II. Las hazañas de «Sahur»

Por más que bajo el ramaje reinase una oscuridad profundísima, el grupo se batía en retirada con suma rapidez, ansioso de ponerse momentáneamente a salvo en la pagoda, para esperar allí el regreso del cornac.

Mas procuraban todos no mover las plantas ni hacer el más leve ruido, porque temían que anduviesen por aquellos contornos, si no los rajaputras, los conjurados, lo cual era mucho más peligroso.

En efecto, no creían que los parias hubiesen huido todos, aun cuando nadie hubiese podido impedirlo, después de aquella inesperada traición, pues podían haber salido por las otras puertas, dejando, en cambio, cerrada la mayor.

Ningún rumor turbaba el silencio de la noche. Solamente oíase en lontananza a tres o cuatro chacales, que, no habiendo encontrado probablemente ninguna presa, descargaban su mal humor con aullidos que lastimaban los oídos. Los sikaris, con su costumbre de andar por la selva, no avanzaban sino con muchas precauciones, sabiendo que podían encontrarse de repente de manos a boca con algún tigre hambriento de los que llaman devoradores de hombres y que, para llevarse alguno, no dudan en arrojarse hasta sobre los grupos.

Debían estar ya a unos doscientos metros de la pagoda, cuando Yáñez y el jefe de los sikaris se detuvieron de improviso, preparando las carabinas.

Una sombra se había lanzado de un brinco a través del sendero, diez pasos más adelante, escondiéndose al punto detrás de un macizo de follaje.

—¿Un tigre? —preguntó el marajá sin apenas alterarse, pues había matado a muchos sin que le costase un arañazo.

—No, alteza —respondió el jefe de los sikaris, olfateando el aire—. Yo creo que se trata de una pantera. En estos lugares no suelen estar los tigres.

—No nos molestará, al menos que esté hambrienta.

—Son valientes, y no vacilará en atacar.

—¿Querrá cerrarnos el paso y nos impedirá llegar a la pagoda?

—Está escondida detrás de aquel matorral, señor. No perdáis de vista aquellas plantas.

Sus compañeros se habían parado, apretándose alrededor de los dos prisioneros y cargando sus carabinas.

Tremal-Naik, después de quedarse un poco atento, pasó a la cabeza del grupo, uniéndose a Yáñez y al jefe de los cazadores.

—¿Nos sigue? —dijo—. Quisiera ver qué fiera tiene arrestos para acometer a los nuestros. Abrámonos paso a la fuerza, amigos.

—Prefiero esperar —respondió el portugués—. Si hacemos fuego, nos descubrimos; los parias podrían formarse alrededor del sitio que ocupamos y no tardarían en aplastarnos.

—Puedes tener razón; pero yo te digo que, suceda lo que suceda, es mejor hacerle frente, pues estoy seguro de que los rebeldes nos siguen.

—¿Has notado algo?

—He oído hace poco un silbido, que debía de ser una señal.

—Entonces prefiero atacar a la fiera, porque sabemos que está sola, mientras que no podemos saber cuántos son los parias que nos siguen la pista. Despachemos este asunto entre nosotros dos. El jefe, en tanto, tratará de azuzar a la pantera, pues parece que no se trata de un tigre, para que salga de su escondite y asome el hocico.

—¡Tener parados a ocho cazadores como nosotros, es demasiado!

—¿Dónde está? —preguntó el indio.

—Detrás de aquel macizo.

—Bien cerca está la bribona. Muy hambrienta debe de estar para intentar un ataque como este y también…

Se interrumpió bruscamente, alzando la cabeza.

—¿Has oído, Yáñez?

—Sí, un silbido.

—Son los parias que tenemos a la espalda. Huyamos por el ventanal de la pagoda, ya que no quitamos antes las cuerdas ni los ganchos.

—¿Estás dispuesto? —dijo Yáñez al jefe de los cazadores, el cual había cogido un grueso tronco seco, no siendo posible encontrar piedras entre aquel boscaje.

—Cuando queráis, señor —respondió el cazador.

—Tira.

El tronco, lanzado por dos brazos vigorosos, describió en el aire una gran parábola y fue a caer en medio del macizo, haciendo estragos en las flores.

De repente se oyó un alarido ronco, ahogado, y después una fiera dio un gran salto y fue a caer a tres pasos de Yáñez y de Tremal-Naik. Iba a tomar de nuevo impulso, cuando las dos carabinas tronaron con gran estruendo.

—Mátala —dijo el jefe de los sikaris—. Como veis, señor, no me había engañado; se trata de una pantera en busca de presa.

—Ahora que tenemos paso franco, corramos a la pagoda —dijo Yáñez—. Es de esperar que no tengamos más malos encuentros.

Saltaron sobre el cuerpo de la fiera, un magnífico animal del tamaño casi de un tigre y con la piel bonitamente pintada, y se lanzaron por el sendero corriendo a porfía.

No tomaron ya ninguna precaución. Con los dos tiros de carabina se habían vendido y así, pues, no valía la pena de retardar la marcha, tanto más cuanto que ya no dudaban de tener a los parias a su espalda.

Con un último esfuerzo llegaron ante la puerta mayor de la pagoda, se agarraron a las cuerdas que no habían quitado, y se parapetaron tras de las cabezas de los dos elefantes delante del gran ventanal.

—No creí tener tanta suerte —dijo Yáñez, volviendo a cargar el arma con presteza—. Diríase que todos los dioses de la India se han puesto de acuerdo para protegernos.

—Repara en que todavía no estamos en nuestra casa —dijo Tremal-Naik—. ¿Sabes tú, acaso, lo que nos puede suceder ahora?

—Preveo un ataque de parte de los parias, pero de esos bribones jamás he tenido miedo. Si Sindhia hubiese buscado guerreros entre los súbditos del Nizam, los Silks o los Maharats, la cosa sería muy diferente. También la India, a presar de su clima deprimente, tiene razas vigorosas, nacidas para la guerra. Ha preferido a los parias, sin patria ni casta; pues bien, ¡que vengan a atacarme!

—¿Y si se presentaran por cientos, armados con las carabinas de los rajaputras? —dijo Tremal-Naik.

—Bajaríamos a la pagoda y allí nos estaríamos hasta que volviese el cornac de Sahur.

—¿Para sufrir un asedio?

—Ya sabes que somos hombres capaces de llevar a cabo salidas terribles. Espero que, al menos, alguna puerta se abrirá por dentro, y entonces nos lanzaríamos sobre los parias con el ímpetu de los tigres de Mompracem. Tú ya conoces nuestras cargas.

—Sí, cargas de locos —respondió sonriendo el famoso cazador.

—Pero que siempre han aterrorizado al enemigo.

—No digo que no. Mas conviene saber si las puertas se abren. Yo quiero ir a verlo.

—¿Sólo? ¿Estás loco?

—Llevaré conmigo al jefe de los sikaris. Haz echar una cuerda dentro de la pagoda y tú no abandones este puesto, pues tenemos que esperar al cornac.

—Lo sé, y sé también que sin un buen elefante no lograremos regresar a la capital. Estos animales se dan cuenta del peligro, y cuando se los azuza, también ayudan.

—Déjame ir. Los parias no me comerán.

—Ve, Tremal-Naik.

—Un hombre que, como yo, ha luchado tantos años contra los estranguladores del Juncal Negro, no puede temer a los parias. Si muero, tú me vengarás.

—Eso te lo prometo.

El famoso cazador amarró una cuerda y la dejó caer dentro del templo tenebroso y donde tal vez hubiese enemigos escondidos.

—¿No tienes miedo de seguirme? —dijo al jefe de los sicaris.

—No, sahib, y esperaba que me dijeses que te acompañase. No soy un rajaputra, porque soy del Nizam, un país en donde no se dan traidores.

Tremal-Naik se aseguró primero de que llevaba una vela, y estaba para encenderla cuando se volvió hacia Yáñez.

—Una idea —dijo.

—Habla.

—Ya que los sikaris han fabricado una especie de bomba, ¿no podríamos hacerla estallar contra la puerta mayor de la pagoda?

—No tengo empeño en que se haga una abertura, tanto por nosotros como por ellos —respondió el portugués—. Mejor es que por ahora las puertas permanezcan cerradas.

—En efecto, tienes razón —respondió Tremal-Naik—. Con las puertas cerradas podemos sostener muy bien un sitio. Déjame ir a ver.

—¡Buena suerte! —dijo Yáñez—. Tenemos otras cuatro cuerdas y pronto podríamos reunimos contigo.

El audaz cazador, seguido del jefe de los sikaris, se detuvo un momento en el largo ventanal y lanzó después un arpón. Del choque del hierro con las piedras resultó un agudísimo sonido metálico que produjo extraño efecto en la inmensidad de la pagoda.

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En vista de que ninguna flecha respondía, los dos valientes se agarraron a la cuerda y uno tras otro empezaron el descenso.

Tenían ambos sólidos músculos y alma templada, y no eran hombres de impresionarse, aunque se hubiesen encontrado de improviso con algunos enemigos.

—Cien pies —dijo Tremal-Naik—. ¡Qué alta es esta pagoda! Pocas debe de haber en la India que tengan estas dimensiones.

—Sin embargo, no estamos en Benarés, ciudad famosa por la grandiosidad de sus templos —respondió el jefe de los sikaris, poniendo el primero pie a tierra.

—¿Tienes tú también vela?

—Sí, sahib.

—Enciéndela y vayamos a examinar las puertas.

Estaban para frotar las pajuelas, cuando oyeron de repente un sonido que no era fácil de definir.

—Aquí hay alguien que espía —dijo Tremal-Naik—. ¿Habrá abierta alguna puerta?

—A mí me ha parecido un golpe dado a alguna estatua con un pedazo de hierro —respondió el jefe de los cazadores.

Miraron a su alrededor, mas no vieron más que las estatuas de dimensiones colosales representando todas las encarnaciones de Visnú.

—Sin embargo, nosotros hemos oído algún ruido y no estamos sordos —dijo Tremal-Naik, que había encendido después su luz—. Aquí ha debido de estar alguien hace poco. ¿Dónde se habrá escondido?

—¿Y estará solo, sahib?

—Más tarde lo sabremos.

—¿Esperas, sahib, que los conjurados se dejen ver?

—Tendrán, por lo menos, que preguntar qué deseamos.

—Y nosotros, ¿qué contestaremos?

—Les intimaremos sin más 4 la rendición de la pagoda, si no quieren probar nuestras potentes carabinas. ¿Ves abrirse allá en el fondo vastos corredores? Vayamos a visitarlos.

—Sé prudente, sahib.

Atravesaron despacio la gran pagoda mirando cuidadosamente alrededor para evitar alguna sorpresa o traición, y llegaron delante de una galería, la cual llevaba tal vez a los departamentos de los sacerdotes. Estaban a punto de subir la escalinata, cuando oyeron un ligero silbido, seguido de un golpe seco. Parecía que alguna flecha se había partido cerca de ellos.

—¡Alto! —exclamó de pronto Tremal-Naik—. No me gusta probar el veneno del bis cobra.

—Nos han lanzado una flecha y de milagro nos hemos librado de una muerte horrible. Sahib, detente.

—Verdaderamente, no pienso seguir —respondió el famoso cazador—, pues no tengo ganas de probar tan pronto el veneno. Mas ¿cómo estos parias se han armado con cerbatanas, armas tan poco usuales aquí? ¡Y que a estas horas deben de tener ya las carabinas de los rajaputras!

Oyóse por lo alto otro silbido, mensajero de la muerte, y Tremal-Naik, bajando precipitadamente, fue a refugiarse, seguido del jefe de los cazadores, al lado de una estatua que representaba una divinidad india.

Una vez allí, y asegurándose de no tener enemigos por la espalda, apuntó la carabina hacia la galería y tiró.

Al punto resonaron fortísimos gritos, pero se apagaron bruscamente.

—¿Habré dado a alguno de esos bandidos? —se dijo Tremal-Naik—. Lo que es la carabina estaba bien cargada.

En aquel momento se oyó a Yáñez preguntar desde lo alto del ventanal:

—¿Has echado abajo alguna puerta?

—No, amigo.

—Desde aquí arriba parecía que algo se había derrumbado.

—Pues no he disparado más que un tiro.

—¿Estaban los rebeldes?

—Sí, y deben de ser muchos, y, lo que es peor, armados de cerbatanas.

—¿Has encontrado alguna puerta?

—No, Yáñez; no me atrevo a internarme para trabar conocimiento con las flechas mojadas con la baba del bis cobra.

—Me lo explico y debías…

—¿Hacer qué?

Sofocó la respuesta una descarga de carabinas. Los sikaris, bien atrincherados tras de las trompas de los elefantes, habían roto el fuego.

—Otros que buscan las puertas —exclamó Tremal-Naik, lanzándose a la cuerda—. Se asalta por todas partes. ¡Alto!… ¡Alto, sikaris!…

El valiente cazador no los siguió. Vio unas sombras que se precipitaban por la escalera de la galería y se detuvo a hacer fuego. Nuevos y más agudos gritos se alzaron, gritos feroces, gritos de guerra de gente decidida a acometer.

Tremal-Naik había llegado ya al vuelo del ventanal y volvía a cargar rápidamente el arma al lado de Yáñez.

—Hagamos una doble descarga o perderemos al jefe de los cazadores —dijo el portugués.

—¿Hacia dónde tengo que hacer fuego? Te confieso que no veo absolutamente nada.

—Apunta al fondo de la pagoda.

—¿Estás listo?

—Sí, Yáñez.

—Si no se detienen, haremos que intervengan los sikaris.

Apuntaron las carabinas e hicieron fuego, desencadenando alaridos salvajes. Algún blanco debieron de hacer los tiros, porque los parias se detuvieron, no sabiendo con cuántos adversarios tenían que habérselas.

El cabecilla de los sikaris se aprovechó al punto de aquella breve pausa para ponerse también a cubierto en el ventanal.

—¿No te ha dado ninguna flecha? —le preguntó Tremal-Naik.

—No, sahib. Pero he oído muchas silbarme en derredor. ¡Ay de mí si no llego a apagar de repente la luz! Me hubiese atiborrado de veneno.

—Y ahora, ¿qué? —dijo Tremal-Naik, mirando a Yáñez, que se había apresurado a retirar la cuerda—. Queríamos sorprender a los conjurados y me parece que los sorprendidos hemos sido nosotros.

—¿Quién podía prever la traición de los rajaputras? —dijo Yáñez, suspirando—. ¡Y yo que tenía tanta confianza en ellos! ¡Doscientos hombres que se pasan al enemigo en una noche!… Es demasiado para un príncipe que apenas cuenta con mil, y, para eso, diseminados en varias ciudades. No creí que Sindhia fuese tan fuerte y astuto.

—Es que habrá alguien que lo dirija.

—El fakir que ha pagado a mis guerreros.

—Sí, Yáñez; Sindhia por sí sólo no sabe hacer nada. La otra vez tenía un griego y ahora un fakir para dirigir sus fuerzas.

—El griego era más peligroso.

—Todavía no sabemos cómo será ese fakir.

—Yo espero un día u otro apoderarme de él y atarlo a la boca de un cañón.

—Entretanto, estamos sitiados.

—Y verdaderamente sitiados, pues también delante de nosotros, escondidos en la hojarasca, hay otros hombres que querrán impedirnos volver a la ciudad.

—¿Vendrá el cornac?

—Así lo espero. Si Sahur llega, cargaremos al galope sobre esa canalla y la derrotaremos completamente.

—¿Y si al cornac le falla el golpe?

Yáñez se metió una mano en el bolsillo, sacó un cigarro, lo encendió y luego, con su calma habitual, dijo:

—Entonces seremos nosotros quienes cargaremos a tiro limpio. ¡Oh! ¡Lo que es esta noche, no pierdo yo mi imperio!

—Estos tigres de Mompracem, aunque tengan blanca la piel, son admirables —dijo Tremal-Naik—. No dudo ya de la victoria final.

—Alteza —dijo el cabecilla de los sikaris, que estaba al acecho desde el vuelo del ventanal—. Tenemos una especie de bomba, y ya que no podemos hacer saltar la puerta, arrojémosla dentro de la pagoda.

—No, querido; la arrojaremos contra los parias, que intentan cortarnos la salida, y desde lo alto del elefante. De los que están dentro del templo no tengo miedo, pues muy difícil sería que pudieran llegar hasta aquí.

—¿Qué hacen?

—Ya no oigo nada ni veo nada —respondió el cazador—. Parece que aquellos tiros de carabina han logrado que se vuelvan en extremo prudentes.

—Pues si nos dejan tranquilos, mejor que mejor, a menos que no preparen una sorpresa.

—Debíamos incendiar la pagoda —dijo Tremal-Naik, sonriendo.

—¡Ah, pillo! ¿Quieres meterles miedo?

—Están lejos y no pueden oírnos, amigo Yáñez. Y, además, hay aquí demasiada piedra y el fuego se extinguiría en seguida sin necesidad de agua. Lo que yo quisiera saber es qué hacen los que están emboscados allá delante. ¿A qué esperan para atacarnos? Esta tregua me desconcierta.

—Esperarán refuerzos.

—¿Y si tratáramos de sacarlos de su escondrijo, Yáñez?

—En eso pensaba hace poco.

—¿Quieres que probemos? Estamos bien provistos de pólvora y de balas, a pesar de la que hemos gastado en la bomba.

—Es que no sé decirte exactamente dónde se han escondido.

—Dispararemos al azar los primeros tiros, y si responden, sabremos orientamos.

—Entonces, ¡a ellos, sikaris! —dijo Yáñez—. Nosotros vigilaremos el ventanal para impedir a los parias del templo el reunírseles.

Los seis cazadores colocaron a los dos prisioneros en lugar seguro, después se echaron a lo largo delante de las enormes trompas de los elefantes e hicieron una descarga contra el boscaje apuntando al azar.

No se habían extinguido todavía las detonaciones, cuando como unos cincuenta hombres se precipitaron fuera de la maleza, disparando contra el ventanal.

—Los desemboscamos —dijo Yáñez—. No saben tirar, pero, sin embargo, he oído el silbido de algunas balas que me han pasado por encima.

—Y balas de carabina —dijo Tremal-Naik, metiéndose dentro de una trompa—. Esos canallas están usando las armas que han cogido a los nuestros.

—¡Bah! No les durarán mucho. ¿Dónde está la bomba?

—¿Te has decidido a hacerla estallar por fin?

—Es preciso contener el ímpetu de esos hombres. ¡Qué estruendo! ¡Parecen chacales hambrientos en busca de presa!…

Los parias se habían escondido en la selva; avanzaban con valentía, dando alaridos y disparando desatinadamente. Probablemente era la primera vez que usaban armas de fuego y por consiguiente, no podían obtener un resultado muy brillante.

En cambio, los sikaris, tiradores diestrísimos, no erraban golpe, haciendo a cada descarga caer por tierra a algunos hombres.

Yáñez y Tremal-Naik, temiendo alguna tremenda acometida de parte de los que estaban en el templo y que en tan pocos momentos se habían vuelto más mudos que peces, disparaban algún que otro tiro por el ventanal, para advertirles que también se vigilaba por aquel lado.

Los parias, aunque tienen el ímpetu de las razas salvajes, no son verdaderos guerreros, y, por consiguiente, no podían hacer frente a aquel grupo de hombres que desde lo alto del templo hacían caer sobre ellos una lluvia de balas. Y además, como hemos dicho, no debían de tener ninguna práctica de las armas de fuego, acostumbrados sólo a servirse de armas blancas y de flechas envenenadas.

No obstante, a pesar de la granizada de balas que les caía encima y que les hacía dar alaridos de fieras, sin dejar de disparar habían avanzado hasta la puerta mayor de la pagoda; pero no se habían sentido con fuerzas para intentar alcanzar a los sikaris, los cuales les respondían con mucha calma, metidos dentro de las trompas de los elefantes.

Aún intentaron una breve resistencia, mas después, acribillados a tiros, huyeron a carrera desenfrenada por la selva, dejando tras ellos algunos muertos.

—¡Cuerpo de Júpiter! —exclamó Yáñez, después de disparar un último tiro dentro de la pagoda—. Se han ido ya esos imbéciles. Si Sindhia cuenta sólo con estos hombres, fácilmente vamos a ganar la partida.

—Y por eso es por lo que el bribón se ha llevado a tus rajaputras —dijo Tremal-Naik.

—¡Y les paga con el dinero que le pasaba mi mujer para curarse!…

—¡Oh!… Ya habrán tenido más. Todos estos príncipes indios tienen un tesoro escondido muy cuidadosamente.

—Lo sé. Sindhia no debe de haberse marchado del Assam sin llevarse por delante una fortuna, quizá de la guerra, que sabía que pertenecía a mi mujer.

Mientras hablaba, Yáñez había encendido la mecha de la bomba. Había visto a los parias reaparecer al borde de la selva y quería impresionarlos con un estallido formidable.

Se levantó, midió la distancia y después lanzó la lata llena de pólvora y de proyectiles.

—Debías de haber esperado —aconsejó Tremal-Naik—. Más tarde hubiese podido sernos de más utilidad.

—¿Sabes lo que he oído?

—No sé.

—El barrito de un elefante.

—¿Volverá el cornac con Sahur?

En aquel momento la bomba estalló, levantando una gran llamarada y una densa nube de humo.

Los árboles vecinos fueron arrancados y luego incendiados; pero la peor parte les tocó a los parias, que, completamente desorganizados, por segunda vez se dieron a correr, refugiándose de nuevo en la espesura.

—¡Sahur! —gritó en aquel momento Tremal-Naik—. Conozco su barrito. Está a punto de llegar.

—Como ves, no me había engañado —dijo Yáñez.

—Tienes el oído muy fino.

—Siempre soy el tigrecillo de Malasia, aunque sea ahora marajá —respondió el portugués, sonriendo—. Pronto, bajemos. El elefante llegará en seguida.

Cargaron nuevamente sus armas, se agarraron a las cuerdas y se colocaron delante de la puerta mayor del templo.

Los árboles ardían dificultosamente, haciendo más humo que llamas. Era una suerte, porque los sikaris estaban casi escondidos detrás de aquel nubarrón que poco a poco se dilataba también por ser gomíferas no pocas de aquellas plantas.

Más allá de aquel velo de humo, las carabinas de los rajaputras, manejadas afortunadamente por aquellos inhábiles parias, seguían tronando sin que se supiese adónde iban a parar las balas; probablemente, dirigían sus tiros contra el ventanal, creyendo que el marajá y sus compañeros se escondían todavía tras de las gigantescas trompas de los elefantes.

Yáñez echó una mirada a su alrededor, escuchó un momento y después dijo:

—¡Al trote!… ¡Sahur se acerca!…

Lanzáronse todos a través de la selva, pero flanqueando siempre la imponente pagoda, y después de haber recorrido otros doscientos metros, se detuvieron en un espesísimo matorral.

—Yáñez —dijo Tremal-Naik—. ¿Será que han barritado los elefantes de piedra? No veo llegar ninguno.

—¡Por Júpiter!… ¡Yo lo he oído!… —respondió el portugués—. Te digo que un elefante galopaba hace poco hacia la pagoda.

—Se habrá parado en cualquier sitio.

—Es probable. El cornac tendrá miedo de los parias; no debemos censurarlo. ¡Eh!… ¿Oyes?

—Sí; un barrito.

—Y a pocos pasos de nosotros.

—Está parado y nos espera.

—¿Y si estuviera montado por los rajaputras?

—¡Caro les iba a costar, Tremal-Naik! —respondió Yáñez, iracundo—. Estoy ya harto de traiciones… ¡Por Júpiter! ¿Qué estrépito es este?

Diríase que quince o veinte elefantes se precipitaban a través de la selva, arrollándolo todo a su paso.

—¿Y esos proboscidios serán los tuyos, que tratarán de dar caza al cornac?

—¡Ah!… ¡Lo veremos!…

Se llevó las manos a la boca y haciendo bocina con ellas repitió por tres veces, mientras en el nubarrón de humo continuaba retumbando la fusilería:

—¿Quién viene a salvar al marajá del Assam? ¡Ganará mil rupias!

Apenas había acabado de pronunciar estas palabras, cuando se vio salir de un tupido matorral a Sahur con su valiente cornac.

—¡Montad, alteza! —gritó el conductor, echando la escala—. Me siguen.

—¿Los rajaputras?

—Vuestros elefantes, montados por no sé qué bandidos.

—¡Hala, arriba!… —gritó Yáñez, empujando primero a los dos prisioneros, que en manera alguna quería perder.

En un momento estuvieron en la litera, echaron abajo la cubierta para tener más despejado el campo de tiro, y el valiente elefante, a pesar de haber hecho un largo trayecto, se lanzó a carrera tendida, pasando al lado de la nube de humo.

Los parias se habían precipitado fuera de los matorrales al oír el barrito, pero ocho tiros de carabina los decidieron inmediatamente a escapar.

Por su lado, Sahur corría desbocado, dando golpes de trompa a diestro y siniestro. ¡Ay de quién se hubiese puesto al paso de aquel intrépido animal que no temía ni a fieras ni a hombres!

Entretanto, a lo lejos se oía barritar a muchos otros elefantes y resonar tiros de carabina.

—No temáis, alteza —dijo el cornac de Sahur—. Llevamos por lo menos una milla de ventaja, y este animal es el más rápido de los que teníais. Ahora que os he encontrado, no tengo ya miedo de nada y os prometo llevaros a la capital aun antes de amanecer.

—¿Cómo has hecho para apoderarte de este valiente elefante?

—He silbado, simplemente. Todos los elefantes estaban pastando a la orilla de un estanque.

—¡Nos siguen!… —gritó Yáñez, saltando—. Estos canallas de parias, parece imposible, tienen en sus venas algunas gotas de sangre guerrera. Nunca me hubiera imaginado que fuesen tan valerosos.

Treinta o cuarenta indios, armados unos de carabinas, y de cerbatanas otros, se habían lanzado fuera de la maleza, a carrera tendida, tratando de cortar el paso al elefante.

Llegaban, con todo, demasiado tarde, porque Yáñez, Tremal-Naik y los sikaris habían tenido tiempo de volver a cargar sus carabinas, y una descarga formidable, lanzada por maños tan seguras, abrió una brecha entre aquellos pobres combatientes, que quizá era la primera vez que manejaban armas de fuego.

Sahur, el formidable elefante, se coló por la abertura y, encontrando a un paria, que no había tenido tiempo de huir, lo cogió con la trompa, de un terrible apretón le aplastó las costillas y luego lo tiró contra el tronco de un árbol, estrellándolo. El paso estaba libre. Los parias, espantados por la furiosa carga del elefante, escaparon como liebres, refugiándose en la enmarañada selva.

—¡Por Júpiter!… —dijo Yáñez después de disparar un último tiro—. No brillan por su resistencia los guerreros de Sindhia.

—Y para tenerlos mejores, ese traidor nos los ha sobornado —respondió Tremal-Naik.

—Pero a esos viles opondremos los montañeses de Sadhja y los tigres de Mompracem, a quienes mandará Sandokán ¡Adelante, cornac!…

No había necesidad de excitar al elefante. El bravo proboscidio corría a gran trote, sacudiendo atrozmente a los que iban en el castillete.

En lontananza se oían disparos y bramidos.

—Quieren darnos caza, ¿verdad, cornac?

—Sí, alteza, y con vuestros elefantes.

—¿Se dejará cazar Sahur?

—No, no; es el mejor de vuestros animales y correrá coa la velocidad del viento.

—¿Entre los hombres que montaban los elefantes has visto a mis rajaputras?

—No, alteza, ni a uno siquiera. Todas las literas estaban llenas de parias y de otros hombres que el antiguo rajá debe de haber levantado en los confines de Bengala.

—¿Qué habrá hecho, pues, de mis hombres? ¿Los habrá matado? De aquel tirano puede esperarse cualquier villanía terrible que cueste mucho derramamiento de sangre.

—No creo que tus rajaputras sean unos gallinas para dejarse matar así, sin defenderse —dijo Tremal-Naik—. ¿Tú, cornac, no has oído gritos en el campamento?

—No, sahib.

—Entonces, Sindhia los habrá alejado por ahora y pensará aprovecharse de su traición más tarde, en el momento decisivo.

—Y eso me inquieta —dijo Yáñez, que fumaba nerviosamente su último cigarro—. No esperaba yo una tempestad como esta. Pero al tiempo, que no me dejaré yo arrebatar la corona sin dar terribles batallas. Henos ya a la vista de la capital. ¡Cómo corre este valiente Sahur!

Estaba entonces amaneciendo, y en el limpio horizonte, teñido de un rosa suavísimo, se dibujaban las pagodas de la gran ciudad.

No se oían ya ni barritos de elefantes ni tiros de fusil.

Los conjurados, persuadidos ya de no poder alcanzar al valerosísimo Sahur, y no pareciéndoles prudente presentarse en lugares habitados, se habían detenido para volver después hacia la pagoda donde se hallaban sus compañeros.

El camino era bueno, atravesaba espléndidos arrozales, ya llenos de aldeanos y aldeanas, y habían terminado los bosques que pudieran hacer temer una emboscada.

Sahur, que parecía incansable, con un último esfuerzo, llegó al puente levadizo del baluarte de Karia y condujo, siempre al galope, al marajá y a sus cazadores delante del elegante palacete, que rodeaba una doble fila de rajaputras. Al ver a esos guerreros, Yáñez tuvo una sonrisa llena de amargura.

—¡Si pudiera creerlos fieles! —dijo a Tremal-Naik—. Pero ¡quién sabe lo que tendrán en la cabeza! Un poco difícil es conocer a estos mercenarios.

Hizo echar la escala, bajó llevando su carabina y sus pistolas, y, seguido de sus cazadores, entró en su saloncillo, seguro de encontrar en él a Surama.

La pequeña rhani estaba allí, en efecto, guardada por el cazador de ratas, que se había puesto en la faja cuatro pistolones, y dos sikaris, y estaba meciendo al pequeño Soárez, a quien había cogido de los brazos de su nodriza.

—¡Ay, mi señor!… —exclamó, levantándose impetuosamente—. Ya te lloraba por muerto.

—¿Por qué, Surama? —dijo el portugués, afectando la mayor calma—. No soy hombre de dejarme matar como un cordero, ni de dejarme coger tampoco. Pero debes saber que Sindhia se ha llevado todos nuestros elefantes y los doscientos rajaputras que nos escoltaban. Aquel bribón empieza a ser en extremo peligroso, y ha llegado el momento de pensar seriamente en nuestra situación.

—Me asustas, Yáñez —dijo Surama, confiando el niño a la nodriza.

—Como ves, volvemos completamente derrotados, y si no hubiese sido por el cornac de Sahur, no sé cuándo hubiéramos podido regresar.

»No te asustes, la corona está aún firme sobre tu cabello negro y aquí estamos nosotros prontos a defenderte.

»Tremal-Naik se irá hoy para las montañas y haremos venir a los valientes montañeses de Sadhja, puesto que con los rajaputras no se puede contar ya para nada.

»Kammamuri está ya de viaje hacia Calcuta, y en veinticuatro horas Sandokán tendrá nuestro telegrama.

»De aquí a treinta días estaremos en condiciones de dar un golpe decisivo a Sindhia. Se trata sólo de saber si podemos esperar tanto tiempo la ayuda de mi terrible hermano malasio.

—¿Y mis montañeses?

—Cuento con ellos, querida, y son nuestra única esperanza por el momento. Me engañaré, pero me parece que este imperio nuestro empieza a decaer.

—Puede que exageres, Yáñez —dijo Tremal-Naik—. No tenemos sino parias frente a nosotros.

—No; también bengaleses, y, además, a mis rajaputras. ¡Oh! Y otros nos harán traición dentro de poco. Esos guerreros se venden a quien más les ofrezca, y yo, sin embargo, les pago a peso de oro. ¿Será posible que Sindhia tenga más dinero que yo? No lo creo.

Cogió de la mesa un cigarro, lo encendió, bebió después un vaso de cerveza y mirando luego al cazador de ratas, que hasta entonces había permanecido silencioso, preguntó:

—¿Está vivo todavía el prisionero?

—No, alteza. Ha muerto hace tres o cuatro horas. El ayuno tan largo lo había extenuado.

—¡Que el diablo se lo lleve!… ¿Ha cerrado de verdad el otro ojo?

—Sí, alteza; pero le levanté el párpado y vi una luz siniestra, pavorosa, salir de su negra pupila, estando ya, sin embargo, muerto.

—Surama, ¿estás tranquila desde que aquel miserable ha exhalado el último suspiro?

—Sí, señor —contestó la reina—. Tenía siempre fija en mi cerebro como una niebla, y ahora vuelvo a ser la mujer de antes.

—¿Lo habrá matado el rajaputra? Es el único hombre fiel —dijo Yáñez, mirando al baniano.

—No lo sé, alteza. Cuando me llamó el rajaputra había expirado ya.

—Ahora no era más que un estorbo —dijo el portugués—. Empiezo a hacerme malo, pero es necesario. Todas estas traiciones que me rodean, sin poder yo evitarlas, me están haciendo un tirano. ¡Y sea! Sindhia lo era y ahora amenaza con captarse la voluntad de todos sus súbditos a quienes nosotros habíamos dado más amplias libertades. Se ve que en la India, para gobernar, hay necesidad de ser malo.

—Razón tienes, Yáñez —dijo Tremal-Naik—. Sólo los rajaes sanguinarios tienen suerte en este desdichado país.

—¿Y qué vas a hacer, mi señor? —dijo Surama.

—¿Y me lo preguntas? Si no tuviéramos un hijo, ahí dejaba la corona del Assam, que me ha dado más enojos que satisfacciones, y me iría a descansar a Mompracem, junto con mi hermano moreno, el terrible Sandokán Pero teniendo al pequeño, ¡por Júpiter!, haré lo posible por dejarle el imperio que tú, Surama, y yo, hemos conquistado con nuestro valor. ¡Bonito negocio hace el marajá! Estamos reducidos a comer huevos cocidos o crudos para no coger cólicos terribles producidos por el veneno del bis cobra. ¡Que el diablo cargue con todos los reinos del mundo! Yo ya estoy harto de ellos.

—Mi señor —dijo Surama—, ¿quieres que antes de que estalle la revolución vayamos a Mompracem?

—¡Yo!… ¡Huir yo delante de Sindhia!… —gritó Yáñez—. ¡Ah, no!… Ese loco, que ha recobrado la razón merced a las curas que le han hecho en Calcuta, pagadas con dinero nuestro, no pondrá sus manos en tu corona, reinecita mía. A Sandokán le han dado el nombre del Tigre de la Malasia; allá me llamaban el Tigre blanco. Estamos en el país de los tigres y, ¡por Júpiter!, como hemos vencido a Suyodhana, espero vencer también a Sindhia.

Vació un vaso de cerveza y después lo arrojó contra la pared, haciéndolo pedazos.

—Lo despedazaré como a ese vaso.

No era ya el hombre tranquilo de costumbre; sus ojos centelleaban; sus facciones, siempre enérgicas, se habían vuelto feroces; su barba, con abundantes hebras plateadas, se había erizado.

—¡Ah!… ¿Quiere guerra?… —gritó haciendo añicos otro vaso—. ¡La tendremos y será terrible!… ¡Ven, Surama, vayamos a descansar! Por ahora, creo que ningún peligro nos amenaza.

—Y yo me voy a las montañas —dijo Tremal-Naik—. Sahur está siempre dispuesto a andar, tendrá doble ración e iremos a buscar a los fuertes montañeses de Sindhia. No perdamos tiempo, Yáñez. Veo la traición surgir por todas partes.

—Quiero esperar algún telegrama de Kammamuri.

—Puede tardar mucho. Déjame ir. Tú ya sabes que ya no cuento con el sueño. Si me invade, dormiré en la litera.

—¿Quieres llevar contigo al rajaputra gigante? Es tal vez el único que ha dado pruebas de tenernos verdadera ley. Es un hombre que puede matar sólo con los puños.

—Sí, me lo llevo —dijo Tremal-Naik—. Me servirá para mandarte mis noticias. Ve, Yáñez, la noche ha sido pésima para ti y también para la reina. ¿Quién velará aquí?

—¡Yo, sahib! —exclamó el baniano—, y no estaré solo, porque tengo ahora un perro dogo que me ha tomado cariño.

—¿No tienes tú miedo a las traiciones?

El viejo cazador de ratas mostró su faja llena de armas y dijo:

—Aquí hay armas de fuego y armas blancas; ¡vengan a probarme los traidores! Ya no soy joven; pero, sin embargo, aún valgo por medio maharato[8].

Diez minutos más tarde, Tremal-Naik volvía a montar sobre Sahur con el gigantesco rajaputra y partía para las montañas.