—¿Ya está fijado el día de vuestra salida para París? —preguntó Madame Dalleray.
—Solemos volver sobre el veinticinco de septiembre —respondió Philippe—. Algunas veces la fecha de nuestra salida es el veintitrés, el veinticuatro o el veintiséis. Pero no varía generalmente más de dos días.
—En resumen, os iréis dentro de quince días…, hacia esta misma hora.
Philippe apartó su mirada del mar —llano y blanco cerca de la arena, y a lo lejos color lomo de atún bajo las nubes bajas— y se volvió con extrañeza hacia Madame Dalleray. Envuelta en una tela amplia y blanca a la manera de las mujeres de Tahití, estaba fumando gravemente; su peinado era sencillo, y los polvos que se había echado eran del mismo color que su piel. Nada en ella revelaba que el joven sentado no muy lejos, bello y moreno como ella, fuese otra cosa que su hermano pequeño.
—Es decir, dentro de quince días, ¿dónde estarás, a esta misma hora?
—Estaré… en el Bois, en el lago. O bien jugando al tenis en Boulogne, con… con unos amigos.
Se puso colorado, pues estuvo a punto de escapársele el nombre de Vinca; Madame Dalleray sonrió, con una sonrisa varonil que le hacía parecer a menudo un apuesto muchacho. Philippe se volvió hacia el mar para ocultar al menos su rostro, que reflejaba un mal humor de diosecillo enojado. Una mano firme y aterciopelada se posó sobre la suya. Entonces, sin apartar la mirada del mar apagado, una expresión de agonía dichosa subió de su boca entreabierta a sus ojos, cuyo brillo blanco y negro se apagó entre los párpados…
—No hay por qué estar triste —dijo dulcemente Madame Dalleray.
—No estoy triste —protestó vivamente Philippe—. Usted no puede comprender…
Ella inclinó su cabeza de brillante pelo.
—Es cierto, no puedo comprender. No todo.
—Oh…
Philippe contemplo, con una desconfianza religiosa, a la que le había liberado de un secreto temible. ¿Resonaba aún en esos oídos el grito bajo, sofocado, como el grito de alguien a quien se le corta la garganta? Esos brazos, llenos de músculos imperceptibles, lo habían transportado —ligero, desvanecido— de este mundo a otro distinto; esa boca ávida de palabras se había acercado para transmitir a su boca una sola palabra todopoderosa y para murmurar, indistinto, un canto que provenía como un eco débil, de las profundidades donde la vida es una terrible convulsión… Ella lo sabía todo…
—No todo —repitió ella como si el silencio de Philippe hubiese pedido una respuesta—. Sé que no le gusta que le hagan preguntas, y yo a veces soy un poco indiscreta…
«Sí, como el relámpago —pensó Philippe—. En el instante que dura el zigzag de un rayo, estamos obligados a enseñarle lo que el mismo mediodía deja en la sombra…».
—Y me gustaría saber si va a sentir dejarme.
El joven bajó los ojos y los posó en sus pies descalzos. Su túnica de seda bordada lo hacía más bello, a la manera oriental.
—¿Y usted? —preguntó con torpeza.
La ceniza del cigarrillo que Madame Dalleray tenía entre los dedos cayó en la alfombra.
—No estamos hablando de mí. Se trata de Philippe Audebert, no de Camille Dalleray.
Él levantó los ojos hacia ella, mostrando la extrañeza que una vez más, le causaba ese nombre asexuado. «Camille… Es verdad, se llama Camille. Podía prescindir de él. Para mí se llama Madame Dalleray, la Dama de blanco, o Ella…».
Ella fumaba lentamente y contemplaba el mar. ¿Joven? Sí, podía afirmarse que era joven: unos treinta y dos años. Impenetrable como los seres sosegados, cuya mayor expresión no sobrepasa la ironía moderada, la sonrisa y la gravedad. Sin retirar su mirada de la extensión donde se estaba preparando una tormenta, puso de nuevo su mano sobre la de Philippe y la apretó, indiferente a él y pensando en su propio placer egoísta. Con esa mano pequeña y poderos sobre la suya, él habló, forzado a hacer su confesión como el fruto exprimido derramo su jugo:
—Sí, lo sentiré. Pero espero no ser desgraciado.
—¿Sí? ¿Y por qué lo espera?
Él le sonrió débilmente y se mostró enternecedor, torpe, tal como a ella, en secreto, le gustaba que fuera.
—Porque pienso que se las ingeniara usted para hacer algo… Sí, ¿ha pensado usted en algo?
Ella se encogió de hombros y alzó sus cejas persas. Se esforzó un poco para envolver su sonrisa con la serenidad y el desdén habituales.
—Que si he pensado algo… —repitió ella—, es decir, si no comprendo mal, si le invitaré a mi casa como hago ahora, si es que ello me place aún, y usted no pensará más que en reunirse conmigo, cuando sus obligaciones escolares y… familiares se lo permitan, ¿no es así?
Él se mostró sorprendido por el tono, pero aguanto la mirada de Madame Dalleray:
—Sí —contestó—. ¿Qué otra cosa puedo hacer? ¿Me lo reprocha? No soy un vagabundo que anda suelto. Además, no tengo más que dieciséis años y medio.
Ella fue ruborizándose paulatinamente.
—Yo no le reprocho nada. Pero ¿no imagina usted que una mujer… otra mujer distinta a mí, naturalmente, podría ofenderse al notar que usted desea, de ella, sólo una hora de soledad?
Phil la escuchaba con atención leal de escolar, con sus ojos abiertos de par en par y fijos en esa boca reticente, en esos ojos celosos que, sin embargo, no reivindicaban nada.
—No —dijo él sin dudar—. No concibo que usted pueda sentirse herida por ello.
«¿Tan sólo eso?». Oh… tan sólo eso…
Se calló, interrumpido de nuevo por la misma palidez, la misma consternación dichosa, la tranquila osadía de Camille Dalleray vació, midiendo bien el respeto que debía a su obra. Como deslumbrado, Philippe dejó caer su cabeza hacia delante, y ese movimiento de sumisión embriagó durante un momento a la conquistadora.
—¿Me ama? —dijo ella en voz baja.
Él se estremeció y la miró asustado.
—¿Por qué… por qué me lo pregunta?
Ella recuperó su sangre fría, su sonrisa dubitativa.
—Por juego, Philippe…
Él permaneció un rato interrogándola con los ojos y censurándola por la temeridad de sus palabras.
«Un hombre maduro me hubiese dicho "sí" —pensó ella—, pero este niño, si sigo insistiendo, va a llorar y a gritarme entre lágrimas y besos que no me ama. ¿Para qué insistir? No me queda más opción que, o bien echarlo, o bien escucharlo mientras tiembla, y comprender por sus palabras el límite preciso de mi ventaja».
Ella notó en el corazón una pequeña contracción dolorosa y se levantó con indiferencia para ir a la abierta bahía, como si hubiera olvidado la presencia de Philippe. Entró el olor de los mejilloncillos azules, descubiertos desde las cuatro de la mañana en la parte baja de las rocas y sedientos de agua de mar, junto con el espeso perfume de saúco hervido que exhalaban las alheñas a punto de florecer.
Acodada y distraída en apariencia Madame Dalleray notaba detrás de ella la presencia del joven recostado y soportaba el peso de un deseo que no la abandonaba.
«Me aguarda. Calcula el placer que puede esperar de mí. La pasión que yo he hecho nacer en él se la podía haber infundido cualquier otra. Pero este pequeño burgués timorato se crispa cuando le hago preguntas sobre su familia, se anda con remilgos al hablarme de su colegio y se encierra en un bastión de silencio y pudor a la hora de nombrar a Vinca… Sólo ha aprendido de mí lo más fácil… Lo más fácil… Siempre igual: trae, deposita y vuelve a llevarse, como un vestido, su… su…».
Se dio cuenta de que acababa de vacilar ante la palabra «amor», y se apartó de la ventana. Philippe vio como se acercaba con avidez y posaba los brazos sobre sus hombros: con un empujón algo brusco hizo zozobrar, en su brazo desnudo, la cabeza morena de Phil. Cargada de esa forma, se precipitó hacia el estrecho y oscuro reino donde su orgullo podía creer que la queja es la confesión de la desesperación y donde las pedigüeñas de su condición beben la ilusión de liberalidad.