III. Dos malvados

Kammamuri y Timul, el joven rastreador, no habían perdido el tiempo.

Después de una carrera loca sobre el lomo del penúltimo elefante que había quedado a Yáñez, llegaron a Rangpur, la estación ferroviaria más cercana del Assam, al menos en aquella época, pues hoy día las líneas se han triplicado. Los trenes de esta línea llevan directamente a Calcuta, pasando a través de selvas inmensas infestadas de tigres y de bandidos indios, no menos audaces que los americanos, y sobre puentes colosales echados sobre grandes corrientes de agua.

La «Indian-Sud-Railway» ha organizado un servicio verdaderamente admirable. Los trenes se componen generalmente de pocos coches, bastante amplios y muy cómodos y con buenas banquetas de realce, que por las noches, por medio de correas, pueden transformarse rápidamente en camas.

Al lado opuesto a los departamentos hay dos o hasta tres cuartitos para vestirse y demás necesidades que requieren los viajes largos y con paradas escasas y a larguísimas distancias unas de otras.

Las ventanas están provistas de unos estores de epicanardo, que por medio de depósitos especiales se conservan siempre húmedos, de modo que la temperatura es relativamente fresca, pues, además, tienen los coches un techo doble que mitiga bastante el calor.

Así es que las insolaciones son rarísimas.

Es la larguísima línea de la «East-Indian-Railway», que va de Calcuta a Bombay.

En cada parada, un agente de la compañía recorre los coches, toma el nombre de los viajeros que quieren comer en la próxima estación, que siempre está muy lejana; telegrafía, y lo que desean está siempre a punto y por módicos precios, pues en la India se vive barato.

Kammamuri y Timul despidieron al cornac que los condujo a la estación ferroviaria a tiempo de tomar el tren de las siete y cuarenta de la mañana, y se acomodaron en un departamento de primera clase.

Apenas se habían sentado y encendido sus cigarros, casi seguros de que no se les molestaría, cuando, un momento antes de que la campana anunciase la salida del tren, se abrió una puerta y se presentó un soberbio bracmán, elegantemente vestido de blanco, con una gran faja azul, que sostenía un par de pistolas de cañón larguísimo y culata de marfil incrustada de plata.

Era un hombre de estatura imponente, larguísima barba negra, facciones enérgicas y ojos centelleantes como los del paria.

Lanzó una mirada más bien desdeñosa a los dos viajeros, colocó en la red portabultos una maletilla de piel amarilla con cierres de plata bastante elegante, y después se sentó, enjugándose el sudor con un grandísimo pañuelo, que despedía un fuerte olor a almizcle.

—¿Se fuma aquí? —dijo, frunciendo el ceño—. Reparad en que soy persona de más importancia que vosotros.

—Podríais equivocaros, señor —respondió Kammamuri, un poco seco.

—¿Quiénes sois, pues?

—Dos príncipes assamitas.

—¿Y os dirigís?

—A Calcuta.

—¿A hacer qué?

—Hace seis meses que no llueve en el Assam y la escasez va en aumento. Vamos a comprar grano para nuestro pueblo.

—¡Ah!… ¿Se sufre hambre en el Assam?… —dijo el bracmán—. He oído sin embargo, que hay allí arrozales inmensos.

—La cosecha se ha perdido este año.

—¡Ya! Desde que Sindhia ha perdido la corona, va mal allí. ¿Qué hace la rhani?

—Gobernar lo mejor que puede.

—¿Y el marajá blanco?

—Se divierte exterminando las fieras que infectan nuestros bosques.

—Ya me han dicho que es un notable cazador.

—Mata a los tigres como si fueran gacelas —respondió Kammamuri.

—Lo amará el pueblo.

—Más que a Sindhia.

Por los labios del bracmán cruzó una extraña sonrisa.

—Pues he oído contar que han envenenado a dos o tres ministros de la rhani.

—Sí, a dos.

—Entonces, tiene enemigos.

—Puede ser.

—¿Se sospecha de Sindhia?

—No sabría deciros; pero no hay tranquilidad en la corte de la rhani desde que ha corrido la voz de que el antiguo rajá ha huido de Calcuta, donde estaba en observación por haber dado señales de locura furiosa.

—No lo sabía —dijo el bracmán—. Así, pues, ¿vais a Calcuta a hacer grandes adquisiciones de grano?

—Sí, sahib.

—¿Conocéis la ciudad?

—He estado allí muchas veces.

—¿Tenéis allí conocimientos?

—También.

—Me pongo a vuestra disposición para haceros relacionaros.

—Gracias, sahib; pero tenemos recomendaciones para personas importantes.

—Bien, bien. Pero si puedo seros útil, disponed de mí, ya que también voy a Calcuta, donde me detendré unas semanas. También yo tengo asuntos importantes que despachar, pues soy un personaje que equivalgo a un príncipe y puede que hasta a un rajá.

—No dejaremos de aprovecharnos de vuestra cortesía, señor —respondió Kammamuri, el cual no hubiese creído tanto a aquel compañero de viaje tan especial.

El bracmán se acercó a la portezuela que en aquel momento habían desembarazado del estor húmedo, y se puso a mirar al campo.

El tren, lanzado a la velocidad de ochenta kilómetros por hora, devoraba el espacio con sonoro estrépito, atravesando selvas, juncales y puentes metálicos echados sobre innumerables y caudalosos ríos.

La estación estaba lejos y empezaba la región semidesierta del Bengala septentrional.

Sólo de cuando en cuando, después de largos trechos, aparecían mezquinas aldeas construidas con cañas y barro y rodeadas de altas empalizadas para impedir los ataques nocturnos de los tigres, que allí abundan mucho.

El bracmán permaneció en la ventanilla observando el paisaje un buen cuarto de hora, y después volvió a sentarse frente a Kammamuri y a Timul.

—¿Sabéis que tengo un presentimiento triste? —dijo—. He dudado mucho antes de ponerme en camino.

—¿Y cuál es?

—Que este tren no llega a Calcuta.

—¿Por qué? —dijo el maharato.

—¡No lo sé! He tenido un mal sueño y he visto cosas espantosas.

—Todos los viajeros estamos armados, y, si no me engaño, somos cien, por lo menos.

—También, y, aunque bracmán, como veis, tengo un par de pistolas; pero, no obstante, estoy seguro de no llegar a la reina de Bengala.

—¿Pues qué es lo que habéis soñado?

—No puedo decirlo.

—Esperamos que no se realice vuestro sueño.

—Rogaré a Brahama que nos libre de ese gran peligro. Pero dejadme descansar, y si queréis fumar, salid fuera, a la galería.

Dicho esto, se echó sobre la cómoda banqueta y pareció adormilarse al punto.

Kammamuri y Timul, no queriendo perturbar a personaje tan importante, atravesaron el departamento, que no llevaba más pasajeros, y salieron a la galería para poder seguir fumando.

—¿Qué me dices de este hombre? —dijo Kammamuri a su joven compañero—. No sé; pero me parece ver en él un misterioso enemigo. ¿Habrán notado los espías de Sindhia nuestra salida de la capital?

—Eso es lo que me estoy preguntando, sahib —respondió Timul.

—¿Será posible que de pronto este Sindhia se haya vuelto tan poderoso? ¡Estoy estupefacto! ¡Por Júpiter!, como dice el señor Yáñez, aquel bribón parece que gana terreno rápidamente.

—El marajá es fuerte aún y no es hombre que se apoque tan fácilmente.

—Las traiciones asustan, amigo.

—Abramos los ojos, sahib.

—Empieza a abrirlos sobre este bracmán. Tiene todo el aspecto de aquel otro a quien capturamos en las cloacas y que puede que a estas horas haya muerto. Habremos sido crueles, pero contra los canallas hay que defenderse por todos los medios.

El maharato se acercó rápidamente a la portezuela del departamento, cuyo estor, que no estaba enganchado, había quedado bajo y descubrió que el bracmán procuraba escuchar lo que hablaban.

—Querido Timul —dijo, volviéndose hacia el joven—, abre los ojos sobre este hombre y no lo pierdas de vista.

—Si viene a Calcuta con nosotros, no lo dejaremos escapar, señor.

—Pero encuentro extraño que no se hayan informado ya los agentes de Sindhia de nuestra marcha. ¿Estarán ya al tanto del fin de nuestro viaje?

—¡Váyase a saber! Ahora, ¿sentirme yo tranquilo? No, por cierto.

—Somos dos, señor, y nunca hemos tenido miedo.

—Enciende otra vez el cigarro y entremos. Veremos si el bracmán vuelve a prohibirnos fumar.

Atravesaron la galería y entraron en el coche.

El bracmán entonces fingía dormir, pero debía de haberse acostado pocos momentos antes. Al oír a los dos viajeros entrar, se levantó de la banqueta y dijo con voz casi amenazadora:

—Os he dicho que soy un bracmán, y, además, mis vestidos os lo indican. Tengo derecho a que se me trate con consideraciones.

—¿Pero de qué os quejáis, señor? —dijo Kammamuri, arrojando grandes bocanadas de humo.

—No puedo aguantar el cigarro.

El maharato se metió un mano en el bolsillo y sacó una vieja pipa que estaba ya llena del fortísimo tabaco que usan los montañeses assamitas y que marea, si no están acostumbrados, hasta a los más empedernidos fumadores.

—¿Qué hacéis? —dijo el bracmán, con voz iracunda.

—Os olvidáis, señor, de que soy un príncipe assamita, y me parece haberlo dicho también yo.

—Yo no he visto tu tarjeta.

—Habladme de vos o llamadme alteza. Mis tarjetas no las enseñaré sino a las autoridades inglesas de Calcuta.

—¿Luego no se respeta en vuestro país a los bracmanes desde que Sindhia no está en el trono?

—Siempre, señor.

—Pues, entonces, soltad esa pipa apestosa.

—La apagaré y me la volveré a guardar con tal de que vos, sahib, me deis permiso para fumar cigarrillos.

—¡No hay ya hoy religión en la India!… —gritó el bracmán—. No se distinguen ya las castas nobles de las bajas.

—Siendo príncipe, sois vos quien tenéis que tratarnos con deferencia.

—Yo no he visto vuestros documentos.

—¿Seréis un agente de policía disfrazado de bracmán? —dijo Kammamuri, gritando ya, pues empezaba a sentir que la sangre se le subía a la cabeza.

—¿Qué dices? ¿A eso te atreves conmigo?

—Yo soy un secuaz de Sivah, y, por tanto, para mí los sacerdotes de Brahama no valen nada.

—El dios más grande es el que yo adoro.

—Yo me contento con Sivah —respondió Kammamuri, que ya se había sosegado—. A mí me basta y no he tenido nunca que quejarme de él.

—Es un dios no menos embustero que Visnú.

—De esos asuntos no entiendo, señor sacerdote.

Encendió la pipa y se puso a fumar furiosamente, mientras que Timul hacía gran consumo de cigarros.

Empezaban a hartarse ya del dominio de aquel sacerdote que podía ser pariente cercano del capturado en* las inmensas cloacas de la capital.

El sacerdote aguantó un rato el humo, luego se levantó y salió a la galería. Estuvo un poco contemplando el campo, y después, pasando de galería en galería, llegó hasta la máquina, que conducían dos indios más negros que africanos.

Ninguno de los del personal del tren se había atrevido a pararlo ni a hacerle observación ninguna. Los bracmanes eran todavía demasiado poderosos, o, por lo menos, los respetaban demasiado, incluso los ingleses.

El maquinista, al verlo llegar, le salió al momento al encuentro para ayudarle, pero el sacerdote, ágil al par que robusto, saltó del carro del carbón a la máquina sin perder el equilibrio.

—¿Dónde pararemos primero, Chaifassa?

—En Pursa, donde podrán comer los viajeros.

—¿Y cuándo llegaremos al lugar señalado a los conjurados?

—Hacia medianoche, señor. La vía desciende ahora y el tren corre con una velocidad extraordinaria.

—¿Estarán dispuestos nuestros hombres?

—Seguramente, señor.

—¿Y arderá de verdad el Juncal amarillo?

—Sí, y el tren perderá todos sus coches y puede que también a todos los pasajeros.

—De los otros no me cuido —dijo el bracmán, que parecía de bastante mal humor—. A mí me basta con interrumpir el viaje de esos dos pretendidos príncipes assamitas que hace veinticuatro horas que han sido señalados en la estación de Rangpur.

—¿Están con vos?

—En el mismo departamento.

—Cuando detengamos la máquina, ¿habrá que arrojarse inmediatamente sobre esos dos hombres?

—¡Eres un estúpido! —dijo el bracmán—. Están bien armados, y hay, además, casi cien viajeros en el tren. ¡Bonita jugada harías…! ¡Tú, el maquinista, tratando de detener a alguien!…, detenido serías tú, amigo. ¿A quién se espera en la primera estación?

—A uno de los del fuego, que ya os conoce, y que se pondrá al punto a vuestra disposición. Probablemente tendrá alguna orden que comunicaros.

—¿Y no arderemos nosotros?

—Detendré el tren a tiempo para que podáis poneros a salvo; después, abriré las válvulas y lo lanzaré a carrera desenfrenada dentro de la hoguera. Cuando oigáis tres silbidos, saltad al instante a tierra.

—¿Para romperme la cabeza?

—Detendré de repente el tren. Fijaos ahora, llegaremos al Juncal amarillo hacia medianoche.

—¿Y si los dos príncipes assamitas, a pesar de nuestro plan infernal, escapan al desastre?

—Sabríamos hallarlos, señor, y los detendríamos antes que pudieran llegar a alguna otra estación para tomar otro tren cualquiera. Esa gente no puede entrar en Calcuta; tal es la orden comunicada por el exrajá.

—Y la obedeceremos —dijo el bracmán—. Pero lleva el asunto de modo que no nos achicharremos también nosotros.

—He tomado todas mis medidas, y podéis estar tranquilo, señor.

—¿Encontraremos otros amigos escalonados a lo largo de la vía férrea?

—En todas las estaciones habrá algún hombre apostado. Por última vez os lo digo: cuando detenga el tren y lance tres silbidos, escapad sin pérdida de tiempo. Yo sabré encontraros con el fogonero.

El bracmán volvió y saltó a la primera galería.

Estaban echados todos los estores y nadie puso atención en él; además, los viajeros, aplanados por el calor, debían de estar dormitando.

Continuó su camino hasta llegar a su departamento, lleno de humo como una solfatara, porque ni Kammamuri ni Timul habían dejado de fumar en pipa.

—¿Todavía no habéis acabado? —dijo, tirando violentamente de la portezuela y haciendo un gesto de ira.

—¿Qué queréis que hagamos, señor sacerdote, con este calor? —dijo Kammamuri—. Ni siquiera se puede dormir.

—Vais a perder el apetito.

—¡Oh, no! Ya veréis cuando lleguemos a la parada cómo hacemos los honores a lo que tenemos pedido.

—Os habéis empeñado en hacerme rabiar.

—Cambiad de departamento, señor.

—Hay demasiados ingleses en los otros coches, y yo no me hallo entre esos señores, que le miran a uno de arriba abajo.

—Entonces debíais imitarnos. ¿Queréis un cigarrillo? El tabaco del Assam es más fino y más sabroso que el de Bengala.

—Los bracmanes no podemos fumar.

—¡Ah, es verdad! —dijo Kammamuri con un poco de ironía, porque sabía que en sus casas y hasta en sus templos fumaban y a todo fumar—. Aquí no hay nadie que pueda veros.

—Y vosotros, ¿no sois nadie?

—Pero nosotros, señor sacerdote, haremos la vista gorda.

—Vosotros tenéis ganas de bromas, y yo, en cambio, estoy muy preocupado.

—¿Por la desgracia que suponéis va a suceder?

—Sí, señor príncipe —respondió el bracmán—. Mientras más lo pienso, más se me mete en la cabeza que antes de que lleguemos a Calcuta sucederá alguna cosa terrible.

—Pues yo, por el contrario, estoy perfectamente tranquilo, señor sacerdote, porque tengo completa confianza en este tren y en su personal. Si tenéis miedo, bajad en la primera estación y volveos atrás —dijo Kammamuri.

—Es imposible. Tengo que estar en la reina del Bengala para hacer los funerales de un pariente mío riquísimo, que no se habrá olvidado, antes de morir, de hacer algo por su sobrino el sacerdote.

—Entonces, señor sacerdote, echad a un lado los malos pensamientos y andad a recoger la herencia. Ya empieza el tren a silbar y a moderar la marcha. Estamos llegando a Pursa, y me parece sentir el buen olor de la colación que nos espera. Si nos queréis hacer compañía, estaremos muy satisfechos.

—Acepto vuestra invitación, pero no comeré a la inglesa. Me contentaré con un poco de carne y un plato de verdura condimentado con aceite de coco.

—Haréis, señor sacerdote, lo que gustéis, y pagaremos nosotros.

La máquina silbaba furiosamente, mientras el tren proseguía disminuyendo la velocidad de su carrera.

Todos los viajeros habían salido a las galerías. Había funcionarios, en su mayoría viejos, que volvían con sus familias de pasar temporadas en los montes de Silzkim; pocos oficiales y, en cambio, muchos comerciantes, que habían ocupado puestos en la Alta India, seguramente con buena fortuna.

Eran unos noventa, y entre ellos no había ningún indio.

El tren atravesó un pequeño bosque de cocos y después llegó de improviso ante la estación, donde se paró con una sacudida violentísima, que echó a los viajeros unos contra otros.

Pursa no era entonces más que un simple pueblecillo formado alrededor de la estación, tan elegante como bien montada, pues bajaban siempre en ella muchísimos viajeros.

¡Tenía también una pequeña guarnición, compuesta de dos docenas de cipayos; fuerzas suficientes para que no se acercaran los bandidos de la selva!

Bajo una vasta techumbre había preparadas mesitas, cubiertas de blancos manteles, y alrededor, prontos a las llamadas, estaban servidores de la fonda, todos indios.

Kammamuri, Timul y el bracmán dejaron que se acomodaran los ingleses, y después tomaron asiento en una mesa colocada bajo un frondoso plátano que se alzaba frente al bungalow[9] central y que daba una sombra deliciosa.

El tren tenía que parar tres horas, y podían, por tanto, comer tranquilamente, con poca prisa y mucha charla.

Los dos pretendidos príncipes assamitas, que habían hecho telegrafiar al sirviente de la fonda que viaja siempre en los trenes, fueron servidos casi a la vez que los ingleses, y no se hicieron rogar para atacar la abundante colación a base de carne, patatas y plátanos asados con mantequilla fresca y panecillos bien tostados y excelente cerveza.

El bracmán, con la excusa de ir a la cocina a preguntar por su carri[10] y su plato de verdura, dejó al maharato y a su compañero, y se acercó a la máquina, que lanzaba un ronquido sordo.

El maquinista, al descubrirlo, saltó rápidamente a tierra, después de dar orden al fogonero de que preparase alguna cosa de comer.

—¿Dónde están vuestros hombres, señor? —preguntó al bracmán, con interés.

—Están acabando de comer.

—¿No tienen sospecha ninguna de vos?

—Absolutamente ninguna. Hasta nos estamos haciendo un tanto amigos. ¿Ha llegado el mensajero de Sindhia?

—Sí, y también se ha ido. No se ha atrevido a acercarse, por temor a descubrirnos.

—Puede que haya hecho bien. ¿Qué nuevas tenemos entonces?

—En las ciudades de la frontera meridional, la insurrección es ya completa, y fuerzas considerables se están organizando para dirigirse a la capital. Disponemos de veinte elefantes apresados al enemigo mediante una bien preparada traición. Creo que la rhani y el marajá blanco tendrán de aquí a poco mucho que hacer. Impedid vos que esos dos pretendidos príncipes assamitas lleguen a Calcuta, pues se cree que van a alistar gente.

—El fuego será lo que les impedirá la entrada, si todo está dispuesto en el Juncal amarillo.

—Habrá treinta hombres emboscados, y en cuanto el tren aparezca, prenderán fuego a los vegetales, que en esta estación están en extremo secos. Vos sabréis lo que os tocar hacer.

—Si me escapo, ¿cómo voy a vigilar a esos dos hombres?

—Procurad hacerlos bajar con vos.

—¡Hum!… Mucho lo dudo —dijo el bracmán—. No creen en la desgracia que yo les he profetizado.

—Entonces, dejemos que se quemen. No serán los únicos.

—Trataré de llevarlos conmigo; pero, como os he dicho, lo dudo mucho.

—Ahora me voy a comer; a medianoche estaré dispuesto.

—¿Tenéis armas?

—Dos pistolas.

—Decidme una cosa: ¿fuman esos príncipes? Sé que los assamitas son todos grandes fumadores.

—Me han ahumado como si fuera un arenque.

—Podíais intentar un golpe, señor.

—Di pronto, que mi comida se enfría.

—Tomad esta petaca, dentro hay unos de Londres que esconden bajo la olorosa hoja un sutil extracto de opio. Si fuman, se adormilarán y no tendrán tiempo de huir de la hoguera que los nuestros preparan al tren. Hasta la noche, señor. El fogonero y yo estaremos dispuestos para recogeros y protegeros.

Los dos bribones cambiaron una última mirada; el bracmán dio la vuelta al bungalow para no hacerse notar, y llegó, por fin, a la mesa ocupada por Kammamuri y Timul.

—Señor sacerdote —dijo el maharato, que estaba pelando una soberbia piña—, vuestra comida ha llegado antes que vos; ya está fría.

—Me he parado a cruzar unas palabra con un viejo funcionario inglés a quien conocí el año pasado en Patna —respondió el bracmán.

—Pues a mí me parece haberos visto hablar con el maquinista.

—Sí; le he encargado un asunto que yo, dado mi hábito, no podía hacer.

Se sentó y se comió tranquilamente su carri y su plato de verdura, y aceptó un par de vasos de cerveza y un pedazo de piña azucarada.

Bajo la vasta marquesina, los viajeros que habían acabado de comer charlaban alegremente, bien ajenos al tremendo peligro que los amenazaba. Había siete u ocho señores, más bien ordinarios, con dientes largos y amarillos, que se dejaban adular por los oficiales.

Los negociantes habían fraternizado entre sí, y después de la cerveza habían atacado a las botellas de vino, que, aunque era muy malo, les costaba caro.

Las tres horas de siesta transcurrieron como un soplo. El tren, que renovaba su provisión de agua, no sólo para la máquina, sino también para los estores, que debían regarse también de noche, retrocedió lentamente, hasta delante de la marquesina, lanzando el primer silbido.

Todos se levantaron, precipitándose a los coches para coger los mejores puestos. Kammamuri, Timul y el bracmán se dieron prisa en ocupar su departamento, por más que estaban bien seguros de que ningún inglés iba a entrar a hacerles compañía, aunque se hubiesen presentado como príncipes auténticos.

El tren hizo una maniobra para enganchar un coche comedor, bien provisto de víveres, porque durante el recorrido nocturno no se iba a encontrar ninguna estación, y se lanzó a gran velocidad.

—Señor sacerdote —dijo Kammamuri al bracmán, a quien había pagado la comida—. ¿Cuándo pasará algo?

—Siempre —respondió el bracmán.

—Entonces, antes de morir, nos permitiréis fumar algo.

—No sólo eso, sino que voy a ofreceros también unos cigarros que me ha regalado el funcionario inglés con quien me detuve a hablar.

—¿Y vos no fumaréis?

—¡Oh, no!… —exclamó el sacerdote con horror—. Vienen de manos impuras.

—Eso no os importe. Fumaremos alguno.

—Antes bien, os los ofrezco todos; son de Londres, los cigarros más finos y más caros que tienen los ingleses.

—Los he oído nombrar —dijo Kammamuri—. Pero nunca los he probado.

El bracmán sacó del bolsillo una petaca de cuero con bordes de plata y la ofreció a aquellos apasionados fumadores.

—¡Por Sivah! —dijo Kammamuri—. Están hechos maravillosamente y también con mucho lujo.

Dejando a un lado la pipa, que ya había sacado, tomó uno y lo encendió, echando al aire una bocanada de humo de olor aceitoso y nada perfumado.

—Señor sacerdote —dijo—. ¿Es amigo vuestro el que os ha regalado la petaca?

—Amigo… Lo conocí en Patna y nunca he tenido queja de él.

—¿Ha seguido en nuestro tren?

—No; se ha quedado en Pursa, pues tenía que hacer no sé qué pesquisas entre los cipayos de la guarnición.

—Pues bien; ese hombre trataba de envenenaros.

—¿Bromeáis?

—Este cigarro contiene opio, un narcótico que conozco muy bien. ¿Queréis convenceros?

Apagó el cigarro con la uña, levantó delicadamente la primera hoja, que debía de ser la más perfumada, y enseñó una materia negruzca, oleosa, que con el calor se había derretido.

—Esto es opio, señor sacerdote —dijo el maharato mirando fijamente al bracmán—. O se quería envenenar el misterioso funcionario, o quería envenenaros a vos, o vos tratabais de mandarnos a nosotros al otro mundo, por vengaros tal vez de que hubiésemos fumado. Y mirad bien que no somos hombres de tener miedo, no os olvidéis de que el tren corre por un campo deshabitado y de que estamos solos.

—¿Qué queréis decir? —dijo el bracmán, palideciendo y procurando levantarse.

—Que si os matásemos y os arrojásemos por la galería, nadie os socorrería —respondió Kammamuri, el cual había cargado ya rápidamente una pistola.

—¡Cómo!… ¿Os atrevéis a amenazar a un bracmán?

—Para mí todos los hombres son iguales. ¿Quién os ha dado estos cigarros? Hablad sin vacilar.

—Ya os lo he dicho: el funcionario.

—¿Qué tan oportunamente se ha quedado en Pursa?

—Dad orden al maquinista de volver atrás, e iremos a buscarlo. Aquel bribón trataba de envenenarme a mí y no a vosotros, a quienes ni siquiera ha visto.

—Ya sé que no se permitiría volver atrás, mucho menos tratándose de indios —dijo Kammamuri—. Hay demasiados ingleses y mandarán siempre ellos hasta que los echemos a todos al golfo de Bengala o a las aguas de Bombay. Pero, como os he dicho, aquel funcionario tal vez trataba de mataros, y, por consiguiente, no os culpo. Me asombra sólo el que os haya ofrecido a vos, sacerdote, fumar.

—Una atención europea.

—Que ha podido costamos el pellejo a nosotros dos —dijo el maharato, procurando calmarse—. ¿Y cómo habéis descubierto que dentro de este cigarro había escondido opio?

—En el Assam se importa del Bautham mucho narcótico de ese y casi todos lo conocen. Un granito que se fume alguna vez dentro de una pipa, puede pasar, pero en estos de Londres han metido opio suficiente para hacer dormir a un hombre para siempre.

Alzó el estor, que goteaba, y tiró el cigarro, que apenas había empezado; pero se guardó en el bolsillo la petaca, pensando que en Calcuta le podría servir.

Desconfiado por naturaleza, después de los envenenamientos de los ministros se había hecho más que antes y desconfiaba de todo y de todos.

—Ahora, señor sacerdote —dijo, bajando el cañón de la pistola—, dejad que me quite el mal gusto de boca fumando una buena pipa.

—Hacedlo, pues no me quejaré —respondió el bracmán, pero tragando hiel—. Hay galerías para quienes quieran tomar el aire.

—Y haríais bien en salir, porque las dos bocanadas de humo impregnadas de opio podrían daros un terrible dolor de cabeza. Hay que estar un poco acostumbrado para no sentir malestar ninguno.

—Gracias por vuestro consejo —respondió el sacerdote—. Efectivamente, siento la necesidad de respirar un poco el aire fresco.

Salió a la galería, poniéndose a mirar el campo con fingido interés.