Capítulo 5

Phil intentó suplicarle:

—¡Vinca, mírame! Dame la mano… ¡Venga, vamos a pensar en otra cosa!

Ella se volvió hacia la ventana y retiró suavemente la mano:

—Déjame. Estoy desanimada.

La marea viva de agosto, que traía lluvia, había alcanzado el nivel de la ventana. La tierra terminaba allí, en el límite del prado arenoso. Un poco más de viento que hubiese arrastrado consigo el campo gris labrado de espumas paralelas, y, probablemente, la casa habría salido nadando como el arca de Noé… Pero Phil y Vinca conocían las mareas de agosto, con sus truenos monótonos, y las mareas de septiembre, con sus desbocados caballos blancos. Sabían que el borde de esa pradera era infranqueable; desde muy niños habían visto, año tras año, como las madejas jabonosas danzaban, impotentes, en la linde carcomida del imperio de los hombres.

Phil abrió la puerta de cristal, la cerró con dificultad, hizo frente al viento y se dejo empapar por la lluvia fina, aventada por la tempestad, esa suave lluvia marina un poco salobre que viajaba por el aire como el humo. Recogió en la terraza, los bolos claveteados de acero y los boliches de boj, que habían dejado tirados por la mañana, los tamboriles y las pelotas de goma. Guardó en la cochera todos estos juguetes, que ya no le divertían, como se guardan las prendas de un disfraz que debe servir para mucho tiempo. Detrás de la ventana le seguían los ojos de la Pervinca y parecía que las gotas que bajaba por el cristal fluían de aquellos ojos ansiosos, de un azul que no dependía ni del estaño jaspeado del cielo ni del plomo verdoso del mar.

Phil plegó los sillones de madera y dio la vuelta a la mesa de rota. No sonrió a su amiga al pasar junto a ella. Desde hacía tiempo, no tenían ya necesidad de sonreírse para gustarse; además, hoy no era un día precisamente alegre.

«Ya quedan pocos días, sólo tres semanas», se dijo Phil. Limpió la arena de sus manos en un macizo de serpol mojado, repleto de flores y avispones sorprendidos por la lluvia que esperaban, entumecidos, los próximos rayos. Respiró en las palmas de sus manos el fresco y casto perfume, y resistió a una tentación de debilidad y dulzura, a una tristeza de niño de diez años. Miró en el cristal, entre las largas lágrimas de la lluvia y las corolas volubles de los alcoholes deshechos, el rostro de Vinca, ese rostro de mujer que sólo le mostraba a él, y que ocultaba a los demás detrás de sus quince años de jovencita razonable y alegre.

Un claro contuvo el chaparrón en la nube y abrió en el horizonte una llaga luminosa, por donde apareció, invertido, un abanico de rayos, de un blanco triste. El alma de Philippe fue presa de un arrobo momentáneo, en busca del bienestar, del sosiego que sus dieciséis años atormentados reivindicaban ingenuamente. Aunque se hallaba mirando al mar, notaba detrás de él la ventana cerrada y a Vinca apoyada en el cristal.

«Ya quedan pocos días —se repitió—, y luego nos separaremos. ¿Qué puedo hacer?».

No recordó siquiera que, el año anterior, el final de las vacaciones había hecho de él un joven desgraciado, que después se fue calmando con la vuelta a París y al instituto, y que acabó conformándose con las visitas dominicales a Vinca. El año anterior Philippe tenía quince años; cada aniversario relegaba a un pasado turbio y miserable todo lo que no es Vinca y él. ¿La amo tanto? No encontró otra respuesta que la palabra amor, y se retiró con rabia el pelo de la frente.

«Puede ser que no la ame todo lo que imagino, pero es mía y no hay más que hablar». Regresó a la casa y gritó:

—¡Vinca! ¡Ven! ¡Ya no llueve!

Ella abrió la puerta y permaneció inmóvil en el umbral, como una enfermera, apoyando una oreja en el hombro con un gesto temeroso.

—¡Venga, vamos! La marea está bajando y la lluvia se va a ir con ella.

Vinca se sujetó el pelo con un pañuelo blanco atado en la nuca; parecía un herido.

—Ven hasta Nez al menos; debajo de las rocas está seco.

Ella le siguió sin decir nada por el sendero de la aduana, en cornisa al lado del acantilado. Iban aplastando el orégano picante y los últimos perfumes del meliloto. Por debajo de ellos, el mar se hacía mil pedazos, golpeaba y lamía untuosamente las rocas. Su fuerza era tal que lanzaba hacia lo alto del acantilado unas bocanadas tibias que traían olor a mejillones y el aroma terrestre de las pequeñas brechas, en las que el viento y las aves depositan sus semillas.

Llegaron a su guarida, seca y bien protegida por una proa de rocas, zona sin reborde desde donde se tenía la sensación de navegar hacia alta mar. Philippe se sentó junto a Vinca, que apoyó la cabeza en su hombro. Parecía agotada y cerró pronto los ojos. Sus mejillas morenas, rosas y redondas, salpicadas de granos de arena bermejos y aterciopeladas por una leve pelusilla de suavidad vegetal, habían palidecido desde la mañana, al igual que su boca fresca, permanentemente entreabierta como un fruto picado por el ardor del día.

Después del almuerzo, en lugar de oponer a los lamentos de su «enamorado de infancia» su sentido común habitual de pequeña burguesa inteligente, testaruda y dulce, había roto en lágrimas, en confesiones desesperadas, en amargas lamentaciones maldiciendo la juventud de ambos, el futuro inmóvil, la escapatoria imposible, la resignación inaceptable… Había gritado «¡Te quiero!» como se grita «¡Adiós!» y: «¡No puedo separarme de ti!», con los ojos llenos de horror. El amor, crecido antes que ellos, había hechizado su infancia y preservado su adolescencia de las amistades equívocas. Philippe, menos ignorante que Daphnis, respetaba y amonestaba a Vinca como si fuera hermano suyo, pero la mimaba como si, a la manera oriental, los hubiesen prometido a ambos desde la cuna…

Vinca suspiró y abrió los ojos sin levantar la cabeza:

—¿No estás cansado de mí, Phil? —preguntó.

Él dijo que no con la cabeza y admiró —tan cerca de los suyos— esos ojos azules, cuyo azul, cada vez más dulce a su alma, palpitaba entre unas pestañas rubias.

—¿Ves? —dijo él—, ya se está alejando la borrasca. Habrá marejada hasta las cuatro de la mañana. Pero ahora hay claros, y esta noche será muy bonita la salida de la luna llena…

Como por instinto hablaba de calma, de paz, conducía a Vinca hacia imágenes serenas. Pero ella no respondió nada.

—¿Vas a venir mañana a jugar al tenis con los Jallon?

Vinca contestó que no con la cabeza, con los ojos entornados y un furor repentino, como si hubiera resuelto no volver a beberlo, a comerlo, a vivirlo…

—¡Vinca! —suplicó Phil severamente—. Es preciso. Tenemos que ir.

Ella entreabrió la boca y paseó por el mar una mirada de condenada:

—Bueno, entonces iremos —repitió—. ¿Por qué no ir? ¿Y por qué ir? No va a cambiar nada por eso.

Ambos pensaron en el jardín de los Jallon, en el tenis, en la merienda. Pensaron, como amantes puros y enloquecidos, en los juegos que los convertirían al día siguiente en niños risueños, y se sintieron extenuados.

«Unos días más —se dijo Philippe—, y nos separaremos. Ya no nos despertaremos bajo el mismo techo; sólo veré a Vinca los domingos en casa de su padre, en la del mío o en el cine. Y tengo dieciséis años. Dieciséis y cinco, veintiuno. Cientos y cientos de días… Unos meses de vacaciones, sí, pero cuando se acaban es horroroso… Y, sin embargo, ella es mía… Es mía…».

Notó en ese momento que Vinca estaba deslizándose hacia abajo. Con un movimiento suave, insensible, voluntario, se dejaba caer, con los ojos cerrados, por la pendiente de la meseta de rocas, tan angosta que los pies de Vinca se asomaban ya al vacío… Él se dio cuenta, pero no tembló: consideró la oportunidad de lo que tentaba a su amiga y la agarró fuertemente por la cintura, para que no se le escapara. Sintió, en toda su viva realidad, la elasticidad y la vigorosa perfección de ese cuerpo de muchacha dispuesta a obedecerle en la vida, dispuesta a arrastrarle hacia la muerte…

«¿Morir? ¿Para qué?… Todavía no. ¿Irse al otro mundo sin haber poseído verdaderamente todo esto, destinado para mí?».

Sobre esa peña inclinada pensó en la posesión, como puede pensar un adolescente tímido, pero también como un hombre exigente, como un heredero obstinado en gozar de los bienes que le destinan el tiempo y las leyes humanas. Fue la primera vez que tomó él solo una decisión sobre la futura convivencia de ambos, dueño de abandonarla al oleaje o de sujetarla en el saliente del peñón, como la semilla testaruda que, alimentada con poco, allí florecía…

Philippe, intensificando la presión sobre la cintura de su amiga, izó su gracioso cuerpo, que se había vuelto pesado, y le dijo con tono resuelto:

—¡Vinca, vamos!

Ella se le quedó mirando: lo vio erguido, más alto que ella, decidido, impaciente, y comprendió que la hora de morir había pasado. Con un arrebato indignado, descubrió los rayos del sol poniente en los ojos negros de Philippe, su pelo negro desordenado, su boca y la sombra, en forma de alas, que una pelusilla viril dibujaba sobre sus labios, y gritó:

—¡No me quieres lo suficiente Phil, no me quieres lo suficiente!

Él quiso hablar, pero se calló, pues no tenía ninguna noble declaración que hacerle. Se ruborizó y bajo la cabeza, culpable —mientras ella se deslizaba hacia el lugar donde el amor ya no atormenta, antes de tiempo, a sus víctimas— de haber tratado a su amiga como un pecio precioso y sellado del que sólo interesa el secreto, y de haberla alejado de la muerte.