«Este año se acaba lo nuestro aquí —pensaba Philippe algo decaído, mientras miraba el mar—. Vinca y yo, una realidad lo suficientemente doble como para ser dos veces más feliz que una individualidad; una realidad que fue Phil-y-Vinca va a morir aquí este año. ¿No es terrible? ¿Y yo no puedo impedirlo? Aquí estoy con los brazos cruzados… y esta noche, después de las diez, quizá vaya una vez más, la última vez de las vacaciones, a casa de Madame Dalleray…».
Inclinó la cabeza y sus cabellos negros, plañideros, quedaron suspendidos en el aire.
«Si tuviese que ir ahora, justo en este instante, a casa de Madame Dalleray, me negaría. ¿Por qué?».
Blanca bajo un sol tristón aprisionado entre dos nubes tormentosas, la carretera que llevaba a Ker-Anna, pegada a la ladera de la colina, ascendía y luego ocultaba su final detrás de un grupo de enebros grises de polvo. Philippe miró a otra parte, lleno de repugnancia que sin embargo, no le hizo perder lucidez. «Sí… Pero esta noche…».
Después de tres meriendas en Ker-Anna había renunciado a esas visitas diurnas, temiendo la inquietud de los suyos y las sospechas de Vinca. Por otra parte, su extrema juventud se cansaba en seguida de inventar coartadas. Recelaba también del perfume resinoso que impregnaba toda Ker-Anna, así como del cuerpo, lo mismo desnudo que cubierto, de aquélla a la que él nombraba en voz baja, tan pronto con el orgullo de un muchacho libertino como con el remordimiento melancólico de un esposo que ha engañado a una mujer querida, de la que es amante e incluso «amo»…
«Me descubran o no, Vinca y yo hemos de terminar aquí. ¿Por qué?».
Ningún libro, entre todos los que libremente leía, con los codos en la arena o aislado —por pudor más que por miedo— en su habitación, le había enseñado que debiera permanecer en un naufragio tan corriente. En las noches suele haber cientos de páginas como preparación al amor físico; el acontecimiento como tal ocupa quince líneas. Philippe buscaba en vano, en su memoria, el libro donde estuviera escrito que un joven no se libera de la infancia ni de la castidad por una sola caída, sino que sigue tambaleándose, con oscilaciones profundas y casi sísmicas, durante muchos días…
Philippe se levantó y camino a lo largo del prado de mar desgastado y desmoronado en el borde por las mareas del equinoccio. Una mata de aliagas, florecida de nuevo, se asomaba a la playa agarrada y sostenida por una delgada cabellera de raíces. «Cuando yo era pequeño —se dijo Philippe—, la mata de aliagas no se asomaba a la playa. El mar se ha tragado todo esto —por lo menos un metro— mientras yo crecía… Y Vinca asegura que es la mata de aliagas la que ha avanzado…».
No lejos de esta mata se abría esa cañada redonda, alfombrada de cardos de luna, la cañada que, a causa del color de los cardos azules, recibía el nombre de «Los Ojos de Vinca». Era allí donde, un día, Philippe había hecho a escondidas una gavilla de cardos en flor, espinoso homenaje arrojado por encima del muro de Ker-Anna. Hoy, las flores secas, en los laterales de la cañada, parecían quemadas… Philippe se detuvo allí un momento; demasiado joven para sonreír ante el sentido misterioso con que el amor envuelve a la flor muerta, al pájaro herido o a la alianza rota, se limitó a sacudirse la morriña: ensanchó los hombros y echó hacia atrás sus cabellos con un movimiento arrogante y tradicional, dirigiéndose mentalmente reproches que no habrían desentonado en absoluto en una novela para jóvenes principiantes.
«¡Venga ya! ¡Basta de debilidades! ¡Puedo afirmar con toda la razón del mundo que este año soy un hombre! En cuanto a mi porvenir…».
Oyó sus propios pensamientos y se ruborizó. ¿Su porvenir? Un mes antes todavía había pensado en él. Un mes antes había visto su porvenir pintado de detalles precisos y pueriles sobre un gran fondo difuso —su porvenir, con su antesala de exámenes, de un nuevo curso de bachillerato, de trabajos ingratos aceptados sin demasiada amargura, porque «no hay más remedio, ¿verdad?»— y el porvenir de Vinca enriqueciendo el suyo, el porvenir maldito o bendito en nombre de Vinca.
«Al principio de las vacaciones —pensó Philippe—, yo tenía mucha prisa. Y ahora…». Esbozó una sonrisa, una mirada de hombre desdichado. Su labio se iba oscureciendo día a día; el primer vello, pelusilla fina, que es al bigote lo que el heno a la hierba tiesa de los campos, iba hinchando paulatinamente su boca como la de un niño triste. A esa boca se dirigía una y otra vez, impenetrable, casi vengativa, la mirada de Camille Dalleray.
«Mi porvenir, vamos a ver, mi porvenir… Es muy sencillo… Si no estudio derecho, mi porvenir está en el almacén de papá: neveras para hoteles; faros, piezas de recambio y accesorios para coches. La reválida, e inmediatamente después la tienda, los clientes, la correspondencia… Papá no gana en ella ni para mantener el coche. ¡Ah!, y el servicio militar… ¿En qué estaba pensando?… Digamos que, una vez que haya aprobado la reválida…».
Su esfuerzo se vino abajo de pronto, desbaratado por un aturdimiento ilimitado, por una profunda indiferencia hacia todo lo que le aguardaba en el futuro —futuro que, sin embargo, no encerraba demasiados secretos—. «Si haces la mili en los alrededores de París, entonces yo, durante ese tiempo…». La vocecilla amante de Vinca murmuró, en la memoria de Philippe, una infinidad de proyectos concebidos ese mismo verano y que ahora yacían, irrelevantes y pálidos, sobre un fondo de imprenta, carentes de toda iluminación. La zona coloreada de sus esperanzas no superaba el final del día, la hora de la cena, de jugar al ajedrez con Vinca o Lisette —sobre todo con Lisette, cuyos ocho años agresivos, avispados ojos y precocidad calculadora aliviaban a Philippe de su fardo sentimental—; no superaba, en fin, la hora de ir a entregarse al placer…
«Aunque tampoco —pensó— es seguro que vaya a ir. Como no soy ningún loco contando los minutos ni vuelto continuamente hacia Ker-Anna como un girasol hacia la luz, puedo reivindicar el derecho de ser yo mismo, de seguir sacando gusto a todo lo que me gustaba antes…».
No se daba cuenta de que, al servirse de esta palabra, estaba dividiendo su existencia en dos partes nítidamente diferenciadas. No sabía todavía durante cuánto tiempo todos los acontecimientos de su vida deberían tropezarse con ese jalón, referencia milagrosa y trivial: «¡Ah!, sí, eso era antes… Recuerdo que eso sucedió un poco después…».
Pensó, con desdén y envidia, en esos compañeros de clase que temblaban mientras esperaban su turno en un umbral innoble, que franqueaban finalmente silbando, mintiendo, asqueados y fanfarrones. Luego no volvían a pensar más en ello, sin necesidad de tener que interrumpir los estudios, los juegos, los cigarros clandestinos y los debates políticos y deportivos. «Mientras que yo… ¿será culpa de Ella que yo no desee nada, ni siquiera a ella misma?».
Un «tapón» de bruma, venido de alta mar, estaba invadiendo la costa. Había empezado por una cortinilla deshilachada sobre el mar, errante, incapaz casi de cubrir un islote rocoso. Después un golpe de viento lo había atrapado, agitado y depositado vertiginosamente en la bahía, donde permaneció espeso y opaco. Philippe, inmerso en la bruma, vio desaparecer en un momento mar, playa y casa, y empezó a toser en un baño de vapor. Familiarizado con los prodigios del clima marino, esperó que un segundo golpe de viento disipase al primero; entretanto, se habituó a esos limbos, a esa ceguera simbólica, en cuyo fondo brillaron su rostro sosegado —recortado sobre sus cabellos como una luna pura— y las manos ociosas que apenas hacían ningún movimiento. «Ella está inmóvil… pero que me devuelva a mí el curso del tiempo, la prisa, la impaciencia, la curiosidad… No es justo… Y no se lo perdonaré…».
Jugaba a ser rebelde e ingrato. Un niño de dieciséis años y medio ignora que un orden impenetrable coloca, en el camino de aquellos cuyo amo los está convirtiendo en amantes apresurados por vivir e impacientes por morir, a alguna que otra bella misionera portadora de un evangelio carnal que detiene el tiempo, adormece y contenta el espíritu, y aconseja al cuerpo madurar a su sombra.
El «tapón» de bruma se disolvió de repente, aspirado en el aire, como la sábana que se retira y deja una franja de agua efímera en cada puñal de hierba, un rocío de perlas en las hojas afelpadas, y un barniz húmedo en las glabras.
El sol de septiembre vertió una luz limpia amarilla renovada sobre el mar, azulada a lo lejos y verdosa en la costa a causa de las arenas sumergidas.
Pasada la bruma marina Philippe respiró de placer, como quien emerge bañado de aire y claridad de un túnel sofocante. Se volvió hacia la tierra para ver gotear, entre las fallas de los peñascos, el oro de las aliagas florecidas, y se estremeció al encontrar detrás de él, como un espíritu transportado y olvidado por la bruma, a un chiquillo silencioso.
—¿Qué quieres, chavalín? ¿No eres tú el hijo de la cancalesa que nos vende el pescado?
—Sí —contestó.
—¿No hay nadie en la cocina? ¿Buscas a alguien?
El chicuelo sacudió el polvo de sus cabellos pelirrojos.
—Es que la dama me ha dicho…
—¿Qué dama?
—Me ha dicho: «Dile a monsieur Phil que me he marchado».
—¿Qué dama?
—No sé. Ella me ha dicho: «Dile a monsieur Phil que no he tenido más remedio que irme hoy».
—¿Dónde te ha dicho eso? ¿En la carretera?
Sí… Desde su coche.
Philippe cerró un momento los ojos y se pasó la mano por la frente, parloteando con énfasis: «Vaya, vaya, vaya… Desde su coche, ¿eh?… Muy bien… Bueno, bueno…». Abrió de nuevo los ojos, buscó al mensajero, que ya no estaba allí, y creyó haber tenido uno de esos sueños breves, esbozados crudamente y brutalmente borrados, que engendra la siesta. Pero en el sendero del acantilado vio al niño maléfico que se alejaba, con su matojo de pelo y un remiendo azulina y cuadrado en el pantalón.
Philippe adoptó un aire disimulado y presumido, como si le estuviera viendo aún el muchacho de Cancale.
«¡Bah!, el que se haya ido no cambia gran cosa. Un día antes o después…, de todas formas tenía que irse».
Pero empezó a notar una sensación extraña, casi totalmente física, al nivel del estómago. Dejo que esa sensación aumentase, inclinando la cabeza en un ademán pensativo y como si hubiese escuchado un consejo misterioso.
«Con una bicicleta, quizá… Pero ¿y si no está sola? No he caído en preguntar al chico si estaba sola…».
Se oyó el claxon de un coche lejano, en la carretera de la costa. Su tono grave y sostenido quedó en suspenso durante un rato, como el dolor producido por un golpe bajo.
«Al menos ya no tengo necesidad de preguntarme si esta noche voy a ir a su casa…».
Imaginó de pronto la villa Ker-Anna cerrada a la luz de la luna, con los postigos grises, la verja negra, los geranios prisioneros, y sintió un escalofrío. Se recostó en un repliegue del prado seco, haciéndose un ovillo a la manera de los perros de caza atacados por alguna enfermedad, y comenzó a escarbar en la hierba arenosa con un movimiento regular de ambos pies. Cerró los ojos, pues el paso de unas nubes gruesas —con su blancura espesa e hinchada— le estaba produciendo ligeras náuseas. Arañaba rítmicamente la hierba, canturreando al mismo tiempo; como la mujer en trance de dar a luz que mece su fruto y se queja progresivamente hasta dar el gran grito.
Philippe abrió los ojos, extrañado, y recobró plenamente el sentido.
«Pero… ¿qué me está ocurriendo? Sabía perfectamente que ella se iría antes que nosotros. Tengo su dirección de París, su número de teléfono… y, además, ¿qué pasa con que se vaya? Es mi amante, no mi amor…; puedo vivir sin ella».
Se incorporó, desgranó de las lanzas de hierba los rosarios de caracoles trepadores a los que las vacas son tan aficionadas. Se dejó invadir por la risa y la grosería.
«Bueno, que se vaya. Probablemente, ésa no vive sola… Nunca me ha hablado de sus aventuras… Bueno, sola o acompañada, lo cierto es que se va. ¿Qué pierdo yo… con eso? Una noche, esta noche. Una noche más antes de mi marcha. Una noche, que ni siquiera estaba seguro de desear hace un rato. Sólo pensaba en Vinca… ¡Bah! Una nochecita de gaudeamus menos; eso es todo…».
Pero por su mente pasó una ráfaga de viento helado barriendo toda la jerga de recluta, la falsa prepotencia, la burla interior, y no dejando más que una superficie mental lisa, una conciencia nítida y fría de lo que representaba la marcha de Camille Dalleray.
«¡Ah! Se ha ido… se ha ido lejos… la mujer que me ha dado… que me ha dado…, ¿cómo llamar a lo que me ha dado? No hay ninguna palabra: Simplemente, me ha dado. Desde el momento que deje de ser el niño que creía en Papá Noel, sólo ella me ha dado. Sólo ella podía quitármelo, y me lo ha quitado…».
Subió un rubor a su cara morena, y sus ojos se llenaron de lágrimas amargas. Se desabotonó la camisa, se pasó los diez dedos por el pelo, bufó de rabia como alguien frenético que acaba de salir de un combate de boxeo, jadeó y gritó con todas sus fuerzas, con una ronca voz infantil:
—¡Justo era esta noche cuando yo quería!
Dirigió el rostro —con el torso apoyado en los puños—, dirigió la mirada hacia Ker-Anna invisible: unos cuantos nimbos bajos habían cubierto ya la cima de la colina abandonada; y Philippe aceptó que una malicia todopoderosa arrasara incluso ese punto del mundo en el que había conocido a Camille Dalleray.
Alguien tosió unos cuantos metros más abajo de donde él estaba, en ese sendero de arena inconsistente en el que las piedras planas y los troncos, veinte veces sujetos en forma de escalera rústica, rodaban veinte veces al año hasta la playa. Philippe vio aparecer a ras del prado de mar —y subir lentamente— una cabeza entrecana; con el talento simulador propio de todos los chicos se tragó su angustia, su furor de hombre traicionado, y aguardó, mudo y apacible, la llegada de su padre.
—¿Tú por aquí, muchacho?
—Sí, papá.
—¿Estás solo? ¿Y Vinca?
—No sé, papá.
Casi sin esfuerzo, Phil logró conservar impasible su máscara agradable, avispada de muchachote moreno. Su padre, delante de él, era el mismo de todos los días: un aspecto humano agradable, un poco algodonoso, de contornos borrosos como todas las criaturas terrestres que no se llamaban ni Vinca ni Philippe ni Camille Dalleray. Phil esperó pacientemente a que su padre recobrase el aliento.
—¿No has pescado nada, papá?
—¡Qué va! Pero he dado un paseo. Lequérec sí que ha pescado un pulpo… ¿Ves mi caña? Pues así de largos son sus tentáculos. Es impresionante. Lisette, si los viera, gritaría del susto. Tened cuidado cuando os bañéis.
—¡Bah! ¡Ya sabes que no es peligroso!…
Philippe se percató de que había empleado un tono demasiado alto y falso, propio de un jovencito picajoso. Los ojos grises y ahuevados de su padre interrogaron a los suyos; resistió con dificultad una mirada que le pareció clara, sin tapujos, limpia del vaho aislante y protector en el que viven, junto a los padres, los hijos llenos de secretos.
—Te disgusta esta partida, ¿verdad?
—¿Esta partida?… Pues…
—Sí. Eres como yo, te disgustará un poco más cada año. La zona, la casa. Y, además, los Ferret… Ya verás lo raro que es encontrar unos amigos con los que se pueda pasar el verano todos los años sin problemas… Aprovecha los últimos momentos, muchacho. Todavía quedan dos días de buena vida. Los hay más desgraciados que tú.
Mientras decía esto, el padre de Phil volvió a sumirse en las sombras de donde lo había sacado una palabra ambigua, una mirada. Philippe le ofreció su brazo para franquear la pendiente resbaladiza, mostrándole esa fría atención piadosa que suele prestar de forma paternal el hijo al padre, siempre que el padre es un hombre tranquilo y maduro y el hijo un adolescente tumultuoso que acaba de inventar el amor, los tormentos de la carne y el orgullo de ser el único, en medio del mundo, que sufre sin pedir ayuda.
Llegados a la zona llana y estrecha donde estaba situada la villa, Philippe soltó el brazo de su padre y pensó en bajar de nuevo a la playa, a ese lugar marcado para siempre en el registro de las grandes soledades.
—¿A dónde vas, muchacho?
—Allá abajo, papá.
—¿Te corre mucha prisa?… Ven un momento. Quiero explicarte algunas cosas referentes a la finca. Hemos decidido comprarla, Ferret y yo. Además, ya lo sabes: hace tiempo que venimos hablando de ello delante de vosotros…
Phil no respondió, no se atrevía ni a mentir ni a confesar que un zumbido sordo lo apartaba de las conversaciones familiares.
—Ven, que te voy a explicar. Primero he pensado —de acuerdo con Ferret— en ensanchar la villa, añadiendo dos galerías laterales, cuyos terrados servirán de sendas terrazas a las habitaciones principales del primero… ¿Me sigues?
Phil movió la cabeza afirmativamente, afectando un gesto sagaz, y se esforzó por escuchar atentamente. A pesar de sus esfuerzos, perdió el hilo a partir de una palabra, la palabra «saledizo», y descendió mentalmente la pendiente hasta el lugar donde el chavalillo maléfico le había dicho… «saledizo… saledizo… me he quedado en saledizo». Entre tanto seguía moviendo la cabeza, y su mirada, impregnada de una actividad filial, iba y venía de la cara de su padre al tejado suizo de la villa, del tejado a la mano de monsieur Audebert, que dibujaba ahora en el aire una nueva arquitectura. «Saledizo…».
—¿Comprendes? Todo eso lo haremos Ferret y yo. O quizá tú y su hija puestos de acuerdo… ¡Quién nos asegura que no nos habremos muerto mañana!
«¡Ah, ya oigo otra vez!», exclamó Philippe para sus adentros, sacudido por una ráfaga de libertad.
—¿Eso te hace reír? No veo qué puede haber de gracioso en ello. Los jóvenes nunca pensáis en la muerte.
—Claro que sí, papá…
«La muerte… Por fin, una palabra familiar, comprensible… Una palabra de todos los días…».
—Hay muchas probabilidades de que te cases con Vinca dentro de unos años. Al menos eso asegura tu madre. Pero también hay muchas probabilidades de que no te cases con ella. ¿Qué es lo que te hace sonreír?
—Lo que estás diciendo, papá…
«Lo que estás diciendo y esa simpleza de los padres, de la gente mayor, de los que, como ellos dicen, han vivido, y su candor, y su turbadora pureza de pensamiento…».
—Observa que no te estoy pidiendo tu opinión al respecto en este momento. Podrías decirme: «Quiero casarme con Vinca», y eso me produciría el mismo efecto que si me confesaras: «No quiero casarme con Vinca».
—¿Ah, sí?
—Sí. No estáis maduros aún. Tú eres un buen chico, pero…
Los ojos grises, saltones del padre, emergieron una vez más de la confusión universal para mirar a Philippe de arriba a abajo.
—Hay que esperar. La dote de la hija de Ferret no será muy grande. Pero eso qué importa. Al principio no se piensa en terciopelo, seda y oro…
«Terciopelo, seda y oro… Ah, el terciopelo, la seda y el oro… rojo, negro y blanco —rojo, negro, blanco—, y el trozo de hielo, tallado como un diamante, en el vaso de agua… Mi terciopelo, mi lujo, mi amante y mi amo… ¡ah!, cómo vivir sin esas cosas superfluas…».
—… Trabajo… Comienzos duros… Serios… Años de pensar en… la época en que vivimos…
«Me duele. Aquí, en el estómago. Y me horroriza ese roquedo violáceo sobre fondo rojo oscuro, blanco y negro, que estoy viendo ahora mismo…».
—Vida en familia… regalada… ¡Pardiez!… ¡Buena vida y buenos alimentos!… ¿Qué te parece?
La boca, las palabras intermitentes, se apagaron ahogadas por un suave ruido de aguas invasoras. Philippe no percibió nada más; sólo un golpe débil en el hombro y un pinchazo de hierba seca en su mejilla. Luego, el ruido de varias voces atravesó de nuevo, como otros tantos islotes acerados, el bramido igual y agradable de las aguas, y Philippe abrió los ojos. Su cabeza reposaba sobre las rodillas de su madre, y todas las Sombras se habían inclinado sobre él, formando un círculo de rostros inofensivos. Un pañuelo, empapado en colonia de lavanda, rozó su nariz, y él sonrió a Vinca, que se había interpuesto, con tonos de oro, pardo rosado y azul cristalino, entre él y las Sombras…
—¡Mi pobre niño!
—¡Ya había dicho yo que no tenía buen color!
—Estábamos charlando los dos solos; él estaba aquí, delante de mí, y de repente, ¡paff!…
—Como todos los chicos de su edad, es incapaz de cuidar de su estómago; los bolsillos repletos de frutas…
—Y los primeros cigarrillos, ¿no los tiene en cuenta?
—¡Mi niño querido…! Tiene los ojos llenos de lágrimas…
—Claro, es la reacción…
—Además, ha pasado todo en treinta segundos, justo el tiempo que he tardado en llamaros. Ya os digo, estaba aquí, estábamos charlando y de pronto…
Phil se levantó, tambaleándose, con las mejillas frías.
—¡No te muevas, hombre!
—Apóyate en mí, muchacho…
Él prefería sujetar la mano de Vinca y sonreía sin expresión.
—Ya estoy bien. Gracias, mamá. Ya estoy bien.
—A lo mejor quieres acostarte…
—No. Prefiero el aire libre…
—¡Mirad la cara de Vinca! ¡Si no se ha muerto tu Phil, mujer! Llévatela, venga. Y, a ser posible, no os alejéis de la terraza.
Las Sombras se perdieron formando un pelotón lento, del cual se alzaban unas manos amigas y palabras de estímulo; todavía brilló una mirada maternal antes de que Philippe se quedase solo con Vinca, que no sonreía. Él intentó animarla haciendo muecas con la boca y una señal tranquilizadora con la cabeza; pero ella respondió con otra señal —«no»—, sin dejar, no obstante, de mirar a Philippe, de observar la palidez que ponía un toque verde a su bronceado, sus ojos negros y humedecidos en los que reflejaba un rayo de sol rojizo, su boca entreabierta, sus dientecillos uniformes… «¡Qué guapo eres! ¡Y qué triste estoy!», decían los ojos azules de Vinca… Pero la piedad no se leía en ellos, y la muchacha le tendió su mano dura de pescadora y tenista como quien cumple un trámite de trabajo.
—Ven —le rogó Philippe en voz baja—. Voy a contarte… no es nada. Pero vamos mejor a un lugar tranquilo.
Ella obedeció; eligieron gravemente, a modo de habitación secreta, un entablamiento de roca, mojado a veces durante las mareas vivas, las cuales traían una arena de granos grandes que se secaba pronto. Los dos estaban convencidos de era imposible confiar un secreto a unas colgaduras de cretona clara, a unas paredes de pino dotadas de una resonancia musical capaz de transmitir, durante la noche, la noticia de que uno de los moradores de la casa daba al interruptor, tosía o dejaba caer una llave. Salvajes a su manera, estos dos niños parisinos sabían escapar del indiscreto hábitat humano y buscaban la seguridad de su idilio y sus dramas en medio de un prado al aire libre, al borde de un área rocosa o en la parte cóncava de una ola.
—Son las cuatro —dijo Philippe consultando el sol—. ¿Quieres que vaya a buscar tu merienda antes de acomodarnos?
—No tengo hambre —replicó Vinca—. ¿Tú si quieres merendar?
—No, gracias. Ese pequeño desmayo me ha quitado el apetito. Siéntate en el fondo, yo estoy mejor cerca del borde.
Empezaron a hablar con sencillez, intuyendo palabras graves o un silencio casi igualmente revelador.
El sol de septiembre espejeaba las piernas lisas y morenas de Vinca, dobladas al borde de su vestido blanco. Debajo de ellos, un oleaje inofensivo, lamido y calmado por la bruma pasajera, danzaba con suavidad y adquiría gradualmente el color del buen tiempo. Gritaron las gaviotas, y un rosario de barcas fue desgranándose, una vela tras otra, saliendo de la sombra del Meinga y alejándose hacia alta mar. Se percibió en la brisa un canto infantil, agudo, tembloroso; Philippe se volvió, sintió un estremecimiento y exhaló una especie de quejido irritado: en lo más alto del acantilado, con un mono azulina y cabellos pelirrojos, un chavalín…
Vinca siguió la mirada de Philippe.
—Sí —dijo ella—, es el chico.
Phil recobró su sangre fría.
—¿Te refieres al chico de la vendedora de pescado?
Vinca sacudió la cabeza:
—El chico —rectificó ella— que ha hablado contigo hace un rato.
—Que ha hablado conmigo…
—El chico que ha venido a informarte de la marcha de la dama.
Philippe aborreció de repente el resplandor del día y la arena sobre la que estaba recostado, y el viento moderado le quemó la mejilla.
—¿De… de qué estás hablando, Vinca?
Ella no se dignó a responder y prosiguió:
—El chico te andaba buscando, se ha encontrado conmigo y me lo ha dicho a mí primero. Además…
Terminó con un gesto fatalista. Phil respiró profundamente, notando una especie de bienestar.
—Ah… Entonces, tú sabías… ¿Qué es lo que sabías?
—Algunas cosas sobre ti… No desde hace mucho. Me enteré de todo lo que sé a la vez, hace… tres o cuatro días; pero ya sospechaba…
Ella se calló, y Philippe percibió bajo sus pupilas azules —en lo alto de las frescas mejillas infantiles de su amiga— el nácar, el surco de lágrimas nocturnas y de insomnio, ese reflejo satinado, color claro de luna, que sólo se ve en los parpados de las mujeres obligadas a sufrir en secreto.
—Bien —dijo Philippe—. Entonces podemos hablar, a menos que tú prefieras lo contrario… Haré como quieras.
Ella reprimió un pequeño movimiento de las comisuras de la boca, pero no lloró.
—No, podemos hablar. Creo que es mejor.
Ambos experimentaron una amarga e idéntica satisfacción al saber que desterraban de su conversación la consabida pelea y la mentira. Es propio de los héroes, de los actores y de los adolescentes sentirse a gusto sobre un estrado. Estos niños esperaban obstinadamente que de su amor naciera un dolor noble.
—Escucha, Vinca, Cuando me encontré por primera vez con…
—No, no —interrumpió Vinca precipitadamente—. Eso no. No te pido eso. Ya lo sé. Allí, al final del camino del fuco. ¿Crees que lo he olvidado?
—Pero —protestó Philippe— de aquel día no había nada que olvidar ni que recordar, porque…
—No sigas, por favor. ¿Crees que te he traído aquí para que hablemos de ella?
Se dio cuenta, por la aspereza sencilla del tono de Vinca, de que sus palabras habían carecido al mismo tiempo de naturalidad y de contrición.
—Vas a hacer la exposición de vuestros amores, ¿verdad? No te molestes. El miércoles pasado, cuando volviste, yo estaba levantada, con la luz apagada… Te vi… como un ladrón… Era ya casi de día. Vaya pintas que traías… Fue entonces cuando inicié mis pesquisas, ¡qué te crees! Sabes de sobra que la gente se entera de todo lo que pasa en la costa. Solamente los padres están en Babia.
Philippe, sorprendido, frunció el ceño. La innata brutalidad femenina, realzada en Vinca por los celos, le ofendía. Al entrar en este refugio colgante se había sentido capaz de una confianza tierna, de derramar lágrimas, de abrir, en fin, su corazón por entero…
Pero no admitió esa furia de tigresa herida, esta rudeza expeditiva que cerraba completamente el paso a sus descripciones pintorescas y jactanciosas, y que sólo conducía a… ¿a qué, en realidad?
«Probablemente ahora estará sintiendo ganas de morir —se dijo—. Ya que un día deseó morir aquí mismo…».
—Vinca, tienes que prometerme…
Ella le prestó oídos, sin mirarle, y todo su cuerpo expresó, con ese ligero movimiento, su postura de ironía e independencia.
—Sí, Vinca… Tienes que prometerme que ni en estas rocas, ni en ningún otro lugar de la tierra, intentarás… intentarás quitarte la vida…
—¿Qué dices? ¿Quitarme… quitarme la vida?
Él puso las manos sobre los hombros de Vinca y meneó la cabeza a la manera de un hombre experimentado:
—Te conozco bien, querida. Sin ningún motivo, te quisiste dejar caer desde aquí mismo hace seis semanas, y ahora…
Mientras él hablaba, las cejas arqueadas de Vinca se mantenían tensas de estupor. Con un giro de hombros se liberó de las manos de Philippe.
—¿Ahora?… ¿Morir?… ¿Por qué?
Él se sonrojó al oír esta última palabra y Vinca interpretó su rubor como una respuesta.
—¿A causa de ella? —exclamó Vinca—. ¡Estás loco!
Phil, abrumado, arrancó un manojo de fina hierba y se sintió de repente cuatro o cinco años más joven.
—¡Siempre se está loco cuando uno pretende saber lo que quiere una mujer, y se imagina que ella sabe lo que quiere!
—Pero yo lo sé, Phil. Lo sé muy bien. ¡Y también lo que no quiero! ¡Puedes estar tranquilo, que no me mataré a causa de esa mujer! Hace seis semanas… Sí, quise dejarme caer y arrastrarte conmigo. Pero ese día yo quería morir por ti y por mí… por mí…
Cerró los ojos, echó la cabeza hacia atrás, acarició con la voz las últimas palabras y se pareció, con una fidelidad extraña, a todas las mujeres que echan la cabeza hacia atrás y cierran los ojos abrumadas de felicidad. Por primera vez, Philippe reconoció en Vinca a aquella que, con los ojos cerrados y la cabeza abandonada, parecía estar separándose de él en los precisos instantes en que él la tenía al alcance de sus brazos…
—¡Vinca! ¡Vinca, por favor!
Ella abrió los ojos y se enderezó.
—¿Qué?
—¡Eh, no te extasíes! ¡Vaya cara de pasmarote!
—¡Yo no estoy pasmada! Eso es más propio de ti: ¡el frasco de sales, el agua de colonia y los temblores!
De vez en cuando se deslizaba entre ellos, misericordiosa, la ferocidad infantil. Ésta les daba las fuerzas y les prestaba una lucidez anacrónica, para lanzarlos luego a la locura de sus mayores…
—Me voy —dijo Philippe—. Me das mucha pena.
Vinca se rió, con una risa atropelladla y desagradable, como cualquier otra mujer herida.
—¡Fantástico! Ahora resulta que eres tú el apenado, ¿no?
—Pues claro que sí.
Ella soltó un grito de pájaro irritado, penetrante, imprevisto, que hizo estremecer a Philippe.
—¿Qué te ocurre?
Se había apoyado sobre las dos manos abiertas, casi a cuatro patas, como un animal. Él la vio repentinamente desenfrenada y enrojecida de cólera. La cortina de pelo, partida en dos, tendía a juntarse sobre su cara inclinada, no dejaba ver más que su boca roja y seca, su nariz corta ensanchada por una respiración colérica y los ojos de un azul de llama.
—¡Cállate, Phil! ¡Cállate! ¡Te podría hacer mucho daño! ¡Te quejas, hablas de tu pena, tú, que me has engañado, tú, el embustero, el que me ha abandonado por otra mujer! ¡No tienes ni vergüenza, ni sentido común, ni piedad! ¡Me has traído aquí sólo para contarme, a mí, a mí, lo que has hecho con otra mujer! ¡Di si me equivoco! ¡Vamos dilo!
Ella gritaba, más a gusto en su furor femenino que un petrel en una ráfaga. Volvió a sentarse con violencia; palpando con las manos, encontró un fragmento de roca que lanzó al mar, con una fuerza que confundió a Philippe.
—Cállate, Vinca…
—¡No, no voy a callarme! ¡Primero, estamos totalmente solos y, además, quiero gritar! Creo que hay motivos para gritar, ¿no? Me has traído aquí porque querías contarme con pelos y señales todo lo que has hecho con ella, por el placer de ser oído, de decir ciertas palabras… de hablar de ella, de pronunciar su nombre, ¿eh?, eso es, pronunciar su nombre…
De repente, ella le propinó un puñetazo tan imprevisto y varonil que él estuvo a punto de abalanzarse sobre ella y golpearla a placer. Le contuvieron las palabras que acababa de vociferar Vinca, y su masculina e innata decencia retrocedió ante lo que ella había intuido tan bien y manifestado sin rodeos.
«Piensa, cree que yo sentiría placer en contarle… ¡Oh!, y es Vinca, Vinca quien imagina esas cosas…».
Ella se calló un momento y tosió, colorada hasta el nacimiento de la garganta. Se deslizaron de sus ojos dos pequeñas lágrimas, pero aún estaba lejos de la dulzura y el silencio de las lágrimas.
«Entonces, ¿yo no he sabido nunca lo que ella pensaba? —se dijo Philippe—. Todas sus palabras son tan sorprendentes como esa fuerza que a menudo he observado en ella, cuando nada, cuando salta, cuando arroja alguna piedra…».
Él desconfiaba de los movimientos de Vinca y no le quitaba ojo. El color radiante de su tez, de sus ojos, la precisión de su silueta delgada, el pliegue tenso de su vestido blanco sobre las largas piernas, relegaban a un segundo plano el sufrimiento, casi dulce, que la había llevado a echarse inmóvil sobre la hierba…
Philippe aprovechó la tregua y quiso mostrar su mayor sangre fría.
—Has visto como yo no te he pegado, Vinca. Tus palabras lo merecían más que tu gesto. Pero no he querido pegarte. Habría sido la primera vez que me hubiese dejado llevar por…
—Claro que no —interrumpió ella con una voz ronca—. Pegarás a otra antes que a mí. ¡Yo no seré la primera en nada!
Esos voraces celos lo calmaron; habría querido reír, pero la vengativa mirada de Vinca le hizo cambiar de opinión. Ambos quedaron silenciosos, vieron el sol descender por detrás del Meinga y una mancha rosa, encorvada como un pétalo, bailar en la cresta de todas las olas.
Los cencerros de las vacas tintinearon en lo alto del acantilado. En el lugar donde el fatídico muchachito había estado cantando hacía un rato apareció una figura cornuda de cabra negra, que se puso a balar.
—Vinca querida… —suspiró Philippe.
Ella le miró con indignación.
—¿Es a mí a quien te atreves a llamar de esa manera?
Él inclinó la cabeza.
—Vinca querida… —suspiró.
Ella se mordió los labios y reunió todas sus fuerzas para contener el empuje de las lágrimas; notó un nudo en la garganta, se le hincharon los ojos, y no se arriesgó a hablar. Philippe, con la nuca apoyada en una roca bordada de una espuma rasa y violácea, contemplaba el mar y tal vez no la veía. Porque estaba cansado, porque hacía buen tiempo, porque el momento, su perfume y su melancolía lo exigían, suspiraba: «Vinca querida…», como si hubiese suspirado: «¡Ah, qué felicidad!»… o bien: «¡Cómo estoy sufriendo!…». Su nuevo dolor exhalaba las palabras más antiguas, las primeras palabras nacidas de sus labios; como el soldado veterano que, al caer en combate, gime el nombre de su madre ya olvidada.
—¡Cállate, malvado, cállate!… ¡Cómo has podido hacerme esto!… ¡Cómo has podido!…
Ella dio libre curso a sus lágrimas, que rodaban si dejar surcos por el terciopelo de sus mejillas. El sol jugaba en sus ojos desbordantes, ensanchando el azul de sus pupilas. En la parte alta el rostro de Vinca resplandecía una amante dolida por todo, y lo bastante magnifica para perdonarlo todo; con boca y barbilla temblorosas, gesticulaba graciosamente una jovencita desolada, un poco cómica.
Sin dejar de apoyarse en la dura almohada, Philippe dirigió hacia ella sus ojos negros, dulcificados por la melodiosidad de su propia llamada. La cólera había hecho que esta muchachita acalorada exhalara un olor de mujer rubia, emparentado con la flor de uña de gata rosa y con el trigo verde aplastado, un olor alegre y mordiente que contemplaba esa idea de vigor que se había formado Philippe a través de todos los gestos de Vinca. Sin embargo, ella lloraba y balbucía: «¡Cómo has podido hacer esto!…». Queriendo contener las lágrimas se mordió una mano, en la que quedó marcado el semicírculo púrpura de sus jóvenes dientes.
—¡Salvaje!… —dijo Philippe a media voz, con la consideración afectuosa que hubiese mostrado a una desconocida.
—Más de lo que tú crees… —añadió ella en el mismo tono.
—¡Pero no me lo digas! —exclamó Philippe—. ¡Incluso tus más insignificantes palabras parecen una amenaza!
—Antes habrías dicho que parecen una promesa.
—¡Es lo mismo! —protestó él con vehemencia.
—¿Por qué?
—Porque sí.
Él mordisqueó una brizna de hierba, decidido a ser prudente; además, era incapaz de precisar con palabras las vagas reivindicaciones de libertad mental, de derecho a la mentira relajante y cortés, que fomentaban en él su edad y su primera aventura.
—Me pregunto cómo me tragarás luego, más adelante, Phil…
Parecía consternada y vacía de argumentos. Pero Philippe sabía que podía volver a encabritarse y recobrar mágicamente toda su fuerza.
—No te lo preguntes —le rogó Phil escuetamente.
«Más adelante… más adelante… ¡Ya quiere hipotecar el porvenir! ¡Tiene suerte de poder pensar en el color del porvenir en este momento! No es ella, sino su necesidad de dejar los cabos bien atados la que habla… Ella está bien lejos de sentir deseos de morir…».
En su egoísmo, Phil se negaba a reconocer la misión de durar, encomendada a todas las especies femeninas, y el augusto instinto de instalarse en la desgracia, explotándola como una mina de materiales preciosos. Influido, además, por la hora avanzada del día y por el cansancio, no pudo resistir más a esa niña combativa, que luchaba de manera primitiva por salvar del naufragio a su pareja. Se sustrajo con el pensamiento a su presencia y se lanzó tras un coche que rodaba sobre una nube horizontal de polvo; se asomó, como un mendigo, a la ventanilla del coche en que iba apoyada una cabeza adormecida bajo un turbante de velos blancos… Revivió todos los detalles; las pestañas pintadas de negro, la señal negra al lado del labio, los orificios nasales palpitantes y apretados; rasgos todos ellos que siempre había contemplado desde muy cerca, ¡ah!, desde tan cerca… Desorientado y asustado se levantó, atemorizado ante el posible sufrimiento y sorprendido por haber dejado de sufrir mientras charlaba con Vinca…
—¡Vinca!
—¿Qué te pasa?
—Creo… creo que no me encuentro bien…
Un brazo irresistible agarró el suyo y le obligó a tumbarse en la parte más segura del nido escarpado, pues estaba tambaleándose cerca del borde. Tan abatido como estaba, no pudo sacar fuerzas de sí mismo y dijo tan sólo:
—Creo que lo más sencillo sería eso…
—Vamos, no digas tonterías.
Ella no intentó convencerlo con palabras de lo absurdo de su trivial desesperación. Recostó contra ella el cuerpo del muchacho debilitado y apretó la cabeza morena en su pecho, redondeado por un poco de carne suave, totalmente nueva. Philippe se abandonó a una relajada y reciente costumbre de pasividad, adquirida en medio de brazos melosos; así buscó, con una amargura apenas soportable, el perfume resinoso, el cuerpo accesible, al tiempo que gemía exangüe el nombre de «Vinca querida, Vinca querida…».
Ella aceptó acunarle a ese ritmo que imprimen, con los brazos cerrados y las rodillas juntas, todas las criaturas femeninas en todo el mundo. Lo maldecía por estar tan apenado y tan mimado. Le habría gustado que perdiera la razón y olvidase, en el delirio, un nombre de mujer. Ella lo regañaba para sus adentros: «Pero ¿por quién me has tomado? Ya verás de qué soy capaz…», a la vez que le retiraba de la frente un pelo negro, cual una grieta fina en medio de un mármol. Saboreó el peso, el contacto nuevo de un cuerpo de hombre joven al que ayer todavía llevaba, riendo y corriendo, a horcajadas sobre sus espaldas. Cuando Philippe, entreabriendo los ojos, buscó su mirada suplicándole que le devolviera lo que había perdido, ella golpeó con su mano libre la arena más próxima y exclamó desde lo más profundo de su ser: «¡Ah! ¡Por qué habrás nacido!», como la heroína de un drama intemporal.
Entretanto, vigilaba con ojo atento las inmediaciones de la villa lejana; medía el tiempo, a la marinera, por la situación del sol: «son más de las seis»; advirtió los movimientos, entre la playa y la casa, de Lisette, semejante a una paloma blanca con vestido revoloteador. «No debemos quedarnos aquí más de un cuarto de hora —pensó—; de lo contrario, vendrán a buscarnos. Tengo que lavarme bien los ojos…», después de lo cual volvió a enfrentarse, en cuerpo y alma, al amor, los celos, el furor lento en calmarse y los refugios mentales, tan rudos y originales como el nido de la roca…
—Levántate —dijo con voz queda.
Philippe se quejó y se hizo el remolón. Ella intuyó que estaba recurriendo a las quejas y la inercia para esquivar los reproches y las preguntas. Sus brazos, hacía un instante casi maternales, zarandearon su nuca doblada, su torso caliente, y su fardo, nuevamente libre, volvió a ser el muchacho embustero, desconocido, extraño y capaz de traicionarla al que unas manos de mujer habían moldeado y cambiado…
«Atarlo, como a la cabra negra, con dos metros de cuerda… Encerrarlo en una habitación, en mi habitación… Vivir en un país donde no haya más mujer que yo… O que yo fuese tan bella, tan bella… O bien que él estuviera enfermo de verdad y yo le cuidase…».
Las sombras móviles de sus pensamientos se sucedían atropelladamente.
—¿Qué vas a hacer? —preguntó Philippe.
Ella contempló, desengañada, los rasgos que más adelante serían quizá los de un hombre pasablemente apuesto, pero que los diecisiete años —para los que aún faltaban unos meses— mantenían aún lejos de la virilidad. Se extrañó de que aquella barbilla suave y la nariz regular, hecha para expresar la cólera, no hubiesen quedado marcadas por algún estigma horroroso y revelador. «Pero esos ojos oscuros, tan dulces, y su palidez blanca y azul, ¡ah!, cómo se nota que una mujer se ha mirado en ellos…». Movió la cabeza.
—¿Qué voy a hacer? Ir a cenar. Y tú también.
—¿Eso es todo?
Ella se puso de pie y se estiró el vestido bajo el elástico cinturón de seda, mientras vigilaba diligentemente a Philippe, la casa y el mar que, adormecido, se negaba, ya gris y frío, a participar del brillo del sol poniente.
—Eso es todo… a no ser que tú hagas algo.
—¿A qué llamas tú algo?
—Pues… a marcharte, a ir en busca de esa dama… A decidir que es a ella a quien amas… Hacerlo saber a tus padres…
Dijo todo esto con un tono duro y pueril, tirando maquinalmente de su vestido como si quisiera aplastar sus pechos.
«Tiene los pechos en forma de conchas de lapas…, o, mejor dicho, en forma de montañitas cónicas, como las que aparecen en las pinturas japonesas…».
Se ruborizó al oírse pronunciar la palabra «pechos», y se acusó de haberle faltado al respeto.
—Ya no cometeré ninguna de esas tonterías, Vinca —dijo precipitadamente—. Pero me gustaría saber lo que harías si yo fuese capaz de todo eso o solamente de la mitad.
Ella abrió los ojos como platos, más azules por haber llorado, nada consiguió Philippe leer en ellos.
—¿Yo? Seguiría haciendo la misma vida.
Mentía y le desafiaba; pero bajo esa mirada embustera él veía y palpaba la tenacidad, la constancia sin reposo ni escrúpulos que preserva a la amante, y la mantiene unida a su amado y a la vida, desde el momento mismo en que acaba de descubrir a una rival.
—Te muestras más sensata de lo que en realidad eres.
—Y tú más literario. ¿No has creído acaso, hace un momento, que yo deseaba morir? ¡Morir por una aventura del señorito!
Estas palabras las pronunció señalándole con la mano abierta, como hacen los niños que se pelean.
—Una aventura… —repitió Philippe, herido y halagado a la vez—. ¡Oiga, señorita! Todos los chicos de mi edad…
—Por lo visto tendré que hacerme a la idea —interrumpió Vinca— de que no eres más que «un chico más de tu edad».
—Vinca querida, sabes bien que una chica joven no puede hablar, no debe oír…
Bajó los ojos, se mordió un labio con aire de suficiencia y añadió:
—Puedes creerme.
Ofreció la mano a Vinca para ayudarla a saltar por encima de los largos bancos esquistosos colocados a la entrada de su refugio y luego de las bajas matas de aligas que los separaban del sendero de la aduana. A unos trescientos metros de allí, en el prado de mar, Lisette, de blanco, giraba como un albohol blanco y les decía con sus bracillos morenos, a modo de telégrafo: «¡Venga! ¡Os habéis retrasado!». Vinca levantó los brazos y respondió, pero se dirigió una vez más a Philippe antes de empezar a bajar.
—Phil, precisamente me ocurre todo lo contrario: no puedo creerte. Si no, toda nuestra existencia, hasta hoy, no habría sido más que una de esas historietas insulsas que hay en los libros que no nos gustan. Me dices: «Un chico… una chica…», refiriéndote a nosotros. Dices: «Una aventura como la tienen todos los muchachos de mi edad…». Pero ¿no te das cuenta, Phil, de que es tuya la culpa? ¿Ves?, estoy hablándote tranquilamente…
Él la escuchaba un poco impaciente y perplejo, pues, en ese mismo instante, estaba buscando los tizones y espinas de su gran pena, que se habían esparcido y que no conseguía reunir. El extremo apuro de Vinca, visible a pesar de su esfuerzo por aparentar lo contrario, los dispersaba aún más, estaba soplando con una brusquedad malévola…
—¡Bueno, y qué más da!
—Repito, Phil, que la culpa es tuya porque era a mí a quien se lo tenías que haber pedido…
Él estaba vacío de deseos, cansado, con ganas de estar solo y, sin embargo, lleno de angustia ante el umbral de una larga noche. Ella esperaba un grito, una muestra de indignación, o la turbación impura. Philippe la midió de la cabeza a los pies, con el ceño fruncido, y dijo:
—¡Pobre pequeña!… «Pedirte». De acuerdo. ¿Y tú darme qué?
Vio como ella se enfadaba y enmudecía. Un reguero púrpura de sangre subió a sus mejillas y luego bajó hasta su garganta morena. Le echó una mano por encima del hombro y caminó apretado a ella por el sendero.
—¿Te das cuenta, Vinca, de las bobadas que dices? Bobadas de una jovencita ignorante, ¡a Dios gracias!
—Dale gracias a otra cosa, Phil. ¿Crees que no sé tanto como la primera mujer que él creó?
Ella no se apartaba de él; le miraba de reojo, sin volver la cabeza; después echaba un vistazo al difícil camino para mirar de nuevo a Philippe, que había fijado su atención en ese ángulo del ojo de Vinca al que el movimiento de la pupila tornaba alternativamente azul pervinca y blanco como el interior nacarado de una concha.
—Dime, Phil. ¿No crees que yo sé tanto como…?
—¡Calla, Vinca! Tú no sabes nada. No sabes nada.
Él la obligó a detenerse en la curva del sendero. No quedaba ningún rastro del azul en el mar, fundido como estaba en un metal sólido y gris, casi sin pliegues; el sol apagado había dejado en el horizonte la larga huella de un rojo triste, por encima de la cual reinaba una zona pálida, verde, más clara que la aurora, donde se bañaba la estrella tempranera. Philippe hizo presión con un brazo sobre la espalda de Vinca y extendió el otro hacia el mar.
—¡Calla, Vinca! Tú no sabes nada. Es… un secreto tan… tan grande.
—Yo soy grande.
—No, no comprendes lo que quiero decirte…
—Sí, muy bien. Te pasa como al chico de los Jallon, que hace de monaguillo los domingos. Para darse importancia dice: «¿EL latín?… ¡El latín es muy difícil, sabe usted!», pero él no sabe latín.
Se echó a reír, con la cabeza levantada; a Philippe no le hizo gracia que pasase en tan poco tiempo y con tanta naturalidad, del drama a la risa, y de la consternación a la ironía. Quizá porque ya estaba cayendo la noche, comenzaba a reclamar una calma labrada de fuego voluptuoso, un silencio durante el cual la sangre, susurrando al oído, imita a la lluvia apresurada; él aspiraba al temor, al yugo casi mudo y lleno de peligros, que lo había doblegado en un umbral que otros adolescentes franquean titubeando y blasfemando.
—Vamos, cállate. No seas malvada y grosera. Cuando sepas…
—Pues no deseo otra cosa que saber…
Hablaba con voz falsa y se reía con una risa de comediante torpe, con el fin de ocultar que toda ella tiritaba y estaba tan triste como esas niñas desdeñadas que, exponiéndose a grandes peligros, buscan situaciones cada vez más dolorosas hasta que logran por fin la recompensa…
—¡Te lo ruego, Vinca! Me das una pena… Te va tan poco esa manera de hablar.
Phil retiró la mano del hombro de Vinca y aceleró el paso. Ella le seguía, saltando, cuando el sendero se estrechaba, por encima de los matojos y los pinchos, impregnados ya de rocío; iba preparándose para enfrentarse con las Sombras; pero antes dijo a media voz a Phil:
—¿Me va tan poco?… ¿Me va tan poco?… Pues ahí tienes una cosa que ignorar por completo, Phil, tú que sabes tantas cosas…
Ambos se sentaron a la mesa dignos de sí mismos y de sus secretos. Philippe se rió de sus «vapores», exigió mimos, llamó la atención sobre sí porque temía que se dieran cuenta de los ojos brillantes, rodeados de un cerco rosa apagado, que Vinca cobijaba bajo la manta sedosa y cortada en espesa franja sobre sus cejas. Vinca, por su parte, hacía niñerías; pidió champán desde la sopa: «¡Es para animar a Phil, mamá!», y bebió su copa de Pomery sin respirar.
—¡Vinca! —le reprendió una Sombra…
—Déjala —dijo otra sombra indulgente—, ¿qué daño le puede hacer?
Al final de la cena, Vinca vio como la mirada de Philippe buscaba, sobre el mar nocturno, el Meinga invisible, la carretera blanca fundida en la noche, los enebros petrificados bajo el polvo de la carretera…
—¡Lisette! —gritó—, pellizca a Philippe, que se está durmiendo.
—¡Me ha pellizcado con saña! —se quejó Philippe—. ¡So bicho! ¡Ha hecho que me salten las lágrimas!
Vinca se reía mientras él se frotaba el brazo bajo la chaqueta de franela blanca; pero distinguía en las mejillas de ella, en sus ojos, la llama del vino espumoso y una especie de locura prudente, que fue muy de su agrado.
Algo más tarde, una sirena gimió a lo lejos, sobre el oleaje negro, y una de las Sombras dejó de mover, en la mesa de juego, el vientre punteado de las fichas de dominó.
—Niebla en el mar…
—Pues el faro de Granville se veía perfectamente hace un rato —dijo otra Sombra.
Pero el sonido de la sirena había evocado la bocina bramadora de un automóvil que se alejaba por la carretera, y Philippe dio un brinco sobre su silla.
—¡Ya le vuelve otra vez! —bromeó Vinca.
Hábil como era para disimular, ella había vuelto la espalda a las Sombras, y su mirada seguía a Philippe como una lamentación…
—No, no me pasa nada —dijo Philippe—. Pero no puedo más, así que pido permiso para ir a acostarme… Buenas noches mamá, buenas noches padre… Buenas noches, madame Ferret… Buenas noches…
—Esta noche te exigimos la oración, hijo mío.
—¿Y si te subimos una taza de camomila ligera?
—¡No te olvides de abrir la ventana grande!
—Vinca, ¿has llevado a su habitación tu frasco de sales?
Las voces de las Sombras amigas le siguieron hasta la puerta, a modo de guirnalda tutelar, algo mustia, de suave e insulso perfume a hojas secas. Phil intercambió con Vinca el beso cotidiano —siempre en la mejilla ofrecida y que a veces se deslizaba hacia la oreja, el cuello o la comisura vellosa de la boca—. Luego se cerró la puerta, la guirnalda protectora se deshizo y Phil se encontró solo.
Entró deprimido en su habitación, abierta de par en par a la noche sin luna. De pie, bajo la bombilla encerrada en muselina amarilla, respiró, hostil y delicado, el olor que Vinca calificaba de «olor a chico»: libros clásicos, la maleta de cuero ya preparada para pasado mañana, betún para zapatos de caucho, jabón fino y alcohol perfumado.
No le dolía nada en concreto. Le embargaba ese sentimiento de exilio y fatiga total cuyo único remedio es la inconsciencia. Se acostó rápidamente, apagó la lámpara y buscó instintivamente el sitio, junto a la pared, donde sus penas de muchacho y sus fiebres de crecimiento habían encontrado la protección de la noche y el cobijo de la sábana recién bordada, del papel de flores contra el que iban a romper los sueños traídos por la luna llena, las mareas vivas o las tormentas de julio. Se durmió en seguida, pero para ser asaltado por las pesadillas más intolerantes, precisas y tradicionales. Lo mismo aparecía Camille Dalleray con el rostro de Vinca que Vinca, autoritaria, se le imponía con una frialdad impura y prestidigitadora. Pero ni Camille Dalleray ni Vinca querían percatarse de que Philippe no era más que un muchacho tierno, necesitado tan sólo de un hombro sobre el que reposar su cabeza, un niño de diez años…
Se despertó, vio que su reloj marcaba las doce menos cuarto y que su estéril noche se iba a consumir, febril, en medio de una casa dormida; se puso las sandalias, se ciñó el cordón del albornoz y bajó.
La luna, en cuarto creciente, rozaba el acantilado. Curva y rojiza, no vertía luz sobre el paisaje, y el faro giratorio de Granville, con su luz alternativamente roja y verde, parecía apagarla. Pero, gracias a la luna, la noche no sumergía las masas de vegetación y el blanqueado de la casa daba sensación de ser ligeramente fosforescente. Philippe dejó abierta la puerta de cristal y entró en esa noche suave como en un refugio seguro y triste. Se sentó sobre el piso de la terraza, refractario a la humedad, tornado macizo y compacto por dieciséis años de vacaciones, de donde Lisette desenterraba a veces con su pala, antiguo y oxidado, el resto de algún juguete sepultado diez, doce, quince años antes…
Se sentía desconsolado, clarividente, apartado de todos.
«Tal vez hacerse hombre no sea más que esto», pensó. La inconsciente necesidad de dedicar a alguien su tristeza y su sabiduría lo atormentaba vanamente, como a todas las buenas personas ateas a quienes la educación laica no les ha suministrado un Dios espectador.
—¿Eres tú, Phil?
La voz cayó sobre él como una hoja mecida por el viento. Se levantó y se dirigió sin hacer ruido hacia la ventana con balcón de madera.
—Sí —chistó él—. Así que no estabas durmiendo…
—Claro que no. Ahora bajo.
Se reunió con él sin que éste la oyera. Sólo vio llegar un rostro claro, que coronaba una silueta confundida con la tonalidad misma de la noche.
—Vas a coger frío.
—No. Me he puesto el kimono azul. Además, hace buena noche. Vamos a otro sitio.
—¿Por qué no dormías?
—No tenía sueño. Estaba pensando. Venga, vámonos de aquí. Si no, despertaremos a alguien.
—No quiero que bajes a la playa a estas horas; te resfriarías.
—No suelo resfriarme. Pero no estaba pensando en la playa. Podemos más bien ir hacia arriba.
Hablaba con una voz imperceptible; sin embargo, a Philippe no se le escapó ni una palabra. La ausencia de timbre le causaba un placer infinito. No era la voz de Vinca, no era la voz de ninguna mujer. Tan sólo una pequeña presencia casi invisible con un tono familiar, una pequeña presencia sin acrimonia, sin otro propósito que pasear tranquilamente.
Él tropezó contra un obstáculo, y Vinca lo sujetó con la mano.
—Son macetas de geranios; ¿no las ves?
—No.
—Yo tampoco. Las veo como los ciegos, sé que están ahí… Ten cuidado; al lado debe de haber una jardinera.
—¿Cómo lo sabes?
—Sé que está ahí. Haría un ruido como el de una pala de carbón… ¡Bum!… ¿Qué te decía?
Este cuchicheo malicioso encantaba a Philippe. Sintió ganas de llorar de bienestar y de placer al encontrar a una Vinca tan dulce, tan parecida en la oscuridad a la Vinca de antaño, a la Vinca de doce años, a la que solía asomar en la arena mojada, donde bailaba la luna sobre el vientre de los peces, cuando iban a pescar a medianoche…
—¿Recuerdas, Vinca, la noche en que pescamos, ya pasadas las doce, aquella enorme acedía…?
—Y tu bronquitis. Por su culpa nos prohibieron pescar de noche. ¡Escucha!… ¿Has cerrado la puerta de cristal?
—No…
—¿No ves que se está levantando viento y va a golpear la puerta? ¡Ah!, si yo no pensará en todo…
Vinca desapareció y regresó como un silfo, sobre los pies tan ligeros que Phil adivinó su llegada por el perfume que traía el viento delante de ella…
—¡Qué olor despides, Vinca! ¡Cómo te has perfumado!
Habla más bajo. Tenía calor; me he dado una friega antes de bajar.
Él no contestó nada, pero su atención vigilante tomó nota de como Vinca, en efecto, pensaba en todo.
—Pasa Phil, yo sujeto la puerta. Ten cuidado y no pises los tomates.
El incienso hortense que subía de la tierra trabajada hacía olvidar la proximidad del mar. Philippe notó en sus piernas desnudas el roce de una baja muralla de tomillo compacto y tropezó, igualmente, con los hocicos de terciopelo de los dragones.
—¿Sabes, Vinca, que en el huerto no se oyen los ruidos de la casa a causa de la valla de madera?
—Pero si no hay ruido en la casa, Phil. Y nosotros no estamos haciendo nada malo.
Ella acababa de recoger una pera caída, madura antes de tiempo y roída por un gusano.
Él oyó cómo mordía la fruta y después la tiraba.
—¿Qué haces? ¿Estás comiendo?
—Es una de esas peras amarillas. Pero no estaba buena todavía y por eso no te he dado.
Esta libertad de espíritu no disipó totalmente la vaga desconfianza de Philippe. Notaba a Vinca demasiado dulce, ligera y serena como un espíritu, y se le antojó de pronto esa alegría extraña como una escapada de la tumba, como esa amabilidad bobalicona que tintinea en la risa de las religiosas. «Me gustaría ver su cara», se dijo. Y tembló al imaginar que su voz sin timbre y sus palabras de niñita juguetona pudieran salir de la cara convulsa y chispeante de cólera que se había enfrentado a la suya en el nido de rocas…
—Oye, Vinca… Vamos a volver.
—Si quieres. Espera un momento todavía. Concédeme un momento. Estoy tan bien. ¿Y tú? Estamos bien. ¡Qué fácil es vivir de noche! Pero no en las habitaciones. Detesto mi habitación desde hace algunos días. Aquí no tengo miedo… ¡Una luciérnaga! ¡En estas fechas! No debemos cogerla… ¡Tonto! ¿Por qué te sobresaltas? Es un gato que acaba de pasar, hombre. Por la noche los gatos cazan a los turones…
Él distinguió una sonrisita, y el brazo de Vinca le estrechó por la cintura. Prestó oídos a todos los hábitos, a todos los crujidos, seducido, a pesar de la inquietud, por ese susurro matizado que no cesaba. Lejos de temer a la oscuridad, Vinca se movía en ella como en un país amigo y conocido; daba explicaciones a Philippe, le hacía los honores de la medianoche y lo guiaba como si fuese un invitado ciego.
—Vinca querida, vuelve…
Ella soltó un ligero «oh» de sapo.
—¡Me has llamado Vinca querida! ¡Ah! ¡Por qué no será siempre de noche! En este momento, tú no eres el mismo que me ha engañado y yo no soy la misma que ha sentido tanta pena… ¡Ah! Phil, vamos a esperar unos minutos más, déjame estar un poco contenta, un poco enamorada y segura de ti como lo estaba en mis sueños. Phil… Phil… tú no me conoces.
—Puede que no, Vinca querida…
Tropezaron con algo parecido a heno duro, que crujió.
—Es el trigo sarraceno trillado —dijo Vinca—. Lo han estado trillando hoy con el mayal.
—¿Cómo lo sabes?
—¿No oíste el golpeteo de los dos mayales mientras estábamos discutiendo? Yo sí lo oí. Siéntate, Phil.
«Ella lo oyó… Estaba fuera de sí, me dio un bofetón en la cara, me dijo una serie de palabras incoherentes, pero estaba oyendo el golpeteo de los mayales…».
Involuntariamente, ante esta vigilancia de todos los sentidos femeninos, le asaltó el recuerdo de otra habilidad femenina…
—¡No te vayas, Phil! No te he dicho nada desagradable; no he llorado ni te he censurado…
La redonda cabeza de Vinca, sus cabellos sedosos e iguales rodearon el hombro de Philippe, y el calor de una mejilla calentó la suya.
—Bésame, Phil, por favor, por favor…
La besó, mezclando a su propio placer la gracia perversa de la primera juventud, que sólo aspira a colmar sus propios deseos, y el recuerdo demasiado preciso de otro beso, que le habían dado sin él pedirlo. Pero notó perfectamente sobre sus labios la forma precisa de la boca de Vinca, el gusto que conservaba de la fruta mordida hacía un rato, el apresuramiento de esta boca para abrirse, para descubrir y prodigar su secreto —y se tambaleó en la oscuridad—. «Supongo —pensó— que estamos perdidos. Perdámonos en seguida, porque tiene que ser así, porque ella no querrá, nunca, que sea de otra manera… Dios mío, la boca de Vinca es inevitablemente profunda, y sabia desde el primer roce… ¡Oh! Perdámonos cuanto antes…».
Pero la posesión es un milagro laborioso. Philippe no conseguía apartar el brazo de Vinca que aprisionaba su nuca. Sacudió la cabeza para soltarse, pero Vinca, creyendo que él quería terminar el beso, lo estrechó con más fuerza. Él logró agarrarla, por fin, por la muñeca —colocada cerca de su oreja— y tumbó a Vinca sobre el lecho de sarraceno. Ella gimió brevemente y dejó de moverse; pero, cuando él se inclinó, avergonzado, sobre Vinca, ésta lo sujetó de nuevo y lo estrechó contra su cuerpo. Allí tuvieron una tregua encantadora y casi fraternal, en la que cada cual mostró al otro un poco de piedad, y la afabilidad y discreción propia de los amantes experimentados. Philippe aguantaba con un brazo a una Vinca invisible, echada boca arriba, mientras que con la otra palpaba ligeramente su piel, cuya suavidad conocía perfectamente, como también conocía de memoria todas sus señales, escritas en relieve por alguna espina o algún saliente de roca. Ella intentó reír un instante, a la vez que suplicaba con voz muy baja:
—Deja mis rasguños… Qué dulce resulta así el sarraceno desgranado…
Pero él notó que le temblaba la voz; también él estaba temblando. Sin embargo, no dejaba de volver sobre lo que menos conocía de ella: su boca. Mientras tomaban aliento, decidió levantarse de un brinco y regresar a la casa, corriendo. Pero, al separarse de Vinca, tuvo una crisis de despojamiento físico, y sintió un horror tal ante el aire fresco y los brazos vacíos que volvió a ella precipitadamente, con un impulso que ella imitó e hizo que se mezclasen sus rodillas. Él tuvo entonces la fuerza suficiente para llamarla «Vinca querida» con un acento humilde con el que le suplicaba que aceptara y olvidase al mismo tiempo lo que intentaba obtener de ella. Vinca comprendió y no manifestó más que un mutismo exasperado, excesivo quizá, un apresuramiento que le produjo dolor. Philippe oyó un breve quejido de rebelión, aguantó un par de patadas involuntarias, pero el cuerpo al que él estaba haciendo daño no se le hurtó, rehusando toda clemencia.