Cuando Philippe salió de la casa de la Dama de blanco sería la una y media de la mañana.
Para abandonar la casa familiar, había tenido que esperar a que se hubiesen apagado todas las luces y acallado todos los ruidos: Una puerta de cristal cerrada con cerrojo, una valla de madera abatida por su propio peso y…, más allá, la carretera, la libertad… ¿La libertad? Había caminado hacia Ker-Anna como el que es conducido a prisión, deteniéndose a veces para aspirar el aire, con la mano izquierda puesta en el corazón, bajando la cabeza y levantándola después como un perro que ladra a la luna. Se había vuelto en lo alto de la cuesta para divisar en la mitad del acantilado la casa, donde dormían sus padres, los padres de Vinca —¡y Vinca…! La tercera ventana, el balconcillo de madera… Ella estaría durmiendo detrás de ese par de postigos cerrados. Dormiría, vuelta un poco de lado, con la cara sobre el brazo, como una niña que se esconde para llorar, con los cabellos iguales abiertos en abanico, de la nuca a las mejillas. Él la había visto dormir tantas veces desde su infancia… Conocía bien ese ademan triste y dulce que sólo adoptaba durante el sueño.
El temor a despertarla telepáticamente hizo que Philippe se volviera en seguida hacia la carretera, blanca en la noche lechosa del cuarto creciente que guiaba sus pasos. Durante un momento se sintió interpelado por la ansiedad y el amor de esta adolescente, que se mantenía vigilante en medio del sueño. Su peso, mucho más que el miedo frío que hiela a un muchacho de dieciséis años camino de su primera aventura; su peso iba a convertir tal vez la prueba en tarea difícil y el orgulloso delirio en curiosidad sin valor… Pero sólo titubeó un momento antes de comenzar a correr, con el mismo gesto de sofoco y de invocación a la luna, por la otra vertiente de la cuesta, que, ya de regreso, acababa de subir más lentamente.
«Las dos», contó Philippe con el oído puesto en el reloj del pueblo. Los cuatro cuartos cristalinos, las dos horas graves viajaron suavemente a través de la bruma salina y tibia. Y añadió ritualmente: «Ha cambiado la dirección del viento; se oye el reloj de la iglesia. Va a cambiar el tiempo…»; el sonido de esta frase familiar le llegó desde muy lejos, como de otra vida pasada… Se sentó sobre la hierba que bordeaba un arriate, delante de la villa, empezó a llorar bruscamente y se avergonzó de sus lágrimas hasta que comprendió que lloraba con placer.
Alguien, junto a él, exhaló un suspiro; era el perro del guarda que, agazapado, dormitaba en el paseo de la arena. Phil se inclinó, acarició el pelo de jabalí y la nariz seca del animal amigo, que no había ladrado.
—Fanfare… mi viejo amigo Fanfare…
Pero el perro, cargado de años y con un carácter bretón, se levantó y fue a acostarse a otra parte, haciendo un ruido de saco viejo.
La marea muerta, adormecida bajo la bruma en la parte interior del prado, enviaba hacia la playa unas olillas extenuadas que percutían débilmente a modo de ropa mojada, de minuto en minuto. No había ningún pájaro despierto, excepto un mochuelo que imitaba socarronamente al gato, tan pronto en la copa de tiemblo más blanco que la bruma, como en el seto de huseras.
Lentamente, el pensamiento de Philippe fue recomponiendo el decorado familiar, que se le había tornado ajeno. La paz de la noche, que suele liberar a los hombres de todos sus cuidados, le ofrecía el refugio, la transición necesaria entre su antigua vida, su remanso estival de todos los años, y el lugar, el clima donde se arremolina una indiscernible tormenta de colores, perfumes y luces, de cuya disimulada fuente surgía lo mismo un dardo agudo que una cortina de agua pálida y escasa… Muebles y flores parecían perder su equilibrio, mostrando aquellos sus delgadas piernas de ciervas, éstas el envés felposo de sus hojas, sus tallos rígidos en un agua pura. Lugar y clima, elementos traicioneros en los que una mano y una boca de mujer habían desencadenado a su antojo el aniquilamiento de un universo tranquilo, el cataclismo que —como el puente luminoso que se levanta en el cielo después de la tormenta— había bendecido el arco de un brazo desnudo.
Al menos, la tempestad ya había pasado. Sólo le quedó un cansancio de nadador, una mansedumbre vaga y universal de naufrago que llega a tierra. Más favorecido que esos jóvenes que, desgarrados a menudo, acaban de trocar una larga angustia, fecundada de ensoñaciones ilimitadas, por un placer que en lo sucesivo limitará sus sueños, él regresaba únicamente con el peso del estupor normal, consciente a la manera del borracho ahíto que siente oscilar, cuando se mueve, la masa enfriada del vino, cuyo espíritu ardiente y ligero se ha evaporado.
El día estaba lejos aún, pero ya una mitad de la noche, más clara que la otra, dividía el cielo. Un animalillo, un erizo o una rata tal vez, arañó la tierra al corretear. El primer soplo precursor de la aurora hizo rodar algunos pétalos por el paseo, les devolvió a su reposo, se desvaneció y todo volvió a quedar inmóvil. En el lejano reloj se desgranaron ensoñadoramente tres horas; la primera límpida y cercana, las otras dos apagadas por una bocanada de viento. Una pareja de chorlitos pasó por encima de Philippe, lo bastante bajo para que él oyera el bocinazo de sus alas extendidas; y su pío pío sobre el mar llegó en la memoria abierta y sin defensa del adolescente hasta el fondo de unos quince años puros, suspendidos de una orilla rubia; hasta una niña que crecía a su lado y que tenía la cabeza rubia y erguida como una espiga.
Se levantó e hizo un esfuerzo físico para reconocerse, para obligar al que había estado descansando allí —cerca de la barrera blanca y del perro acostado— a ser el mismo que aquel que, la víspera, se dirigiera con temor hacia Ker-Anna apoyándose en la barrera blanca y acariciando distraídamente al perro acostado. Pero no pudo.
Se pasó por la cara las manos calientes, que le parecieron más suaves que de costumbre, impregnadas de un perfume que se esfumaba cuando intentaba fijarlo en su nariz, pero que vibraba alrededor suyo, como sucede con el aroma de ciertas plantas olorosas de hojas frágiles. En ese instante, en la habitación de Vinca brilló, y se desvaneció poco después, el resplandor de una lámpara entre las hojas de la ventana.
«Está despierta. Acaba de mirar la hora. ¿Por qué no dormirá?».
A través de las paredes vio cómo Vinca, extendiendo un brazo, encendía la lámpara, miraba el pequeño reloj colgado de la cama de cobre y volvía a echar sobre la almohada, tras apagar la lámpara, su cabeza y su pelo, que olía a niño limpio y a lavanda. Adivinó que, a causa de la noche bochornosa, tenía al aire sus hombros morenos, tachonados de blanco en la zona donde los tirantes de bañador la protegían del sol; y la forma del cuerpo largo y vigoroso de su amiga —cuerpo familiar, provisto cada año de bellezas nuevas y previstas— se le apareció, llenándole de estupor.
¿Qué tenían en común este cuerpo, el empleo que el amor podía hacer de él, sus fines inevitables, y el destino de otro cuerpo de mujer, de una implacabilidad apasionada y de una encantadora e hipócrita pedagogía?
—No volveré más con ella —dijo en voz alta.
Hasta ayer mismo, Philippe no había dejado de medir, con ánimo paciente, el tiempo que faltaba para que Vinca le perteneciera. Hoy, empalidecido por una enseñanza que dejaba en su cuerpo el temblor y la suavidad de la derrota, retrocedía con todo su ser ante una imagen insensata…
—¡Nunca jamás!…
El alba apuntaba con rapidez. Pero ninguna ráfaga de viento venía a disipar la bruma salina, a la que iba ganando terreno el rojo de la aurora. Philippe traspasó el umbral de la casa y subió sin hacer ruido a su habitación, cargada todavía del calor sofocante de la noche; abrió los postigos y se apresuró en afrontar ante un espejo su nuevo rostro de hombre…
En un rostro enflaquecido por el cansancio, vio dos ojos lánguidos agrandados por las ojeras, unos labios que, por haber tocado una boca roja, conservaban un poco de carmín, y un pelo negro desordenado sobre la frente —rasgos lastimosos, y menos parecidos a los de un hombre que a los de una joven dolorida.