Los gritos de los jilgueros, en el momento en que Philippe se durmió, empezaban a reclamar el alpiste que Vinca les echaba a puñados por las mañanas. El palpitante sueño de Philippe soportó mal sus gritos ligeros; su duermevela los mudaba en pequeñas virutas de metal enrollado, arrancadas del casco doloroso que cubría su cráneo. Cuando estuvo totalmente despierto, el hermoso día resonaba con el bullicio de las gallinas ponedoras, las abejas y una trilladora; el mar estaba verde, rizado por el viento fresco del noroeste, y Vinca reía, vestida de blanco, bajo la ventana.
—¿Qué le pasa? Pero ¿qué le pasa? Eh, Phil, ¿te ha picado la mosca del sueño?
Y las Sombras familiares, casi invisibles como la antigua mancha del muro, como la yedra o el liquen; las Sombras desdeñadas por los dos adolescentes repetían alrededor de ella:
—¿Qué le pasa? Pero ¿qué le pasa? ¡Habrá tomado adormideras!
Él los miraba desde lo alto de su ventana. Tenía la boca entreabierta, una especie de horror ingenuo en los rasgos, y una palidez tal que la risa de Vinca se apagó, apagando las otras risas:
—¡Oh!… ¿Estás enfermo de verdad?
Él se echó hacia atrás, como si Vinca le hubiese lanzado un guijarro.
—¿Enfermo? ¡Vais a ver si estoy enfermo! En primer lugar, ¿qué hora es?
Abajo volvieron a oírse las risas:
—¡Las once menos cuarto, so marmota! ¿Vienes a bañarte?
Él asintió con la cabeza, cerró la ventana, y los cristales recubiertos de tul lo sumieron nuevamente en el abismo nocturno por el que discurría la estela de un recuerdo, negra, untuosa, indolente entre las aristas luminosas que se izaban en la claridad, adoptando el color del oro, de la carne, el brillo de un ojo humedecido, de una sortija o una uña…
Se quitó el pijama, se puso rápidamente el bañador y, en lugar de bajar semidesnudo, como todos los días, ató cuidadosamente la cuerda de su bata.
Vinca le esperaba en el prado de mar, bronceando apaciblemente al sol sus altas piernas y sus brazos finos de un moreno bermejo de pan campesino. El azul incomparable de sus ojos, bajo un pañuelo azul desteñido llenó a Philippe de una sed de agua fresca, de un fuerte deseo de olas saladas y de brisa. Al mismo tiempo, constato la evidencia de un cuerpo femineizado día a día, las duras rodillas finamente cinceladas, los largos músculos de los muslos y los costados fieros.
«¡Qué sólida es!», pensó con una especie de temor.
Se zambulleron juntos y, mientras Vinca golpeaba alegremente con las piernas y brazos las débiles olas, y escupía agua al cantar, Philippe, pálido, luchaba contra sus escalofríos y nadaba con los labios apretados. Como los pies desnudos de Vinca atrapasen uno de sus pies, Phil dejó de nadar al momento, se fue a pique y reapareció unos segundos después. Pero no tomó represalias y despreció los consabidos gritos, retos y combates de focas que hacían del baño el mejor momento del día.
Les recibió la arena caliente. Se zurraron a conciencia; Vinca, armada con una piedra, apuntó a un pequeño arrecife cornudo y dio en el blanco a cincuenta metros, mientras Philippe se maravillaba desconfiado, olvidando que él mismo había formado a su amiga en esos juegos de chicos. Se sentía blando, superior a sí mismo, próximo a desfallecer; ninguna arrogancia masculina revelaba que la noche anterior había huido de la casa de su infancia para correr su primera aventura amorosa.
—¡Son las doce! ¡Phil! Están dando las doce en la iglesia, ¿oyes?
Vinca, de pie, sacudía las puntas húmedas e iguales de sus cabellos. Al comenzar a caminar aplastó un cangrejo, que crujió como una nuez. Philippe sintió una crispación terrible.
—¿Qué pasa? —dijo Vinca.
—Has pisado un cangrejo…
Ella se volvió, mostró al gran sol sus mejillas de melocotón moreno, sus ojos de un azul definitivo, sus dientes blancos y el rojo interior de su boca.
—¿Y qué? No es el primero. ¿Y cuando tú pones como cebo en la camaronera un cangrejo descuartizado?
Se adelantó a Philippe y franqueó de un salto un hoyo de duna. Durante la fracción de un segundo, él la vio suspendida, despegada de la tierra, con los pies juntos, inclinada y con los brazos arqueados como si estuviese cogiendo una brazada de aire.
«Creía que era más dulce», pensó Philippe.
El almuerzo le impidió rememorar su experiencia nocturna; a esas horas del mediodía se encontraba amodorrado y con pocas fuerzas para remover en el fondo de su negro refugio. Tuvo que soportar los comentarios sobre su palidez poética y las críticas por su silencio y su falta de apetito. Vinca devoraba todo e irradiaba una ofensiva alegría. Phil la observaba sin benevolencia, notaba el vigor de sus manos al cascar los bogavantes y el altivo movimiento del cuello cuando se echaba hacia atrás el pelo.
«Debería alegrarme —pensó—. Ella no duda de nada». Pero al mismo tiempo le molestaba esa serenidad inexorable y pedía con toda su alma que Vinca temblase como una gramínea, que estuviese consternada por una traición que debería haber presentido, como una de esas tormentas indecisas que, durante el verano, vagan en torno a la bahía bretona.
«Ella dice que me quiere. Me quiere. Sin embargo, estaba más inquieta antes…».
Después de comer, Vinca bailó con Lisette al son del fonógrafo. Obligó a Philippe a bailar también. Consultó el calendario de las mareas, preparó las redes para la marea baja de las cuatro, envolvió a Philippe, y a toda la casa, con sus gritos de estudiante mientras buscaba el bramante y la vieja navaja, y despedía a su paso el olor a yodo y a algas de su jersey de pesca, que estaba agujereado. Philippe, cansado, invadido al fin por el sueño que sigue a las catástrofes y a las grandes dichas, la seguía con una mirada vindicativa, apretando nerviosamente los puños.
«¡Bastarían tres palabras para cerrarle la boca!»… Pero sabía que no pronunciaría esas tres palabras, y languidecía de ganas de dormir en un hoyo de arena cálida, con la cabeza sobre las rodillas de Vinca…
A lo largo de la costa encontraron camarones y trillas, que se hinchaban de aire para ahuyentar al agresor con sus aletas de abanico y su garganta arco iris. Pero Phil seguía perezosamente a los animalillos de las rocas y a los que traían las olas. Le molestaba el sol reflejado en las charcas y se deslizaba como un novato entre las cabelleras viscosas del musgo marino. Capturaron un bogavante, y Vinca hurgó ansiosa en el «muelle» donde vivía un congrio.
—¿Ves cómo lo tengo cogido? —gritó ella mostrando el extremo del gancho teñido de sangre rosa.
Phil palideció y cerró los ojos.
—¡Suelta a ese animal! —dijo con voz sofocada.
—¡Qué te crees tú eso! Te aseguró que lograré hacerme con él… Pero ¿qué te pasa?
—Nada.
Ocultaba lo mejor posible un dolor que no comprendía. ¿Qué había conquistado, pues, la noche pasada, en la sombra perfumada, entre unos brazos deseosos de hacerlo hombre y victorioso? ¿El derecho a sufrir? ¿El derecho a desfallecer de debilidad ante una niña inocente y dura? ¿El derecho a temblar inexplicablemente ante la vida delicada de los animales y la sangre que brotaba de su fuente?
Respiró sofocadamente, se llevó las manos a la cara y rompió en sollozos. Lloró con tal violencia que no tuvo más remedio que sentarse; Vinca se mantuvo de pie, armada con su gancho mojado de sangre, como un verdugo. Se inclinó; no hizo ninguna pregunta, pero escuchó como un músico el acento, la modulación nueva e inteligible de los sollozos. Alargó una mano hacia la frente de Philippe y la retiró antes de tocarle. El estupor desapareció de su rostro, del que se apoderó una expresión de severidad, una mueca amarga y tiste que carecía de edad, y un menosprecio completamente viril por la debilidad sospechosa del muchacho que lloraba. Luego, recogió con cuidado el cabás de rafia, en el que saltaban unos peces, y su camaronera; se ciñó a la cintura el gancho como si fuese una espada y se alejó con paso firme, sin mirar atrás.