VI. El mestizo

Ya el maharato había estado varias veces en la reina de Bengala con Tremal-Naik, Yáñez y Sandokán, por lo cual la ciudad no le era desconocida. Lo primero que hizo fue correr a las oficinas telegráficas para advertir al Tigre de la Malasia de cuanto acaecía en el Assam; después se llegó a una casa blanca a hacerse cambiar un cheque de diez mil rupias, y, por último, bastante cansado, fue a alojarse, con su compañero, a uno de los mejores hoteles del Strand, calle corta, casi sin árboles, que frecuentan, especialmente hacia la caída de la tarde, los ricos ingleses y los príncipes indios.

—Por fin nos vamos a permitir el lujo de una buena comida —dijo Kammamuri—. Todos nuestros asuntos están terminados.

»Apenas recibamos el telegrama del Tigre de la Malasia, haremos nuestro equipaje, cosa que ahora no tenemos, y volveremos a la capital a la mayor brevedad.

»Estoy bastante inquieto. ¿Qué pasará por allá? ¿Habrá desencadenado ya la insurrección aquel perro de Sindhia?

»¡Ah! Si el marajá hubiese pensado antes en esos tigrecillos de Mompracem, las cosas hubiesen marchado seguramente de muy distinto modo.

—¿Tan terribles son, pues, esos hombres? —dijo Timul.

—Sin ellos, la rhani no hubiese arrojado a Sindhia, aunque la ayudasen muy cumplidamente sus montañeses. Son guerreros extraordinarios, muy temidos, incluso de los ingleses, y que una vez que se lanzan no se detienen.

—¿Y vendrán de veras?

—¡Oh! No hay que dudarlo.

Se hicieron llevar a una vasta habitación que tenía dos camas y servir allí una buena cena, no queriendo mostrarse en el salón, que frecuentaban demasiados ingleses, por no provocar una curiosidad peligrosa, al no ser improbable que Sindhia tuviese también amigos en Calcuta, después de haber pasado tres años en una casa de locos en la que aún debía permanecer.

Al acabar de comer, examinaron cuidadosamente las dos puertas, y encontrándolas bien cerradas, tras de fumar, se acostaron, hundiéndose en un pesadísimo sueño.

Dos noches hacía ya que no se acostaban en camas.

A las cinco de la mañana, la campanilla de su cuarto repiqueteó con fuerza. Kammamuri se vistió en un abrir y cerrar de ojos, abrió la puerta en la cual alguien daba golpes y se encontró frente a un criado que le entregó un telegrama.

Dióle una rupia de propina, rompió la faja y, habiendo aprendido a leer, aunque ya muy tarde, examinó el escrito atentamente.

—¿Qué te decía yo, Timul? —dijo—. ¿Tú no sabes leer?

—No, sahib.

—He aquí lo que se contesta de Labuán, a mi despacho: «Parto inmediatamente con cien hombres, Sandokán».

—¡Ciento sólo!

—¡Valen por mil, amigo!

—¿Y cuándo llegarán?

—No antes de veinticinco o treinta días. Mompracem está bastante lejos de la India y el mar suele estar revuelto por ese lado.

—¿Volveremos inmediatamente a la capital, sahib?

—Primero quiero averiguar de qué manera ha huido Sindhia del manicomio, porque la rhani pagaba una fuerte mesada porque se le vigilase muy estrechamente.

—¿Y si estuviese todavía aquí? Porque ninguna prueba hay de que el exrajá esté en el Assam.

—Pero muchas circunstancias y muchos hechos lo indican. Mas bien pronto nos convenceremos de lo que haya. Sé dónde está el manicomio, porque una vez entregué a su propietario, por cuenta de la rhani, cincuenta mil rupias para que estuviesen a disposición de Sindhia.

—Si yo hubiese sido el marajá, habría impedido a mi mujer el darle ni un solo mohr[12].

—Sindhia es pariente de la rhani y, además, todos los príncipes destronados tienen derecho a ciertas consideraciones. Vayamos; si despachamos pronto nuestros asuntos, nos pondremos nuevamente en camino para la Alta India, tomando el tren que sale a las ocho y cincuenta.

Terminado su arreglo personal, se hicieron servir té con bizcochos y dejaron el hotel, repartiendo espléndidas propinas, que los hicieron pasar por verdaderos príncipes.

Kammamuri tomó un mail-cart[13] (coche ligero), capaz de llevar tres personas, con un asiento delante, y del que tiraban tres caballos, y se dirigió primero a la oficina telegráfica para comunicar a Yáñez la buena noticia de Malasia, y, después, se hizo llevar a la inmensa explanada del fuerte de William, cubierta toda de elegantísimos bungalows de agudos techos y rodeados de magníficos jardines, y se detuvo delante de una construcción de estilo mogol, con amplias terrazas, altas y relucientes cúpulas y altísimas rejas.

—Lo mandaron aquí a que se curase de su locura —dijo a Timul, después de bajar—. Como ves, el lugar era espléndido, hasta para un rajá destronado.

—¿Y está lleno de locos este edificio, sahib?

—Si, pero sólo de personas que puedan pagar veinticinco rupias al día. Son casi todos indios riquísimos.

Dio orden de esperarlos al cochero, que era un muchachito mestizo, y entraron en el jardín que rodeaba aquella espléndida morada, pues estaba la reja abierta.

Un indio de hercúleas formas vigilaba, sentado en un banco de piedra a la sombra de un frondoso plátano, y al punto se lanzó al encuentro de los dos recién llegados, creyéndolos tal vez dos locos a quienes tuviese que hacer volver atrás.

—Cálmate —le dijo al momento Kammamuri—. Vengo de parte de la reina del Assam. ¿Dónde está el doctor Stevenson?

—Lo han llamado de Baroda, sahib —respondió el portero—. Vos habéis estado aquí hace cinco o seis meses, ¿verdad?

—Justamente. Buena memoria tienes. He traído mucho dinero para el exrajá Sindhia. ¿Te acuerdas también de esto?

—Sí, sahib.

Kammamuri le puso en la mano un mohr de oro y se sentó en el banco de piedra, disfrutando unos instantes de la frescura que reinaba bajo el hermoso plátano.

—Conque ha huido, ¿verdad?

—Sí, sahib; nuestra vigilancia ha sido en balde, así como nuestras pesquisas. El exrajá ha escapado hace tres meses.

—¿Le ha ayudado alguien?

—Huyó una noche mientras se desencadenaba una tormenta espantosa, pero sus amigos debían de esperarlo con coches al otro lado de la reja, porque a la mañana siguiente hallamos muchas rodadas en el piso.

—¿Estaba curado?

—Sí, sahib. Ya no bebía licor alguno, y sólo una idea le atormentaba.

—¿La de reconquistar la corona perdida?

—Precisamente.

—¿Venía gente a verlo?

—Sí, sahib. Venían bracmanes que conferenciaban mucho y muy largo con él, tanto, que el doctor empezaba a inquietarse. Ya preveía una fuga.

—¡Ah, bracmanes! —exclamó Kammamuri—. ¿Cuántos?

—Cinco o seis.

—¿Sabríais reconocer a alguno?

—Seguramente…

El hercúleo portero se interrumpió bruscamente y se lanzó hacia la cancela que había permanecido abierta.

En aquel mismo instante, un bracmán, todo vestido de seda blanca, pasaba por la ancha avenida que se extendía delante de la construcción mogola.

También Kammamuri y Timul habían saltado de su asiento mirando fijamente al pretendido hombre santo.

Dos exclamaciones se les escaparon a una:

—¡El bracmán del tren!

Atravesaron ambos como un rayo la cancela y por delante y por detrás cortaron la retirada al bracmán, el cual se detuvo de pronto mirándolos desdeñosamente.

—Señor sacerdote —dijo Kammamuri, con voz iracunda—. ¿Nos conocéis?

—¿Quiénes sois? ¿Parias, quizá? —respondió el farsante—. Brahama no extiende sus bendiciones a los reptiles de la tierra india. Seguid vuestro camino, buenos hombres, si es que verdaderamente sois hombres buenos.

—¡Por la muerte de tu dios!… —gritó el maharato, saltándole por encima y agarrándolo por los hombros—. ¿No me conoces?

—Jamás os he visto —respondió el sacerdote—, y si me seguís molestando, recurriré a la policía.

—¡Ah!… ¡Canalla!…

Kammamuri buscó en sus bolsillos y sacó la petaca que le había regalado el bracmán en el tren, con la esperanza de hacerle fumar cigarros bien cargados de opio.

—¿Te acuerdas, sacerdote, de haberme regalado esto, poco después que el tren salió de Pursa?

—¡Tú estás loco!

—Y el maquinista y el fogonero, ¿adónde huyeron? Saltasteis a tierra un momento antes que se prendiera fuego al juncal, o mejor, de que lo incendiasen los amigos de Sindhia.

—¡Sindhia! —exclamó el bracmán, sin alterarse—. ¿Quién es ese?

—El exrajá de Assam —gritó Kammamuri, teniéndolo siempre sujeto.

—¡Tú estás loco!…

Después, viendo al gigantesco portero que se acercaba, le dijo:

—Ve a llamar a dos guardias para detener a estos bribones que pretenden haberme conocido en no sé qué rincón del mundo.

—También os conozco yo, señor sacerdote —respondió el guardián del manicomio—. Veníais a ver con bastante frecuencia al exrajá del Assam.

—¡Yo!… ¿Sois tres locos que os habéis escapado de la casa? Ya sé que aquí se curan las gentes que tienen el cerebro atrofiado.

Se cruzó de brazos, zafándose de las manos del maharato, y dijo con voz amenazadora, mirándolos a todos, uno tras otro, con aire de desafío:

—¿Qué pretendéis de mí? ¿Dinero? Os advierto que los bracmanes no llevan ninguno en sus bolsillos, porque no lo necesitan. ¿Mi vida queréis? Pues tomadla, pero no vengáis a contarme que me habéis conocido.

—¡Asesino! —gritó Kammamuri, frenético—. Tú y tus bandidos del Juncal amarillo habéis quemado a cien personas.

—¿Dónde está ese juncal que tiene un color tan bonito? _dijo el sacerdote con ironía y echándose un paso atrás, como si intentase huir.

—¡Farsante!… ¡Hora es de que acabes esta comedia!… —gritó Kammamuri, arrojándole con violencia a la cara la petaca—. ¿Tú no nos reconoces a nosotros, que bastante humo te hemos echado encima, y no conoces tampoco al portero del manicomio del doctor Stevenson?

—Jamás os he visto y os haré arrestar, ¡canallas! Vosotros lo que queréis es secuestrarme para obtener mucho dinero por mi rescate.

—¡Un rescate!… Tengo doce mil rupias en el bolsillo, en billetes de Banco ingleses, y quieres hacer creer que te he parado para robarte. ¡Afuera caretas, bracmán, sepamos quién eres!

El sacerdote, siempre tranquilo, se volvió hacia el portero del manicomio, diciéndole:

—Id a llamar a los guardias.

—No, sahib —respondió el gigante, moviendo enérgicamente la cabeza—. Yo también os he reconocido; veníais, con otros tres bracmanes sospechosos, a ver al loco del Assam.

—¡Te haré echar, pedazo de animal!… ¿Dónde está tu amo?

—Está muy lejos y no vendrá tan pronto.

—Lo esperaré.

—¿Dónde? ¿Aquí? —dijo Kammamuri, que no le quitaba la vista de encima y tenía una mano en la culata de una de sus pistolas.

—Aquí. Quiero que el doctor eche fuera a este miserable que se atreve a levantar la voz delante de un bracmán.

—Pues es una buena ocasión —dijo el maharato, volviéndose al portero—. Coge a este hombre, llévalo con los locos y déjalo allí hasta que tu amo vuelva. Aquí tienes dos mohrs para su manutención.

—Bien está, sahib —respondió el gigante, agarrando al sacerdote por los hombros—. Te prometo que se le tratará como al exrajá.

—¡Detén tus zarpas impuras! —gritó el bracmán, acalorándose por primera vez—. ¡Vete a agarrar monos, canalla!…

—Mientras tanto, os cojo a vos.

—¡Si yo no estoy loco!

—Todo lo indica, señor. Y a más, con miraros a los ojos basta. Nunca los he visto peores.

—¡Atrás tus zarpas impuras! —gritó por segunda vez el asesino.

El portero, en vez de obedecer, lo cogió en los brazos, como si fuese un chico, y entró corriendo en la bonita casa, gritando:

—¡Pronto! ¡Una ducha fría!… ¡Aquí viene un loco furioso!

A aquel grito, tres loqueros indios, también de complexión robusta, salieron corriendo por la puerta del palacio, provistos de camisas de fuerza y de cuerdas.

En un momento se echaron sobre el bracmán, el cual parecía que se había vuelto loco realmente, porque lanzaba alaridos como de fiera, y daba puñetazos y patadas; lo agarraron casi al vuelo y se lo llevaron, a pesar de sus protestas y maldiciones.

El portero esperó que todos hubiesen desaparecido y luego volvió hacia Kammamuri y Timul, que se reían hasta reventar.

—Señores —dijo—, el hombre está seguro. Hasta que llegue el doctor no os puede fastidiar más. Ya está bajo la ducha y aún ha de recibir no pocas. ¡Bracmán! ¡Vaya un bracmán!… Es un hombre sospechoso. ¡Debe ser amigo de aquel canalla de Sindhia!

—Diríase que tienes algún rencor contra el exrajá.

—Soy assamita, sahib, y aquel perro mató a mi padre para probar una nueva carabina que le había regalado el marajá de Baria. De no ser por el doctor* no hubiese salido vivo de este manicomio.

—¿Crees tú que se ha fugado para hacer la guerra a la rhani? —dijo Kammamuri.

—Sí, sahib; quiere volver a apoderarse de la corona.

—¿Con qué fuerzas cuenta?

—No sé.

—¿Y con qué dinero?

—Se susurra que los ingleses han puesto a su disposición grandes sumas para que destrone al marajá de piel blanca.

—En efecto, el marajá es antiguo enemigo de ellos.

—¿Qué puedo hacer por vos, sahib?

—Mandarme un telegrama a la capital dándome cuenta del estado de salud del bracmán —respondió Kammamuri dándole otro mohr.

—No lo dejaré escapar. Antes lo mataré de un puñetazo.

—No te pido tanto. Ese hombre puede sernos útil algún día.

—En su mirada hay escrita una palabra que he podido descifrar muy bien.

—¿Cuál?

—Malvado.

—Y tienes razón. Nosotros nos marcharemos esta noche y esperaremos tu telegrama.

—Contad con mi palabra.

Kammamuri y Timul volvieron al mail-cart y dieron al cochero la señal de partida, pero el muchachito no hizo silbar la fusta; antes bien, contenía con mano firme a los tres caballos, que piafaban impacientes por poner en movimiento sus nerviosas patas.

—¿Por qué no arrancamos? —dijo el maharato, sorprendido—. Te he dicho que emprendas la carrera.

—Una palabra primero, sahib —dijo el cochero, que parecía bastante preocupado—. Hay allí, sentados en un banco, a la sombra de un mango, dos hombres que me preocupan. Deben de esperarnos.

—¿A nosotros?

Durante vuestra ausencia han venido aquí a preguntarme si erais dos assamitas.

—¿Y tú qué has respondido? —dijo Kammamuri.

—Que nada sabía, y se han alejado pronunciando palabras amenazadoras.

—¿Quiénes podrán ser, sahib? —dijo Timul, que empezaba a preocuparse un tanto.

—Dos amigos del bracmán. No creía que Sindhia tuviese espías tan hábiles. ¡Esperan! ¡Mejor que mejor! Nosotros cojamos las pistolas y tú, muchacho, lanza los caballos a galope tendido y llévanos derechos a la estación. Allí dentro nadie ha de ir a acometemos. ¿Están armados?

—Tienen puñales y pistolas, sahib —respondió el cocherito.

—¿Tienes miedo tú? Estamos bien armados y somos buenos tiradores, y verás cómo esos dos bandidos van a pasar un momento negro.

—Entonces, arreo los caballos.

—¡Adelante!

El ligero mail-cart partió rápido como una saeta, levantando una densa nube de polvo.

Apenas había recorrido trescientos metros, cuando dos hombres se levantaron de un asiento de piedra colocado a la sombra de un magnífico mango, con pistolas en la mano y gritando con voz amenazadora:

—¡Para!…

—Dispara, Timul —dijo Kammamuri.

Ocho pistoletazos salieron del mail-cart, envolviéndolo todo en una nube de humo.

Uno de los dos agresores cayó al suelo como herido por un rayo, y el otro, tras de disparar dos tiros al azar, echó a correr precipitadamente, desapareciendo entre los jardines.

—¡Adelante! —gritó Kammamuri—. ¡El muerto no me interesa!

Los caballos, que se habían parado de golpe al oír todas aquellas detonaciones, se pusieron en movimiento con nuevo impulso, recorriendo todo el Strand y otras calles más, llegando en pocos minutos a la estación central de Calcuta.

Sahib —dijo el cochero, embolsándose una media docena de rupias—, ¿voy a denunciar el atentado a la policía?

—Déjala en paz. No tengo ganas de que meta la nariz en mis asuntos. Adiós, muchacho, y te felicito por tu extraordinario valor.

—Buen viaje, señores.

Los dos indios atravesaron el soberbio salón de entrada, atestado de viajeros en espera de varios trenes que los dispersaría por la India a inmensas distancias, y entraron en la fonda de la estación, delante de cuya puerta se paseaban unos policeman.

—Aquí, por lo menos, estaremos libres de cualquier atentado y podremos esperar tranquilamente nuestro tren.

Se sentaron a una mesa y pidieron cigarros de Manila.

—Y ahora, ¿qué piensas de esta agresión, amigo? —dijo Kammamuri a su compañero.

—Tengo una sospecha, sahib.

—¿Qué aquellos dos bandidos sean el maquinista y el fogonero del tren quemado en el Juncal amarillo?

—Sí, amo.

—También yo lo había sospechado.

—Pero me sorprende una cosa.

—¿Cuál?

—El haber encontrado tan pronto a esa gente aquí. Entonces, ¿estaban en el tren de socorro?

—Es probable. Nosotros no hemos visitado todos los coches.

—Y no nos hemos fijado en si nos han seguido. Hemos sido poco hábiles, sahib.

—Yo pienso sólo una cosa: he cumplido mi misión sin perder ni una uña. ¿Qué más se puede pretender?

—Prender a Sindhia, señor.

—A aquel zorro le habrán advertido de nuestra llegada y no habrá parado aquí ni un minuto. Quizá esté ahora, desde hace algunos meses o más, en la frontera del Assam, preparando la revolución. Pero nosotros, con nuestra policía, que parece que se pasa la vida dormitando, nada sabemos.

—¿Habrá peligro de que la rhani pierda la corona?

—¿Quién puede decirlo? Si Sindhia lo lograse, tendría que pasar por terribles pérdidas, porque así como los rajaputras han sido ahora sobornados, los montañeses permanecerán siempre fieles y, apoyados por los tigrecillos de Mompracem, darán seguramente batallas formidables antes de ver a su reinecita sin corona.

—¡Pues vengan pronto esos hombres formidables!

—No va a ser mañana cuando Sindhia marche sobre la capital con su gentualla, que debe de componerse de los peores bandidos de Bengala. Allí habrá parias, estranguladores, porque se ve que aún hay fakires, ladrones y aun cosas peores. Dará que hacer, pero el marajá no es hombre que pierda la cabeza.

En aquel momento, de una mesa vecina a la suya cayó al suelo con gran estrépito una jarra de agua, rompiéndose en mil pedazos. Kammamuri y Timul, a quienes tocó no poco de la ducha, se volvieron vivamente.

Un half cat, o sea un mestizo, como de veinticinco años, vestido elegantemente a la inglesa (todos aquellos que han adoptado la religión anglicana, y por eso se ven tan despreciados como parias, han abandonado los usos indios y también los vestidos), se levantó precipitadamente y dijo:

—Señores, excusadme. He sido un estúpido. Os ruego que me perdonéis el haberos mojado.

—Con el calor que hace, señor mío —respondió Kammamuri—, un poco de agua no viene mal.

—No quisiera, señores, que lo tomaseis por ofensa.

—En absoluto.

—Sabéis muy bien que a nosotros, los half cat, no se nos considera ya como indios.

—Para mí tenéis siempre en vuestras venas sangre india.

—He sido un estúpido —repitió el joven, metiéndose los dedos entre el pelo, que, después de su conversión a la nueva religión, se había dejado crecer—. ¿Puedo ofreceros algo? Dadme una prueba de que no todos los indios nos desprecian.

Kammamuri, siempre escamado, después de tantas amabilidades, lo examinó atentamente.

El mestizo era un joven bien parecido, de tez bronceada, ojos negrísimos y vivísimos, vestido todo de blanco y, al menos aparentemente, sin armas. Su aspecto era simpático, pero Kammamuri respondió en seguida:

—Ya hemos comido y bebido en abundancia y, como veis, estamos fumando excelentes cigarros, en espera de la salida del tren.

—Una botella de champaña, el famoso vino francés que da alegría y que solamente los rajaes pueden beber, no os vendría mal. Soy rico y puedo permitirme ese lujo. Vaya, aceptad.

—No —respondió agriamente el maharato—, ya no bebemos más.

—Permitidme que os ofrezca, por lo menos, un té.

Kammamuri estalló en una alegre carcajada.

—Esa bebida es buena para lavar las tripas de los ingleses, siempre demasiado llenas de carne.

—¿Un café entonces?

—Nos quitará el sueño.

—¡Ah! —dijo el mestizo con acento entristecido—, veo que también vosotros me despreciáis porque no soy más que un medio indio.

—Os engañáis, señor mío, porque nosotros no despreciamos ni siquiera a los parias, que son hombres de carne y hueso como todos los demás.

—Aceptad siquiera un cigarro.

—No; tenemos manilas, que son mejores que los de Londres, los cuales no nos gustan demasiado.

—¡Ah!… ¿Fumáis manilas? Pues entonces debéis de ser grandes señores. Habréis venido a Calcuta para divertiros un poco, ¿verdad? Si queréis, os serviré de guía.

—Os he dicho que esperamos el tren.

—¿Y adónde vais, si no es indiscreta mi pregunta?

—A Bombay.

—Ese tren se ha ido ya, señores, desde hace tres horas.

—Iremos a algún otro sitio.

—No falta más que el tren que va hasta Rangpur; es un viaje de cuarenta y ocho horas.

—¿Hay alrededor de esa ciudad juncales y tigres? —dijo Kammamuri, haciéndole señas para que se sentara a su mesa, llevándole un vaso de cerveza que un mozo había traído al momento.

—¡Oh, muchos, señores! Tengo una posesión allí, situada casi en las fronteras del Assam.

Al decir esto, el mestizo había mirado intensamente al maharato, como para ver, quizá, qué efecto le producían aquellas palabras.

—¡Ah!… ¿Tenéis allí una posesión?

—Y en ella se ven siempre tigres. Mis colonos me escriben que muchas veces aquellas fieras arrebatan novillos y hasta toros.

—¿Y no son capaces de matarlos?

—¿Quién se atreve?

—Pues yo, señor mío, he matado más de cincuenta devoradores de hombres.

—¿Entonces sois cazadores notables?

—Notables, no; pero muy hábiles y nada miedosos.

—Da gusto conversar con vosotros, señores. Quedaos aquí y os prometo haceros pasar una agradable velada.

—No, tenemos que marchar —dijo Kammamuri con voz firme.

—¿Adónde?

—Ya que hemos perdido el tren de Bombay, iremos a la Alta India.

—Quisiera haceros una proposición.

—Decid.

—Acompañaros hasta Rangpur y haceros cazar tigres en mis tierras.

—Nosotros tenemos la costumbre de viajar siempre solos y de apearnos donde más nos conviene. También nosotros tenemos mucho dinero y nos podemos permitir caprichos de príncipes.

—Vosotros debéis de ser dos príncipes.

—No, somos cazadores; pero tenemos muchas fincas, que nos dan buenas rentas.

—¿Situadas dónde?

—En muchas partes —respondió Kammamuri, haciendo señas a un mozo para que se acercase, y arrojando sobre la mesa una libra esterlina.

En la sala había un reloj. Miró la hora y después dijo a Timul:

—El tren está para salir. Vayamos a cazar los tigres de la Alta India, que dicen que son menos feroces que los de Bengala.

Se levantó de pronto, hizo un ligero saludo al indiscreto mestizo, que se inclinaba casi hasta el suelo, pidiendo mil excusas por la rociada, y salió al inmenso andén con Timul.

Iban y venían trenes silbando, retumbando o bufando, y los pasajeros acudían de todas partes, seguidos de mozos indios cargados de equipajes.

Kammamuri llamó a uno del servicio y le dio una rupia, sabiendo bien que era el único modo de dar con el tren que debía conducirlos sin exponerse a ser atropellados por alguna máquina. El tren que salía para la India septentrional estaba ya listo y no esperaba sino que se le diera la señal de partida al maquinista. Se componía de seis inmensos coches, todos de doble techo, con vastas galerías exteriores y el indispensable coche comedor.

Los dos indios, que querían viajar cómodamente, como convenía a su posición momentánea de príncipes assamitas, tomaron un departamento entero, advirtiendo al personal del tren que no querían que nadie los molestara. Las rupias hacían milagros y el maharato las derramaba a manos llenas.

Cinco minutos después de echarse cómodamente sobre los blandos asientos de crin vegetal, el tren tomaba impulso con gran estrépito.

—Por fin hemos arrancado —dijo Kammamuri a Timul, que estaba bajando las cortinas, impregnadas de agua, pues la noche prometía ser bastante fresca—. Calcuta empezaba a darme miedo.

—Y a mí también, sahib —dijo el joven—. Si llegamos a quedarnos una noche más, se hubieran pescado nuestros cadáveres en el Hugly con puñales clavados en el pecho.

—O envenenados. Si aceptamos la invitación de aquel mes* tizo de beber una botella en su compañía, quizá no estaríamos a estas horas aquí charlando.

—¡Ah, señor! —exclamó Timul.

—¿Se ha detenido el tren? A mí me parece que va a una velocidad espantosa.

—¿Si nos hubieran seguido?

—¿Quién, el mestizo?

—Sí, aquel half cat.

—También a mí se me ha ocurrido, y como todos estos coches comunican unos con otros, debías darte una vuelta por las galerías. Mira, observa y vuelve pronto. ¡Ah! ¡Poco a poco, amigo! Carga primero tus pistolas. No habíamos pensado en estas simpáticas amigas, que tantas veces nos han salvado la vida.

—Sí, iba a cometer una imperdonable imprudencia. Gracias, sahib. A ti no se te escapa nada.

Cargó sus armas, encendió otro cigarro y pasó por las galerías mirando dentro de los coches ocupados por buen número de viajeros. La cosa era fácil, porque todas las cortinas estaban alzadas a fin de que el fresco de la noche pudiera entrar libremente.

Kammamuri se había puesto a la portezuela, observando el campo, que parecía huir.

El tren había dejado también atrás la «ciudad negra» que habitaba la población india, y corría velozmente a través de inmensas llanuras cubiertas de arrozales.

Pocos grupos de árboles, en su mayor parte palmas, se dibujaban en el cielo, que estaba muy estrellado.

Del Hugly, no muy lejano, llegaban de tiempo en tiempo ráfagas de aire húmedo, bastante fresco, pero impregnadas de un olor a podrido.

Kammamuri estaba acabando su cigarro cuando vio aparecer delante de él a Timul, con la cara descompuesta.

—¿Has corrido algún peligro? —le preguntó apresuradamente.

—Ninguno, sahib. Se anda bien por las galerías y no es posible caerse.

—Pareces asustado.

—Lo he visto.

—¿Al mestizo?

—Sí, sahib. Ocupa el coche de cola que precede al coche comedor.

—¿No te has equivocado? Esos half cat se parecen todos algo.

—No, era el mismo; va en un departamento reservado y cuando lo vi se estaba cambiando el vestido claro por uno de cipayo.

—¡Por vida de…! ¿Qué tiene que ver con nosotros ese bandido? ¿Dónde ha encontrado tanta gente devota ese perro de Sindhia? No bastaban los bracmanes y los parias; ahora entran en escena también los mestizos. Es para perder la cabeza.

Tiró con cólera su colilla y dijo:

—¿Te ha visto?

—No; estaba muy absorto con la operación de transformarse.

—¿Y tú lo reconociste también bajo el traje de cipayo?

—Al instante, sahib. Aunque pasaran veinte años y se vistiera de rajá, lo reconocería.

—Entonces no puede ser más que un espía de Sindhia.

—Ya no sé qué pensar, sahib.

—¿Estará también destinado este tren a acabar entre llamas? Todo puede temerse de parte de esa canalla, siempre dispuesta a cualquier traición. Este asunto, querido Timul, empieza a preocuparme más de la cuenta.

Sahib, somos dos, y el mestizo ocupa, como nosotros, un departamento reservado.

—Leo en tus ojos una cosa terrible —dijo el maharato.

—Esperemos a que se duerma, pongámosle una mordaza y arrojémoslo del tren. Los tigres o los chacales podrán darse un buen banquete.

—¿Y si nos sorprendiera el personal del tren?

—Obraremos con extremada prudencia.

—¿Has visto en los coches oficiales ingleses?

—Ninguno, sahib el tren está lleno de gente pacífica que va a la India septentrional a respirar un poco de aire fresco. Las altas montañas del Himalaya no están lejos de Rangpur.

Kammamuri se pasó dos o tres veces la mano por la frente, entornó los ojos y después abrió los más centelleantes que antes y dijo en voz baja:

—Sí, cogeremos a ese hombre y lo echaremos a los tigres. Esperemos a que todos estén bien dormidos y ronquen a la par que la máquina. ¿El paso por las galerías no presenta obstáculos?

—Ninguno, sahib; se puede pasar de una a otra dando un salto que no asustaría ni a un chiquillo.

—Estoy decidido —dijo Kammamuri. Ese hombre no verá las fronteras del Assam. ¿Has hecho traer cerveza?

—Seis botellas, con carne fría y panecillos con manteca. Si queréis comer, no tenéis más que decirlo.

—Cenaré una costilla de aquel maldito half cat.

—¿Te habrás vuelto antropófago? —dijo el joven, sonriendo—. Ten en cuenta que los ingleses te condenarían al momento a la horca.

—Calcuta está ya lejos y aquí no hay guardias; eso sí, no podría presentar una pieza de caza tan extraña al cocinero del coche comedor sin que pusiera el grito en el cielo. Prefiero la carne fría; pero, como te he dicho, ese bribón no llegará ni a Rangpur ni a Pursa.

Miró su reloj de plata, regalo de Tremal-Naik, que contaba treinta años por lo menos, y dijo:

—Son ya las diez, ¡qué aprisa pasa el tiempo en el tren! Podemos, pues, cenar y preparar las camas.

Las lámparas estaban encendidas y lanzaban rayos de luz sobre el campo solitario, que la máquina devoraba envuelta en una nube de humo.

No había, por el momento, ni ciudades ni grandes poblaciones. Sólo se veían juncales y arrozales llenos de serpientes y otros reptiles. Los dos indios cenaron como hombres que tienen el ánimo completamente tranquilo, y, sobre todo, nervios muy sólidos; bebieron después un par de botellas de cerveza y, cuando terminaron, salieron a la galería.

También Kammamuri había cargado sus pistolas.

El tren había dejado las llanuras bajas, y empezaba a atravesar tierras cubiertas de maleza y de palmares. En los coches reinaba un gran silencio. Solamente la máquina jadeaba siempre con fragor infernal, devorando millas y millas.

El maharato había encendido un nuevo cigarro y lanzaba al aire bocanadas de humo perfumado que el vientecillo nocturno disipaba al punto.

Acabó y después dijo a Timul:

—Ha llegado el momento de intentar el golpe. ¿Tienes miedo?

—No, sahib; estoy completamente tranquilo.

—Entonces vayamos a ver qué hace ese perro de mestizo.

—Dormirá como los otros.

—¿Lo crees?

—También él tendrá sueño.

—Los espías no duermen casi, amigo. Seremos muy hábiles si logramos sorprenderlo.

—Estoy dispuesto, sahib.

—Vayamos —dijo Kammamuri con voz decidida—. Aquel hombre, como te he dicho, no verá las fronteras del Assam ni siquiera de lejos. Ya estamos exasperados. Han sido demasiadas traiciones.