Toda Bengala está formada de llanuras inmensas, sin límites, que siempre van haciéndose más bajas y empapándose más de agua a medida que se acercan al delta del Ganges. Pueden contarse las colinas con los dedos de la mano, y no son más que insignificantes elevaciones de algunos cientos de metros, cubiertas de bosques impenetrables, habitados por bestias feroces, siempre al acecho.
Después de la estación de Pursa, la vegetación había cambiado bruscamente y ofrecía a las miradas maravilladas del viajero, ora juncales gigantescos poblados de millares de marabúes y de otras grandes aves zancudas, ora soberbios bosques de cocos, de palmas, de mangos y de muchas más plantas de enorme tronco y de frondoso follaje siempre verde.
Era la vegetación del delta, la vegetación propiamente bengalí.
El tren, lanzado siempre a buena velocidad, devoraba aquellas llanuras sin dificultad ninguna, poniendo en fuga con su estruendo a millares y millares de volátiles y a bandadas de chacales.
La línea era buena, y, no habiendo otra, no existía el peligro de algún choque, al menos hasta más allá del paso del Ganges, todavía bastante lejano.
Los oficiales, dispersos por las galerías, se divertían en disparar sus pistolas contra cuantos animales no andaban listos en escapar, haciéndose no sólo admirar, sino también aplaudir por las delgadas «misses», todas hijas de empleados.
Y lograban dar en el blanco aun cuando el movimiento del tren hacía la puntería dificilísima.
Debían de ser todos excelentes tiradores y de estar también acostumbrados a practicar en la caza mayor.
Tenían esperanzas de sorprender a algún tigre real, cosa no imposible, pues a pesar de las grandes batidas de las guarniciones, llevadas a cabo con elefantes, abundan muchísimo en Bengala, y son tan audaces, que hasta asaltan los trenes para llevarse, si no a los viajeros, bien resguardados, al maquinista o al fogonero.
A las ocho de la noche el sol se puso casi de repente, acabando con aquel entretenimiento, y tinieblas bastante densas se extendieron sobre la interminable llanura.
El tren hizo una breve parada para dar tiempo al personal de encender las luces, y después, tras de haberse llenado bien de combustible la máquina, prosiguió su carrera a través de una serie de boscajes que debían de servir de refugio a los grandes animales selváticos.
El bracmán, desconfiando de quedarse solo en la galería después que todos se habían retirado, entró en el departamento. Había mirado primero la hora en un relojito que tenía metido en su ancha faja.
—¡Todavía cuatro horas! —murmuró—. ¡Es para perder la paciencia!
—Estáis mejor aquí que fuera, señor sacerdote —dijo Kammamuri, el cual había dejado de fumar—. No hay que fiarse y estarse de noche en la galería.
—¿Qué me vais a contar a mí? —dijo el bracmán, cerrando cuidadosamente la puerta—. Hace dos meses, por poco un tigre no me coge en el tren que va a Patna.
—¿Había entrado en el coche? —dijeron el maharato y Timul.
—No; respiraba yo el aire de la noche en una galería, cuando vi de repente aparecer al borde de un juncal dos ojos fosforescentes. El tren marchaba a gran velocidad; mas, no obstante, la fiera no titubeó en lanzarse y cayó a algunos pasos de mí. Tuve apenas tiempo de precipitarme en el departamento, de cerrar la puerta y empuñar mis pistolas, cuando ya las uñas de la terrible fiera procuraban desgarrar la cortina de espicanardo para alcanzarme.
—¿Estabais solo?
—Completamente solo —dijo el bracmán—. Había ingleses en el departamento de al lado, pero no se habían dado cuenta de nada.
—¿Y cómo os las habéis compuesto? —dijo Kammamuri, el cual, en su calidad de viejo cazador de los más feroces animales que infectan el delta gigantesco, era todo oídos.
Con dos pistoletazos que descargué dentro de la oreja de la fiera cuando, ya destrozada la cortina, estaba para saltar al departamento.
—¿Y la matasteis?
—Al instante. Conservo en mi casa la piel de aquel soberbio tigre real.
—Habéis estado muy afortunado, señor sacerdote, porque yo he cazado muchos años en los Sunderbunds, y jamás he conseguido acabar con esas fieras con simples pistolas. Muchas veces, ni bastan carabinas.
—Brahama me ayudó.
—Os creo de buen grado.
—Pero decidme una cosa, ¿cómo es que príncipes assamitas han andado cazando en la Baja Bengala? En vuestras selvas no deben de faltar fieras.
—Hemos ido por adiestrarnos —respondió prudentemente Kammamuri—. ¿Me permitís que fume?
—Sí, si alzáis la cortina.
—¿Y si saltase algún tigre a la galería?
—Somos tres y estamos bien armados.
—Entonces también puedo salir yo.
—No lo hagáis, que nunca se puede saber…
—Me bastará la ventana.
Kammamuri encendió su pipa y alzando la cortina, que chorreaba agua, se puso a fumar tranquilamente, tratando de distinguir alguna cosa.
Una oscuridad completa envolvía al tren, el cual había empezado a internarse en medio de juncales formados de bambúes de quince y hasta veinte pies de alto y gruesos como el muslo de un hombre en su base. Pero de tiempo en tiempo las lámparas lanzaban ráfagas de luz que permitían distinguir algo durante unos instantes.
El tren seguía avanzando con gran estrépito de hierro, sacudiendo atrozmente los coches y vomitando por su alta chimenea infinidad de chispas, que el viento dispersaba rápidamente con gran peligro de que produjesen incendios, porque en esa época de la estación estaban muy secos todos los vegetales.
Pero verdad era que detrás del tren que huía no pasaba ningún otro, y que, por consiguiente, el fuego no hubiese podido causar daños más que a las selvas, de propagarse más allá de los juncales.
Kammamuri se había fumado dos pipas, cuando oyó tres silbidos agudísimos que mandaba la máquina.
Casi en el mismo instante vio al bracmán abrir la puerta y precipitarse a la galería, empuñando las pistolas.
—¿Adónde corréis, señor sacerdote? —dijo el maharato— ¿No tenéis ya miedo a los tigres?
—¿No habéis oído esos silbidos?
—El maquinista habrá querido divertirse asustando a alguna manada de búfalos.
—No; anuncia un desastre, el desastre que yo había previsto.
—¡Oh! ¡Qué historia!…
Kammamuri no pudo acabar; el tren se paró bruscamente, produciendo en los coches una sacudida espantosa.
Por un momento todo pareció quedarse en suspenso, pero en seguida se vieron pasar por delante de la galería dos hombres gritando hasta desgañitarse:
—¡No os asustéis, señores; una pequeña avería en la máquina!
—¡Escapad conmigo! —dijo el bracmán, volviéndose hacia Kammamuri y Timul—. ¡La máquina va a estallar! ¡Pronto, bajad a tierra!
—Esperaremos que estalle —respondió Kammamuri, el cual se había lanzado ya fuera del departamento.
—¡Huid, estúpidos!
—Si queréis haceros comer, por los tigres, sois muy dueño, señor sacerdote. Nosotros estamos demasiado bien aquí.
—Os arrepentiréis —gritó el bracmán, lanzándose al suelo y desapareciendo entre las tinieblas.
Todos los viajeros habían acudido a la galería y preguntas y respuestas se oían al unísono.
—¿Una avería grande?
—No lo sabemos —respondió el maquinista, el cual había distinguido ya al bracmán.
—¿Pasaremos aquí la noche?
—No se sabe.
—¡Vuelve a la máquina! —gritaban furiosos los oficiales ingleses—. ¡Anda a hacer la compostura!
—Temo tener poca agua, señores, y que todo salte.
—¡Todo el tren! —chillaban los señores—. ¡No es posible!
—¡Eh, maquinista! —gritó un viejo funcionario que se había apoderado de un farol—. ¿Quieres que te hagamos arrestar y fusilar después? ¡Debes saber que no aguantamos burlas!
—¿Habrá huido el bracmán? —inquirió Timul.
Kammamuri no pudo responder. Todos los viajeros, cada vez más impresionados por aquella parada en medio de un espeso juncal y a medianoche, estallaron en gritos:
—¡Maquinista!… ¡Maquinista!…
Los oficiales ingleses iban a saltar a tierra, cuando el tren tuvo una sacudida horrible y se lanzó a través del juncal con una velocidad fantástica, vomitando un torrente de chispas.
Apenas había arrancado, cuando luces siniestras rasgaron de improviso las tinieblas, tiñendo rápidamente el cielo de un color rojo intenso.
Al mismo tiempo, tiros de fusil resonaban bajo los gigantes bambúes y se oyeron silbar proyectiles y encajarse con ruido seco en la madera de los coches.
—¡Por Júpiter!…, como dice el señor Yáñez —exclamó Kammamuri—. Hemos caído todos en una emboscada hábilmente preparada.
—¿Por quién?
—Por el maquinista y el fogonero, que debían de estar de acuerdo con los bandidos del juncal.
—El tren sigue corriendo. ¿Quién lo guía? —dijo Timul.
—Estando abierta la palanca, anda por sí mientras haya carbón en el horno.
—Sahib, ¿qué hacemos?
—Vayamos en busca de ese perro de maquinista, pero verás cómo no lo encontraremos.
—¿Tenéis práctica de estas bestias que escupen fuego y humo?
—Algo entiendo. Ven conmigo antes que se extienda el incendio por todos lados. No pasemos por las galerías, pues están atestadas de personas que chillan. Saltemos por el techo de un coche a otro. Cuida de no caerte si las piernas te flaquean.
—Nunca he padecido vértigo, señor, y soy ágil como un mono.
—¡Ea, basta, sígueme, sangre de Visnú!…
Se agarró a una columna de la galería y saltó al techo del coche.
Un espectáculo espantoso se ofreció entonces a sus ojos.
Todo el juncal ardía en llamas, tanto a diestra como a siniestra de la vía férrea. Los altísimos bambúes, ya muy secos, ardían como yesca, retorciéndose con gran estrépito plegándose y volviendo a alzarse como si los animasen de súbito nuevas fuerzas.
Ráfagas de centellas surcaban las tinieblas, acompañadas de enormes columnas de humo.
—¡Estamos perdidos! —exclamó al punto Kammamuri—. ¿Cómo vamos a poder atravesar este mar de fuego sin asarnos vivos? ¡Timul, a la máquina!
Tomó impulso y se lanzó al techo del coche vecino.
Se paró un momento por quedarse como atolondrado, pero después prosiguió animosamente tan peligrosa gimnasia, imitándole Timul, el cual brincaba con la agilidad de los corzos indios.
En las galerías, los viajeros gritaban espantosamente y parecía que hasta los oficiales habían perdido la cabeza, puesto que nadie pensaba en la máquina, sino que permanecían quietos, pegados los unos a los otros, mirando el terrible espectáculo con los ojos dilatados por el terror.
Kammamuri fue saltando sobre siete coches y después se deslizó al ténder en medio del carbón. Un momento después, Timul le caía casi encima.
También el bravo joven había triunfado de esa fuerte prueba.
El incendio se propagaba siempre con estruendo ensordecedor, aumentando más y más el humo y las centellas, y el tren se precipitaba desbocado a una velocidad de más de cien kilómetros dentro del juncal bufando, mugiendo, bamboleándose.
Kammamuri respiró un momento y después se precipitó hacia la máquina, haciéndose una terrible pregunta:
—¿Adelantar o retroceder?
—Sigamos la carrera, sahib —dijo Timul—, pues hacia el Norte arde todo el juncal y nos encontraríamos lo mismo en un mar de fuego.
—Entonces dejemos que el tren corra. Yo estaré atento a la máquina; cuida tú de que no falte carbón en el horno.
—¿Y crees, sahib, que nos salvaremos?
—Voy a intentarlo. Aquí se trata de correr y de correr bien. Si sobreviene algún incidente y el tren se para, moriremos todos quemados. ¡Carbón, Timul, carbón!
Kammamuri no había sido jamás maquinista, pero conocía y sabía manejar a esas bestias de hierro por haber practicado algo con las máquinas del Rey del Mar, de Sandokán, con lo cual no se encontraba en una situación embarazosa.
Pero el incendio, que aumentaba siempre, le preocupaba.
La vía férrea, abierta entre los juncos, no tenía de anchura más de treinta metros, con lo cual caían gran número de chispas sobre el techo, amenazando incendiarlo.
Sólo la máquina no podía correr peligro alguno, pues estaba cubierta de una gruesa lámina de hierro, que alcanzaba, por lo menos, hasta sobre una parte del ténder.
Ahí las centellas no podían prender, pero los dos maquinistas improvisados no se encontraban sobre un lecho de rosas, y su preocupación aumentaba de minuto a minuto.
Si los viajeros bien cobijados en los coches y defendidos por las cortinas, que chorreaban agua, podían por lo menos librarse de la humareda que rodeaba el tren, el maharato y su joven compañero, a pesar de estar tan cerca, en ciertos momentos no lograban ni verse.
Y después más que el humo, la ceniza caliente que llovía por todas partes y empezaba a acumularse sobre los coches, era lo que más apuro ocasionaba a aquellos dos valientes, porque el viento la arrojaba también por la máquina bajo la lámina de hierro, amenazando quemarles los ojos.
El calor aumentaba espantosamente. El termómetro debía de estar a punto de saltar.
El aire se había hecho casi irrespirable y secaba los pulmones, provocando tremendos golpes de tos.
Pero los dos indios resistían tenazmente, sin dejar de alimentar el horno. Sólo una huida loca podía salvar aún a todos aquellos desgraciados, que, dentro de los coches, no cesaban de lanzar gritos, cada vez más espantosos.
Y corría el tren en medio de aquella hoguera, que aumentaba con su corriente de aire; pero parecía que el juncal no iba a tener fin.
A lo lejos, hacia el Sur, el cielo parecía rojizo. Por consiguiente, también hacia allá el incendio, más rápido que la máquina, ya se había propagado a causa de los miles de chispas que arrastraba el viento del Norte, desgraciadamente un poco fuerte.
—Temo que nos quememos vivos en este mar de fuego —dijo en cierto momento Kammamuri a Timul, el cual removía el carbón con una larga barra—. El incendio sigue también lejos de nosotros y empieza a faltar el aire. Yo no tengo ya esperanzas; mas, sin embargo, no podemos, no debemos detenernos. ¡Ah, perro maquinista!… El mismo ha prendido fuego al juncal, ayudado por otros cómplices; pero estos mismos chacales han huido a tiempo.
—¿Qué te parece que podemos hacer, sahib?
—Correr siempre. Ahí hay dos depósitos de agua, que está un poco caliente, pero aún servirá de algo mojar nuestra ropa. Echa agua, echa agua, y después, más y más carbón, Timul. ¡Y date prisa!
—¿Y si la máquina estalla?
—Nos quemaremos todos.
—¡Es espantoso, sahib!
—¿Qué hemos de hacerle, Timul?…
Al poco rato se le escapó un grito de horror.
El tren había pasado una nueva curva y estaba para lanzarse por el mar de fuego, cuando a la distancia de quinientos o mil metros apareció, atravesando la línea, una ancha raya negra.
¿Qué era? ¿Algún enorme tronco de árbol que había caído justamente sobre las barras de acero que guiaban el tren?
Kammamuri lo supuso.
—Estamos perdidos —dijo a Timul—. Dentro de medio minuto los coches se habrán hecho pedazos.
—¿No podemos pasar?
—No; la línea está obstruida.
Dio inmediatamente contravapor e hizo silbar la máquina para advertir a todo el personal que cerrasen los frenos. Pero ¿quién los podía cerrar? El humo, las chispas, el aire calentísimo habían ya puesto fuera de combate a casi todos.
—Timul —dijo Kammamuri con voz desfallecida—, salta mientras la máquina modera la marcha. También yo me tiro abajo.
—¿No nos mataremos, sahib?
—Salta al foso; la hierba es espesa, aún no se ha prendido fuego, y salvaremos nuestros huesos. Anda, y no pierdas las pistolas, que más tarde nos serán muy necesarias.
A ambos lados de la línea se abrían dos profundas trincheras, que se habían llenado de vegetales, impidiendo hasta la caída de las aguas.
El tren aflojaba su marcha y ahora se veía claramente un tronco enorme, un tronco de palma atravesado en la vía.
Evitar el desastre era imposible. Los guardafrenos no habían respondido al llamamiento desesperado del improvisado maquinista.
¿Estaban muertos o semiasfixiados en sus minúsculas cámaras?
¿Quién lo sabía?
—¡Adelante, Timul!… —gritó Kammamuri—. ¡Que el fuego da un poco de tregua!
En efecto, en aquel lugar el juncal, quizá más húmedo que en otros, humeaba sin arder.
Los dos indios midieron la distancia, hicieron un esfuerzo supremo y se lanzaron a los profundos fosos, uno a la derecha y otro a la izquierda de la máquina, que continuaba su carrera roncando.
—¡Sálvese quién pueda!… —gritó el maharato, que había caído en un foso cubierto de espesa hierba—. ¡Saltad todos!… ¡Huid!
Ninguna voz respondió de los coches.
El tren, aunque frenado por el contravapor, recorrió aún velozmente quinientos metros, y después la máquina se encabritó como un caballo que siente por primera vez un espolazo.
Había chocado contra el enorme tronco de árbol, cayendo de un lado con el ténder.
Los coches, detenidos por el choque, montaron unos sobre otros, destrozándose con estrépito formidable; después se oyó un estampido ensordecedor.
La máquina había saltado, comunicando el incendio primero al ténder y luego al primer coche.
En un momento llamas enormes se extendieron por doquier. Todo ardía y ardían también los infelices viajeros que no habían tenido tiempo o que habían tenido miedo de tirarse.
Kammamuri, bastante animado, aunque pálido, se reunió con Timul, el cual no había estado menos afortunado, saliendo del paso con pocas contusiones, absolutamente insignificantes para la piel de un indio.
Como hemos dicho, en aquel lugar el juncal humeaba bastante, pero no ardían los vegetales se retorcían como si fuesen reptiles y después se abatían en gran número a través de la línea férrea, destrozando los hilos del telégrafo, que estaría interrumpido en quién sabe cuántos sitios.
—¿Pero será verdad que estamos vivos? —dijo el maharato con voz desfallecida.
—Es lo que yo también me estoy preguntado, sahib —respondió su joven compañero, respirando angustiosamente—. ¿Y los viajeros?
—Si con el choque no han quedado muertos en el acto, el fuego acabará con ellos. Todos los coches arden y ni dos compañías de bomberos podrían salvarlos.
—¿No habrá algún superviviente, señor?
—No creo; con todo, vayamos a verlo, si el humo nos permite acercarnos.
—¿Y qué va a ser de nosotros?
—En nosotros pensaremos luego —respondió Kammamuri.
Echaron a correr por en medio de la vía, teniendo cuidado con los bambúes, que aunque no ardían, caían de tiempo en tiempo siempre en abundancia, como si su base se hubiese calcinado en un instante, y lograron llegar hasta cien metros del tren.
Pero allí tuvieron que detenerse. Una nube de humo enorme, impregnada en un tremendo olor a carne quemada, envolvía todos los coches que, bajo aquella fúnebre cubierta, seguían ardiendo.
Todos los desgraciados viajeros debían de haber muerto, quiénes aplastados, quiénes asados vivos o asfixiados rápidamente.
Kammamuri, haciendo con sus manos una bocina, se puso a gritar:
—¡Señores!… ¡Señores!… ¡Responda quién esté vivo!
No salió ninguna voz humana de aquella humareda. Oíase solamente chisporrotear las llamas con un ruido que a veces llegaba a parecer mugido.
Por tres veces repitió el maharato la llamada, y después agarró a Timul por un brazo y le llevó hasta el juncal húmedo, donde el calor era menos intenso y el aire algo más respirable.
Se sentaron ambos al borde de un pozo, delante de un palo telegráfico de siete u ocho metros de alto, que sostenía en la punta, además de los muchos aisladores, tres largas astas de hierro destinadas a servir de pequeño depósito a los otros hilos, a fin de que el personal de los trenes pudiese renovar más rápidamente las comunicaciones cortadas por cualquier incidente.
—¡Estoy espantado! —dijo Kammamuri—. Yo me pregunto cómo vamos a hacer para salir de estos malditos juncales, que llamean de un lado y otro.
—Y que el fuego no hace arder —dijo Timul— Los bambúes se consumen sin incendiarse.
—Aquí cerca debe de haber agua.
—¿Y sabrías tú llegar allá? Morirías asfixiado antes de haber recorrido cien metros, y, además, no veo pasaje alguno ni delante ni detrás de nosotros.
—Esperemos que cese el fuego.
—¿Y sabes tú cuánto durará? Yo no conozco estos lugares. Bien haremos en no alejarnos de este palo telegráfico.
Allí arriba hay sitio para dos personas.
—Pero el palo no anda, sahib.
—Convencido estoy. Pero será lo que hasta más tarde nos librará.
—¿De qué?
—De los tigres, querido. Espera a que cese el fuego y los verás llegar para arrojarse sobre los cadáveres de los viajeros. Como ves, lo mejor es que nos quedemos aquí.
—¿Para dejarnos ahumar, sahib?
—No sé qué voy a hacer. No tengo bomberos a mano.
—¿Pero crees tú, sahib, que el autor de este desastre habrá sido el bracmán misterioso, de acuerdo con el maquinista y el fogonero?
—Ya no me queda la menor duda. Aquí los amigos de Sindhia han urdido esta terrible emboscada.
—¿Habrán sabido que habíamos salido de la capital para ir a Calcuta?
—Seguramente.
—¿Conque Sindhia tiene su policía?
—Y es, a lo que parece, bastante más hábil que la de la rhani.
—Entonces, de no haber conseguido matarnos aquí, sacrificando un centenar de ingleses, en Calcuta no nos perdonarán.
—Ahora nos creerán muertos y no pensarán más en nosotros.
—¿Iremos a pie a la reina de Bengala?
—¿Estas loco? Estamos todavía a quinientos kilómetros, por lo menos, por no decir más.
—¿Volveremos a la capital?
—¡Ah, no!… Cumpliré la misión que me confió el marajá —respondió Kammamuri con voz firme—. Traigo sobre mí sumas importantes, y de no poder esperar el tren, alquilaremos un elefante. En los pueblos de la Alta Bengala, frecuentados tan a menudo por oficiales ingleses en busca de tigres, siempre se encuentran. ¿Cuándo pasará el otro tren?
—¡Quién sabe! La línea telegráfica está averiada, nadie ha podido poner un telegrama; por consiguiente, llegará cuando le toque, y además vendrá de Calcuta a las regiones septentrionales y allá no tenemos, al menos por el momento, asunto ninguno que despachar.
—Sahib, ¿estarán contadas nuestras horas?
—Nuestra situación es difícil; mas, sin embargo, yo no desespero. ¡Oh!… En Malasia, cuando combatía con mi amo y el marajá y el famoso Sandokán, me he visto en peligros mucho mayores, y, no obstante, he vuelto a la India con el pellejo casi intacto.
—Y, sin embargo, allí también hay tigres, ¿verdad, sahib?
—Y los que tienen dos piernas sólo son más temibles que los que tienen cuatro. ¡Maldito humo!… ¡Esto de que no acabe!
—Pero la lluvia de ceniza ardiente ha cesado.
—Y ha sido para nosotros una verdadera y gran fortuna —dijo Kammamuri—. Si llega a seguir, hubiésemos tenido el fin de aquellos desdichados ingleses.
—Y el foso está húmedo, sahib.
—En efecto; nos encontramos bastante bien, aunque los juncos sigan quemándose. Pero el fuego se va alejando y dentro de un par de horas podremos respirar libremente.
Kammamuri se había levantado. Los vegetales que se distinguían a lo largo de aquel trecho del camino de hierro seguían calcinándose sin llamaradas. Pero el humo era intenso y de tiempo en tiempo se hacía casi negruzco.
Pero a lo lejos, sea al Norte, sea al Sur, el cielo seguía como ardiendo en llamas; parecía que una aurora boreal había huido de las regiones heladas hasta las ecuatoriales.
El calor era en extremo intenso. Los dos infelices sudaban como si estuviesen metidos en un horno y respiraban penosamente.
—El alba —dijo al cabo de un rato Kammamuri, el cual, no sabiendo qué hacer, había encendido su pipa—. Es un alba tempestuosa también. El sol surge entre nubes más oscuras que alquitrán y que la cara de la diosa Kali. Tendremos tormenta.
—¡Bien venida sea! —dijo el rastreador—. Apagará este voraz incendio.
—Y hará acudir antes a los tigres. Cuando cese el fuego, los veremos llegar en gran número, ya te lo he dicho.
—Se comerán a los ingleses.
—Y luego a nosotros.
—Tenemos nuestras pistolas y municiones, sahib.
—No conoces a los tigres, amigo; vete a afrontarlos con esos juguetitos, buenos, sí, para matar a los hombres, pero no a esas terribles fieras.
—Sin embargo, el bracmán…
—¡Bah!… Una historia cualquiera, inventada de punta a cabo. Mi señor y yo hemos acabado con muchas de esas fieras en los Sunderbunds del Ganges siempre a tiro de carabina y nunca de pistolas.
—Señor, ¿y si volviésemos hacia el tren y fuésemos a coger las nuestras o las que llevaban los viajeros?
—No encontraríamos más que los cañones, ¡si los encontrábamos! Con todo, ya que nada tenemos que hacer aquí, podemos llegarnos otra vez a la máquina. ¡Quién sabe! Algún coche puede haber descarrilado, haber caído en el juncal y salvarse del incendio. El humo no es ya tan denso en derredor del tren y podremos ver mejor.
—¿Esperáis, señor, encontrar todavía alguna persona viva?
—No, no; ya te lo he dicho. Todos deben de haber perecido.
—¡Y eran cientos!…
—¡Mucho le importa a Sindhia, que debe de odiar a los ingleses no menos que al señor Yáñez!
Un trueno seco sofocó por un momento el estrépito que hacían todavía los juncales que aún ardían. El sol, apenas salió, se había vuelto a esconder detrás de un nubarrón como la pez.
—El huracán —dijo Kammamuri—. ¿Será nuestra suerte o nuestra desgracia?
Salieron del foso y volvieron al tren. Ardían las llamas todavía, pero las nubes de humo se habían dispersado. Los coches debían de haber sido todos destruidos y el fuego buscaba otro alimento.
El olor a carne quemada impregnaba todavía el aire. Hombres y mujeres habían caído dentro de los coches para no salir de allí sino quemados. El polvo de sus huesos quedaría mezclado con el de los materiales que el fuego destructor, saliendo libre al estallar la máquina, no había respetado.
—El desastre no ha podido ser más completo —dijo Kammamuri, que no se atrevía a adelantarse más—. Ha sido un viaje inútil.
—No, sahib —dijo Timul, que se había alejado por el lado derecho—. Aquí hay un coche en el que aún no ha prendido el fuego.
—¿Sueñas?
—Atravesemos este nubarrón de humo y veréis que no me he engañado.
—¿Habrá arrojado el choque a alguno bastante lejos de la línea?
—Está en el foso, y por más que el juncal arde a pocos metros de distancia, no ha prendido todavía el fuego.
—No encontraremos viva a persona alguna, te lo aseguro. Vamos, sin embargo, a ver.
Se lanzaron a la carrera a través del espantoso nubarrón, y después de recorrer veinte o treinta metros, fueron a dar contra un coche que había sido arrojado, como si fuese un juguete, dentro del ancho foso.
Kammamuri, tras de breves titubeos, se lanzó a la plataforma, abrió la puerta y miró dentro.
Mesas y chismes de cocina estaban hechos pedazos, y entre ellos yacían dos cuerpos humanos, vestidos de blanco, que parecían ya muertos: eran el cocinero y el pinche.
A la luz todavía vivísima que el incendio proyectaba, los dos indios pudieron adelantarse y acercarse a los desgraciados.
—También estos están al otro lado —dijo Kammamuri, con voz cada vez más conmovida—. Deben de haber muerto del choque.
—¡Huyamos, señor! —dijo Timul.
—¿Estás loco? Este coche va a ser nuestra casa hasta que llegue otro tren.
Pues llevémonos a los muertos por lo menos.
—¡Ah, sí!… No me gusta la compañía nada más que de los vivos como yo. Aquí estaremos perfectamente y no sufriremos ni hambre ni sed. Mira cuántas cajas llenas de víveres y de botellas de cerveza que, quién sabe por qué circunstancias, no se han roto a pesar de la formidable sacudida. Aquí estaremos mejor que en lo alto del palo del telégrafo y podremos hacer frente a los tigres. ¡Arriba, ayúdame!
Cogieron al cocinero, que tenía la cabeza partida en dos, y lo sacaron fuera, colocándolo a veinte metros de distancia, y después llevaron al pinche, que parecía tener todos los huesos rotos. El uno y el otro debieron de morir del golpe, sin casi ningún sufrimiento.
—¿Sabes, Timul, que estoy estupefacto?
—¿De qué, sahib?
—De haber tenido tanta suerte —dijo Kammamuri—; no creí que saldría vivo de este desastre que ha costado la vida a más de cien personas. Yo he hecho lo posible por evitarlo y nada tengo que reprocharme, con lo cual mi conciencia está tranquila. Pensemos ahora en nosotros. Me parece que por esta parte el incendio del juncal empieza a disminuir con bastante rapidez y, por un lado, será una suerte, porque no corremos ya el peligro de quemarnos vivos; pero, por otro, atraerá sobre nosotros consecuencias peores. Afortunadamente, está aquí el coche.
—Tú siempre piensas en los tigres, sahib —dijo Timul.
—Más de lo que puedes suponer —respondió Kammamuri, con voz grave—. Yo he nacido y he vivido en los juncales, y he pasado largos, muy largos años, entre aquellos grandes vegetales. Estos que ahora arden no son para compararlos con aquellos entre los que viví con mi amo. Aquellos eran otros tiempos y nos daban quizá más que hacer los estranguladores que los tigres y las serpientes.
Se pasó la mano por la frente, bañada en sudor; entró en el coche comedor, cogió dos botellas de cerveza y ofreció una a Timul.
—Debes de tener los pulmones abrasados —dijo.
—No sé cómo río todavía, sahib —respondió el joven.
—Sentémonos en el borde del foso y esperemos a que todo el tren se haya incendiado. Nada podemos hacer para salvarlo. Bebe, y si tienes hambre, vete al coche a proveerte…
—¡Oh, no, sahib!… Por ahora no.
—Ve entonces a ver si el cocinero y el pinche tenían algún arma. De costumbre tienen.
El joven entró diligentemente en el coche, y a poco salió, llevando dos espléndidas pistolas inglesas y varios paquetes de municiones.
—Ahora estoy más tranquilo —dijo el maharato.
Se aseguró de si estaban cargadas las armas y atacó a su botella de cerveza, en lo cual se apresuró a imitarlo Timul, que estaba muerto de sed.