La noche era oscura; faltaban las estrellas y también la luna, y había en lo alto muchos vapores que emanaban de los grandes juncales, siempre húmedos.
También la mayor parte de las luces estaban, o muy rebajadas, o apagadas completamente.
Los dos indios atravesaron la primera galería y pasaron la segunda y después la tercera. Iban a saltar a la cuarta, cuando un cipayo cayó casi delante de ellos, por haber dado el salto en sentido inverso.
—¡El es! —dijo al punto Timul.
Kammamuri, sin perder un instante, lo apretó fuertemente por el cuello, impidiéndole lanzar un grito, y cuando creyó que ya eso le sería imposible, se lo echó a las espaldas y, ayudado por el rastreador, volvió a recorrer el camino hecho, refugiándose en su departamento.
Nadie lo había visto, porque todos los viajeros descansaban, y lo mismo el personal del tren, fiándose de la habilidad del maquinista y del fogonero, y así no tenía que temer ninguna sorpresa.
Pero Timul anduvo listo en cerrar la puerta y bajar los tupidos estores.
Kammamuri echó al mestizo sobre una banqueta y sólo entonces se dio cuenta de que había apretado demasiado la mano; el half cat no daba señales de vida.
—¿Lo has matado, sahib? —dijo Timul.
—¿Será posible que mis manos sean tan fuertes que haya matado yo a un hombre así de golpe? ¿No se habrá envenenado más bien mientras lo transportaba aquí?
—Podría ser, sahib. Hay venenos que matan en el acto al hombre más robusto.
—¿Y es el mismo?
—Sí, el half cat. Aun vestido de cipayo, es fácil reconocerlo.
—Ábrele la boca.
El joven sacó del bolsillo una navaja de resorte, le abrió la boca y le forzó los dientes, que tenía fuertemente encajados.
De repente una bocanada de baba sanguínea, que echaba un olor fortísimo, cayó delante de los dos indios, manchando la alfombra.
—¿Qué te había dicho? —dijo Kammamuri a Timul, que había dado un paso atrás tapándose las narices—. No he sido yo quien ha matado a este hombre; se ha suicidado, para no confesar nada, mientras lo transportaba a través de las galerías.
—¿De qué manera? La cosa parece imposible, sahib.
—Menos de lo que te crees —respondió el maharato, que se había apoderado de un anillo de oro que el mestizo llevaba en el dedo corazón de la mano izquierda. Aquí hay un agujero que exhala el mismísimo olor que la baba sanguinolenta. Aquí dentro estaba el veneno, y lo ha chupado.
—Sahib, tenemos que habérnoslas con bribones muy astutos.
—¿Ahora te das cuenta?
—¿Qué hacemos con este hombre? De un momento a otro podemos llegar a una estación y nos detendrían.
—Hay tiempo; espera primero a que me apodere de todos sus papeles y también de su cartera, porque los tigres comen carne, pero no billetes de Banco ni cheques. Ayúdame.
Todos los bolsillos del muerto fueron vaciados, pero no encontraron más que un escrito; los valores debió de dejarlos en su departamento.
—Después veremos, pero desembaracémonos primero de este hombre.
Lo cogieron uno por los hombros y otro por las piernas y salieron a la galería.
El tren había pasado ya la maleza y jadeaba con un ruido endiablado a través del juncal espesísimo que los audaces constructores de la línea férrea habían desmontado a pesar de los ataques de los tigres y de los leopardos.
Miraron en torno suyo, y no viendo a nadie, los dos indios dieron un fuerte empujón al mestizo, que fue a caer al otro lado del foso.
—Son unos bribones muy astutos, pero también nosotros tenemos mucha suerte —dijo el maharato—. Ahora espero volver a ver a la rhani y al señor Yáñez. Hace poco, lo ponía muy en duda, te lo aseguro.
Volvieron al departamento, bajaron las cortinas, avivaron la luz y miraron el billete hallado en un bolsillo del muerto.
Era un cartoncillo azul en el cual estaban escritas algunas líneas que Kammamuri, tras largo examen, llegó a descifrar: «Seguirlos dondequiera que vayan y despacharlos antes que vuelvan al Assam».
Debajo, por firma, había un pequeño borrón hecho con tinta roja en vez de negra.
—Tal vez me equivoque; pero, sin embargo, creo que las traiciones vencerán nuestro valor y nos veremos obligados a hacer nuestros equipajes para no volver a ver el Assam.
—Sahib, ¿habrá en el tren algún otro espía?
—¿El mestizo estaba solo?
—Sí, solo.
—Entonces respiro. Todavía estaremos en guardia, y hasta que estemos en Gahuati, o por lo menos en Goalpara, no comeremos más que huevos cocidos y beberemos de botellas lacradas. No me fío ya ni de los cocineros del vagón comedor. Adelgazaremos un poco, pero no importa.
—¿Se descubrirá en la primera estación la desaparición del mestizo?
—¿Qué se nos da? No hemos cogido su equipaje ni sus valores. Y luego nos creen todos realmente príncipes auténticos, y ninguno vendrá a importunamos, para no tener después cuestiones con el marajá o con la rhani.
—¿Has entendido, querido Timul? —dijo Kammamuri, releyendo el billete—. Se mandaba a aquel pillo que acabase con nosotros antes que pudiéramos volver al Assam.
—¿Pero cuántos espías tiene ese Sindhia?
—¡Quién sabe! Muchos, seguro, y muy hábiles.
—Bien, podemos alegrarnos de estar vivos. Ya en la estación había tratado de envenenarnos por todos los medios con cigarros y con botellas. No me duelo de su muerte. Tendrá la rhani un formidable enemigo menos.
—¡Por vida del diablo!… ¡Quién iba a suponer que aquel borrachín de Sindhia sería tan poderoso en tan poco tiempo! Al principio no me preocupaban sus parias, sus fakires o bracmanes, aunque sean falsificados, pero ahora empiezo a estar alarmado. Y después, ninguno aquí nos ha visto en nuestra operación. Tengo una perfecta tranquilidad de espíritu.
En aquel momento, el tren empezó a silbar furiosamente y después a moderar su marcha. Kammamuri se precipitó a las galerías y descubrió de repente, a no mucha distancia, luces de varios colores.
—Ya estamos en Baraset —dijo a Timul, que le preguntaba con cierta desconfianza—. ¡Qué carrera ha hecho el tren! Llega con media hora de anticipación.
Todos los empleados del tren habían saltado a los frenos y los hacían girar rápidamente. En los coches volvieron a encenderse las lámparas. El monstruo de hierro recorrió todavía casi medio kilómetro, y por fin se detuvo bajo la ancha techumbre de la estación de Baraset.
Eran las tres de la madrugada y, aunque débilmente, el cielo empezaba a clarear, haciendo palidecer las estrellas que se descubrían entre los jirones de vapores.
Todos los viajeros, sabiendo que allí se haría una parada de un par de horas para que la máquina completase sus provisiones de agua y de carbón, habían dejado sus improvisados lechos para fumarse durante la espera algún cigarro o llegarse al coche comedor a beber algún trago de ginebra o de whisky.
Los empleados corrían de aquí para allá, seguidos de algún guardia de policía, dando órdenes, mientras que muchachos adormilados se acercaban para vender a los viajeros naranjas de tamaño inverosímil, plátanos, mangos de pulpa amarilla dorada, de un sabor aromático exquisito, y dulces preparados por las mujeres indias y que son excelentes, aunque saben demasiado a piña.
—No compraremos nada a ninguno —dijo Kammamuri a su compañero—. No puede uno fiarse.
—¡Oh, no, sahib! Tengo demasiado miedo. Ahora yo tampoco veo más que envenenadores por todas partes.
—Ve a encargar, en vez de otra cosa, veinticuatro huevos cocidos y cerveza. Mira bien que las botellas estén lacradas, y escógelas tú mismo en las cajas. ¡Ah! Se han dado cuenta.
—¿De qué, amo?
—De la misteriosa desaparición del cipayo —respondió Kammamuri.
La galería del coche que había tomado el mestizo estaba ocupada por empleados que parecían presa de viva agitación.
Entre ellos se encontraban también agentes de policía, los cuales examinaban la maleta de cuero amarillo del viajero tan misteriosamente desaparecido.
Los agentes pasaron a los coches, interrogando diligentemente a los viajeros, pero sin resultado alguno, pues a la hora en que el hecho había ocurrido, dormían todos profundamente.
Un policeman llegó por fin a la galería ocupada por los dos indios, y, mirándolos algo torcidamente, les preguntó con voz áspera y airada:
—¿Cómo ocupáis un departamento de primera clase vosotros solos?
—Para viajar con más comodidad —respondió Kammamuri con tranquilidad.
—¿Quiénes sois? ¿Traéis documentos?
—Sí, señor, y que llevan los sellos rojos de la reina del Assam.
—Dejádmelos ver.
El maharato sacó de su cartera los documentos, que llevaban también la firma del marajá.
—¡Sois dos altezas! —dijo, cambiando de tono.
—Parientes de la rhani.
—¿Qué habéis ido a hacer a Calcuta?
—Un simple viaje de placer. Se aburre uno en las ciudades del Assam.
—¿Habéis dormido mientras marchaba el tren?
—Constantemente; estábamos cansadísimos.
—¿Sabéis que ha desaparecido un viajero, el cual, cosa rara, también había tomado un departamento para él solo?
—No podíamos saberlo, porque aún no nos hemos movido de nuestro coche. ¿Era algún personaje importante?
—Era un half cat vestido a la inglesa y rico indudablemente. Pero aquí las cosas se embrollan; su traje ha sido hallado sobre un asiento y el revisor de los billetes lo ha reconocido perfectamente, y un guardafrenos afirma haber descubierto más tarde a aquel hombre vestido de cipayo.
—Habrá visto mal.
—No, porque sobre la red de su coche, señalada con el número mil novecientos noventa y siete, se ha encontrado una gorra de soldado.
—¡Oh, es raro! ¿Y cómo os explicáis esa misteriosa desaparición, señor agente?
—Se cree que el viajero había bebido demasiado y que al pasar de una galería a otra se ha caído a lo largo de la vía.
—Y algún tigre lo habrá devorado. Esos malditos animales están siempre dispuestos a acudir en cuanto hay que devorar, aunque sea un mono.
—Muy verdad es, señores míos. Hemos telegrafiado a Calcuta para que, si es posible, se hagan pesquisas.
—Tiempo perdido, creo yo —dijo Kammamuri—. No encontrarán sino los huesos.
—Nadie ha visto nada, nadie ha oído nada y yo no soy Brahama para adivinar ciertas cosas. Buen viaje, señores.
Y el policeman pasó a otra galería para interrogar a otros viajeros, los cuales no podían, por cierto, darle mejores informes.
—Ya estamos fuera de toda sospecha —dijo Kammamuri—. También nosotros dormíamos como osos de Boután. ¿Qué podíamos ver con los ojos cerrados y fingiendo, además? Vete a hacer nuestras provisiones, Timul, y no te preocupes de más.
El joven hizo sus encargos y volvió con los huevos cocidos a su vista, y con botellas de cerveza. Tenían todavía galletas en abundancia y podían esperar una nueva parada.
El tren se disponía a proseguir su carrera, pues la máquina había completado sus reservas de agua y carbón.
Los empleados, después de asegurarse de que todas las cosas estaban a punto, hicieron a todos los chiquillos vendedores desalojar la línea y dieron con grandes gritos la señal de partida.
—Podemos dormir algunas horas —dijo Kammamuri, mientras el tren aceleraba rápidamente su marcha, dirigiéndose hacia las inmensas llanuras de la Bengala septentrional.
Hizo bajar las cortinas y después la luz, y se extendió sobre el reducido e improvisado lecho, no por eso menos cómodo.
Timul iba a cerrar la puerta e imitarlo, cuando dio dos pasos atrás, dejando escapar un grito de sorpresa, reprimido al instante.
Kammamuri, que lo vio echarse así hacia atrás, se alzó, empuñando rápidamente sus pistolas.
—Sahib, fuera, en la galería, está el policía que nos interrogó antes de salir de Baraset.
—¿Qué te pasa, Timul? Pareces espantado —dijo—. ¿No te habrás equivocado?
—Tú sabes que no me olvido nunca de una cara cuando la he visto una vez.
—¿Qué hace?
—Me parece que procura espiarnos a través de las cortinas.
—¿Te ha visto?
—No creo.
—Entonces déjame a mí entendérmelas con él.
—¿Será también uno de los conjurados de Sindhia?
—Es un inglés, y aunque muy difícil, posiblemente también lo es. Si fuera todavía noche cerrada, le haría dar a este inoportuno otro salto del tren afuera, pero está amaneciendo y alguien podría vemos.
Se puso en la faja las pistolas, encendió un cigarro, hizo seña al joven de que no se moviera y salió a la galería.
El policeman estaba casi con la nariz pegada a la cortina que protegía el departamento de los viajeros. Viéndose descubierto, se apresuró a dar dos o tres pasos hacia el extremo de la galería, fingiendo escribir en su libro.
—¡Buenos días, señor! —le dijo Kammamuri, en tono un poco irónico—. ¿No os habéis detenido en Baraset?
—¡Ah! ¿Sois vos, alteza?… —exclamó el policía, haciendo un gesto de mal humor—. ¿Sois siempre tan madrugador?
—Se duerme poco en el Assam. Apenas aparece el sol estamos en pie todos, hasta las gallinas y las moscas. Y, además, durante el viaje hemos dormido bastante.
—¿Me permitís una pregunta, alteza?
—Y diez también.
—¿Por qué habéis encargado veinticuatro huevos duros al cocinero del coche comedor y ninguna otra cosa? Esto me ha chocado mucho.
—No puedo comprender el motivo de que os choque.
—¡Solamente huevos! —dijo el policeman, clavando en él la vista.
—Pues habéis de saber que cuando viajamos fuera de nuestro país, para no correr el riesgo de comer algún guiso sabiamente envenenado, no nos alimentamos más que de huevos.
—¿Y también cocidos a vuestra vista?
—¿También eso lo habéis sabido? Como veis, somos bastante prudentes. Cuando estemos en nuestra casa, daremos mucho que hacer a nuestros cocineros y desterraremos los huevos de nuestra mesa —dijo Kammamuri.
—Diríase que tenéis miedo de tener un mal fin antes de llegar a vuestro Estado. Yo represento a la Policía, y si sospecháis de alguien que pueda tener algún interés en envenenaros, debíais decírmelo en seguida. ¿Queréis que vele por vosotros? No os molestaré en manera alguna y no tenéis que pagarme más que cincuenta rupias si os dejo al otro lado de la frontera sanos y salvos.
—Nosotros sabemos defendernos perfectamente sin necesidad de nadie; sin embargo, si os parece, velad por nuestras personas.
—Comprenderéis, alteza, que después de la desaparición misteriosa de aquel viajero, nadie puede dormir tranquilo en este tren. Aquí debe de haber famosos bandidos, que acechan las ocasiones de dar algún buen golpe. No sé todavía quiénes son, pero estoy seguro de descubrirlos antes de llegar a la gran parada de Rangpur. Yo tengo un golpe de vista extraordinario y, sobre todo, un olfato maravilloso. ¡Oh! ¡A cuántos bandidos he detenido yo en la Ciudad Negra!…
—Entonces, bajo vuestra vigilancia incesante, podremos dormir tranquilos, sin temor de que alguien nos asesine y nos eche luego al juncal para alimentar a los tigres y a los chacales. De todas maneras, la empresa sería algo difícil, os lo aseguro, señor agente, porque somos dos y tenemos cuatro pistolas de doble tiro, que no fallan nunca.
—Cincuenta para dos príncipes no son una gran cosa —dijo el policeman.
—No; así que os concederemos ciento para descansar más tranquilos.
—Y vigilaré también a los cocineros del vagón comedor, si tenéis deseo de tomar algo que os apetezca más.
—Es inútil; hasta Rangpur, donde tomaremos un elefante para llegar a la frontera y seguir hasta Goalpara, que es la segunda ciudad del Assam, no comeremos más que huevos.
—Os admiro. ¿Queréis descansar, señores?
—Hemos dormido toda la noche, de manera que mejor tomaremos nuestros huevos solos. Vos podéis ir por ahí a hacer indagaciones sobre la desaparición tan misteriosa de aquel hombre.
—En efecto, ahora a pleno sol no podéis correr peligro alguno. Será esta noche cuando yo monte la guardia en vuestra galería. Buen apetito, alteza.
—¡Así acabara contigo un estrangulador! —murmuró Kammamuri para sí, volviéndole la espalda más bien bruscamente y entrando en el departamento.
Los dos indios se miraron el uno al otro durante algunos segundos, sin atreverse a hablar.
Timul fue quien, al romper el primer huevo, rompió también el silencio.
—Sahib, ¿qué me dices? ¿Qué es lo que pretende este policeman?
—¿Qué pretende? —respondió Kammamuri rabiosamente—. Vigilarnos.
—¿Sospechará de nosotros?
—Puede ser.
—¿Nos hará detener antes de que podamos atravesar la frontera y ponernos a salvo?
—No se atreverá. Parece que tiene intención de acompañamos hasta después de Rangpur. Pero cuando estemos sobre el elefante seremos sus dueños sin haber disparado ni un pistoletazo.
—¿De qué manera, sahib?
—¿Te has olvidado, pues, de la petaca que me regaló el bracmán antes de que sobreviniese la terrible catástrofe del juncal? La he guardado y contiene todavía nueve cigarros de Londres cargados de opio, porque el décimo, como sabes, lo despedacé yo. Le regalaremos uno o un par de ellos, cuando vayamos en el elefante y hayamos comido y bebido sin hacer figurar los huevos, y cuando se haya adormilado, lo dejaremos caer entre algún matorral para que se vaya a arrestar a los tigres.
—Con eso ahorrarás también las cien rupias.
—No, Timul. Se las pagaré en Rangpur. Si van a acabar bajo las quijadas de las fieras, no será mía la culpa.
—¡Vaya!… Quería dormir, y esta pesadez nos obliga, en cambio, a almorzar a las cinco de la mañana. ¡Bueno!… El día será largo y calentísimo y tendremos tiempo de descansar.
Se puso delante del cestillo de huevos, y aunque hubiese preferido alguna otra cosa, animado por Timul, se puso a mondar y a comer con bastante apetito, echando, de tiempo en tiempo, tragos de buena cerveza.
En tanto, el tren seguía su rapidísima carrera, atravesando regiones casi salvajes. Sólo a grandes distancias, en los bordes de los arrozales, se veían miserables aldeas, cuyos habitantes debían de estar constantemente devorados por la calentura endémica en aquellas tierras.
A lo lejos, sobre alguna rara altura, se dibujaban hudis, pequeños fuertes almenados que servían de atalayas y que están edificados al borde de los barrancos cortados a pico.
Millas y millas se sucedían, pero la frontera del Assam occidental estaba todavía lejos y los dos indios aún podían verse metidos en algún mal paso antes de llegar.
Afortunadamente, eran hombres que no se preocupaban demasiado por nada.
Terminada su frugal comida, que rociaron con una botella de un vino añejo francés que llevaba una marca famosa, «Burdeos», y que era más ácido que el vinagre, pero que estaba muy bien lacrada, se extendieron en sus camas, que ni siquiera habían probado, y, tras poner al alcance de la mano sus pistolas, se durmieron profundamente.
Nada tenían que temer, porque el policía había prometido velar por ellos. Cuando se despertaron, el tren había hecho ya algunas paradas en pequeñas estaciones, volviendo a ponerse en marcha en seguida de hacer la acostumbrada provisión de agua y de carbón. Iba ya casi a ponerse el sol.
—¡Por Sivah! —exclamó el maharato, después de mirar el reloj—. Son ya las siete; ahora podemos pasar la noche en vela. De día no puede suceder nada extraordinario.
Salió a la galería y se encontró frente al policía, el cual andaba erguido, con la cabeza muy levantada, la cara contraída, como si tratara de resolver algún arduo problema.
—Alteza —dijo de repente con un poco de ironía—. ¿Se duerme mucho en el Assam?
—¡Oh, sí!… Somos muy dormilones. Somos capaces de estarnos veinticuatro horas seguidas con los ojos cerrados —respondió Kammamuri.
—¿Después de alguna cacería?
—¡Ya lo creo! Hay cacerías de tigres en las cuales, señor mío, los nervios quedan casi destrozados.
—Os creo, alteza.
—¡Ah!… Y del viajero desaparecido, ¿no habéis sabido nada más?
—Absolutamente nada —respondió el policeman—. Ya no pienso más en eso. No era sino un mestizo, un hombre despreciado, que no se sabe si era un cipayo o un bandido. Los tigres lo habrán devorado y no voy a ser yo, por cierto, quien vaya a buscar sus huesos, dentro o al borde de algún juncal.
—En efecto, esas son fieras que hasta dan sudor frío, y bastante lo sabemos nosotros los assamitas. ¿Cuándo llegaremos a Rangpur?
—Mañana, a las siete y treinta y cinco, alteza.
—Entonces, Timul, ve a buscar otros veinticuatro huevos y a vigilar mientras hierven. Mira que estén bien cocidos.
—Alteza —dijo el policeman—, si queréis comer alguna otra cosa, como os he dicho, yo vigilaré.
—No, no. Nada más que huevos. Nos desquitaremos más allá de la frontera.
El policeman arrugó la frente y frunció un poco la nariz.
Kammamuri, que lo observaba atentamente, le dijo:
—A vos nadie os impide el comer y beber lo que se os antoje. Ya os he dicho que nosotros pagaremos.
—Sois demasiado generoso. Entonces voy a cenar y después montaré la guardia.
Hizo un gran saludo y se alejó, siempre erguido, siguiéndole en seguida Timul, que iba a vigilar mientras cociesen los veinticuatro huevos.
—¡Por todos los demonios!… —exclamó el maharato, que empezaba a perder la paciencia—. ¿Pero qué quiere ahora este hombre de nosotros? Nos hemos desembarazado del mestizo y también del bracmán y he aquí que ahora se nos pone por delante este agente de policía.
»Empiezo a ponerme rabioso. Acabaré por dar fin también de esta sanguijuela que se nos ha pegado de esta manera.
»Pero ¿cómo ha podido cambiar este Sindhia para tener de su parte hasta hombres blancos? ¿Qué tesoros tenía escondidos? En todo este negocio hay por medio mucho dinero que corre y que, a lo que parece, por las trazas, como siempre, hace milagros, y también…
Le interrumpió Timul, que entraba con los huevos, todavía calientes, hervidos a su vista y que venían servidos en una bonita cazuelita de porcelana y con cubiertos de plata.
—¿Qué hace el policeman?
—Come y bebe a costa tuya hasta reventar, sahib —dijo él—. Hará una buena cuenta.
—Esta orgía va a durar poco, porque mañana por la mañana llegaremos a Rangpur.
—Sahib, ¿lo dejarás venir con nosotros?
—Hasta la frontera, y después lo haremos desaparecer. Yo ya creo que es un falso policía.
—Me ha enseñado la medalla que los distingue.
—También esa puede ser falsa, amigo mío —dijo Kammamuri—. ¡Oh!, le haremos fumar y nos desembarazaremos de él.
No sabiendo qué hacer, se pusieron de nuevo a comer y a beber, aunque ya estuviesen cansados de los huevos, y después llevaron dos asientos a la galería y encendieron sus cigarros.
El policía, para no molestarlos, se había detenido en la galería vecina, y fumaba también uno de Londres, que ya no le costaban ni un cuarto, Como hemos dicho, la noche había cerrado, una noche bastante oscura, porque la luna y las estrellas persistían en no dejarse ver. El tren corría ahora entre inmensos bosques, habiendo desaparecido ya los juncales.
Habían transcurrido ya algunas horas y Rangpur no debía de estar más que a unos cien kilómetros, cuando un espectáculo inesperado se ofreció a las miradas sorprendidas y un tanto asustadas de los viajeros que estaban dispersos en las galerías a causa del excesivo calor, que impedía dormir dentro de los coches.
Cientos y cientos de luces brillaban en la selva a ambos lados de la vía por donde el tren atravesaba. Parecía que una muchedumbre había acampado bajo las palmas, plátanos, mangos, tamarindos y demás árboles del bosque.
Había cundido la alarma y todos se habían precipitado fuera a las galerías, echando mano de las carabinas y pistolas, mientras el tren aceleraba su marcha pronto a huir de cualquier asalto repentino.
—Sahib, ¿qué va a pasar? —dijo Timul—. ¿Estarán llenas de bandidos estas selvas?
—De hombres de bien, seguro que no —respondió Kammamuri, pasándose una mano por su ceñuda frente—. Estos bosques se alargan hasta la frontera del Assam, y me asalta una sospecha, amigo.
—¿Que sean los secuaces de Sindhia?
—Has adivinado.
—¿Asaltarán el tren?
—No creo que se atrevan a tanto. No querrán, por cierto, habérselas de repente con la policía de a caballo de las fronteras septentrionales.
—¿Y si alguno nos reconociese?
—¿Quién? El falso bracmán ha muerto, el viejo paria y aquel otro joven, espero que estén todavía en manos del marajá.
—¿Y los rajaputras que nos traicionaron? ¿No los recuerdas ya, sahib?
—Rangpur está demasiado lejos para poder llegar a pie, y todavía tenemos que pasar por bosques y más bosques. No, yo me quedo y arriesgo todo. Estemos a la mira del policeman. Si hace alguna señal, acabemos con él en seguida.
El tren, después de moderar la marcha, se detuvo delante de las líneas de fuego que arrojaban en la noche resplandores rojizos. El maquinista temía que toda aquella gente sospechosa hubiera interpuesto troncos de árbol en la línea para provocar alguna espantosa catástrofe, y no se había atrevido a avanzar.
La máquina, sin embargo, estaba bajo presión, dispuesta a recobrar su impulso y a correr a cien kilómetros por hora.
De entre los matorrales salían cientos y cientos de hombres, que parecían que se habían congregado de todas partes de la inmensa península y que pertenecían a las razas peores; pero conservaban una calma absoluta, aunque todos estuviesen armados de pistolas, de carabinas y de tarwars[14].
Había, sobre todo, grandes partidas de sianiasos, los cuales son los fakires más peligrosos, que recorren las provincias en grandes grupos, robando las hortalizas, devastando los campos, despojando descaradamente a los pobres cultivadores, ya demasiados oprimidos por sus generosos protectores, los ingleses.
Había entre ellos promhungsos, hombres, según la superstición india, bajados del cielo, y que no son más que vulgares bandidos; había dondys, armados, en vez de carabinas, de nudosos bastones, que son para ellos como un distintivo de su casta, y nanek-puntys, que, por un uso particular de ellos, cuyo origen se ha ignorado siempre, llevan un solo zapato y bigote sólo en un lado de la cara.
Y había más: parias, ganapanes disfrazados de guerreros y hasta molanghos de los Sunderbunds de la Baja Bengala, los más feos de los indios y siempre calenturientos.
Con gran estupor de los viajeros, todos aquellos bandidos, o lo que quiera que fuesen, se contentaron con mirar con cierta curiosidad a los coches, permaneciendo al otro lado del foso, sin lanzar un grito ni hacer un gesto de amenaza.
El maquinista, después de averiguar que la línea no estaba obstruida, lanzó el tren a más de noventa kilómetros por hora, sumergiéndose de nuevo en las tinieblas.
Kammamuri y Timul se acercaron de nuevo al policía, el cual había permanecido tranquilísimo.
—¿Creéis que sean personas sospechosas? —le preguntó el primero.
—¡Oh!, no sabría deciros —respondió el policeman, con cierto aire como embarazado.
—¿Pero cómo el gobernador de Bengala permite que se reúnan en las selvas bandas tan poderosas?
—Nadie le habrá informado. Yo creo, sin embargo, que no pararán aquí, para que no vengan más tarde los cipayos a perseguirlos y los cojan y los fusilen sin misericordia. Se refugiarán seguramente en algún Estado independiente para realizar con mayor seguridad sus fechorías.
—El Assam está cerca.
—Irán al Assam, señor —respondió prontamente el policía.
—¿Habéis oído hablar de un exrajá que se llama Sindhia y estaba en un manicomio de Calcuta?
—Sí, vagamente.
—Reinaba antes en el Assam.
—No sé nada. La política no me ha importado nunca y, por consiguiente, ignoro siempre lo que sucede en los Estados independientes. A mí no me importan más que los ladrones, y, no lo digo por alabarme, he prendido a muchos famosos que operaban especialmente en las líneas férreas.
—¡Ah! —exclamó Kammamuri.
—Esos bribones esperaban a que los viajeros se durmiesen, y luego los arrojaban por las galerías, no sin haberlos aligerado primero de todos los valores y todas las alhajas que llevasen encima.
—Entonces espero que lograréis también descubrir a los asesinos de aquel misterioso mestizo.
—Creo estar ya sobre una buena pista —respondió el policeman ahuecando la voz.
—¿Y están todavía en el tren?
—Sí.
—¿Y cómo no han cogido los valores que llevaba el mestizo y que me han dicho ser de importancia?
—Porque a los bandidos les habrá faltado tiempo para completar el golpe —dijo el policía, mirando fijamente a Kammamuri.
—¡Oh! Pero los prenderéis seguramente.
—Tengo muchas esperanzas.
—Entonces, ¿no nos vais a escoltar hasta la frontera assamita?
—¿Y por qué no, alteza? No quiero perder el premio que me habéis prometido.
—Pero mientras tanto los asesinos aprovecharán para escapar.
—Otros serán los que los vigilen. Pero id a dormir. Yo velo con la pistola empuñada. Faltan todavía cuatro horas para llegar a Rangpur.
—¿Encontraremos otros bandidos?
—Pasaremos entre ellos a todo vapor y los trituraremos si intentan pararnos.
—Preferimos adormilarnos en los asientos que hemos llevado a la galería de nuestro coche —dijo Kammamuri—. La noche está demasiado calurosa y, además, temo todavía una desagradable sorpresa, tanto más cuanto que aquellos bandidos nos han dejado pasar tranquilamente.
—Descansad, señores —dijo entonces el policía—. Estoy sobre aviso, aunque no esté a vuestro mismo lado.
Los dos indios permanecieron algún tiempo silenciosos mirando distraídamente a los gigantescos árboles, que parecían huir vertiginosamente, y, por fin, Timul dijo en voz baja:
—Este policía sospecha de nosotros. Ahora no podemos equivocarnos; se ha hecho entender, aunque no a las claras.
—Puede ser muy bien, pero, como te he dicho, no se atreverá a detenernos habiéndole enseñado yo mis documentos con los sellos de la rhani.
—¿Y nos acompañará?
—Veámosle venir y no pensemos más en él. No creo que sea uno de los conjurados de Sindhia, porque no hubieran dejado de detenerlo aquellos bandidos. Será un policeman enamorado de su oficio y que crea ver en nosotros a los asesinos del mestizo.
—Y no se engaña, sahib.
—Nadie nos ha visto, con lo cual, faltándole pruebas, se encontrará completamente desarmado. Ve a coger otra botella de cerveza y más cigarros y esperemos llegar a Rangpur.
—¡Ah, sahib!
—¿Qué hay? La máquina me parece que sigue corriendo.
—La frontera del Assam no está muy lejos de la línea ferroviaria en este punto al menos. ¿No es verdad?
—Apenas unas quince millas.
—¡Mira, pues! Arde una ciudad, una de las de la rhani, estoy seguro.
Kammamuri dio un brinco, presa de viva inquietud. Por el Oriente el cielo se había iluminado de improviso, proyectando hacia las nubes reflejos azulados que tomaban de cuando en cuando tintes rojizos.
—Sí, alguna ciudad arde cerca de la frontera —dijo después con un suspiro—. Los bandidos de Sindhia no pierden el tiempo, y somos nosotros quienes no sabemos qué sucede en la capital.
—Con un buen elefante, mañana por la noche podemos llegar a Gahuati, sahib.
—Si no nos paran en plena carrera.
—¿Los bandidos de Sindhia?
Kammamuri no respondió. Se levantó, encendió un cigarro y se puso a pasear agitadamente por las galerías, barbotando amenazas. El policía, como había prometido, vigilaba desde el vecino coche, fumándose otro londres.
Dos horas más tarde, el tren lanzaba silbidos, refrenaba gradualmente la marcha y entraba con estrépito en la vasta estación de Rangpur.