Rangpur es una de las más importantes ciudades de la Bengala septentrional; está bastante poblada, tanto de ingleses como de indios, y tiene un tráfico extraordinario, especialmente con el Assam, del que está a no mucha distancia.
Hay barrios que parecen europeos, atravesados por calles anchas y bien sombreadas, pero es una ciudad india, que abunda en pagodas y en monumentos antiguos de dimensiones colosales. Hay palacetes y bungalows, así como cabañas de indios que forman una pequeña «ciudad negra» semejante a la de Calcuta.
El tren debía parar cinco horas para esperar la carga que tenía que bajar de las regiones septentrionales, con lo cual los viajeros disponían de todo el tiempo necesario para comer y hasta para visitar la ciudad.
Kammamuri, saldada la cuenta con el cocinero del coche comedor, bastante elevada, aunque no hubiese hecho consumo más que de huevos, cerveza y cigarros, dejó el tren, seguido de Timul y del policeman, más tieso que nunca, pensando, tal vez, en las cien rupias prometidas.
Tomó uno de los muchos mail-cart que había a la salida de la estación, se hizo llevar a un conocido traficante en elefantes y eligió un hermosísimo merghee[15] de tamaño imponente, trompa bastante larga, patas altas, y menos robusto que los coomareah[16], pero más veloces.
El elefante iba a llevarlos directamente a la capital, pero la tirada era muy larga y los dos indios tuvieron que proveerse abundantemente de víveres. No dejaron también de hacerse de dos espléndidas carabinas inglesas, que, sin duda, les eran de más provecho que las pistolas que tenían, aunque estas fueran unas armas superiores.
Antes de marchar estuvieron en uno de los mejores hoteles, frecuentado sólo por ingleses o indios de altas castas, y se permitieron el lujo de un verdadero banquete, seguros de no coger ningún terrible cólico que se los llevara en pocos minutos al otro mundo, del que no se vuelve.
Fumaron un cigarro, vaciaron una botella de vino portugués, que llevaba la marca «Goa», y luego se encaminaron hacia la estación, cerca de la cual debía esperar el elefante. Encontraron, en efecto, a la bestia perfectamente equipada, guiada por un cornac, negro como un africano, aunque seguramente malabar, y se prepararon a trepar a la litera.
Justamente en aquel momento se presentó de improviso el policeman, que primero había desaparecido, seguido de otros cuatro policías.
—¡Deteneos!… —gritó.
—¿A quién detenéis? —exclamó Kammamuri, haciendo un gesto de impaciencia—. ¿Venís a reclamar las rupias que os he prometido? Estoy dispuesto a dároslas.
—No se trata de eso ahora, alteza.
—¿Es que habrá prohibido el gobernador de Bengala que salgan los elefantes de Rangpur?
—Tampoco.
—Pues explicaos de una vez. Empezáis a poneros atrozmente fastidioso, señor mío. Ya estamos hartos de vuestra compañía.
Sacó la cartera y cogió un billete de cien rupias.
—Tomad y dejadnos tranquilos —dijo con acritud—. No tenemos ya necesidad de vuestros servicios.
—No puedo, con gran sentimiento por mi parte, dejaros marchar —dijo el policeman, pero se guardó rápidamente en el bolsillo el premio prometido.
—¿Y por qué? —dijo Kammamuri, apretando los dientes y cruzando los brazos.
—Porque todavía no se han descubierto los asesinos de aquel desdichado mestizo.
—¿Y qué tenemos nosotros que ver con este misterioso asunto? Ya habéis visto nuestros documentos; sabéis que somos príncipes que viajamos, ¿y queréis detenemos mientras en nuestra patria se está desencadenando una tremenda insurrección?
—Yo no he oído hablar de eso —respondió el policía—. Por el contrario, parece que todo está en paz más allá de la frontera.
—¿Y adónde iban todos aquellos bandidos perfectamente armados? No dormíais, porque estabais en la otra galería.
—Ya os he dicho que yo nunca me he ocupado de la política. Que el Assam pase al dominio de otro rajá, que pase al de otra rhani, a mí poco me importa.
—Pero en resumen, ¿qué queréis de nosotros? —dijo Kammamuri gritando y levantando los puños.
—Impediros salir hasta que se haya descubierto a los asesinos del half cat.
—Entonces, ¿sospecháis de nosotros?
—Sospechar precisamente no, porque no tengo ninguna prueba, y además no quisiera suscitar complicaciones con vuestro país.
—¿Y nos detenéis?
—No; iréis a un hotel y permaneceréis allí libres de comer, de beber y de pasearos en coche, y hasta no se os impedirá el hacer alguna batida por los alrededores para probar vuestras carabinas nuevas. Hay no lejos de aquí bosques y juncales en los que se encuentra caza mayor.
—¿Estáis loco? —dijo Kammamuri—. Mañana por la noche tenemos que estar forzosamente en Gahuati con la rhani. ¿Habéis entendido? Si queréis acompañarnos, veníos también.
—Tengo órdenes terminantes de no dejaros salir por ahora.
—¿Ordenes de quién?
—Del inspector de policía de Rangpur.
—¿Habrá sido comprado, acaso a rupias o mohr contantes y sonantes por el exrajá del Assam, por ese bribonazo de Sindhia?
—Tened cuidado con lo que habláis. No se insulta a un funcionario inglés.
—Somos príncipes assamitas y volveremos a nuestra casa.
—No, alteza; ahora no.
—Mirad que estáis abusando demasiado de vuestra medalla de policeman.
—Yo no hago más que cumplir con mi deber —respondió el policía con voz firme.
—¿Y si me sublevase?
—Somos cinco y no dudaríamos en poneros esposas en las muñecas.
—¿A nosotros, príncipes extranjeros?
Una sonrisa casi de desprecio asomó a los labios del policía.
—Su graciosa Majestad la reina Victoria es emperatriz de las Indias y os tolera solamente, señores príncipes. Si quisiera, sólo en un par de meses no quedaría un solo Estado independiente en esta inmensa península.
—No corráis tanto, señor policía; las insurrecciones de mil ochocientos cuarenta y seis y de mil ochocientos cincuenta y siete os han demostrado de qué esfuerzos serían capaces los indios si se pusieran de acuerdo.
—¡Bah! Una tercera insurrección no habrá.
—Ahora parece que entendéis de política —dijo Kammamuri, con tono irónico.
—No, alteza; no me ocupo más que de los ladrones y de los asesinos, ya os lo he dicho.
—¡Vaya, acaba!
—Yo ya he acabado; seguidme.
—¿Y el elefante?
—Os esperará aquí, y si el inspector os da permiso, nadie os impedirá seguir vuestro viaje. Y, sin embargo, de ser vosotros, me quedaría en Rangpur.
—¿Por qué?
—Se dice que en el Assam ha estallado la insurrección con una violencia inaudita y que el marajá no tiene tropas bastantes para dominarla.
—Pues más razón para volar en ayuda de mis parientes —respondió Kammamuri.
—Para haceros matar en seguida.
—Ni yo ni mi compañero somos hombres que temamos a la muerte, sabedlo, señor policía. Y ahora llevadme a ese inspector, que no tenemos tiempo que perder.
—No tenéis que andar más que unos pasos, porque está aquí, en la oficina de policía de la estación.
—Podíais habérmelo dicho primero y nos hubiéramos evitado tanta charla.
—Yo tengo que cumplir con mi deber.
—Bueno, ya lo sabemos.
Dio orden al cornac de no moverse y después siguió con Timul a los cinco policías, los cuales los introdujeron en una modesta salita situada bastante cerca de la oficina del jefe de estación.
Un señor de unos cincuenta años, con grandísimas patillas rubicundas que ya empezaban a desteñirse, todo vestido de blanco, estaba sentado delante de un escritorio, leyendo un periódico.
Al ver entrar a los dos indios dejó el periódico, hizo un ligero saludo con la cabeza y se puso a observarlos con extrema atención. El policeman, entretanto, había traído dos sillas.
—Vosotros afirmáis que sois príncipes assamitas, ¿verdad? —dijo por fin el inspector—. ¿Tenéis documentos que lo prueben?
—Sí; traemos los sellos de la rhani y también los del marajá —respondió Kammamuri, sacando de su abultada cartera dos cartas y poniéndolas sobre el escritorio—. Miradlas, señor.
El inspector cogió los documentos y los leyó con atención, examinando especialmente los sellos.
—¿No los habéis robado a alguien? —dijo al cabo de un rato el inspector, clavando sus ojos grises en Kammamuri.
—¿Qué queréis decir, señor? —dijo el maharato, que ya no podía más.
—Me parece que he hablado claro.
—¿Y robado a quién?
—En el tren que viajabais ha sido asesinado un mestizo de elevada condición, a lo que parece, y su cadáver no ha aparecido.
—¿Y qué?
—Que se sospecha de vosotros.
—¡De nosotros! ¿Y por qué, señor inspector?
—Pues porque podría tratarse de alguna venganza política.
Y como se ha cometido el asesinato en territorio inglés, tenemos que intervenir en este asunto, que ha impresionado a los viajeros.
—¿Y qué más? —dijo Kammamuri, que medía y pesaba sus palabras.
—Que es nuestro deber trataros como a gente sospechosa.
—¿A pesar de nuestros documentos, firmados por una rhani y un marajá?
—Podéis haberlos robado.
—¿A quién?
—A aquel half cat.
—Si era un half cat, no podía ser pariente de la rhani ni del marajá, señor mío. Hay gente de esa en Calcuta o en otras ciudades, pero en nuestro reino no se encuentran.
—No sé qué contestaros —dijo el inspector, alargando los brazos—. Pero no puedo dejaros marchar hasta que se haya encontrado el cadáver del asesinado.
—Supongo entonces que detendréis a todos los viajeros —Todos son ingleses.
—Vamos, personas no sospechosas, porque tienen la cara blanca y adoran al leopardo inglés. ¿De modo que nos mandaréis a una oscura cárcel?
—¡Oh, no, señor mío! Podéis ser realmente hombres de bien, y además príncipes, y no me atrevería a tanto. En el hotel Bristol, por ejemplo, se come bien y se bebe mejor. Tendréis fondos, supongo.
—Tenemos rupias para tirarlas a puñados por la ventana —respondió Kammamuri—. Pero os advierto que el hotel hará mal negocio con nosotros, porque no comemos más que huevos, y hervidos a nuestra vista.
—No os creo.
—Señor policía —dijo Kammamuri, volviéndose hacia la sanguijuela que le había gastado más de ciento veinte rupias en comidas y cenas—. Abrid el pico de una vez.
—No puedo negarlo —respondió el policía—. Huevos, siempre huevos. Son muy raros estos príncipes assamitas.
—Sin embargo, si venís con nosotros a Gahuati os haré ver cómo trabajan los cocineros de la corte. Los huevos nos sirven entonces para romperlos encima a los que nos fastidian —luego, volviéndose al inspector, le dijo—: ¿Qué hago con el elefante que he ajustado en cinco buenos mohr?
—Devolvedlo por ahora a su propietario. Ya habéis pagado y el cornac estará siempre dispuesto a marchar.
—¿Y así es cómo la policía inglesa trata a los príncipes extranjeros?
—¿Qué queréis que yo le haga? Tengo que cumplir con mi deber.
—Si mañana tuvierais ese capricho, nos haríais ahorcar a los dos, seguro de que el Assam, demasiado débil, no os iba a hacer la guerra.
—No exageréis, señor. Como os he dicho, os mando a un hotel y no a una cárcel.
—Sois los más fuertes y tengo que acceder —respondió Kammamuri, que sentía por dentro un deseo furioso de echar mano de la pistola—. ¿Dónde está ese hotel?
—A pocos pasos de la estación. Ship os llevará.
—¿Ship es el célebre policeman? —dijo el maharato con voz airada—. Buen agente, señor inspector, que cobra caro.
—¿Qué decís?
—Hace poco que se ha guardado buenas rupias mías.
—Son los gajes del oficio —dijo el inspector, encogiéndose de hombros—. ¿Cómo iban a poder vivir estos hombres con su modestísima paga?
—Vosotros, los ingleses, tenéis siempre razón. Sois los más fuertes y abusáis, ¡y cómo abusáis!… Sabed, sin embargo, señores, que nosotros los indios no somos ovejas que se dejan siempre esquilar.
—Yo no soy el virrey de la India —respondió el inspector—. No soy más que un modesto funcionario que cumple su deber y nada más. Ship, acompaña a los señores al hotel y no los dejes. Del elefante me ocuparé yo.
El maharato tuvo por un momento la idea de sacar las dos pistolas y empeñarse en una batalla furiosa; pero, pensando que en Rangpur había más policías y también cipayos, puso freno a su cólera, siempre dispuesta a estallar.
—Señor Ship —dijo, volviéndose al policía, que lo miraba impasible—. ¿Queréis llevarnos a ese famoso hotel? Pero os advierto que no os daré una sola rupia más.
—Estoy a vuestras órdenes —respondió el policía, con una extraña sonrisa.
—Vayamos, Timul; proseguiremos la caza de huevos.
—Un momento, señores —dijo el inspector—. ¿Tendríais miedo de ser envenenados y por eso no coméis algo más apetitoso?
—Señor mío —dijo Kammamuri—, a la rhani, mi cercana pariente, asesinos misteriosos le han privado en un mes de los preciosos servicios de dos de sus ministros.
—¿Los mataría algún estrangulador?
—Los mataron con el veneno del bis cobra.
—Tendrían una muerte fulminante —dijo el inglés, haciendo un gesto de espanto—. ¡El veneno del bis cobra! ¡Oh! Nadie lo resiste y no se conoce ningún antídoto para él.
—Los encontramos retorcidos y con los labios cubiertos de espuma sanguinolenta.
—¿Y no se ha descubierto a los asesinos?
—No, y probablemente no se les descubrirá.
—¿Pero, qué policía tiene la rhani?
—Kammamuri se encogió de hombros.
—Si hubiera estado yo…
—Con el señor Ship —dijo el maharato con ironía— esos delitos no hubiesen tenido lugar. ¿Verdad, señor?
—Puede que no.
—No conocéis la pillería de algunos indios.
—Nos dan también vuestros compatriotas mucho que hacer a nosotros.
—Cuando vuelva a Gahuati, creedme, os propondré a la rhani para jefe de policía.
—De este asunto se podrá volver a hablar —dijo el inspector—. Si en la corte de la rhani se hace mucho uso del terrible veneno del bis cobra, será un poco difícil que alguien acepte un puesto tan peligroso. Lo pensaré.
Se levantó para dar a entender que el interrogatorio se había terminado e hizo a los indios un amable saludo. Estaba ya convencido de habérselas con dos príncipes auténticos. No lo estaba en cambio el terrible Ship, el policeman que se obstinaba en creerlos dos vulgares asesinos, dispuestos siempre a desvalijar a cualquier viajero para arrojar luego el cuerpo del desgraciado al juncal que atravesara el tren. Kammamuri y Timul, guiados por el policía, más ceremonioso que nunca, llegaron en unos minutos al hotel Bristol, el cual se encontraba a pocos pasos de la estación y tenía fama de ser uno de los mejores de Rangpur.
Pidieron un cuarto con dos camas y encargaron al punto huevos y cerveza en botellas lacradas.
Pero detrás del mozo que llevaba aquella mezquina comida se presentó, precipitándose en la habitación, el director del hotel, un irlandés rojo y gordo, que se puso a chillar con voz atiplada de eunuco:
—¿Pero no habéis estado nunca en una fonda respetable? ¡Huevos y cerveza! ¡Son cosas que apenas si se sirven en las tabernas de ínfima clase!
—Ah, ¿sí? —exclamó Kammamuri, que tenía unas ganas tremendas de hacer alguna de las suyas.
—¡Huevos! En los cinco años que hace que estoy en el hotel Bristol no se ha servido nunca una cosa tan miserable.
—¿Y quién os impide, mi buen señor, el haceros pagar una rupia por cada huevo? ¿Creéis que los príncipes assamitas viajan sin recursos? Mi cartera contiene una pequeña fortuna.
—Perdonad, alteza —dijo el pobre hombre, confuso.
—Se dice —continuó Kammamuri— que esta célebre fonda tiene guardados en sus bodegas vinos de gran fama.
—Champaña, alteza.
—¿El célebre vino francés? Pues traedme diez o doce botellas.
—Son demasiadas; os emborracharéis atrozmente.
—¿Quiénes? ¿Nosotros? ¡Bah! ¡Cómo no sean los ratones de vuestra fonda los que se alegren esta noche!…
Como el director parecía dudoso, Ship, el policía, le hizo una seña, y cinco minutos después estaban alineadas sobre la mesa doce botellas de champaña, que no sería más, probablemente, que sidra de Normandía, y que, sin embargo, valía una libra esterlina cada una.
—Perfectamente —dijo Kammamuri, despachando su quinto huevo y su cuarto vaso de cerveza, bastante amarga.
Se levantó, sacó de la cintura las dos pistolas y disparó contra las pobres botellas, haciéndolas añicos.
El director y el mozo, asustados, escaparon chillando, mientras el champaña, espumeando y dando estampidos, regaba el suelo del cuarto. Mister Ship no se había creído en el caso de intervenir; si eran realmente príncipes aquellos indios, podían pagarse esos costosos caprichos.
Pero apenas había acabado de correr el vino, cuando el director del hotel se precipitó en la habitación, seguido de cuatro mozos armados de pistolas.
—¡La cuenta! —gritó.
—Dádmela —respondió enojado Kammamuri, comiendo otro huevo—. Sois honrado para nosotros. Los otros os llamarían ladrón, pero nosotros somos príncipes, y esa gente gorda no para todos los días en vuestro famoso hotel. Ahí van cien rupias. Dad el resto al cocinero, pero decidle que no sabe cocer bien los huevos. Estos están más duros que piedras.
—Vigilaré yo mientras hiervan, alteza —dijo el director, embolsándose rápidamente los billetes de Banco.
—No hará falta. Si nos quedamos algunos días más, mi compañero se ocupará de los huevos. ¡Oh! Aunque príncipe, es un notable cocinero. Le divierte.
—La cocina está a su disposición.
—Bastará una cacerola o una olla. No repararemos en que sea de barro.
—¿Más champaña para mañana? —dijo presurosamente el director—. Es un vino muy famoso y que no se encuentra siempre, pero yo buscaría en las otras fondas.
—Hemos bebido bastante —dijo Kammamuri, riendo—. No os incomodéis. Si me viene el capricho de disparar las pistolas, traedme más bien un tigre.
—¡Bromeáis, alteza!
—No acostumbro.
—No comprendo semejante locura, os lo aseguro.
—Ahora dejad en paz ese célebre vino que no sé de qué país viene.
—De Francia, alteza, de Francia. Una gran nación.
—No sé de dónde viene ni me importa saberlo. Ahora os ruego que nos dejéis tranquilos y que mandéis una buena comida al cornac que está cerca de la estación, siempre a nuestras órdenes.
—Os aseguro, alteza, que nunca habrá comido tan bien desde el día en que haya abierto los ojos a la luz del sol.
—Está bien, andad.
El director y los mozos salieron, pero el terrible Ship se quedó.
—¿Y vos, no vais a comer? —le dijo Kammamuri, mirándole de reojo—. Con nuestras cien rupias ya podéis regalaros con un festín, señor policía.
—No debo dejaros —respondió este.
—¿Tampoco cuando nos acostemos?
—Tampoco, alteza; tengo órdenes precisas.
—Vos tenéis siempre órdenes precisas.
—El deber…
—¡Que los cateri os lleven por las montañas del Tibet para que os despeñéis por cualquier abismo!
—Nunca he tenido miedo de vuestros gigantes indios, y así es que me quedo perfectamente tranquilo.
—Pues os advierto que no os daremos ni un huevo ni un vaso de cerveza.
—Yo pediré lo que quiera.
—¡Así acabasen de una vez contigo los estranguladores!
—No se atreven a atacar a la policía inglesa.
El maharato, bastante más fuerte que el policeman, aunque más viejo, tuvo por un momento la tentación de agarrarlo y reventarlo, tirándolo por la ventana, lo cual se le hubiera hecho ciertamente fácil aun sin la ayuda de su compañero, pero se refrenó de pronto, pensando en las consecuencias que ese acto hubiese traído.
—¡Bah! —murmuró—. ¡Aquí tengo siempre los famosos cigarros del bracmán!
Dio dos o tres vueltas sobre sí mismo, se comió otro huevo, masticándolo con rabia, empujó una mecedora al ancho balcón del cuarto y se puso a fumar.
Timul lo imitó, quedando así libre el policía de encargarse un modesto trozo de carne asada con las inevitables patatas, que el buen hombre despachó en pie, con dos o tres panecillos con mantequilla y el poco champaña que había quedado en las botellas destrozadas por el terrible servidor de Tremal-Naik.
El sol se puso, pero no llegó ninguna orden del inspector. Esperaba también aquel otro buen hombre a que se hubiese encontrado el cadáver del mestizo para sacar de ahí quién sabe qué consecuencias y qué nuevos motivos para detener a los dos príncipes.
Kammamuri, más furioso que nunca, llamó al director para preguntarle si el elefante seguía cerca de la estación y si el cornac había comido, y al contestarle afirmativamente, volvió a entrar en el cuarto algo más tranquilo.
No hay que decir que mister Ship estaba allí y se mecía en una mecedora de bambú, fumando una pipa que nada tenía de perfumada.
—Me parece que hacéis demasiado lo que os da la gana —le dijo el maharato—. Fumáis un tabaco que no puedo aguantar.
—No lo tengo mejor, alteza, a lo menos por el momento. Y, además, los cigarros cuestan demasiado caros.
—Muy avaros sois, señor Ship.
—El Gobierno no nos paga con mucha esplendidez. Gracias, si queremos presentamos siempre dignamente, que nos alcance nuestro sueldo. Raro es el mes en que consigo ahorrar una libra esterlina para mi viejecita.
—Pero alguna vez ya os cae también vuestro buen centenar de rupias.
—Tales combinaciones son raras, alteza.
—Tirad esa pipa apestosa y tomad uno de mis londres.
—Sois demasiado amable, alteza.
Kammamuri le puso casi delante de las narices la petaca del bracmán, invitándole a coger con libertad más de uno.
—Podéis beber también una botella de cerveza para que nos dejéis tranquilos.
—No os molestaré, os lo prometo.
—El policeman encendió uno de los tres cigarros que había cogido, se echó en una poltrona con una pierna sobre otra y se envolvió en una nube de humo perfumado, prometiéndose más tarde remojarse el gaznate.
Kammamuri y su compañero volvieron al balcón, mirando distraídamente a las pocas personas que pasaban por delante del hotel, pues era ya bastante tarde.
Ambos parecían bastante inquietos y preocupados. De cuando en cuando se levantaban para echar un vistazo dentro del cuarto, que estaba sumido en la oscuridad, pues ninguno había pensado en encender la lámpara.
—¿Se habrá dormido ya, sahib? —dijo Timul—. No oigo ya el crujido de la poltrona.
—Podemos ir a ver. Esos cigarros estaban cargados de opio —respondió Kammamuri—. Ni un chino podría resistirlos.
—Y nos estaban destinados. ¿Con qué intención?
—Con la de que diesen cuenta de nosotros o la de asesinarnos durante el sueño.
—Entonces, sahib, ya no puedo estar tranquilo.
Volvieron a entrar, andando de puntillas, y de repente oyeron roncar.
—Ya duerme —dijo Kammamuri—. Enciende la lámpara.
Timul había apenas obedecido, cuando oyeron unos golpes a la puerta.
—¿Quién va? —preguntó el maharato, con fuerte voz—. ¿No se puede dormir en esta fonda?
—Soy el encargado del hotel, alteza.
—¿Y qué queréis?
—Venía a preguntaros si necesitabais más huevos y más cerveza. He encontrado también tres botellas más de champaña.
—Bebedlas a mi salud y los huevos los haréis cocer mañana por la mañana.
—¿Y el policeman no cena?
—Duerme como un tronco, echado en una poltrona, y no me atrevo a despertarlo. No os preocupéis, por otra parte, de este hombre; por economía no come más que una vez cada veinticuatro horas. Ahora podéis iros y cerrar también el hotel si tenéis sueño.
—Eso haremos en seguida, alteza, porque esta noche no tenemos gente. El negocio va mal para el amo.
—Ve a contar lo demás al portero. Nosotros tenemos sueño.
—Descansad, alteza; si necesitáis alguna cosa, tocad la campanilla.
—Sí; mañana por la mañana.
Kammamuri esperó a que el encargado del hotel bajase las escaleras y después se acercó al policía.
El pobre hombre se había desvanecido sobre la ancha poltrona y estaba tan pálido que podía temerse estuviera muerto.
En su mano crispada tenía todavía un pedazo del cigarro que no había podido acabar.
—Sahib —dijo Timul—, ¿se habrá muerto? Mira qué mal aspecto tiene.
—Podría darse el caso que además del opio aquel canalla de bracmán hubiese puesto algún otro veneno más activo —respondió el maharato.
—¿Algo de baba del bis cobra?
Kammamuri abrió los labios al policeman y miró dentro de la boca.
—No veo la espuma sanguinolenta —dijo—. No; el cigarro no debía de contener más que una dosis fortísima de opio, que este encarnizado fumador se ha zampado sin siquiera notarlo. Quién sabe qué visiones habrá en este momento en su cerebro y pasarán por delante de su vista. Puede que se vea virrey de la India. Dejémosle dormir.
—¿Y nosotros?
—Escapemos.
—¡Si están ya cerradas las puertas!
—¿No hay allí un balcón?
—Un poco alto está, sahib.
—Aquí hay sábanas, que iremos añadiendo y que nos permitirán bajar tranquilamente. Asegúrate de si está todo oscuro por arriba y por debajo de nosotros.
—Ya he mirado, sahib. En este hotel tan celebrado por el inspector se duerme pronto por falta de movimiento.
—Ea, no perdamos tiempo.
Anudaron las cuatro sábanas de las camas, las sujetaron a los hierros del balcón y, después de cerciorarse de que ningún transeúnte pasaba, bajaron rápidamente.
Pero antes el maharato, procediendo siempre con honradez, dejó dos flamantes libras esterlinas sobre una mesa bien a la vista. Apenas pusieron pie en tierra, se lanzaron, con los cañones de las pistolas en alto, hacia la estación, seguros de encontrar al elefante. No se habían engañados. El bueno del cornac roncaba al lado de su gigantesco compañero, sólo a doscientos metros de la oficina del inspector. Había recibido orden de no moverse y cumplía fielmente la orden recibida.
—Ea, que nos vamos —le dijo Kammamuri, sacudiéndole con violencia.
—¡Ah, eres tú, sahib, el príncipe que ha alquilado el elefante! —dijo el conductor, poniéndose en pie rápidamente—. Dispuesto estoy a llevaros al Assam.
—Levanta al elefante.
El cornac silbó ligeramente y la enorme masa se levantó, moviendo alegremente la trompa. El bicho, acostumbrado a largas caminatas, debía de estar cansado de aquel inacostumbrado reposo. Kammamuri y Timul iban a trepar por la escala, cuando un hombre se lanzó hacia ellos, gritando:
—¡Parad!…
—¡Uf!… ¡Otro policía!… Afortunadamente, no es mister Ship.
Y con un salto de tigre se arrojó sobre el policía, que había cometido la imprudencia de no cargar su pistola, lo agarró en un momento y lo lanzó con los pies por alto.
—Sahib, ¡qué puños! —dijo el cornac, que, como todos los de su raza, odiaba a muerte a los ingleses—. Si no lo habéis matado, le habrá faltado poco.
—Lanza al elefante —dijo Kammamuri, trepando por la escala de cuerda y metiéndose en la litera.
Timul le había precedido y había cargado las dos carabinas que compraron el día anterior y habían confiado al conductor, junto con las municiones y los víveres.
—No acuden —le dijo Kammamuri—. Está cerca otro tren, y ninguno de los empleados ha tenido tiempo de darse cuenta de nada. El inspector debe de tener que hacer. ¡Huyamos!…
El elefante, a un ligero silbido del cornac, acompañado de un aguijonazo, extendió su trompa y se lanzó a través de las tinieblas, barritando alegremente.
El buen animal estaba harto de tanto descanso.