Phil durmió poco, pero profundamente, y se levantó con la impresión de que toda la casa estaba vacía. Pero allí abajo estaba el guarda y su perro taciturno, sus trastos de pesca, y, en el primer piso, se oyó la tos cotidiana de su padre. Se escondió entre el seto de huseras y la pared de la terraza y espió la ventana de Vinca. Vio cómo se esfumaba en el cielo un grupo de nubes, hostigadas por una brisa activa. Volvió la cabeza y percibió las velas recostadas sobre un oleaje breve y duro. Dormían aún todas las ventanas de la casa.
«Y ella, ¿estará durmiendo? Dicen que todas lloran después. Quizá Vinca está llorando ahora. Y es ahora cuando debería descansar entre mis brazos, como hacíamos en la arena. Yo le diría entonces: No es verdad. No ha pasado nada. Tú eres mi Vinca de siempre. No me has dado ese placer, que no fue un gran placer. Nada es verdad, ni siquiera ese suspiro o ese canto suspendido nada más empezar que te han tornado de pronto pesada y larga como una muerta en mis brazos. Nada es verdad. Si esta tarde yo desapareciera por lo alto del camino blanco, en dirección a Ker-Anna, y si regresara sólo antes de la aurora de la mañana, me escondería tan bien que tú no te enterarías… Vamos a pasear por la costa, y llevemos a Lisette».
No imaginaba él que un placer mal dado y mal recibido es una obra perfeccionable. La nobleza de la juventud lo arrastra solamente a salvar aquello que no había que dejar perecer: quince años de vida mágica, de ternura única, sus quince años de gemelos enamorados y puros.
«Le diré: Sabes de sobra que nuestro amor, el amor de Phil-y-Vinca, no se acaba ahí, en ese lecho de sarraceno trillado, lleno de estiércol. Como no se acaba en la cama de tu habitación, o en la mía. Es seguro que no. ¡Créeme! Si una mujer que no conocía me ha dado esta alegría tan grave, que aún palpita en mí, lejos de ella, como el corazón arrancado y depositado lejos de la anguila, ¿qué no hará por nosotros nuestro amor? Estoy segurísimo… Pero, si me confundiera, tú no debes saber que me confundo…».
«Le diré: Ha sido un sueño prematuro, un delirio, un suplicio durante el cual mordías tu mano, mi pobre compañera, auxiliar valerosa de mi cruel tarea. Para ti ha sido un sueño quizás horroroso; para mí, una humillación peor, una voluptuosidad menos buena que las sorpresas de la soledad. Pero no se ha perdido nada, si tú olvidas y si yo mismo borro un recuerdo misericordiosamente cubierto ya por la noche… No, no he apretado tus flexibles costados entre mis rodillas; pero súbeme a caballo y corramos por la arena…».
Cuando oyó deslizarse las cortinas por la varilla, se armó de valor y consiguió no volver la cabeza…
Vinca apareció, entre las contraventanas que había plegado contra la pared. Parpadeó con fuerza varias veces y miró de frente con una fijeza pasiva. Luego hundió las manos en la espesura de sus cabellos despeinados, buscando probablemente a Philippe. Ya totalmente despierta, cogió de la habitación un pichel de barro barnizado, y regó cuidadosamente una fucsia púrpura que adornaba el balcón de madera. Consultó el cielo fresco y azul, que prometía buen tiempo, y se puso a cantar una canción que solía entonar todos los días. Entre las huseras, Philippe seguía espiando como un hombre que estuviese tramando un atentado.
«Está cantando… Debo creer a mis ojos y a mis oídos, está cantando. Y acaba de regar la fucsia».
No se le ocurrió que esta aparición, tan conforme a sus más recientes votos, debería haberle infundido la alegría perdida. Se empeñó en seguir afligido y, demasiado novato para el análisis, le dio por comparar:
«Una noche vine a buscar la calma debajo de esa ventana, porque una fulminante revelación acababa de interponerse entre mi infancia y mi vida presente. Ella, sin embargo, está cantando…».
El azul de los ojos de Vinca competía con el azul de mar de la mañana. Se peinaba el pelo mientras volvía a entonar, con la boca cerrada y una vaga sonrisa, su cancioncilla…
«Canta. Estará bonita en el desayuno. Y gritará: "¡Lisette, pellízcale hasta hacerle sangre!". No parece haberle hecho ni mucho bien ni mucho mal… ahí está, indemne…».
Vinca, inclinada, aplastaba su garganta contra la barbilla de madera mirando hacia la habitación de Philippe.
«Si yo apareciera en la ventana contigua y saltase la barandilla para reunirme con ella, seguro que me echaría los brazos al cuello…».
«Oh, tú, a quien he llamado "mi amo", ¿por qué me has parecido a veces más hechizada que esta muchachita nueva, con su aspecto tan natural? Te has marchado sin habérmelo dicho todo. Si sólo te ha traído hacia mí tu orgullo de donante, estoy seguro de que, en este momento, sentirías lástima de mí por primera vez…».
De la ventana vacía venían unos sones débiles y felices que lo emocionaron. Tampoco pensó que, unas semanas después, la niña que cantaba podía estar llorando, angustiada, condenada, en esa misma ventana. Reclinó la cabeza en los brazos y consideró su propia pequeñez, su caída, su benevolencia. «Ni héroe ni verdugo… Un poco de dolor y un poco de placer. Es lo único que le he dado… Lo único…».