El tren, a sólo cincuenta metros de distancia, seguía ardiendo con crepitaciones y estallidos. Todas las armas de fuego de aquellos desgraciados viajeros fueron unas y otras disparándose al contacto de las llamas y lanzando las balas en todas direcciones.
No se sentía ya el olor a carne quemada, pues los cadáveres estaban reducidos a ceniza, lo mismo que la mayor parte de las telas, cortinas, cojines y las colchonetas que servían de cama por las noches, y lo que aún duraba, acababa de consumirse, envolviendo todavía los restos del tren en un humo densísimo.
La máquina, completamente reventada, tenía aún carbones encendidos, y parecía que, aunque derribada, estaba dispuesta a escapar de un momento a otro.
Pero el fuego cesaba rápidamente, como cesaba también el que devoraba al juncal. Los vegetales no eran ya presa de las llamas y se extendían por el suelo cubierto de ceniza.
Kammamuri, previendo que tendrían que esperar mucho al otro tren, puso un poco de orden en el coche comedor, ayudado por Timul, tirando fuera una gran cantidad de vajilla que no había resistido al choque, y después se puso a comer.
El cocinero había renovado sus provisiones en la última estación, y las cajas forradas de cinc y los armarios estaban llenos de carnes frescas y saladas, de conservas, de frutas, de quesos y de toda clase de manjares.
Habiéndose roto los dos fogoncillos, que eran de barro, los dos indios tiraron la carne, que empezaba a heder a causa del intenso calor a que había estado sometida, y se contentaron con galletas, con buenos trozos de chester, grandes rajas de piña y algunos plátanos. Vaciaron otras dos botellas de cerveza, y, acabada su comida, salieron a echar un último vistazo al tren.
—Dentro de media hora habrá acabado todo —dijo Kammamuri—. El fuego no encuentra ya más combustible.
—Y también el incendio del juncal, por lo menos alrededor nuestro, continúa extinguiéndose.
—¡Si te digo que tenemos una suerte extraordinaria!
—¿Y cuánto tiempo tendremos que estar aquí, sahib?
—Por lo menos veinticuatro horas, si no me equivoco.
—¿Vendrá otro tren?
—Sí; pero no sé si vendrá de Calcuta o de la Alta India. Aquí no corremos ya ningún peligro teniendo víveres, armas y hasta dos cómodas hamacas para dormir; por consiguiente, no tenemos que apurarnos. No va a ser precisamente mañana cuando Sindhia asalte la capital y podemos impunemente perder algún día. ¡Hola! He aquí los marabúes, que acuden en bandadas con la esperanza de darse un hartazón de cadáveres humanos. Esto quiere decir que también, lejos de nosotros, el fuego del juncal va extinguiéndose.
—Devorarán al cocinero y al pinche —dijo Timul.
—¡Escaso botín para volátiles tan hambrones! ¡Vaya! Ya que el sol empieza a calentar y que no tenemos otra cosa que hacer, vamos a echar un sueñecito. Esta noche tenemos que velar, y velar de veras, porque tras de los marabúes vendrán los tigres y los leopardos.
Fumaron un cigarro sentados junto a la plataforma del coche, y después, mientras las siniestras aves de rapiña bajaban a docenas batiendo sus enormes alas y abriendo sus picos, cerradas todas las puertas, se echaron en las hamacas de los dos desgraciados cocineros.
Cuando se levantaron, se iniciaba la puesta de sol y ningún reflejo de incendio se veía en el juncal, ya casi enteramente destruido.
Del tren no quedaba más que la máquina, el ténder y muchas ruedas. Todos los coches habían sido destruidos a la par que los viajeros.
Unos cincuenta marabúes se encarnizaban todavía contra los huesos, ya descarnados, de los cocineros, buscando algún nervio que hubiese escapado a la voracidad de sus compañeros llegados primero.
Kammamuri y Timul creyeron oportuno hacer una pequeña cena, dudando de tener tiempo más tarde, y después se pusieron de centinelas en la plataforma, respirando con fruición el aire, que empezaba a refrescar, aunque estaba saturado de una ceniza impalpable.
¡Quién sabía!… La noticia del desastre, llevada por alguien del personal del tren, podía haber llegado a Pursa. No era más que una suposición, pues los dos indios estaban convencidos de que ninguno se había salvado; pero, además, algún tren podía presentarse en plena noche, y era mejor velar.
Mas era verdad que la línea estaba interrumpida y que todas las máquinas, ora saliesen del Sur, ora bajasen del septentrión, hubieran tenido que detenerse para no destrozarse contra los últimos restos del tren.
El sol había desaparecido, y de todas partes del horizonte llegaron con gran estrépito nuevas bandadas de marabúes, buitres de cuello pelado y rugoso, pequeñas águilas negras y halcones de varios colores y tamaños, mezclados con gruesos actores.
Aunque ya no quedase nada por devorar, aquellas aves de rapiña se arrojaron furiosamente contra lo que quedaba del tren, moviendo y removiendo la ceniza para atrapar algún hueso.
Los chacales aullaban a lo lejos. El fuego que devoraba el juncal debía de estar, por consiguiente, apagado.
También ellos estaban al caer, esperando, como los volátiles, encontrar abundante botín. Parece imposible, y, sin embargo, esos animales, siempre en lucha con el hambre, perciben a distancias increíbles el olor de un cadáver.
Pero esta vez llegaban tarde, porque, como hemos dicho, los dos cocineros habían sido descarnados ya a esas horas por los marabúes, bastante más diligentes, aunque parecen aves de rapiña muy pesadas.
Kammamuri había encendido su pipa y había puesto a su lado cuatro pistolas inglesas que había descubierto en una caja, y Timul hacía gran consumo de cigarros finísimos, dando la preferencia a los manileses, mucho mejores que los de Londres.
—Si transcurre la noche así —dijo el maharato, el cual de tiempo en tiempo vaciaba una botella de cerveza—, no tendremos de qué quejarnos.
—¿Sigues contando con la llegada del tren, sahib? —dijo Timul.
—¿Para qué, si no, han abierto a través de los juncales y las selvas la línea férrea? Cuándo llegará ese tren, eso sí que no puedo yo decírtelo con precisión, habiendo viajado casi siempre sobre elefantes o a bordo de las naves del terrible Sandokán —Ese Sandokán, a quien he oído nombrar muchas veces y con gran respeto, ¿quién es, sahib?
—Un hombre extraordinario, amo de una isla que se llama Mompracem y rey de una inmensa región que se extiende al norte de Borneo. Las batallas que ha dado a los ingleses ese formidable pirata, junto con Yáñez, no se pueden ya ni contar.
—¿Y ha vencido siempre?
—Casi siempre.
—¿Y crees tú, sahib, que volverá aquí a ayudar al marajá?
—Se embarcará al punto con sus mejores guerreros.
—Pasará tiempo, seguro, antes de que llegue.
—Un par de semanas, por no decir más. Hoy día tiene barcos de vapor rapidísimos y admirablemente armados, que harán pronto la travesía y sabrán defenderse de… ¡Ah!… ¡El tigre!…
El maharato se había detenido bruscamente, y, dejando la pipa, se había puesto a escuchar.
En el juncal polvoriento había resonado de improviso un aullido agudo, extraño: «¡A-o-u-g!…».
En el mismo momento, otro grito, bastante más agudo, había respondido.
—¿Qué te decía yo, Timul? —dijo Kammamuri—. Que tras los marabúes vendrían los tigres a chupar los últimos huesos escapados al fuego; ya se anuncian.
—¿Y nosotros?
—Nosotros bajaremos las rejas de hierro de los coches y detrás de ellas los esperaremos pistola en mano. ¿La lámpara está rota?
—No me parece, sahib.
—Encontraremos en cualquier lado aceite para llenarla. En un coche comedor tiene que haber de todo. No esperemos a que desaparezca el último reflejo de luz.
Volvieron a entrar, cerraron las rejas, quitando en cambio las cortinas de espicanardo, que no podían servir de defensa alguna contra animales tan potentes, y, por fin, encontrando una botella de aceite, llenaron la lámpara, que, a pesar del gran choque, había quedado intacta.
Apenas habían cerrado la puerta que llevaba a la plataforma, una puerta robustísima y asegurada con dos barras de hierro, cuando por segunda vez rompió el silencio de la noche el aullido del tigre, impresionante aun para los que están acostumbrados.
—No puede estar más que a cien metros de nosotros —dijo Kammamuri, que también había preparado las pistolas del cocinero y del pinche.
—¿Estará solo?
—¡Oh! Ya vendrán otros, pobre Timul, y nos veremos obligados a pasar una noche pésima.
—¿Se atreverán estas fieras a querer forzar la reja, sahib?
—Sus uñas son de una resistencia extraordinaria y no me extrañaría que las barras de hierro salieran danzando. Pero no debemos asustarnos, pues estamos bien armados, podemos disparar muchos tiros y haremos estragos sobre esos devoradores de hombres. ¿Oyes? Se oye otro maullido. Se contestan ya.
Timul, por más que estuviese bastante impresionado, empuñó su pistola, se acercó a una ventana defendida por la reja y miró hacia fuera.
La noche estaba fresca y era también muy oscura, pues había muchos vapores en el aire. Apenas se distinguían la máquina y el ténder, iluminados por el reflejo de la lámpara del coche comedor.
—¿No ves nada? —dijo Kammamuri, que continuaba fumando su pipa sentado sobre una caja llena de botellas de cerveza.
—Sí; distingo dos puntos luminosos fosforescentes.
—¿Lejos?
—Cerca del ténder.
Kammamuri vació su pipa, apagó el fuego que quemaba el tabaco para evitar un posible incendio entre tanta caja, cogió sus pistolas, de las cuales se fiaba más que de las que había encontrado de los cocineros, pasó revista nuevamente a las rejas, probando los ganchos, y, por último, se puso al lado de Timul.
En aquel momento una sombra grande se dibujó en el rayo de luz proyectado por la lámpara, y un magnífico tigre apareció.
—¡Por Sivah!… —exclamó el valiente maharato—. No ha encontrado más que huesos calcinados y quiere desquitarse a costa nuestra. ¡Alto ahí, señor tigre! ¡Aquí está el viejo cazador del Juncal Negro! A muchos hermanos o parientes vuestros he despachado yo, y tendré también, espero, vuestra piel. Hazme sitio, Timul, a fin de que pueda verlo bien. Tú dispararás sobre su compañero si intenta arrojarse sobre el coche por cualquier otro lado.
El tigre estaba a plena luz y se le veía perfectamente: desdeñaba el esconderse, consciente de su propia fuerza y de su propia audacia.
Se había instalado a algunos pasos delante del ténder y puéstose a observar con aparente curiosidad los movimientos del maharato.
Parecía que no tenía ninguna prisa por asaltar. De fijo quería estudiar primero la plaza, y las barras de hierro no debían de habérsele escapado.
—¿Quiere acercarse vuestra señoría algunos metros más para que yo pueda disparar mis tiros con mayor seguridad? —gritó Kammamuri—. Si tuviera mi carabina, os rogaría, señor tigre, que, al revés, os alejaseis.
El tigre esparció el terreno con la cola, levantando un torbellino de ceniza que en algunos instantes lo escondió casi enteramente, y respondió con un sordo maullido.
—¡Ah! No tenéis prisa alguna —repuso Kammamuri, que se divertía bromeando con el terrible devorador de hombres, pero resguardado por la sólida reja—. Haced lo que gustéis. Podemos más bien ofrecerle alguna cosa para estimularle el apetito.
—¿Qué hacéis, sahib? —dijo Timul, espantado.
—Quiero que se acerque un poco. Ya sabes que no tenemos más que pistolas. Dame carne salada. Por ahí la he visto en alguna caja.
El joven se disponía a ir a buscarla, cuando el coche comedor, que debía de estar mal equilibrado, se puso como a mecerse en el ancho foso.
—¡Ah, bribones!… —exclamó el maharato—. Mientras el uno me hace perder el tiempo, el otro asalta por detrás…
Se precipitó hacia la parte opuesta y apenas tuvo tiempo de ver al segundo tigre, el cual trataba, con una audacia increíble, de arrancar una reja. No lo había conseguido aún, pero en un momento había retorcido muchas astas de hierro.
—Querido Timul —dijo el maharato, ahorrando el tiro—. Tengo que darte una mala noticia.
—¿Cuál, sahib?
—Que no tenemos que habérnoslas con tigres comunes, sino con dos admikanevalla[11].
—¿Dos verdaderos devoradores de hombres? —dijo el joven, asustado—. ¿Cómo lo sabes tú, sahib?
—Son demasiado astutos y maniobran demasiado bien para ser tigres corrientes. ¡Oh!… Soy ducho en la materia, pero no tienes por qué asustarte. Aquí dentro estamos como en una pequeña fortaleza, que no tomarán tan fácilmente.
—Algunas barras están casi arrancadas, sahib.
—Nos quedan otras, y luego, aún no hemos hecho fuego.
—Me han dicho que los admikanevalla no tienen miedo alguno a los hombres.
—Como que no se alimentan más que de hombres, desdeñando a los monos y a todos los demás habitantes de las selvas. Fíjate en que uno solo en un pueblo ha devorado en pocos meses a cuarenta personas. ¡Vaya! ¡Se han calmado!… Tráeme carne salada.
—¿No tienes tú miedo, sahib?
—En absoluto —respondió Kammamuri, con voz tranquilísima.
El joven, algo tranquilizado, rebuscó por las cajas y logró descubrir carne ahumada, bastante seca, que podía pasar perfectamente por la reja.
Kammamuri había vuelto a colocarse en su primer puesto.
El tigre seguía allí instalado cómodamente y no había dado un paso adelante.
Se veía que contaba con el ataque de su compañero.
—Ahora es la mía —murmuró el maharato, que empezaba a impacientarse—. ¡Ah!… ¿Tú no quieres moverte? Veremos si permaneces impasible ante un buen bocado.
Cogió un trozo de carne y lo lanzó lo más lejos que pudo, o sea sólo a pocos metros, porque las rejas no permitían sacar el brazo entero.
El tigre, viendo caer aquello, se alzó de golpe olfateando fuertemente el aire y meneando la cola con impaciencia.
Se hubiese dicho que le molestaba bastante el que se le perturbase para ofrecerle un bocado en el juncal, que seguramente no había probado nunca.
—¿Su señoría se digna agradecer mi modesto regalo? —gritó Kammamuri, que había empuñado con presteza las pistolas y estaba dispuesto a disparar sus cuatro tiros.
También esta vez el tigre respondió con un largo maullido que acabó en un «¡a-o-u-g!», espantoso, pero no pareció decidirse todavía a dejar su puesto.
No obstante, tenía que estar hambriento, al no haber encontrado ningún cadáver entre los restos del tren, y ya debía de haber olido la carne.
Debía de ser un pillo redomado que ya habría tratado quizá muchas veces con las armas de fuego.
El apetito al fin triunfó de la prudencia. Miró a Kammamuri con ojos centelleantes, y después, casi arrastrándose y muy lentamente, se dirigió hacia la escasa cena que le caía así, tan generosamente ofrecida por sus implacables enemigos.
—Timul, ven —dijo el maharato—. ¿Ves al otro?
—Me parece que ha saltado al techo del coche —respondió el rastreador—. Oigo que las uñas arañan la lámina y se clavan en la madera.
—Entonces, despachemos.
El primer tigre, permaneciendo siempre casi pegado al suelo, había llegado a pocos metros del cebo, pareció vacilar un momento, después se enderezó de golpe, lanzando un fuerte maullido, y fue a caer sobre la carne.
Ese era el buen momento para hacer fuego, porque se había acomodado de nuevo para cenar con más tranquilidad.
Resonaron dos golpes; después, otros dos; Kammamuri había descargado sus largas pistolas, que contenían gruesos proyectiles de plomo endurecido.
La fiera, al recibir aquella doble descarga, dio como una voltereta en el aire, agitando desesperadamente las patas y la cola, y fue a desplomarse en medio de la ceniza, lanzando un maullido que resonó en el silencio de la noche.
Era siempre el siniestro «¡a-o-u-g!», que impone y estremece a los cazadores, aun a los más aguerridos.
Aquel maullido, especialmente cuando se oye en medio de las tinieblas, sobrecoge de un modo extraño.
Kammamuri empuñó con rapidez las pistolas de los cocineros, esperó a que el humo se desvaneciese, lo mismo que la ceniza entre la cual se revolvía el tigre furiosamente, y volvió a la reja, dispuesto a continuar el fuego.
—Sahib, ¿queréis mis armas? —dijo Timul, que empezaba a temblar oyendo los maullidos espantosos del tigre, que se repetían casi sin intervalo.
—No; también son buenas las de aquellos dos desgraciados. Son armas ingleses que tendrán, quizá, mayor alcance.
—¿Está herido el tigre?
—Espero haberle metido en el cuerpo las cuatro balas, pero estos animales tienen la piel durísima o, mejor, la vida muy agarrada. Y al otro, ¿lo oyes arañar el techo?
—Sí, sahib; trabaja para abrirse paso.
—¿Han cedido los maderos?
—Todavía no.
—Entonces me dará tiempo bastante para acabar con el catador de carne salada, porque ahora podemos llamarlo así.
La ceniza se había disipado y volvía a verse al tigre. Parecía que estaba loco; se levantaba, se caía; después, con un esfuerzo supremo, daba verdaderos saltos mortales, tratando de acercarse al coche, empujado por el deseo de la venganza.
Kammamuri lo esperaba a pie firme, sabiendo que en adelante nada tenía que temer de él.
Le preocupaba la segunda fiera, la cual, comprendiendo que las rejas eran demasiado sólidas hasta para sus uñas, fuertes como el acero, trataba de introducirse en el coche por otro conducto, quizá más fácil.
—Urge el obrar con presteza —murmuró el viejo cazador—. Con estos bichos no se puede jugar.
Miró a lo alto y vio, con no poca sorpresa y no poco espanto, saltar de un golpe una tabla del coche, de quince centímetros de ancha, y de dos centímetros de larga.
El segundo tigre no podía pasar aún, mas podía proseguir su obra de destrucción y poner en gravísimo riesgo a los dos indios.
—¡Sahib! —gritó Timul, viendo aparecer una de las zarpas delanteras de la fiera—. ¡Estamos perdidos!
—¡Sangre fría, hijo mío! —respondió el maharato—. En el juncal Negro me he encontrado en condiciones bastante peores.
Levantó las dos pistolas de los cocineros hacia la brecha, esperó que asomara el hocico del tigre y disparó los cuatro tiros. Cabeza y zarpa desaparecieron, seguidas de un maullido.
—¡Por Sivah!… —exclamó el maharato, que conservaba siempre su tranquilidad, que era tan grande como la de Yáñez—. ¡Buena suerte tengo! Con simples pistolas he puesto fuera de combate a dos devoradores de hombres que hubieran podido desafiar a una docena de elefantes cargados de cazadores. Pásame ahora tus armas y carga de nuevo las vacías. ¡Vamos! Tenemos todavía que hacer y…
Se interrumpió haciendo un gesto de furor. En el juncal, ahora polvoriento, habían resonado otros maullidos que anunciaban la llegada de nuevos tigres.
—La noche será tremenda —dijo, mirando a Timul, que cargaba precipitadamente las armas—. Si estas fieras logran entrar por el techo, no quedarán de nosotros ni los vestidos.
Había vuelto a apostarse a la reja, delante de la cual, a pocos pasos de distancia, seguía revolcándose el primer tigre, tratando siempre de volver a ponerse de pie para arrojarse a algún ataque furioso, sin esperanza de éxito.
—Acabemos con este —dijo con rabia concentrada—. ¡A ti, toma!…
Y después de mirar un momento, disparó encima de la fiera otros dos tiros, gritando:
—¡Seis balas tienes en el cuerpo!… ¡Muere, pues!… ¡Bastante plomo tienes, bribón!
El tigre giró dos veces sobre sí mismo, clavó luego sus fuertes uñas en el suelo, lanzó un último maullido y se extendió cuan largo era, agitando todavía débilmente la cola.
—¡Muerto!… —gritó el maharato—. ¡Siempre será uno menos!
En aquel momento, a dos pasos de él, resonaron dos disparos, y una densa nube de pólvora se esparció por el coche.
En lo alto se oyó un maullido feroz, seguido de un estridor agudo, y la voz de Timul se alzó triunfante.
—¡Sahib le he dado en pleno hocico y ha desaparecido!
—¿El segundo tigre? —dijo el maharato, apretando la otra pistola y avanzando entre la nube de humo acre.
—Sí, sahib.
—Dos van. Pero ¿cuántos serán los que estarán para llegar? ¿No oyes qué espantosamente aúllan esos gatitos? ¡Ea!… ¡Eh, aquí el asalto!…
Agitó al coche una sacudida violentísima, haciéndolo inclinarse hacia el borde del foso.
Cinco o seis tigres que habían acudido de todas partes del juncal, se arrojaron ferozmente al ataque, decididos a regalarse con los defensores de la fortaleza.
Asaltaban por delante y por detrás, procurando arrancar las rejas y maullando espantosamente.
Sus alientos, calientes y fétidos, llegaban hasta dentro del coche. Pero habían tropezado con fuertes defensores. Kammamuri, y también Timul, que estaba completamente repuesto de su susto, no cesaban de hacer fuego, quemando los bigotes y los hocicos de las fieras bestias.
El coche, sacudido por todas partes, se balanceaba como una barca sacudida por las olas. Parece mentira, pero la fuerza de los tigres es tal que, a veces, llegan hasta a derribar un coche. Verdad que los carros que usan los indios son más bien ligeros, pero un león no podría tanto.
Ya los dos sitiados habían disparado una veintena de pistoletazos, cuando oyeron a lo lejos un ruido sonoro que se acercaba rápidamente.
Kammamuri lanzó un grito de triunfo:
—¡Un tren!… ¡Un tren!… ¡Estamos salvados!…
¿De qué parte sería aquel monstruo de hierro? ¿Del septentrión o de la región de la Baja Bengala?… Pero, viniese de una u otra parte, era siempre la salvación.
—¡Dispara, dispara, Timul!… —gritaba Kammamuri—. ¡Hagámonos oír!…
Y otros cuatro pistoletazos partieron a través de la reja, hiriendo o quizá matando a algún otro tigre.
El ruido disminuía. El tren moderaba su marcha y procedía con cautela, lanzando ahora silbidos agudísimos.
El coche comedor no se agitaba ya.
Las bestias feroces iban a intentar el asalto del tren, pero a poco resonó un nutrido fuego de fusilería.
Los viajeros, armados de buenos fusiles y advertidos a tiempo de la presencia de las fieras, habían abierto un fuego infernal desde las balaustradas de las galerías para proteger al maquinista y al fogonero.
Durante cinco minutos, o quizá más, las detonaciones se siguieron siempre nutridísimas; luego el fragor del tren cesó inesperadamente.
—¡Abre la puerta! —gritó Kammamuri al joven, después de volver a cargar sus pistolas.
—¿No estarán las fieras esperándonos fuera, sahib?
—Todas se habrán escapado, si no es que las han matado. ¡Buenos tiros se han disparado desde las galerías!
Timul levantó las barras, abrió y se encontró de pronto frente a un hombre blanco, que llevaba en las manos dos pistolones.
—Soy el jefe del tren —dijo, adelantándose—. Me alegro de que, al menos, dos personas hayan escapado del horrible desastre. Podéis salir: los tigres, acribillados, han huido y no piensan más en asaltar. Deben de tener demasiado plomo en el cuerpo.
—¿De dónde viene este tren? —preguntó Kammamuri.
—De Pursa. Se supo el incendio del juncal y hemos acudido. ¿Han muerto todos los demás?
—Se han quemado dentro de los coches. Yo no he vuelto todavía en mí después de tantas emociones.
—¿Quiénes sois vosotros?
—Dos príncipes assamitas.
—Ya podéis dar las gracias a todas las divinidades de vuestro país por haber escapado a tan terrible muerte —dijo el jefe del tren—. Apagad la luz y seguidme, porque saldremos en seguida para Calcuta.
—La línea está obstruida.
—Cincuenta hombres están trabajando allí, junto a la máquina y el ténder. Dentro de media hora podremos proseguir nuestro camino. ¿Queréis aprovecharos, señores?
—A Calcuta nos dirigíamos.
—Pues allí os llevaremos. Pero quisiera saber por vosotros quién ha podido ser el miserable que ha prendido fuego al juncal.
—No ha sido un hombre solo, señor mío. Han urdido una trama infame para quemar vivos a todos.
—La policía volante de la frontera se encargará de desenredar esta madeja. Vamos, señores.
Los dos indios cogieron sus armas lo mismo que las de los dos pobres cocineros y dejaron el coche comedor, pero escudriñando bien los alrededores.
Temían que no todos los tigres hubiesen huido y que alguno estuviese agazapado aún en el foso, que se prolongaba bastante, y que con su abundancia de hierbas hubiese podido esconder incluso a un búfalo.
El tren había parado sólo a cien metros del lugar de la catástrofe.
Se componía de una media docena de larguísimos coches con doble techo, a fin de que la circulación del aire mantuviese siempre dentro de ellos una relativa frescura.
Cincuenta hombres, entre soldados, pasajeros y guardafrenos, a la luz de unas antorchas, trabajaban con ahínco en la máquina. Los demás restos del tren habían sido arrojados al foso y el ténder estaba derribado fuera de la línea, con lo cual la vía estaba casi libre.
Kammamuri puso en manos del empleado una buena moneda de oro y entró con Timul en el último coche, que en aquel momento estaba completamente vacío.
—Nadie vendrá a molestarnos, señores —dijo el guardafrenos que los había guiado, y que en pocos minutos se había ganado cien libras—. Yo me cuidaré de eso.
Y acudió, veloz como un rayo, a ayudar a todos los demás que iban a dar el último empujón a la máquina descarrilada.
—¿Será verdad que de esta hecha llegamos a Calcuta? —dijo el rastreador a Kammamuri, que había sacado su pipa.
—Espero que sí, jovenzuelo.
—¿Y el bracmán?
—El diablo habrá cargado con él.
—¿Tú lo crees, sahib? Yo, no obstante, tengo la convicción de volverlo a ver.
—¿Dónde? ¿En el tren?
—En la reina de Bengala.
—Visnú lo querría —dijo el maharato—. Yo, sin embargo, creo que aquel tunante debe de haber escapado con el maquinista y los hombres que prendieron fuego al juncal.
En aquel instante hirieron el aire tres silbidos agudísimos.
La máquina se disponía a arrancar y proseguir su impetuosa carrera entre las interminables llanuras de la Baja Bengala.
La línea había sido por fin desembarazada y todos volvían a tomar por asalto los coches.
El tren pasó con lentitud por delante del que había ardido, aceleró después rápidamente su marcha y desapareció por fin entre las tinieblas, con sonoro estrépito.
Doce horas más tarde, Kammamuri y Timul bajaban en la inmensa estación de Calcuta.