Capítulo 10

—Te vas a caer, Vinca, se te ha desatado una alpargata… Espera…

Phil se inclinó rápidamente, cogió las dos cintas de lana blanca y las cruzó sobre el tobillo moreno, tembloroso, seco, de una pierna de animal fino, hecho para la carrera y el salto, cuya gracia no se veía menguada por la epidermis endurecida y las numerosas cicatrices. Casi nada de carne sobre un hueso fino: el músculo necesario para formar los contornos; las piernas de Vinca no despertaban el deseo, sin esa especie de exaltación que se le reserva a un estilo puro.

—¡Qué te esperes, te he dicho! ¡No puedo atarte los cordones si sigues andando!

—¡No! ¡Déjame!

El pie desnudo, con calzado de tela, se deslizó entre las manos que lo sujetaban y, como si echase a volar, pasó por encima de la cabeza de Phil, que estaba arrodillado. Él percibió el perfume a lavanda, de ropa interior planchada y algas marinas característico de Vinca; estaba a tres pasos él. Le miraba de arriba abajo, al tiempo que derramaba sobre él la luz ensombrecida y turbada de sus ojos, cuyo azul se resistía a imitar los matices cambiantes del mar.

—¿Qué te ocurre? ¿Ya estamos con caprichitos? ¡Supongo que sé atar una sandalia! ¡Te seguro, Vinca, que a veces eres insoportable!

La postura caballeresca de Phil casaba mal con su rostro ofendido de dios latino, dorado, coronado de cabellos negros y con una gracia apenas amenazada por la sombra —pelo espeso mañana, hoy pelusa de terciopelo— del futuro bigote.

Vinca no se acercó a él. Parecía extrañada y sofocada, como si Phil la hubiese perseguido.

—¿Qué te pasa? ¿Te he hecho daño? ¿Tienes alguna espina?

Ella respondió «no» con la cabeza, se suavizó, cayó sentada entre la salvia y las centinodias rosas, y se bajo el dobladillo del vestido hasta los tobillos. Gobernaban todos sus movimientos una celeridad angulosa y placentera y un equilibrio excepcional, como un don coreográfico. Su tierna y exclusiva camaradería con Phil la había formado para los juegos de chicos, para una rivalidad que no cedía todavía ante el amor, nacido, sin embargo, al mismo tiempo que aquélla. A pesar de la fuerza, monstruosamente acrecentada día a día, que alejaba de ellos paulatinamente la confianza y la dulzura; y a pesar del amor, que cambiaba la esencia de su ternura como el agua coloreada que beben las rosas cambia su color, ellos olvidaban a veces su amor.

Philippe no resistió durante mucho tiempo la mirada de Vinca, cuyo azul oscurecido no contenía ningún reproche. Ella parecía solamente sorprendida, y respiraba con rapidez, como la cierva que se tropieza con un paseante en el bosque y que titubea, inquieta, en lugar de escapar. Ella interrogaba a su propio instinto más que al joven arrodillado, al que había retirado su mano; sabía que acababa de obedecer a la desconfianza, a una especie de repulsión; no al pudor. No podía haber cabida para el pudor tratándose de un amor tan grande.

La pureza vigilante de Vinca percibía, mediante avisos repentinos, una presencia femenina cerca de Philippe. A veces le daba por respirar con fuerza el aire en torno a él, como si éste, en secreto, hubiese fumado o comido alguna golosina. Ella interrumpía de pronto su charla con un silencio tan imperioso como un brinco, con una mirada, cuyo impacto y peso él notaba. Ella acostumbrada ahora a liberar su mano de la mano amiga, más pequeña pero menos fina que la suya, en la que su mano había reposado durante el paseo por la carretera antes de cenar…

Phil ocultó a Vinca sin dificultad su tercera y cuarta visitas. Pero ¿qué fuerza tienen la distancia y las murallas contra la antena invisible de un alma apasionada, que se lanza, palpa, descubre la herida y se repliega?… Incrustado, como un parásito, en el gran secreto de ambos, el pequeño secreto de Phil produjo en éste, inocente hecho, una deformación moral.

Ahora Vinca lo encontraba dulce cuando él, confiado en su despotismo de amante fraternal, hubiera debido tratarla como a una esclava. Se había introducido en él algo de la amenidad de los maridos infieles, y eso le hacía sospechoso. Después de haber reprendido a Vinca por su extraño humor, Philippe mantuvo un gesto arrogante y tomó el camino de la casa, esforzándose por no correr. ¿Merendaría dentro de una hora en Ker-Anna, como le había rogado Madame Dalleray? Rogado… Ella no sabía más que dar órdenes y conducir, con una dureza disimulada, al que ella misma había elevado al rango de mendigo y hambriento. Mendigo rebelde a la humanidad, y que podía, lejos de ella, pensar sin gratitud en la escanciadora de bebidas frescas, en la mondadora de frutas cuyas manos blancas servían y curaban al pequeño caminante novicio y bien formado. Pero ¿se debe llamar novicio a un adolescente al que el amor, desde la infancia, le ha consagrado como hombre y mantenido puro? En vez de encontrarse con una víctima fácil, contenta de someterse, Madame Dalleray se tropezó con un antagonista deslumbrado y circunspecto. Con la boca alterada y las manos tendidas, el mendigo no tenía aspecto de vencido.

«Se defiende —conjeturaba ella—. Se guarda…». Pero no había llegado todavía al punto de afirmar: «Ella lo guarda…».

Desde la casa, Philippe gritó a Vinca, que se había quedado en el prado arenoso:

—¡Voy a buscar el segundo correo! ¿Quieres que te haga algún recado?

Al hacer una señal negativa con la cabeza, todos los cabellos iguales de Vinca se abrieron en rueda soleada, y Philippe se lanzó sobre su bicicleta.

Madame Dalleray no parecía esperarle: estaba leyendo. Pero la sombra estudiada del salón, la mesa casi invisible de la que provenía el olor de los melocotones tardíos, del melón rojo de Chipre cortado en medias lunas y del café vertido sobre hielo machacado le hablaban de lo contrario.

Madame Dalleray dejo su libro y le tendió una mano sin levantarse. Él veía en la sombra el vestido blanco, la mano blanca; los ojos negros, aislados en su halo de bistre, se movían con una lentitud desacostumbrada.

—A lo mejor estaba usted durmiendo —dijo Phil, recurriendo a típica cortesía.

—No… nada de eso. ¿Hace calor? ¿Tiene hambre?

—No sé…

Suspiró, sinceramente indeciso, embargado desde que entrara en Ker-Anna por una especie de sed y una sensibilidad a los olores comestibles que se hubiese parecido al apetito si, al mismo tiempo, una ansiedad sin nombre no le hubiese formado un nudo en la garganta. No obstante, su anfitriona le sirvió —y él aspiró—, sobre una bonita paleta de plata, la carne roja del melón salpicado de azúcar e impregnado de un licor suave con sabor a anís.

—¿Qué tal se encuentran sus padres, monsieur Phil?

Él la miró sorprendido. Ella parecía distraída, como si no hubiera oído su propia voz. Con el borde de la manga arrastró una cuchara, que cayó sobre la alfombra sonando una débil campana.

—¡Qué torpe!… Espere.

Le cogió la muñeca con una mano y con la otra le levantó, hasta el codo, la manga, sujetando firmemente con su mano izquierda el brazo desnudo de Phil.

—¡Déjeme! —gritó Phil con fuerza.

Hizo un violento movimiento con el brazo. A sus pies cayó hecho pedazos un platillo. En medio del zumbido de sus oídos tintineó el eco del grito de Vinca: «¡Déjame!…», y él dirigió a Madame Dalleray una mirada llena de furia y de interrogantes. Ella no se había movido, y la mano que él había rechazado permanecía abierta sobre sus rodillas como una caracola hueca. Philippe ponderó durante un buen rato esta inmovilidad significativa. Bajó la cabeza y vio pasar ante él dos o tres imágenes incoherentes, ineluctables, volando como se vuela en los sueños, cayendo como el que se tira al agua de cabeza, en ese instante en el que el rostro invertido roza la superficie; y luego, sin ímpetu, con una lentitud meditada, con un valor calculado, depositó de nuevo su brazo desnudo en la mano abierta.