.

—¿Has oído que la revolución ha estallado?

—Sí, mi príncipe, y por obra de aquel tigre feroz de Sindhia.

—¿Por qué le llamas tigre feroz?

—Porque una noche, hace cuatro años, durante una de sus acostumbradas orgías, mató a mi padre de dos pistoletazos por no haberle llenado pronto la copa.

—¿Han llegado a Rangpur noticias de la insurrección durante estas últimas veinticuatro horas?

—Sí, mi príncipe, y gravísimas. Parece que la rhani y el marajá blanco no están en condiciones de hacer frente al huracán que los amenaza. Muchas ciudades y pueblos arden, y corre la voz de que todos los rajaputras se han pasado con armas y bagajes al exrajá.

—¿Quién te lo ha dicho? —dijo Kammamuri, estremeciéndose.

—He oído al jefe de estación de Rangpur contarlo al inspector de policía.

—¿Qué gente tiene Sindhia?

—Parece ser que ha logrado reunir veinte mil y hasta más hombres, reclutados entre los parias, los bandidos, los estranguladores que todavía quedan, los fakires, y se dice que no faltan también los bracmanes para fanatizar a ese montón de gente.

—¡Y nosotros todavía en viaje! —exclamó Kammamuri, enjugándose el sudor frío que le bañaba la frente—. Sandokán, el terrible Tigre de la Malasia, llegará esta vez demasiado tarde… ¡El imperio se hunde!

Estuvo un momento silencioso y después dijo:

—Confiemos en los montañeses de Sadhja. Quizá puedan salvar otra vez la situación.

—Puede que no esté todo perdido, sahib —dijo Timul—. El Assam no se conquista en veinticuatro horas.

—Las traiciones son las que me asustan. Como has oído, todos los rajaputras han abandonado a la rhani… ¿Quién habrá permanecido fiel al marajá? ¡Ah!, quisiera saberlo.

—¿Y nuestra policía?

—La habrá comprado también Sindhia. Ese hombre debía de tener grandes tesoros escondidos y encomendados a amigos fieles. ¡Vaya! No nos desanimemos; Sandokán, aunque llegase tarde, es hombre capaz de reconquistar otra vez la corona a ese bribonazo.

Se sentaron sobre cómodos almohadones, poniéndose las carabinas entre las piernas, encendieron sus cigarros y se sumieron ambos en profundos y nada risueños pensamientos.

El elefante, bien alimentado y descansado, adelantaba más y más con una carrera endiablada. Había dejado atrás los campos y los arrozales, y había entrado en la gran carretera de centenas de millas que desde Rangpur se prolongaba hasta el corazón del Assam, encontrando así un terreno más sólido y también más adecuado a sus anchas patas.

El cornac ni siquiera lo azuzaba ya, ni con la voz ni con la aguijada.

A los primeros albores de la mañana, llegaron a un pueblecillo, donde comieron, y después de algún tiempo prosiguieron el viaje. No se olvidaron del elefante, que tuvo sobre todo su buena ración de mantequilla clarificada con mucho azúcar para calentarlo y darle fuerza.

Al mediodía, según el cornac había prometido, traspasaron la frontera assamita, señalada sólo por algunos palos pintados de un color rojo vivísimo.

No había guardias, ni ingleses, ni assamitas; aquellos lugares estaban demasiado frecuentados por las bestias feroces para mantener allí guarnición ninguna.

—Mi príncipe —dijo el cornac—, ¿quieres que nos alarguemos un poco hacia Goalpara para tener noticias más seguras de la insurrección?

—¿No se alargará demasiado el viaje?

—¡Oh! Sólo algunas millas.

—¿Y si aquella ciudad hubiera caído en manos de los bandidos de Sindhia?

—Nos guardaríamos bien, en tal caso, de entrar. Obraré con suma prudencia, mi príncipe.

Prosiguieron su marcha siempre por la hermosa carretera abierta entre selvas y juncales, levantando nubarrones de polvo, porque el elefante se había lanzado al galope, pero pronto tuvo que abandonarla.

A lo lejos habían oído retumbar descargas de mosquetería y después habían distinguido llamas. Los bandidos de Sindhia debían de haber asaltado algún pueblo, haberlo saqueado o destruido para aterrorizar a la población que pudiera permanecer todavía fiel a la rhani.

El cornac, tras de ponerse de acuerdo con Kammamuri, lanzó al elefante en medio de los juncales que se extendían por el Oriente hasta perderse de vista y llegaban a pocas millas de distancia de los baluartes de Goalpara. En medio de aquellos vegetales gigantescos estaban seguros, por lo menos, de no caer en ninguna celada. Podían, eso sí, recibir el ataque de algún tigre o algún rinoceronte, animales que prefieren los espesos bambúes espinosos a las selvas.

A las cinco de la tarde, después de una carrera desenfrenada, se encontraron a sólo dos millas de Goalpara y se detuvieron otra vez. También alrededor de aquella ciudad se combatía, y no sólo con fusiles, porque a intervalos se oía también tronar fuertemente a la artillería.

El cornac miró a Kammamuri, el cual parecía cada vez más preocupado, y le dijo:

—¿Sigo adelante?

El maharato no respondió. Miraba algunos pueblos que formaban como los arrabales de la gran ciudad y que ardían.

—Espero tu respuesta, mi príncipe —dijo el cornac—. ¿Habrá ahí gente que te pueda reconocer?

—Eso es justamente lo que quiero evitar. Soy demasiado conocido en Goalpara.

—Entonces corramos hacia Gahuati. Además, yo no puedo hacer avanzar a mi elefante hacia pueblos que arden; rehusaría obedecerme.

—Sin embargo, me gustaría saber qué sucede en Goalpara. ¿Es el pueblo el que se defiende? ¿Son los rajaputras de la rhani, quizá no todos corrompidos, los que hacen frente a los bandidos de Sindhia?

El cornac reflexionó un momento, acariciándose la corta barbita negra, y dijo:

—Si no puede ir el elefante, puedo ir yo. Si no me matan, dentro de tres horas, lo más tarde, estaré aquí, mi príncipe. También yo tengo verdadero afán por saber lo que pasa en Goalpara.

—Tendrás dos mohr.

—Eres demasiado generoso, mi príncipe —respondió el cornac.

Hizo echarse al elefante, se armó de pistolas y de carabina y se lanzó a través del juncal, mientras que del lado de la ciudad la fusilería arreciaba, acompañada siempre de cañonazos repetidos y estridentes.

Kammamuri, viendo alzarse a poca distancia una palma rodeada de las llamadas cañas de India, que alcanzan a veces tamaños de doscientos metros o más, y que sirven perfectamente para escalar los grandes árboles, después de recomendar a Timul que cuidase del paquidermo, trepó arriba, entre el tupido follaje, alcanzando las ramas superiores.

Estaba demasiado lejos la ciudad para distinguir cosa ninguna, y también porque densas nubes de humo, atravesadas por torbellinos de chispas, volaban en torno de los baluartes.

Debía de combatirse muy encarnizadamente alrededor de los pueblos que se quemaban, porque ni las carabinas ni los cañones indios callaban un solo momento.

—¡Bien me vendría el anteojo del señor Yáñez! —dijo el valiente maharato—. No veo sino humo y llamas.

—¿Quién vencerá? ¿Quiénes son los que resisten? ¿Los habitantes? ¡Hum!… Son demasiado cobardes para afrontar las hordas de Sindhia.

Bajó del árbol y se colocó al lado de Timul a esperar la vuelta del cornac.

Después de un rato se hizo esta pregunta:

—¿Y si lo matasen?

—Seguiremos nosotros, sahib —dijo Timul, que lo había oído—. Un rastreador tiene siempre algo de cornac. No se me haría difícil el guiar a este buen bicho.

—Prefiero que vuelva el guía. ¡Qué minutos más angustiosos!… ¿Qué pasará en la capital? ¿Habrán acudido súbitamente los montañeses de Sadhja a defender a su reinecita?

¡Ah señor Yáñez!… ¡Habéis esperado demasiado!… ¡Sindhia era más pillo y menos loco de lo que se creía y también mucho más rico que lo que se podía suponer! ¡Bah!… Esperemos…

Después de tres horas, bañado en sudor por la larga caminata, regresó el cornac junto al elefante, el cual, en cuanto oyó el paso del fiel conductor, se levantó rápidamente, manifestando su alegría con profundos barritos.

—¿Qué noticias? —exclamó Kammamuri, presa de extrema ansiedad—. ¿Malas?

—Goalpara está perdida para la rhani —respondió el cornac con voz angustiada—. Las hordas de Sindhia han tomado los baluartes, han incendiado los arrabales y ahora están entregadas al saqueo.

—Pero ¿quién defendía la ciudad?

—Una numerosa partida de montañeses, provistos de algunos cañones.

—¿Y han sido derrotados?

—Sí; pero después de causar gran mortandad entre los faquires y parias de Sindhia. Me han dicho que los alrededores de la ciudad están cubiertos de cadáveres y que son casi todos de parias, pues son los que están en mayor número entre los rebeldes.

—Vayamos ahora a la capital. No sigamos por el camino real, pues podríamos encontrar obstáculos. ¿Cuándo podremos llegar?

—La tirada es larga, mi príncipe, y las selvas por las que tenemos que pasar, bastante tupidas. No puedo contestarte. Sube con tu compañero y pongámonos en camino en seguida, porque podría propagarse el incendio también a este juncal y entonces ninguno de nosotros vería las pagodas de Gahuati.

El maharato y Timul treparon apresuradamente por la escala, tomando asiento en la litera, mientras que a lo lejos los montañeses disparaban los últimos cañonazos.

—Los bravos montañeses de Sadhja, que habían ayudado a la reinecita y al marajá, su esposo, a destronar al tirano del Assam, vencidos a su vez, huían, no sin combatir, ante las salvajes hordas sedientas de sangre y, sobre todo, ansiosas de riqueza. Pero tal vez se retiraban hacia la capital para intentar la última defensa, pues no eran hombres que cedieran tan fácilmente el campo.

El elefante, siempre incansable, había atravesado el gran juncal y se había metido entre bosques, bastante menos peligrosos por frecuentarlos menos las fieras.

Galopó hasta la puesta del sol, y después el cornac, que de ninguna manera quería apurar sus fuerzas, le hizo parar entre unos matorrales donde podía encontrar cuantas hojas quisiera para pastar.

—¡Bien me vendría el anteojo del señor Yáñez!

Fuese que ya se hubiesen alejado bastante de la carretera grande que conducía a la capital, fuese que las hordas de Sindhia se hubiesen detenido en Goalpara para saquearlas, no se oían ya ni tiros de fusil ni cañonazos.

Llegada la medianoche, el bravo proboscidio, ahíto de vegetales y animado con un par de libras de azúcar, reemprendía, siempre animoso, su carrera.

¿Cómo se las compondría el cornac para guiarse por aquellas tenebrosas selvas? ¡Quién sabe! ¿Tendría tal vez en su cerebro ese instinto maravilloso de orientación que tienen los pájaros viajeros?…

El caso es que jamás vacilaba y que lanzaba al enorme paquidermo por una línea muy bien trazada.

Empezaba a amanecer cuando las altas cúpulas de las pagodas de Gahuati aparecieron de improviso en el horizonte.

Kammamuri lanzó un grito:

—¡Por fin!…

Después aguzó el oído.

No se oían ni descargas de fusilería ni cañonazos. La capital parecía tranquilísima. El buen hombre respiró a sus anchas.

—Las bandas de Sindhia no han llegado aquí… ¿Podrá resistir el marajá hasta que llegue el Tigre? Esperémoslo.

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Encaminóse el elefante por el camino ancho; así que en menos de veinte minutos llegó delante de la puerta principal de la ciudad, defendida por sólidos baluartes y gran número de casamatas pertrechadas de piezas pequeñas de artillería.

Una veintena de montañeses, fáciles de reconocer por sus pintorescos trajes, guardaban la puerta. El jefe se había apresurado a salir al encuentro del elefante, acompañado de algunos hombres con las carabinas cargadas.

—Soy Kammamuri, el amigo del marajá —gritó el maharato en la litera—. ¿No me conocen, pues, ya los montañeses de Sadhja?

—Pasa, pasa, sahib —respondió el jefe—. Se te espera.

—¿Dónde está el marajá?

—En su bungalow, con la rhani y Tremal-Naik.

—¿No han llegado todavía las tropas de Sindhia?

—Todavía no, sahib; pero hemos sabido que Goalpara ha caído y que los nuestros están en retirada. Toda la población de la capital ha huido y aquí no disponemos más que de doscientos a trescientos hombres.

—¿Y los rajaputras?

—Han traicionado a la rhani para ir a engrosar las bandas de Sindhia. ¡Vaya, sahib!… Se te esperaba con impaciencia por todas las puertas.

—Corramos pronto.

El elefante atravesó el puente, pasó bajo la inmensa puerta y se lanzó en un galope corto por las despobladas y silenciosas calles de la capital.

Todos, hombres, mujeres y niños, habían huido, abandonando a su reina, temiendo tal vez las terribles represalias del exrajá.

Después de otros cinco minutos de carrera, el elefante paró delante del palacete, que vigilaba una mísera guardia compuesta apenas de seis montañeses.

Kammamuri bajó la escala de cuerda precipitadamente, dijo su nombre a voces e hizo irrupción como una bomba en el saloncillo en dónde Yáñez solía trabajar.

El portugués estaba allí sentado delante de un escritorio, tranquilo, sosegado al parecer y con el imprescindible cigarro entre los labios. Con él se hallaban también Tremal-Naik, el cazador de ratas y el gigantesco rajaputra, el único que le había permanecido fiel, de setecientos que eran.

—Te esperaba con impaciencia —dijo el marajá—. Has tardado mucho.

—He tenido que huir de no pocas traiciones, señor Yáñez, y es un verdadero milagro que aún esté vivo.

—Tus aventuras me las contarás más tarde. ¿Has pasado por Goalpara?

—Lo he evitado a tiempo. Todos los pueblos de alrededor estaban ardiendo y los montañeses estaban en retirada.

Yáñez se pasó una mano por la frente y luego dijo:

—Tenía la esperanza de que la noticia llegada hasta aquí no fuese exacta. Si tú me la confirmas, quiere decirse que la corona del Assam volverá de nuevo a Sindhia.

Se había levantado y puesto a pasear agitadamente por el saloncito, y tiró el cigarro por una ventana después de machacarlo con furia.

—¿Conque había huido? —dijo al cabo de un rato, parándose delante de Kammamuri.

—Y desde hace tiempo, sahib, con la ayuda de varios amigos.

—¿Y dónde ha encontrado tanta gente?

—No sabría deciros. Deben de haber sido los bracmanes, que nunca os han mirado con buenos ojos, porque no erais indio, quienes han preparado esta invasión. Se dice que ese loco tiene cerca de veinte mil hombres entre parias, fakires, bandidos, ladrones y estranguladores.

—¡Veinte mil! ¿Es posible?

—Os aseguro, señor Yáñez, que hay muchos, pero muchos, y todos armados de carabinas. Yo he visto trescientos o cuatrocientos mientras el tren atravesaba una gran selva al sur de Rangpur.

—¡Veinte mil! —repitió Yáñez—. ¿Entonces hacía ya mucho tiempo que los bracmanes trabajaban para preparar a Sindhia un ejército?

—Cierto, señor Yáñez; todos os han engañado, empezando por nuestros rajaputras, que se han pasado al enemigo.

—¡Sí, los viles! Todos, todos menos uno. ¡Y Sandokán que no podrá llegar antes de tres o cuatro semanas, y eso si no se lo impide el tiempo durante la travesía!… No suponía yo que la corona de mi mujer estuviera tan poco firme.

Miró a Tremal-Naik, el cual, sentado en una mecedora, fumaba silenciosamente su pipa.

—¿Qué hacer? —le dijo—. No tenemos más que tres mil hombres que oponer a los veinte mil de Sindhia y la partida mayor ha sido derrotada ya.

»Bien es verdad que el anciano Khampur se ha comprometido a mandar otros cinco mil; pero ¿llegarán a tiempo? No se reúnen tantos guerreros en dos ni en tres días en una región tan montañosa y con tan malas comunicaciones.

—Yo creo, desde luego, Yáñez que todos llegarán demasiado tarde —respondió Tremal-Naik—. Sindhia ha demostrado ser más hábil y más diligente que nosotros y te tomará la capital.

—¿Cuál? —dijo Yáñez—. Toda la población ha huido; por consiguiente, podré incendiar mi ciudad cuando me plazca y hacer que el exrajá recoja un montón de ceniza.

—Y nosotros retiramos a las montañas.

—No es posible. ¿Y Sandokán? Tendremos que esperarlo aquí.

—¿Quemándose todo?

—Siempre quedará la ciudad subterránea. ¿Quién nos encontrará? ¿No tenemos nosotros al cazador de ratas? Nos esconderemos en las inmensas galerías, en donde podremos esperar tranquilamente el final del incendio y también resistir largo tiempo en el caso de que intentaran asaltarnos. Lo que más me preocupa es lo de Sandokán Es absolutamente necesario que alguno salga para Calcuta, que lo espere, que le advierta el peligro y lo guíe a las cloacas.

—Señor Yáñez —dijo Kammamuri—, yo estoy dispuesto a volver a marchar, Deja que el elefante descanse medio día y después, suceda lo que suceda, volveré a Rangpur para tomar nuevamente el tren de Bengala. De la policía de aquella población tendré que guardarme muy bien. Si es necesario, por mayor prudencia, haremos galopar al elefante a lo largo de la línea hasta que tomemos el tren en la parada de algún pueblo grande.

—Eres un hombre de bien —le dijo Yáñez—. Ten cuidado con las traiciones, porque me parece que tú has escapado de la muerte por pura casualidad.

—Es la verdad, señor. Os lo contaré todo durante la comida.

—Entonces tú los esperas, y si ves mi capital destruida, los guías a las cloacas. Nosotros, si no podemos rechazar las hordas de Sindhia, como desde luego sucederá, no nos moveremos de las orillas del río negro.

—Una palabra, señor Yáñez.

—Y también dos; el enemigo está lejos todavía.

—¿Y el viejo paria y el joven indio? ¿Están aquí todavía?

—Huyeron también con los rajaputras. No teníamos ya hombres para vigilarlos y se aprovecharon para huir con la ayuda de aquellos mercenarios. Figúrate que se han escapado hasta nuestros cocineros.

—Unos envenenadores menos —respondió Tremal-Naik—. Yo ya no comía tranquilo.

En aquel momento la puerta se abrió y apareció Surama. Sus ojos, después de la muerte del magnetizador, se habían vuelto dulcísimos y profundos, y no presentaban ya ninguna alteración.

—¿Qué hay, pues, mi señor? —dijo, volviéndose a Yáñez.

—Pésimas noticias. El carro del Estado se desvencija por todos lados, y cuando lleguen los carpinteros, armados de carabinas a guisa de herramientas, será ya demasiado tarde.

—Pero ¿y Sandokán?

—Vendrá y, como has visto, ya ha respondido.

—¿Cuándo vendrá?

—He ahí lo más grave de la cuestión.

—¿Llegará él también demasiado tarde?

—Lo temo.

—¿Y nosotros vamos a quedamos aquí a esperar al odiado enemigo?

—No nos moveremos. Daremos una batalla terrible, y Sindhia pagará cara su victoria y no recogerá más que un montón de cenizas. Pero tú, con Soárez, te refugiarás en las montañas. Allí no tendrás nada que temer. Ninguno se atrevería a llegar a las manos con los guerreros del viejo Khampur.

—¿Pero dejarte, mi señor?

—Es preciso, Surama. Yo no sé lo que va a suceder aquí, y me urge el ponerte a salvo a ti y a nuestro hijo. De nuestro último parque he hecho traer tres elefantes, los únicos que ahora nos quedan, porque todos los demás, como sabes, se los han llevado nuestros enemigos… Te daré una escolta de veinte hombres, y cuando estés allí reunirás a todos los montañeses que puedas. Yo creo que la partida empeñada entre Sindhia y yo no ha acabado aún; pero si algún día vuelve a caer en mis manos, no lo volveré a mandar a un manicomio; lo ataré a la boca de un cañón y libraré para siempre a este desdichado país de un tirano.

Dos gruesas lágrimas habían asomado a los ojos negros y profundos de la reinecita.

—¡Dejarte! —dijo, con un sollozo.

—Lo debes hacer por nuestro hijo. Si vosotros dos cayeseis en las manos de aquel borracho, no os perdonaría.

—¿Y tú, mi señor?

—Yo soy un hombre —respondió Yáñez—. He desafiado cien y cien veces la muerte en los campos de batalla y, como ves, he podido vivir para llegar a ser tu marido. ¿Me obedecerás, no es cierto?

—Sí, mi señor; te obedeceré. Lo haré para poner a salvo a nuestro pequeño Soárez.

—Ahora ya tengo más tranquilo el corazón —dijo Yáñez—. ¡Ah!, qué pesada es una corona. Mejor lo pasaba cuando andaba por el mar… Me exponía a recibir algún buen cañonazo de los ingleses, pero estos locos han acabado conmigo.

Se disponía a encender un nuevo cigarrillo, cuando llamaron a la puerta.

—¡Adelante!… —gritó.

Al momento, un montañés, cubierto de polvo y de sudor, con los vestidos destrozados, puede que a cuchilladas, hizo irrupción en el saloncillo.

—Gran sahib —dijo a Yáñez—. Acabo de llegar ahora, después de reventar tres caballos.

—¿Y vienes?

—De Goalpara.

—¿Y te manda?

—El hijo de Khampur.

—La ciudad se ha perdido, ¿verdad? —dijo Yáñez con voz un tanto alterada.

—Ha sido imposible defenderla. Tenía Sindhia demasiados hombres y que no se detenían ni ante nuestras piezas de artillería.

—¿La han quemado?

—Los arrabales, sí.

—¿Y los habitantes?

—Pasados a cuchillo más de la mitad —respondió el montañés—. Un fugitivo nos ha contado que la sangre corría a torrentes por las calles de Goalpara.

—¿Ves, mi reinecita? —dijo Yáñez, volviéndose a Surama, que estaba palidísima—. ¿Ves con qué canalla tenemos que habérnoslas? ¿Y tú ibas a quedarte aquí con nuestro hijo? No podría batirme como un hombre valiente.

—Te creo, mi señor. Pero ¿y si mandásemos a nuestro hijo con los fieles montañeses y me quedase yo a tu lado?

—Querida —dijo Yáñez, con una sonrisa—. Aquí las mujeres servirían de estorbo, sin prestar ninguna ayuda a los combatientes. No; tú te irás.

Como tú quieras, mi señor. Has sido tú, con tu valor y con la ayuda de tus amigos de Mompracem, quien me has dado la corona del Assam y ahora tratas de que se sostenga siempre firme sobre mi cabeza. Soárez, la nodriza y yo partiremos.

—Bien, Surama. Es mejor, por otro lado, que el marajá se quede aquí. Ese canalla le tendrá más miedo que a la rhani.

Cogió del escritorio un papel con el sello real, pasó la vista por él y trazó luego una especie de rasgo, que imprimió fuertemente con la uña.

—Muy bien —dijo—. Si caemos, daremos todavía mucho que hacer a ese malvado Sindhia.

Después, volviéndose a Surama, le dijo dulcemente:

—Ve a hacer tus preparativos. Yo daré orden a los cornacs de que tengan dispuestos los elefantes. Entre las montañas ninguno de los rebeldes podrá alcanzarte.

Y añadió, murmurando a Kammamuri:

—Ve a descansar, o a comer, si tienes hambre. Después irás tú también y no saldrás de Calcuta hasta que desembarque Sandokán Los asuntos del Estado están terminados y podemos también nosotros comer un bocado, ¿verdad, Tremal-Naik?

—¡Si ya no hay cocineros!

—¿Y te crees tú que yo no sé guisar?

—Entonces, voy a ayudarte.

A las cinco o seis horas de esto, la rhani, con Soárez, la nodriza y una escolta de veinte hombres abandonaban la capital.

Poco después, Kammamuri y el joven Timul salían para Rangpur.