Capítulo 4

Phil fue el primero en llegar al camino —dos grandes surcos de arena seca, móvil como una onda y un talud mediano de hierba escasa y comida por la sal— por el que las carretas van a buscar el fuco después de las mareas vivas. Iba apoyándose en los palos de las dos camaroneras y llevaba en bandolera los dos cestos de camarones; había dejado a Vinca las dos delgadas gafas con cebo de pescado crudo y su blazer de pesca, pingajo valioso con las mangas amputadas. Se concedió un descanso bien ganado y esperó a su joven y fanática compañera, a la cual había dejado en el desierto de rocas, charcas y algas formado por la marea viva de agosto. La buscó con la vista antes de tumbarse en el lecho cóncavo del camino. En la parte baja de la playa en declive, entre los fuegos de cien espejillos de agua donde se reflejaba el sol, una boina de lana azul, descolorida como un cargo de las dunas, señalaba el lugar en el que Vinca, obstinada, seguía buscando camarones y paguros rosáceos.

—Si eso la divierte… —exhaló Philippe.

Se dejó caer, y su torso desnudo recibió la deliciosa caricia de la arena fresca del camino. En los cestos colocados cerca de su cabeza oyó el cuchicheo húmedo de un puñado de camarones y los arañazos inteligentes de un cangrejo grande contra la tapa…

Phil suspiró, embargado por una felicidad vaga pero certera a la que contribuían, en igual medida, un agradable cansancio, así como la vibración de sus músculos, todavía tensos por la escalada, el color y el calor de una tarde bretona cargada de vapor salino. Se incorporó; sus ojos estaban deslumbrados por el cielo lechoso que acababa de contemplar. Miró con sorpresa el bronce nuevo de sus piernas y brazos —brazos y piernas de dieciséis años, delgados pero bien conformados, en los que aún no había emergido el músculo seco, y que podían enorgullecer tanto a una muchacha como a un muchacho. Se limpió con la mano un tobillo que sangraba, desollado, y lamió la mezcla salada de sangre y agua marina.

La brisa, que soplaba del interior, traía olor a renadío segado, a establo y a menta prensada; sobre la superficie marina, un rosa polvoriento iba desplazando poco a poco al azul inmutable que reinaba desde la mañana. Phil no supo decirse a sí mismo: «Hay pocas horas en la vida en las que el cuerpo contento, los ojos gratificados y el corazón ligero, resonante, casi vacío, reciben en un momento todo lo que son capaces de contener, y yo me acordaré de ésta»; sin embargo, bastó una esquila rajada y el balido del cabritillo que la llevaba al cuello para que las comisuras de su boca se estremeciesen de angustia y el placer inundasen sus ojos de lágrimas. No se volvió hacia las rocas mojadas por las que vagaba su amiga, y de su emoción pura brotó el nombre de Vinca: a un joven de dieciséis años, repentinamente presa de un rapto delicioso, no le está permitido pedir ayuda a otra joven que tal vez se halla en su misma situación.

—¡Eh! ¡Pequeño!

La voz que lo trajo a la realidad era joven, autoritaria. Phil se volvió sin levantarse hacia una señora vestida totalmente de blanco, que, a unos diez pasos de él, hundía sus altos tacones blancos y su bastón en el camino del fuco.

—Dime, pequeño, no puedo seguir con mi automóvil por este camino, ¿verdad?

Por educación, Philippe se levantó, se aproximó, y sólo se sonrojó una vez de pie, al sentir sobre su torso el viento fresco y la mirada de la dama de blanco, la cual sonrió y cambió de tono.

—Perdón, caballero… estoy segura de que mi chófer se ha confundido. Y eso que se lo había advertido. Esta carretera acaba en un sendero que sólo lleva al mar, ¿verdad?

—Sí, señora. Es el camino del fuco.

—¿De El fuco? ¿Y a qué distancia se encuentra El Fuco?

Phil no pudo contener una fuerte risotada, que la dama de blanco imitó complacientemente:

—¿He dicho algo gracioso? Tenga cuidado o de lo contrario le voy a tutear: parece un chico de doce años cuando se ríe.

Pero le miraba a los ojos, como a un hombre.

—Señora, el fuco, no el camino de El Fuco, es… el fuco…

—Excelente explicación —aprobó la dama de blanco—, por la que le estoy muy agradecida.

Bromeaba de manera viril, condescendiente, perfectamente a tono con su mirada tranquila; Philippe se sintió de pronto fatigado, decaído y débil, paralizado por una de esas crisis de femineidad en las que suelen caer los adolescentes delante de una mujer.

—¿Se le ha dado bien la pesca, caballero?

—No, señora, no muy bien… Es decir… Vinca ha cogido más camarones que yo…

—¿Quién es Vinca? ¿Su hermana?

—No, señora, es una amiga.

—¿Vinca… es un nombre extranjero?

—No… Es decir… Significa Pervinca.

—¿Es una amiga de su edad?

—Tiene quince años y yo dieciséis.

—Dieciséis años… —repitió la dama blanca.

No hizo ningún comentario, y un momento después añadió:

—Tiene usted arena en la mejilla.

Philippe se restregó la mejilla con tanto brío que casi se arrancó la piel; después dejó caer el brazo. «Ya no noto mis brazos —pensó—. Creo que va a pasar algo…».

La dama blanca apartó de Philippe su mirada reposada y sonrió.

—Allí tiene a Vinca —dijo, señalando con la mano la curva del camino por la que acababa de aparecer la joven, halando una red con bastidor de madera y la chaqueta de Philippe—. Hasta luego, señor…

—Phil —dijo él maquinalmente.

Ella no le alargó la mano; se despidió con una señal de cabeza que repitió dos o tres veces, como una mujer que responde «sí, sí» a un pensamiento oculto. Aún no había desaparecido cuando llegó Vinca.

—Phil, ¿puedo saber quién era esa señora?

Con un movimiento de hombros acompañado de un gesto de la cara, Phil le dio a entender que no sabía nada.

—¿No la conoces y hablas con ella?

Phil miró de hito en hito a su amiga con una malicia que renacía en él y sacudía un yugo pasajero. Se deleito pensando en la edad de ambos, en su amistad presentemente turbada, en su propio despotismo y la devoción huraña de Vinca. Ésta, rutilante, mostraba unas rodillas lastimadas a lo San Sebastián, perfectas bajo la epidermis llena de cicatrices, y unas manos a la vez de ayudante de jardinero y de grumete; un pañuelo verdoso le servía de corbata, y su blusón olía a mejillón crudo. La vieja boina peluda ya no competía con el azul de sus ojos, y si no se tenían en cuenta estos ojos ansiosos, celosos y elocuentes, parecía una colegiala ataviada para una fiesta de disfraces. Phil se echó a reír, y Vinca se puso a patalear, al tiempo que le lanzaba su blazer a la cara:

—¡Venga, contéstame!

Él pasó indolentemente sus brazos desnudos por las mangas vacías del chaquetón.

—¡So tonta! Es una señora que ha llegado con su coche y que se ha confundido de carretera. Un poco más, y el coche se atasca aquí. Yo le he indicado lo que tenía que hacer.

—Ah…

Vinca se sentó y se puso a vaciar sus alpargatas de arenilla mojada.

—¿Y por qué se ha marchado tan deprisa, justo cuando yo llegaba?

Philippe aguardó un momento antes de responder. Saboreó de nuevo, en secreto, la majestad sin gestos y la mirada firme de la desconocida, y su sonrisa meditativa. Recordó que lo había llamado «caballero» gravemente. También recordó que había dicho «Vinca» con rapidez, de una manera demasiado familiar y un poco ofensiva. Frunció las cejas, y su mirada protegió el inocente desorden de su amiga. Estuvo un instante pensativo y encontró una respuesta ambigua, que satisfacía a su vez su afición por secretos novelescos de su pudibundez de joven burgués:

—Ha hecho bien —contestó.