No la volvió a ver hasta un poco antes de la cena. Ella había cambiado su ropa de pesca por el vestido de crespón azul, fiel al color de sus ojos, festoneado de rosa. Phil se dio cuenta de que llevaba medias blancas y zapatos de ante, y este atuendo dominical lo inquietó.
—¿Hay alguien invitado a cenar? —preguntó a una de las Sombras familiares.
—Cuenta cubiertos —respondió la Sombra encogiéndose de hombros.
Agosto ya estaba terminando y ya se cenaba a la luz de las lámparas, con las puertas abiertas al poniente verde, donde aún nadaba un huso de cobre rosa. El mar desierto, de un azul-negro de golondrina, dormía, y cuando los comensales callaban se oía el pequeño flujo cansino y regular de las mareas bajas. Philippe buscó, entre las Sombras, la mirada de Vinca, para probar la fuerza de ese hilo invisible que los mantenía unidos desde hacía tantos años y que los preservaba, exaltados y puros, de la melancolía que agobia el final de la comida, el final de la estación, el final de la jornada. Pero ella tenía los ojos clavados en su plato, y la luz de la lámpara colgante pulía sus párpados abombados, sus mejillas redondas y morenas y la pequeña barbilla. Entonces él se sintió abandonado y buscó —más allá de la península en forma de león que avanzaba, coronada de tres estrellas temblorosas, sobre el mar— el camino, blanco en la noche, que llevaba a Ker-Anna. Unas horas aún, un poco más de ceniza azul en el cielo teñido de aurora por el poniente, unas cuantas frases rituales más, como: «Eh, eh, que ya son las diez. ¡Niños, parece que os habéis olvidado de que aquí nos acostamos a las diez!». «Fíjese, madame Audebert, que hoy no he hecho nada de extraordinario y, sin embargo, me siento tan cansado como si no hubiera parado…». Los tintineos de la vajilla, el duro claqueteo de las fichas de dominó en la mesa vacía, algún gimoteo de Lisette que, aun cayéndose de sueño, no quería ir a acostarse… Un nuevo intento por reconquistar la mirada, la sonrisa interior, la confianza de Vinca, misteriosamente herida, y sonaría la hora, la misma hora que, la víspera, había visto a Philippe marcharse furtivamente… Pensó en ello sin un deseo preciso, sin plan preestablecido y como obligado, por el humor de Vinca, a batirse en retirada hacia otro refugio, otro hombro más dulce, un calor eficaz y urgente para este convaleciente placer, maltratado, además, por la hostilidad apasionada de un adolescente…
Uno a uno se fueron cumpliendo todos los ritos; una sirvienta se llevó a Lisette lloriqueando y madame Ferret puso, sobre la mesa espejeante, el seis doble.
—¿Vienes, Vinca? ¡Qué molestos resultan estos bómbices chocando continuamente contra las lámparas!…
Ella le siguió sin responder, y ambos pudieron contemplar todavía, cerca del mar, esa claridad que deja tras de sí durante tanto tiempo el crepúsculo.
—¿Quieres que vaya a buscar tu chal?
—No, gracias.
Caminaron bañados de un vaho azul muy ligero, que subía del prado de mar y que olía a serpol. Philippe se abstuvo de coger el brazo de su amiga y se asustó de su discreción.
«Dios mío, ¿qué pasa entre nosotros? ¿Es que ya no nos reconocemos mutuamente? Ya que ella ignora lo que ha pasado allí, tal vez yo deba olvidarlo; ¿volveremos a ser felices como antes, desgraciados como antes, uno solo como antes?».
Pero no añadió a su deseo una fe hipnótica, pues Vinca caminaba a su lado fría y tranquila como si su gran amor la hubiese dejado y no percibiera la angustia de su compañero. Así pues, Phil sintió que se acercaba la hora y experimento una trepidación similar a la fiebre que tuvo después del día en que, picado por un pejearaña, sintió en su brazo vendado la quemazón reavivada por la marea creciente…
Se detuvo y se enjugó la frente:
—Me ahogo. No me encuentro bien, Vinca.
—No estás bien, desde luego —repitió haciendo eco la voz de Vinca.
Él creyó que se trataba de una tregua y se apresuró a decirle con la voz y con el gesto:
—¡Qué amable eres!
—No —cortó ella—, no soy amable.
Esta frase infantil dio esperanza a Philippe, que agarró el brazo desnudo de su amiga.
—Sé que estás enfadada conmigo porque he llorado como una mujer…
—No, como una mujer, no…
Él se sonrojó en la oscuridad e intentó excusarse…
—Date cuenta. Ese congrio al que estuviste atormentando en su agujero… Su sangre en tu gancho para bogavantes. De repente, sentí que el corazón me fallaba.
—¡Ah! Sí, el corazón te fallaba…
Fue tan inteligente el sonido de su voz que Philippe, asustado, contuvo la respiración. «Lo sabe todo». Él esperó el consabido rapapolvo y una explosión de lágrimas y quejas. Pero Vinca permaneció muda, y tras una larga pausa, como la calma que sigue a la tormenta, Phil se atrevió a hacer una tímida pregunta:
—¿Y basta esa debilidad mía para que, según parece, hayas dejado de quererme?
Vinca volvió hacia él la mancha nebulosa y clara de su rostro, comprimido entre los dos setos rígidos del pelo:
—Phil, yo sigo queriéndote. Desgraciadamente, eso no cambia nada.
Él sintió como el corazón, que latía con una fuerza desacostumbrada, chocaba contra su garganta:
—¿Sí? Entonces me perdonas el haber sido tan «niñita», tan ridículo.
Ella sólo dudó un segundo:
—Claro que te perdono, Phil. Pero tampoco eso cambia la situación.
—¿Qué situación?
—La de nosotros dos.
Ella hablaba con una suavidad sibilina que él no se atrevió a seguir poniendo a prueba y que no le proporcionaba la más mínima alegría. Sin duda Vinca captó su movimiento de repliegue mental, ya que añadió en seguida:
—¿Te acuerdas de las escenas que me hacías y que yo te hacía a ti, no hace ni siquiera tres semanas, porque estábamos impacientes por tener que esperar aún cuatro o cinco largos años para poder casarnos?… Pues hoy, Phil, creo que me gustaría volver hacia atrás y hacerme niña.
Él esperó que ella subrayase, que comentase ese hábil, ese insidioso «hoy», suspendido en el aire puro y azul de la noche de agosto. Pero Vinca ya sabía armarse de silencio. Él insistió:
—Entonces, ¿ya no me guardas rencor? ¿Mañana volveremos a ser Vinca y Phil, como siempre? ¿Para siempre?
—Para siempre, si quieres Phil… Venga, volvamos, hace fresco.
Ella no había repetido «como siempre». Pero Phil se contentó con este juramento incompleto y con la fría manecita que él apretó un momento, pues en ese instante la garrucha del pozo que se desenrollaba, el cubo vacío que golpeaba en las paredes cóncavas, las cortinas de una ventana abierta que chirriaba al correrse, los últimos ruidos humanos de la jornada, recordaron a Philippe la hora, la misma hora que él había aguardado, la víspera, para abrir la puerta de la villa y salir corriendo en secreto… ¡Ah!, luz sorda y roja de una habitación desconocida… ¡Ah!, el negro bienestar, la muerte alcanzada por grados, la vida recobrada mediante lentos aletazos…
Como si hubiese esperado, desde la víspera, una especie de absolución por parte de Vinca, absolución ambigua que ella acababa de concederle, tan sincera en la expresión como reticente en las palabras, Phil evaluó de repente, como un hombre, el don que le había entregado un ángel perverso y autoritario.